Hemos leído con creciente interés, y no sin cierta preocupación, el editorial «¿Por qué volvería o por qué no volvería a elegir formarme como especialista en Endocrinología y Nutrición?», escrito por Amanda Jiménez Pineda y Antonio Jesús Blanco, jóvenes endocrinólogos del Servicio de Endocrinología y Nutrición del Hospital Clínic de Barcelona. Dos parecen ser las ideas centrales de su carta. En primer lugar, la sorpresa de encontrarse una endocrinología poblacional que, según ellos, «quizás no fue lo que les contaron». Y la segunda, la preocupación por el futuro de la especialidad de Endocrinología y Nutrición —en este especial momento de crisis—, en el que un «buen gestor» decidiría hacerlos prescindibles, pues otros (otras disciplinas) podrían asumir esa endocrinología de menor complejidad.
No queremos minimizar la gravedad del momento actual. No fueron mejores los tiempos en los que desarrollaron sus proyectos D. Santiago Ramón y Cajal o uno de nuestros pioneros, D. Gregorio Marañón (en plena posguerra civil). Sí. Es posible que no sean buenos tiempos para la lírica. Sin embargo, puede ser el momento para coger el toro por los cuernos y asumir las responsabilidades que las disciplinas tienen contraídas con la sociedad. La pulsión entre dos formas de entender la Endocrinología no es nueva. Viene casi desde el comienzo de su fundación por Marañón y el debate fue recogido ya en un libro sobre el futuro de la especialidad de Endocrinología y Nutrición que publicamos en el año 20081. Este dilema entre una endocrinología elitista, de consultores por así decirlo, y esta otra (la de ahora) que asume la gestión directa o indirecta de todas las patologías vinculadas históricamente a la especialidad, ya fue resuelto por la propia sociedad (civil), que demanda una asistencia de calidad que identifica —con sobrada razón— con las distintas especialidades médicas. Esto ha sido resuelto por la vía de los hechos mediante nuevos paradigmas transversales de gestionar tanto el conocimiento como la complejidad. Esto es algo, por otro lado, que demanda no solo la sociedad (civil) sino los propios colegas.
Los llamados procesos asistenciales (diabetes 1 y 2, tiroides, nutrición, trasplante de páncreas,etc.) en Andalucía son un buen ejemplo. La estructura, «el proceso» de atención a determinadas enfermedades prevalentes como las tiroideas, la diabetes o la nutrición, ha sido extensamente negociado con la Administración andaluza y con las otras especialidades médicas y se ha llegado, entre todos, a un consenso razonable sin demasiadas dificultades. ¡Hay trabajo para todos! No es una cuestión de recursos, sino de estrategias. Cuando el asunto es de recursos, entonces el problema es de todos: de los pacientes en primer lugar y de todas las demás disciplinas médicas simultáneamente y no solo de alguna determinada especialidad. El dilema ahora ya no es quién tiene el derecho académico o legal para asumir unas patologías, sino quién es más competente. Pensamos que es el momento de que las disciplinas —la nuestra en concreto— asuman pues sus responsabilidades con la sociedad.
¿Por qué hay aún servicios de Endocrinología y Nutrición acreditados que no tienen incorporados la nutrición hospitalaria? La Nutrición Clínica, de la que no hablan en su carta nuestros dos jóvenes colegas, es parte estructural de la especialidad y queda aún un largo camino por desarrollar en muchos centros sanitarios de nuestro país. No es el momento de recordar por qué hoy ya nadie duda de que la Nutrición es parte de la especialidad. No siempre fue así, y de nuevo les remitimos al texto citado por si quieren los jóvenes lectores saber por qué las cosas han ocurrido como lo han hecho. ¿Cómo es posible que en aquellos centros donde se están haciendo trasplantes de páncreas los endocrinólogos participen escasamente en las tomas de decisiones durante todo el proceso? ¿Cómo es posible que haya aún servicios hospitalarios que no tienen abiertas unidades monográficas, no solo de diabetes en general, sino de pie diabético, de embarazo y diabetes, ISCI, telemedicina, debut, unidades de día o de cirugía bariátrica, tumores hipofisarios, lípidos, intersexos, calcio y hueso y, por supuesto, nutrición con sus diferentes opciones? ¿Quién lleva en los hospitales el soporte nutricional de los pacientes con fibrosis quística o los errores congénitos del metabolismo ya adultos? ¿Quiénes vigilan y supervisan las nuevas estrategias de control de la hiperglucemia en el paciente hospitalizado? ¿Cómo es posible que haya en los grandes hospitales servicios de Endocrinología que no tienen grupos específicos de investigación?
Podríamos seguir con todas las posibilidades de la especialidad y necesitaríamos un gran espacio. El problema de la Endocrinología, como en tantas cosas, no es la naturaleza de la disciplina, sino los miembros que la profesan. A la pregunta de por qué habían escogido la especialidad de Endocrinología y Nutrición los dos residentes nuevos que han entrado hace unos días en nuestro Servicio/UGC, uno contestó que porque le habían dicho que era una especialidad cómoda, pues no hacían guardias; la otra residente contestó que porque le gustó la endocrinología ya desde que estudió fisiología en segundo año de carrera. Hacerle ver el inmenso error de la primera respuesta y fortalecer la segunda es la gran responsabilidad que tenemos contraídos con ellos en estos 4 años de formación MIR. ¿Qué ocurrirá dentro de 4 años, cuando terminen? Sería irresponsable por nuestra parte diseñar su currículum, prisioneros de la desmoralización que hoy nos inunda. Habrá que enseñarles que la Endocrinología y Nutrición es una disciplina heredera de la llama sagrada de la patología médica y, probablemente, una de sus más sensibles representantes. Habrá que reforzarles la vocación médica, lo que significa transmitirles la consideración de la medicina como una forma de humanismo científico. Habrá que entrenarles en el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades poco prevalentes, pero complejas, que distinguen a la especialidad, y en la lógica del razonamiento clínico que les permita ver en las enfermedades muy prevalentes (¡y también complejas!) lo que otros no alcanzan. Habrá que enseñarles las habilidades que son propias de toda disciplina y de la que la Endocrinología es crecientemente depositaria, desde los trasplantes a las citologías, desde los infusores subcutáneos de insulina a la educación terapéutica (la más sofisticada de todas las tecnologías), desde la ecografía si la hubiere hasta la exploración y cura del pie diabético, desde la transexualidad hasta la obesidad con sus múltiples estrategias terapéuticas, desde la nutrición parenteral a la cirugía bariátrica.
No. No parece que falten estímulos, ni trabajo. Lo que se necesita es moral. Esa moral que permite enfrentarse a las adversidades, a las dificultades, a la complejidad. Esa moral que es todo lo contrario de la complacencia. Esa forma de indolencia intelectual que solo se acuerda de los paraguas cuando llueve. No. El problema no es de los jóvenes sino de todos aquellos endocrinólogos instalados que han creído que con ellos ha llegado el fin de la historia.
Finalmente, coincidimos con los jóvenes autores en que «la razón a veces es esclava de las pasiones», y esta carta solo responde a la pérdida de la primera por un par de endocrinólogos del sur «apasionados» ante el escenario que nos presenta la endocrinología y la nutrición en los albores del siglo xxi.
Con los mejores deseos para todos nuestros jóvenes endocrinólogos.