Sr. Director: Las reflexiones de Gérvas y Pérez1 acerca de los navegantes solitarios en el Mar de la Incertidumbre me han parecido atinadas porque encierran bastantes verdades, pero me han suscitado de inmediato una pregunta: si se publicaran en un periódico de gran difusión, ¿a qué conclusiones podrían llegar los lectores?
Tal vez me equivoque, pero tengo la impresión de que su artículo sobre los ámbitos de la atención primaria y especializada destila cierta visión de tintes maniqueos cuyas resonancias me recuerdan postulados de la nemesis medica de Illich2. Me ha sorprendido, la verdad, por la talla intelectual y el aparato crítico de que han dado muestras repetidamente sus autores.
Después de haber navegado unos cuantos años como técnico en salud por aguas con navegantes solitarios y con cíclopes, he llegado a varias conclusiones. En ambos ámbitos encuentras mares de sargazos y restaños de paz. No me parece justo percibir a los especialistas como galenos peligrosos que observan a sus pacientes con un campo visual muy angosto. Considero más cercano a la realidad afirmar que no todos, pero muchos de ellos se preocupan por conocer la vida de sus pacientes y que la tienen en cuenta al estimar la probabilidad preprueba3 y al prescribir medidas, incluso de índole social, al darles el alta.
En cuanto al valor predictivo de las actividades diagnósticas, los especialistas lo tienen más fácil, porque cabe esperar que la prevalencia de las enfermedades sea más alta en los hospitales que en los centros de salud, al igual que en estos últimos es más alta que en la calle4.
Todo parece indicar que muchos especialistas no informan al médico de familia sobre los ingresos y las altas de los pacientes de su cupo, y qué duda cabe de que en las derivaciones de pacientes al especialista prescritas por muchos médicos generales/de familia hay un buen margen de mejora. (¿Por qué todos coinciden, entonces, en la necesidad de aumentar la proporción de primeras consultas de acto único?) En uno y otro ámbito cunde asimismo la impresión de que no es desdeñable la proporción de las pruebas diagnósticas no justificadas que solicitan navegantes solitarios y cíclopes, lo cual reduce las probabilidades posprueba y aumenta el coste del diagnóstico3. ¿Qué explicaría, si no, la necesidad reiterada hasta el hartazgo y puesta de manifiesto por unos y por otros de consensuar criterios de derivación? ¿Disponemos de resultados definitivos de estudios realizados sobre la idoneidad de las solicitudes de pruebas radiológicas que hacen médicos de familia y especialistas?
No pienso que las urgencias hospitalarias, ni las de los centros de salud dicho sea de paso, constituyan poco menos que un garante o la antesala de la yatrogenia, un territorio, en fin, muy peligroso. ¿Por qué no estimamos, por ejemplo, las tasas de complicaciones, de mortalidad y de readmisiones, no brutas, sino las ajustadas por riesgo5, atribuibles a las actuaciones en urgencias y evaluamos además la idoneidad de las visitas a urgencias6 y vemos qué pasa?
Tampoco creo que pueda generalizarse el hecho de que dirigirse directamente a un especialista sea un comportamiento en gran parte tributario de las clases sociales alta y media-alta, del mismo modo que no osaría afirmar que la gente culta e ilustrada no sé exactamente dónde se encuentra la linde que acota a este grupo de la población no acuda a su médico de cabecera. ¿Qué sabemos de esto con certeza en nuestro país? ¿Cuál es la distribución porcentual según la extracción social de la gente que acude directamente desde su casa a las urgencias hospitalarias sin pasar por un punto de atención continuada? ¿No tendrá algo que ver con ello también, y entre otras cosas, la accesibilidad del común de las gentes a ese servicio? ¿De dónde ha surgido la necesidad de interponer entre los servicios de admisión de urgencias y las verdaderas urgencias hospitalarias sistemas de triage?, y disculpe el lector el galicismo.
No he encontrado datos para convencerme racionalmente de que la medicalización innecesaria o la prescripción de la marca comercial más cara o de medicamentos de utilidad terapéutica baja sean territorios virtualmente exclusivos de unos u otros; por el contrario, tengo para mí que más bien son males ecuménicos y que algunas albricias caen en ambos lados.
No considero descabellado afirmar que a nadie le complace lidiar con la incertidumbre. (Por ejemplo, ¿qué preferimos barajar, estimaciones puntales, o tomar decisiones sobre la base de intervalos de confianza?, ¿por qué tanto temor a sustituir los tullidos valores de p por estimaciones bayesianas?) Las que no me parecen del todo acertadas, porque simplifican demasiado la realidad, son las afirmaciones que dimanan de dilemas: «El médico especialista tiene aversión a la incertidumbre...», «El buen médico general/de familia navega alegre y confiado por el Mar de la Incertidumbre...»1. En esto coincido plenamente con Rafael Sánchez Ferlosio cuando dice que el error consiste en «claudicar ante el dilema, en no rebelarse airado y doblegarse a la ley del tercero excluido»7. A mi juicio, unos y otros afrontan buenas dosis de incertidumbre y toman decisiones en ese piélago donde escasea la certeza, como cualquier ciudadano de a pie tantas veces al mes.
Creo que la realidad de los dos ámbitos, como bien saben ambos autores, es mucho más compleja, que, dicho mal y pronto, en todas partes cuecen habas. Yo preferiría que unos y otros, huyendo de la precariedad a que conducen las visiones binarias de la realidad, dirigiéramos nuestros esfuerzos a evaluar con rigor y en nuestra atención primaria y especializada los problemas mencionados y no ser así tan cautivos de las extrapolaciones, a sustentarlos con información fidedigna, a ponerlos en conocimiento de todos y a idear y poner en marcha soluciones.
Mucho me temo que el nivel de incertidumbre con que todos trabajamos sigue siendo demasiado alto para legitimar bastantes de las afirmaciones que hacemos al respecto.