La fibromialgia (FM) es una entidad clínica caracterizada por dolor musculosquelético generalizado, fatiga e insomnio, que a menudo se acompañan de otros trastornos funcionales tales como jaqueca, dismenorrea, intestino irritable, etc. La etiopatogenia no es conocida y en ella no se detectan alteraciones objetivables específicas. La mayoría de los autores aceptan que no es secundaria a ningún tipo de trastorno psicopatológico, aunque está fuertemente influida en su origen y evolución por factores psicosociales.
Este enfoque de la enfermedad tiene muchos puntos comunes con lo que el DSM-4 define como trastorno somatoforme. Por otra parte, los síntomas cardinales de la FM (dolor muscular, fatiga e insomnio) los encontramos en otros procesos, también mal definidos, y que no reciben el nombre de FM, tales como el síndrome de fatiga crónica, el síndrome del golfo, algunos tipos de ansiedad y depresión, etc.
Poder establecer el diagnóstico deslindándolo de aquellos otros que cursan con síntomas parecidos depende exclusivamente de la existencia de, al menos, 11 de 18 puntos sensibles aceptados como específicos y repartidos a lo largo de la anatomía. Muchos autores opinan que este criterio no tiene la base ni la consistencia suficientes para conferir al conjunto la categoría de una entidad con personalidad propia. Otros, como Bennet, opinan incluso que, dando un nombre a un proceso mal definido, muy influido por factores psicosociales, hemos creado un monstruo que ahora nos está devorando. Antes de la década de los ochenta, los casos de neurastenia, que es el proceso más afín a lo que hoy llamamos FM, no eran tan frecuentes. Hoy, en cambio, la FM inunda las consultas médicas. Tal vez tenga que ver con ello, señalan estos autores, el tremendo estrés a que está sometido el individuo en nuestra sociedad industrializada.
La mayoría de las investigaciones sobre la FM se esfuerzan en definirla cualitativamente cuando, en realidad, puede que se trate de un fenómeno más cuantitativo que cualitativo. Se discute si la hiperalgesia que se da en los pacientes con FM tiene su origen en el propio músculo o en los mecanismos centrales encargados de elaborar la percepción del dolor. La frecuente coexistencia de insomnio y de otros trastornos funcionales más bien inclina a pensar lo segundo. Vistas así las cosas, cabe comparar lo que ocurre en la FM con lo que sucede en la ansiedad:
1. La ansiedad es patológica, es decir, se transforma en enfermedad cuando es excesiva y desproporcionada con relación a la importancia de las amenazas. No se trata de un fenómeno cualitativo, sino cuantitativo.
2. Al igual que ocurre en la FM, la ansiedad patológica no aparece en los análisis ni en las radiografías, ni existe ninguna prueba biológica capaz de diagnosticarla.
3. Puede llegar a ser invalidante.
4. Está fuertemente influida por factores psicosociales.
Estas similitudes invitan a una aproximación hipotética a lo que puede ser que ocurra en la FM.
¿No se tratará de una simple exageración de las respuestas del sistema nervioso central (SNC), esta vez no frente a los estímulos percibidos como amenazadores, como ocurre en la ansiedad, sino frente a los estímulos algiógenos? ¿No es cierto que la sensibilidad frente al dolor, al igual que la alarma frente a las amenazas, no es la misma para todo el mundo, dentro de unos límites, más o menos confusos, que aceptamos como normales? ¿No puede ser que los fibromiálgicos estén situados en el punto extremo superior de la sensibilidad dolorosa normal o que la rebasen? ¿No podrá ocurrir que algunos de estos individuos, dotados de una excesiva sensibilidad dolorosa, vayan tirando, mientras otros emprenden
el camino de las quejas y de la invalidez en función de una constelación de factores interactuantes, tales como una biografía sobrecargada de esfuerzos, un trabajo poco satisfactorio, falta de apoyos sociales, bajo grado de autoestima, escasa motivación, tipo de personalidad, etc.?
Vistas así las cosas, la FM aparece como una enfermedad más cuantitativa que cualitativa. Ello no resta importancia a todas las investigaciones orientadas a descubrir causas orgánicas, ya que sin ellas sería difícil desplazarse hacia esta orientación.
Aunque no se encuentren alteraciones orgánicas en la ansiedad, sabemos y aceptamos que existen, en su base, desequilibrios neurobioquímicos, concretamente una debilidad de los mecanismos que frenan la llegada de informaciones al cerebro.
Con relación al dolor, sabemos también que el SNC posee unos complicados mecanismos de endoanalgesia. La endoanalgesia, es decir, la respuesta biológica de defensa frente al dolor, se organiza en unos núcleos específicos del sistema nervioso que son la sustancia gris periacueductal y los núcleos del rafe, en el bulbo. Estos núcleos están conectados a amplias zonas del córtex cerebral que tienen que ver con la atención, la memoria, las emociones,
la fantasía, etc. También reciben conexiones del hipotálamo, donde se configuran las reacciones vegetativas. Haciendo uso de toda esta información, los núcleos del rafe elaboran una respuesta de endoanalgesia que, viajando por el fascículo dorsolateral de la médula, va a parar a las neuronas del asta posterior medular permitiendo un flujo, mayor o menor, de impulsos algiógenos. De esta manera, la totalidad del ser del individuo, incluyendo sus recuerdos, sus expectativas de futuro, sus respuestas vegetativas, participan en la experiencia dolorosa.
Los neurotransmisores implicados en el funcionamiento de estas vías son muy numerosos y complejos. Al igual que ocurre en la ansiedad, no cuesta comprender cómo algún trastorno de causa genética, inmunológica, vírica, por estrés prolongado etc., en el equilibrio y disponibilidad de estos neurotransmisores pueda abocar a una incompetencia del sistema con la instauración de una exagerada tendencia al dolor.
Estas consideraciones no pasan de ser hipótesis basadas, eso sí, en hechos llamativos. Tal vez mañana un descubrimiento clave cambie el panorama de la enfermedad. Sin embargo, mientras esto no ocurra, opino que tales consideraciones pueden ser útiles para centrar el esfuerzo terapéutico allí donde pueda ser más operativo.
Probablemente lo más operativo en el tratamiento de un paciente fibromiálgico sea incidir sobre la constelación de factores que están influyendo en un terreno predispuesto al dolor, ya que es poco lo que podemos hacer sobre la predisposición en sí misma. Para que ello sea posible, será preciso elaborar previamente una cuidadosa historia clínica donde se detecten todos los posibles estresores actuales y pasados, y donde quede reflejada la personalidad del paciente. En presencia de estos datos se verá qué se puede hacer para eliminar o modificar estos estresores, modificar la escala de valores, posible psicoterapia, etc.
La información siempre es importante, pero lo es especialmente en la FM, ya que a menudo los pacientes que la sufren tienen ideas y fantasías confusas con relación a su mal. Muchos pacientes experimentan un gran alivio cuando se les da un diagnóstico, concretado en una palabra: «Lo que tiene usted es fibromialgia». Parece que, al quedar encuadrados dentro del nombre de una enfermedad oficialmente reconocida, tienen un arma con qué defenderse frente a un ámbito familiar o laboral donde, fácilmente, se les tiene por histéricos, «quejicas» o incluso simuladores. Ellos mismos, más o menos influidos por estos criterios o por la opinión de médicos que les han dicho que no tienen nada, acaban desarrollando sentimientos de culpa. Esto nos plantea una duda: hasta qué punto debemos alimentar o eliminar al monstruo que, según algunos autores, hemos creado al inventar la denominación «fibromialgia». Éste es un tema que podría someterse a debate. Si dispusiéramos de tiempo, mejor sería explicar al paciente los complejos entramados de su enfermedad. Si no lo tenemos, es más fácil poner el sello de FM, con lo que muchas cosas quedan explicadas aunque con ausencia de matices. El peligro de la palabra es que ha creado un refugio al que se acude, tal vez, con excesiva frecuencia. En mi experiencia personal nunca se habían solicitado tantos informes con la esperanza de ser utilizados en reivindicaciones legales, como en el caso de la FM. El tema es delicado, ya que en algunos casos las bajas prolongadas o la invalidez están justificadas, pero en otros constituye un refuerzo de la dependencia y, por tanto, de las quejas y el dolor.
En cuanto al pronóstico, creo que debemos ser realistas informando al paciente de que sufre un proceso crónico del que podrá aliviarse, pero difícilmente curarse del todo. Podemos suavizar lo frustrante de esta información añadiendo que la enfermedad no conduce a deformidades, a la silla de ruedas ni a la muerte.
Más allá del punto en que ya no podemos obtener más mejoría con las medidas psicosociales, farmacológicas y complementarias, el siguiente paso consiste en ayudar al paciente a adaptarse a su situación. Cuando una función se pierde o se perturba, lo que hay que hacer es intentar sacar el máximo partido de las funciones que quedan.
La conclusión de todo lo dicho es que conviene convencer al paciente de que el protagonismo de la posible mejoría radica mucho en él mismo y no tanto en los fármacos y ayudas procedentes del exterior.
Correspondencia: Raimundo Sedó Fortuny. C/ Balmes, 357, 5.º 2.ª. 08006 Barcelona.
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