Tras casi 40 años como profesor en la universidad, si algo creo he hecho mal, o cuando menos no en la medida necesaria, es inculcar a los centenares de alumnos a quienes he tenido el honor de enseñar algo de la medicina, la importancia de la empatía, la relevancia de lo que se denomina la relación médico-enfermo.
Si esa relación es un pilar fundamental en el tratamiento de los enfermos –como lo es el conocimiento preciso de la patología y la manera científica de tratar las dolencias–, por diversas razones que no podemos detallar en un editorial como este, la nueva generación de profesionales de la medicina carece, al menos en parte, de la capacidad de entender y compadecerse (no busquen en ello un término de ñoñería) del padecimiento ajeno.
Y aunque es probable que quienes esto lean sean cirujanos, cardiólogos o anestesiólogos, no me podrán negar que, a cualquier paciente, el diagnóstico de una cardiopatía le crea una situación de ansiedad y desasosiego profundas. Y si esa cardiopatía conlleva una intervención quirúrgica, del griego Kyros, con las manos, la consciencia de su situación lo lleva a un estado de franca preocupación, por no definirlo de manera más dramática.
La visita con quien le tratará su enfermedad y la confianza que le genere ese primer encuentro es crucial en sus días hasta que la reparación se pueda llevar a cabo.
Y si ese periodo es largo y el sosiego de su cirujano no llega o se prolonga, o cuando la extraordinaria digitalización actual hace que esa mano y apoyo humano se conviertan en simples indicaciones de la inteligencia artificial que nuestra institución ha adquirido, el desconcierto del paciente se incrementa hasta convertirse en una maldición.
En consecuencia, y básico, el paciente merece ser tratado como un ser humano, un igual y la tranquilidad que le proporcione su cirujano, su referente, es obligatoria, sin paliativos.
Y no hablemos de la vergonzosa y habitual costumbre de cambiar de profesional en cada visita, algo que impide esa relación necesaria entre el tratante y el ser tratado.
Pero si de esta carencia en la formación nos podemos sentir algo culpables la generación que estamos de salida, del tiempo de espera, de las famosas listas de espera, de eso no podemos sino denunciar a quienes las manejan a su albedrío. Siempre se ha dicho que son un arma política pero los recursos son limitados cuando se quiere y sobran cuando conviene.
Clásicamente, la cirugía cardiaca ha sido una especialidad que ha sido motivo de dolores de cabeza financieros en los hospitales terciarios. De hecho, aumentar el número de intervenciones o reducir la estancia hospitalaria, algo que en un sistema de gestión privado puede ser motivo de felicitación, en nuestro modelo público era económicamente desastroso. Había que limitar, por contrato estricto, las intervenciones al año con penas que nuestros gerentes veían insalvables sin agraviar a otras prestaciones de la institución. Y a menos estancia, más ingresos y, en consecuencia, más coste.
Ni tan siquiera la excelencia terapéutica era, durante años, ya no solo primada sino necesaria. Paciente vivo de alta, paciente cobrado. Si reingresa después de un tiempo, y no digamos si se mide en años, será el problema de otro gestor: el que vendrá luego.
¿Alguien ha olvidado la crisis generada en 1999 por una carta del Dr. Alejandro Arís a los medios denunciando muertes por la excesiva espera para su tratamiento? Pronto comités, que no jueces, indagaron y aseguraron que, de los fallecidos, la espera no era la causa de su muerte. Y llenaron no solo la prensa escrita de esas informaciones, sino que fue seriamente reprendido por causar la alarma entre los ciudadanos, sufridos conciudadanos. Y a pesar de ello, se tomaron medidas. Medidas a nivel nacional y de las comunidades autónomas a pesar de comentarios de ciertas autoridades, incluso del gobierno, minimizando, cuando no ridiculizando, la situación. Y las medidas fueron, atendiendo a los criterios de nuestras sociedades científicas y de los colegios de médicos, eficaces. Contundentes y eficaces. Política y listas de espera, de la mano poniendo más recursos.
Pero como denunciábamos hasta la saciedad por entonces, si esas medidas no se mantenían y se corregían los vicios previos, la alegría sería pasajera. Y así fue. Indecente, vergonzoso y cruel para quienes han sufrido en carnes propias o familiares las consecuencias de las esperas.
Los cirujanos y los cardiólogos llevaron a cabo, en meses, un documento que publicaron las revistas científicas de ambas sociedades donde se consensuaban, entre quienes representan a los que entienden del tema, los plazos de espera máximos en función de la patología cardiovascular de cada paciente. Excelente trabajo entre colegas.
Y ese documento ha estado vigente durante nada menos que dos décadas.
Es más que evidente que todo nuestro sistema de salud, tan ensalzado y admirado desde nuestra niñez, precisa de un remodelado como casi todo en esta vida. Cierto que hemos ido pasando de gerentes políticamente adscritos a quien fuera en su momento a gestores profesionales bien formados y competentes en la mayoría de los grandes hospitales. Pero no son ellos ya los que impiden una más coherente medicina de familia (y no busquen hoy buenos internistas, son especie rara), unida a la medicina hospitalaria o más especializada. Insisto, más especializada, que la otra también lo es.
Hoy, en pleno apogeo nuevamente por problemas en la sanidad, a días en la primaria y a días en la hospitalaria, en las esperas de diagnóstico y tratamiento, a veces injustificables e inhumanas en cardiópatas tanto con enfermedades congénitas como adquiridas, se publica en esta edición de cirugía cardiovascular un nuevo documento de criterios de ordenación temporal tanto en patología adquirida cardiovascular como endovascular. Documento muy importante que vea la luz cuando la administración de nuestro país se acostumbró a la falta de perseverancia y a la no menos grave ceguera crónica en la previsión. Y sanidad no fue una excepción. Y tras las transferencias a la CC. AA., el ni tú ni yo ha sido una constante.
Y es que si somos medianamente serios, es inconcebible que en pleno siglo XXI sigamos con denuncias como de que los baremos para plazas de facultativos son los de los años 90, que ayer descubrieran que habiendo tantas facultades de medicina, a mi modo de ver excesivas (como para ser la de más per cápita en todo el mundo tras Corea del Sur), no haya suficientes médicos (¿a dónde van o qué hacen?), de que la selección de profesionales en los hospitales se rija por normativas decimonónicas de una mal llamada e ineficaz «igualdad para todos» cuando de formar un equipo se refiere, o la ausencia de modelos más transversales en la organización del trabajo diario olvidando sistemas piramidales, de jerarquía rígida, obsoletos que se conoce, desde hace años, no son lo idóneo en nuestra cada día más dinámica especialidad. No mencionemos la precariedad salarial, desde hace decenios irracionales, respecto incluso a países como Portugal donde hay más de cuatro veces más facultativos por habitante y tienen remuneraciones superiores.
Pero si en algo, y pido excusas de antemano por ser muy personal esta opinión, creo hubiera podido mejorar este, insisto, importante documento de ordenación hubiera sido el consenso con quienes representan a otros profesionales con los que, queramos o no, nos convenga hoy o no como grupo, compartimos la más importante motivación de nuestra profesión: los pacientes.
Cardiólogos, entre los que muchos realizan tratamientos también quirúrgicos (de las manos, recuerden) en pacientes a los que, por diversos motivos, y algunos permanentemente cuestionados e incluso cuestionables, o angiólogos y cirujanos vasculares que en ocasiones han innovado con cierta antelación procedimientos hoy casi de rutina, podrían sin duda alguna haber dado su opinión al respecto para ensanchar el ámbito de una información que quiere ser y es no solo relevante, sino también el resultado de muchas horas de trabajo de sus autores. ¿Que eso es más difícil? Obviamente. Pero el progreso en medicina cuesta. Cuesta mucho. Aislarse o desgajarse de la realidad da frutos a corto plazo y aplausos de algunos, siempre. Pero como profesionales de un nivel de máximo rango deberíamos no caer en esa falta de previsión, de visión de futuro en la que caminar solo se hará cada vez más difícil sino imposible. No estamos solos sino compartiendo conocimientos desde hace muchos años para ofrecer lo mejor al paciente.
Cierto que el gasto sanitario que los cirujanos generábamos en los años 90 ya es ampliamente superado por el del llamado intervencionismo de uno y otro signo, y que menos oímos esa cantinela de llevar nuestra sanidad a la ruina; pero de los políticos es el administrar razonablemente los recursos que siempre, siempre, serán limitados frente a una escalada de gastos, consecuencia tanto del progreso terapéutico como de la paralela mayor expectativa de vida que con anhelo profesional buscamos. Y administrar, para nosotros, conlleva dar a la sanidad lo que precisa. Aun a costa de reducir determinadas ensoñaciones, en ocasiones costosas y fútiles. España destina cerca de 8% de su PIB, lo que nos sitúa cerca de la media europea pero lejos de lo que los más desarrollados asignan. Y entre CC. AA., las diferencias se hacen evidentes, muy en especial tras los enormes recortes en las crisis pasadas.
Pero, en cualquier caso, bienvenido sea el trabajo de ordenación de criterios del 2022 y la cordial enhorabuena a los autores que todos los cirujanos cardiovasculares sentimos unánimemente y de corazón, que es lo nuestro...