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Inicio Cirugía Cardiovascular La cirugía de la aorta está muerta. ¡Larga vida a la cirugía de la aorta!
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Vol. 16. Núm. 3.
Páginas 223-229 (julio - septiembre 2009)
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La cirugía de la aorta está muerta. ¡Larga vida a la cirugía de la aorta!
Aortic surgery is dead. Long live aortic surgery!1
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Jean Bachet
Autor para correspondencia
jean.bachet@dms.mil.ae

FETCS Senior Consultant Cardiovascular Surgeon Department of Cardiovascular Surgery Zayed Military Hospital Abu Dhabi, UAE
Zayed Military Hospital Abu Dhabi, Emiratos Árabes Unidos
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«Me encuentro entre dos siglos como en la confluencia de dos ríos; me he sumergido en aguas turbulentas, alejándome a mi pesar de la vieja orilla en donde nací, navegando con esperanza hacia una ribera desconocida»

François-René Vicomte de Chateaubriand

Los lectores pueden estar algo intrigados por el título de este editorial. Se refiere al grito de los franceses cuando el rey murió y su sucesor ascendió al trono de Francia. Se esperaba que el nuevo reino fuese mejor que el finiquitado. Por ejemplo, cuando en 1715 Louis XV sucedió a su abuelo el Rey Sol, fue llamado «querido». Se esperaba mucho de él. Quizás demasiado ya que su reino resultó ser un desastre y porque el recién iniciado siglo XVIII se balanceaba entre los cambios filosóficos y sociales que condujeron a la Revolución Francesa.

¿No está pasando lo mismo con la cirugía de la aorta?

Desde las primeras sustituciones de la aorta allá por la década de 1950, esta cirugía ha mejorado de forma sustancial. Considerada siempre como un reto quirúrgico de grandes riesgos y resultados inciertos, se ha convertido en 50 años en un elemento esencial de la cirugía cardiovascular que se realiza en múltiples centros en todo el mundo, con técnicas fiables y logros reproducibles. El progreso ha sido el resultado de avances conceptuales y tecnológicos mayores. La disponibilidad de prótesis seguras y duraderas y las mejoras en la protección miocárdica, cerebral y medular han conformado esta parte de la especialidad y a menudo, sino siempre, modificado las técnicas, el entendimiento del tratamiento y a veces los propios conceptos terapéuticos. Pero el desarrollo fue el resultado de las experiencias clínicas acumuladas que han permitido una cierta codificación del manejo pre, intra y postoperatorio de los pacientes y unas mejoras importantes de sus desenlaces.

De cualquier manera, pequeño o gran progreso, a través de logros espectaculares o lenta evolución, la cirugía de la aorta alcanzó su madurez en la década de 1990. Puede decirse, sin riesgo a equivocarse, que los beneficios de técnicas como la sustitución completa de la raíz aórtica con o sin preservación valvular, la cardioplejía hemática, la hipotermia moderada y profunda, el uso de parada circulatoria para las anastomosis, la perfusión cerebral selectiva, la perfusión aórtica distal, el drenaje de líquido cefalorraquídeo, los potenciales evocados, etc. no han sido cuestionados.

En cualquier caso, nunca se cuestionaron cuatro determinantes básicos:

  • Su lugar prominente en el armamentario terapéutico contra las enfermedades de los grandes vasos.

  • La necesidad de amplios abordajes para su realización.

  • La obligada utilización de la circulación extra-corpórea.

  • La obligación de proteger los órganos periféricos y, en particular, el sistema nervioso central, que le da su particular especificidad.

Aparentemente, vivíamos tranquilos.

Pero a la vista del éxito de la cardiología intervencionista, algunos tuvieron la idea de tratar las lesiones aórticas, agudas o crónicas, ateromatosas o degenerativas, por métodos endoluminales. Así, desde la primera publicación de Parodi en 19911 y de Dake y Miller en 19942, se tratan cada día las enfermedades aórticas en más y más centros de todo el mundo mediante el implante de endoprótesis a través de un acceso periférico. Algunas razones explican este brote. Algunas son muy buenas, otras mucho menos. Empezaremos por las últimas. Mi mentor solía decir que «lo hacen porque no saben cirugía». Éste es, naturalmente, un mal argumento incluso si, como decía M. Aymé, famoso escritor francés, «las falsas ideas no siempre están equivocadas». También sabemos que muchos equipos quirúrgicos excelentes han desarrollado muy amplias experiencias en la reparación endovascular.

Otra razón más real, si bien nunca aceptada, es que las técnicas endoluminales han sido adoptadas con rapidez por los cirujanos vasculares y los radiólogos intervencionistas que no tienen acceso a la circulación extracorpórea o no tenían su cultura que es inherente, sino consustancial, al cirujano del corazón. Junto a ello, uno de los reproches más importantes que se hace a la cirugía convencional es elevada agresividad física y psicológica. El dolor, agudo o crónico, su limitación física, los efectos estéticos negativos, etc. constituyen una de las principales reservas sobre ella. Además, la «apertura del tórax» mantiene en el subconsciente público una naturaleza de sacrificio mítico que no es totalmente irrelevante al temor generado por estos procedimientos.

Pero sobre todo y de manera determinante, la expansión del tratamiento endovascular se ha basado en las imposibilidades y fracasos de la cirugía convencional.

Algunos pacientes son demasiado añosos o tienen demasiada comorbilidad para ser intervenidos. Además, los resultados de la cirugía convencional han sido (y todavía son) desalentadores en algunas enfermedades. Pienso, por ejemplo, en las disecciones complicadas tipo B y los aneurismas rotos. Pienso en los hematomas intramurales y úlceras ateromatosas penetrantes en los pacientes de edad avanzada. Pienso, naturalmente, en los pacientes que por lesiones recurrentes o muy extensas de la aorta necesitan procedimientos iterativos, cada vez más arriesgados, y de los que algunos no sobreviven. Además, pienso en el beneficio indiscutible de técnicas como la llamada frozen elephant trunk durante la cirugía de la disección aguda tipo A o de lesiones del arco aórtico que se extienden a la aorta descendente. Si hacemos una excepción con el síndrome de Marfan, el tratamiento endovascular ha aparecido como un progreso mayor en todos estos hechos patológicos.

Pero esto no era suficiente. Algunos han pensado (y todavía piensan) que la morbilidad importante que a menudo se asocia con los procedimientos convencionales podría disminuir de forma apreciable, y que veremos, gracias a las endoprótesis, la desaparición de la hemorragia, del bajo gasto cardíaco, fallo renal y pulmonar, accidentes neurológicos y, naturalmente, la mortalidad hospitalaria. Así pues, los procedimientos endovasculares llegarían a ser omnipresentes, disputando y retando a la cirugía convencional no sólo su pasada hegemonía sino también su propia existencia.

¿Hemos encontrado, al fin, la prometida panacea y será el reinado de esta nueva reina mejor que el de la cirugía convencional? Por muchas razones, las respuestas siguen siendo inciertas. La primera razón deriva de la «autodefensa», ya que en cualquier estructura en peligro tiene la tendencia natural a generar sus medios de preservación. Mientras las técnicas endovasculares se desarrollaban, los defensores de la cirugía convencional no se quedaron inactivos. Con independencia de las técnicas descritas, hemos asistido al desarrollo de amplios consensos acerca de las indicaciones, técnicas de sustitución de la aorta, prevención de la hemorragia, protección del cerebro, la médula espinal y las vísceras. ¿Cómo puede, pues, disputarse una actividad que en la actualidad ofrece una mortalidad promedio del 1% en la cirugía de la raíz aórtica y de la sustitución de la aorta ascendente electivas, una mortalidad del 5% en la sustitución del arco y aorta descendente, una mortalidad algo superior en la sustitución toracoabdominal, mientras que la tasa de accidentes neurológicos de todo tipo y localización permanece por debajo del 10% en la mayoría de series?3–6.

Las segundas razones pertenecen a un simple pero irreductible principio: el reconocimiento de una nueva técnica necesita permitir hacer lo que no fue posible o hacerlo mejor que lo que no se hacía de forma apropiada con anterioridad. ¿Es éste el caso de las técnicas endovasculares? En relación con algunas situaciones que hemos comentado, no hay duda. Del resto, es difícil decirlo.

En realidad, la mayoría de artículos que comunican resultados satisfactorios de experiencias endovasculares demuestran que han sido escritos por autores que apoyan el método, y algunos de ellos parecen tener sesgos en sus datos o en sus conclusiones. Los estudios controlados aleatorizados son raros. Su análisis muestra que, en realidad, para lesiones y situaciones clínicas comparables, las técnicas endovasculares reducen las complicaciones inmediatas, pero que su morbilidad neurológica y la mortalidad hospitalaria son las mismas que las de la cirugía convencional7. Y si nos fijamos en sus resultados a medio o largo plazo, veremos una elevada ocurrencia de complicaciones específicas como las endofugas, el desplazamiento protésico y el fallo estructural que requerirán un número importante de procedimientos endovasculares o quirúrgicos de repetición8. No podemos silenciar tampoco el hecho de que el comportamiento alejado de estos implantes intraaórticos es desconocido y sigue siendo materia de preocupación.

Pero, en general, estas técnicas no permiten el tratamiento de todas las lesiones aórticas. Están casi totalmente excluidas del tratamiento de las enfermedades de la aorta proximal. Su posicionamiento y colocación requieren marcas anatómicas precisas. No pueden colocarse en segmentos aórticos de los que se originan tributarias importantes (como el arco o el tronco celíaco) sin otra forma adicional de procedimiento. Para poder realizarse, estos procedimientos supuestamente no invasores requieren de acceso femoral o ilíaco y, a menudo, otra intervención vascular para permitir el implante de la prótesis sin dañar un vaso importante. Esto sigue siendo legítimo y aceptable.

Por otra parte, estamos viendo florecer técnicas «híbridas» o de derivación sobre el arco aórtico y en pacientes cuya condición se supone que es tan mala para no poder ser sometidos a cirugía convencional; pacientes que deben ser sometidos a esternotomía media, oclusión lateral de la aorta, el implante de una prótesis vascular, antes de la interrupción y reimplantación secuencial de los vasos braquiocefálicos y además, en un segundo tiempo, la colocación en el arco de una endoprótesis con todos sus posibles inconvenientes y complicaciones. ¿Es un procedimiento así menos invasor y más apropiado que la sustitución convencional del arco aórtico? He pensado largo y tendido en esto y todavía no he encontrado la respuesta. Creo que, en estas cuestiones, el juicio está oscurecido por cierto dogmatismo, y sabemos lo peligroso que en cirugía, como en política y religión, pueden ser los fundamentalismos.

Finalmente, ¿cómo no aludir a la pregunta inevitable y determinante del coste de estas técnicas? Podíamos haber creído que su amplia difusión hubiese resultado en una reducción importante de su coste. Aparentemente, éste no es el caso, y persiste extremadamente alto. ¿Se compensa este coste con la reducción de otros gastos hospitalarios? Si es así, no es particularmente apreciable. En los muy escasos estudios que han analizado el coste, la estancia en UCI se ha reducido en dos tercios, la estancia hospitalaria en sólo un cuarto, la tasa de transfusiones sólo a la mitad, pero el resto de gastos han permanecido invariables9. Y si revisamos los procedimientos híbridos, su coste es un tercio superior a los de la cirugía convencional10. En el futuro se discutirán tres problemas mayores: 1) la influencia sobre las decisiones terapéuticas de los recursos financieros y su distribución; 2) la disponibilidad de estas técnicas en todas las organizaciones sanitarias así como en los países con producto interior bruto bajo, y 3) la influencia de los fabricantes que se encuentran en posiciones de monopolio.

No obstante, un ambiente cardiológico, radiológico y biotecnológico de grandes recursos está retando en la actualidad a la cirugía aórtica convencional. Ésta debe adaptarse y encontrar en sí misma las medidas y recursos necesarios para esta adaptación. Es inútil lamentarse del pasado o protestar contra el presente. El enfado porque llueve nunca ha detenido la lluvia y, como decía Chateaubriand, «no hay necesidad de que guste el mundo que viene para ver que viene».

Las técnicas endovasculares están aquí y están bien establecidas. Y sólo pueden mejorar. Podemos observar intentos innovadores de utilizar prótesis fenestradas y a medida, con ramas colaterales que permitan el tratamiento de lesiones complejas o de mala localización7,11. Naturalmente, estas experiencias son todavía escasas y pertenecen a la investigación clínica. La fabricación de estas prótesis sigue siendo un proceso muy difícil; son muy caras y, por lo tanto, su utilización es por ahora anecdótica. Pero es fácil imaginar que, gracias a las nuevas técnicas de imagen, computarizadas y robotizadas, estas técnicas, que están en su infancia, puedan mejorar y encontrar su verdadero lugar12.

Así pues, la cirugía convencional verá su esfera de acción reducida antes, quizás totalmente desaparecida, considerando que la comunidad quirúrgica misma se verá reducida. Se estima que, en EE.UU., el 50% de los cirujanos activos en la actualidad dejarán la práctica hacia 2020, y en Francia, la generación baby-boom a la que pertenezco y que incluye más de la mitad de cirujanos cesará su actividad en los próximos 5 años. Y una parte importante de estos profesionales no serán reemplazados13. Por consiguiente, es posible que el tratamiento de las enfermedades aórticas en las próximas décadas no sea realizado por cirujanos cardiovasculares altamente hábiles en el uso de instrumentos quirúrgicos y devotos de la circulación extracorpórea, sino por terapeutas "híbridos", entrenados en las técnicas del laboratorio de cateterismos, métodos intervencionistas, cirugía videoasistida y, quién sabe, en su subsidiaria robótica.

Pero los defensores de las técnicas endovasculares no deberían regocijarse tan pronto y en tono tan elevado. Podría ocurrir que su reinado no fuese mejor o más largo que el de los cirujanos aórticos convencionales. No es razonable intentar predecir el futuro, ya que cualquier avance tecnológico, descubrimiento fundamental, cambios inesperados sociales o económicos podrían alterar los pronósticos mejor elaborados. Pero, como para la monarquía francesa durante el siglo XVIII, algunas premisas de una revolución ya son noticia. Se llaman terapias celular y farmacológica.

Dejemos de lado los medios modernos de control de los factores de riesgo cardiovascular, los beneficios de fármacos como los β-bloqueadores o las estatinas. ¿Hemos medido realmente la importancia de estos trabajos todavía experimentales (pero que pronto serán clínicos) llevados a cabo en Johns Hopkins sobre el papel del transforming growth factor β en el síndrome de Marfan y el tremendo impacto terapéutico de los bloqueadores de los receptores de la angiotensina II como losartán14? ¿Estamos tan focalizados en nuestras técnicas quirúrgicas o endovasculares que no podemos ver que, si estos trabajos son validados en el hombre, el problema de las alteraciones cardiovasculares del síndrome de Marfan y, posiblemente, otras alteraciones del tejido conectivo pueden ser definitivamente solucionadas?

De forma similar, ¿como podemos no prestar atención al trabajo experimental, llevado a cabo en diversos centros, sobre la estabilización del aneurisma aórtico ateromatoso y la posible reconstrucción de la pared aórtica del ratón después de la inyección de células de músculo liso pero, mas importante aun, bajo la influencia de la sobreexpresión de TGF β15?

Así pues, es posible, si no probable, que, en un futuro no definido, la mayoría de enfermedades aórticas que han ocupado gran parte de nuestro tiempo e iluminado parte de nuestras vidas sean tratadas simplemente con terapias médicas.

No seré testigo de esos tiempos. Y porque, como se dice, los cirujanos cardiovasculares van al cielo, deberé mirar todo esto desde mi nube. Pero, como Ernst Lubitsch dijo, «el cielo puede esperar»16.

“I found myself between two centuries like at the confluence of two rivers; I dived into their turbid waters, regretfully going away from the old bank where I was born, swimming with hope to an unknown one.”

Frangois-René Vicomte de Chateaubriand

The readers may be somewhat intrigued by the title of this editorial. It refers to the shout of the people of France when the king had passed away and his successor ascended to the throne. It was expected that the new reign would be better than the finishing one. So, for instance, when in 1715, Louis the XV succeeded his grandfather, the Sun King, he was called the “beloved”. Much was expected from him. Probably too much as his reign proved to be a disaster and, also, because the commencing XVIII century was already quivering under the breeze of philosophical and social changes that would ultimately lead to the French Revolution.

Isn't it the same with aortic surgery?

Since the first aortic replacements performed during the fifties, this specialty has been steadily improving.

Considered for a long time as a surgical challenge with major risks and uncertain results, it has become in 50 years an essential element of cardiovascular surgery, performed in many centres throughout the world with reproducible and reliable techniques and achievements. Those progresses were the result of major conceptual and technological breakthroughs. The availability of safe and durable prostheses, the improvements in myocardial, cerebral and spinal protection, have regularly shaped this specialty and often, if not always, modified the techniques, the understanding of the treatment and, sometimes, the therapeutic concepts themselves. But developments were also the result of the accumulated clinical experiences, which have allowed a certain codification of the pre, intra and postoperative management of the patients and outstanding improvements in their outcomes.

Anyway, either through small or great progress, through spectacular breakthroughs or slow evolution, aortic surgery seemed to have reached its maturity during the nineties. And one can say without a high risk of being wrong that the benefits of techniques such as the complete replacement of the aortic root, with or without preserving the valve, the blood cardioplegia, the deep and moderate hypothermia, the use of circulatory arrest during the performance of the anastomoses, the selective cerebral perfusion, the distal aortic perfusion, the cerebrospinal fluid drainage, the evoked potentials, etc. were not challenged any more. In any case, four basic determinants of this surgery were never questioned:

  • Its prominent place in the therapeutic armamentarium against the diseases of the great vessels.

  • The necessity of wide approaches to perform it.

  • The necessary resort to the cardiopulmonary bypass.

  • The obligation of protecting the peripheral organs and, in particular, the central nervous system, which gives it its peculiar specificity.

Apparently, we were living quietly.

But, in view of the success of interventional cardiology, some people had the idea of treating aortic lesions, either acute or chronic, traumatic, atheromatous or degenerative, by means of endoluminal methods. And so, since the first publications by Parodi in 19911 and Dake and Miller in 19942, the aortic diseases are every day and in more and more centres worldwide, treated by the placement of endoprostheses through a peripheral approach. Several reasons explain this outbreak. Some are very good, others are less. Let's start with the latter. My mentor used to say: “They do that because they don't know how to do surgery!” It is, of course, a very bad argument, even if, as said M. Aymé, a famous French writer: “False ideas are not always wrong”. We know, indeed, that many excellent surgical teams have entered the fray and developed large experiences of endovascular repair.

Another possibly more realistic reason, although never acknowledged, is that the endoluminal techniques have been rapidly adopted by the vascular surgeons and the interventional radiologists who had no access to cardiopulmonary bypass or were lacking the culture of cardiopulmonary bypass that is inherent, not to say consubstantial, to the cardiac surgeon. Besides, one of the main reproaches made to conventional surgery is that it is highly aggressive physically and psychologically. Its trail of pains, either acute or chronic, of physical activity impairment, of negative aesthetic side effects, etc. constitutes obviously one of the main causes of the reserves made about it. In addition, “opening the chest” keeps in the public subconscious a mythical sacrificial nature that is not totally irrelevant to the anguish generated by this procedure.

But, overall and in a more determining manner, the expansion of the endovascular treatment has been fed by the impossibilities and failures of conventional surgery.

Some patients are too old or have a too severe comorbidity to be operated on. Besides, the results of conventional surgery have been (and still are) disappointing in a certain number of pathological conditions. I think, for instance, of complicated type B dissections and of ruptured aneurysms. I think of intramural hematomas and penetrating atheromatous ulcers in aged patients. I think, of course, of those patients who, because of extended or recurring aortic lesions, have to undergo repeated surgical procedures, each time riskier and which some of them do not survive. And, on the other hand, I think of the undisputable benefit of techniques such as the so called “frozen elephant trunk” during surgery of acute type A dissection or of lesions of the aortic arch extended to the descending aorta. If we make an exception of the Marfan syndrome, the endovascular treatment has appeared as a major progress in all those pathological features and we have applauded.

But this was not enough. Some people have thought (and still think) that the somewhat heavy morbidity which is often associated with the conventional procedures would dramatically be reduced and that we would see, thanks to the endoprostheses, the disappearance of bleeding, low cardiac outputs, renal and pulmonary failures, neurological accidents and, of course, hospital mortality. So, the endovascular procedures became omnipresent, disputing conventional surgery and challenging not only its past hegemony but also its very existence.

Did we find, at last, the promised panacea and will the reign of this new queen is better that the reign of conventional surgery? For many reasons, the answer remains uncertain. The first reasons stem from “self-defence”, any threatened structure having the tendency to spontaneously generate the means of its preservation. While the endovascular techniques were developing, the upholders of conventional surgery did not remain inactive. Whatever the various techniques described here or there, we could witness the appearance of large consensus concerning the indications, the techniques of replacing the diseased aorta, the prevention of bleeding, the protection of the brain, the spinal cord and the viscera. How, then, could be disputed an activity which presently allows obtaining on average a 1% mortality rate in elective surgery of the aortic root and ascending aorta, a 5% mortality rate in the replacement of the aortic arch and the descending aorta, a slightly higher rate of mortality in the replacement of the thoraco-abdominal aorta, whereas the rate of neurologic accidents, all types and locations included, remains below 10% in many reported experiences?3–6.

The second reasons pertain to a simple but irreducible principle: to compel recognition a new technique needs to allow doing what was not possible to do or to do better what was not being done properly before. Is this the case of endovascular techniques? Concerning the various conditions that we have alluded to, there is no doubt. For the rest, it is difficult to say.

Indeed, most articles reporting the satisfactory results of endovascular experiences have been written by supporters of the method and some of them appear as somewhat biased in their data or their conclusion. Randomized controlled studies are very rare. Their analysis shows that, indeed, for comparable lesions and clinical conditions, the endovascular techniques reduce the immediate complications but that their neurologic morbidity and hospital mortality rates are the same as the ones of conventional surgery7. And, if we look at their mid or long term results we can observe the occurrence of a high rate of specific complications such as endoleaks, prosthetic displacement and structural failure which all require a fair number of endoluminal or surgical re-do procedures8. And we cannot pass over in silence the fact that the very long term behaviour of those devices placed into the aorta is totally unknown and remains a matter of concern.

But overall, those techniques do not allow the treatment of all aortic lesions. They are almost totally excluded from the treatment of the diseases of the proximal aorta. Their positioning and placement require precise anatomical features. They cannot be placed on aortic segments from which important tributaries originate (like the aortic arch or the celiac aorta) without any other form of procedure. To be performed those supposedly non-invasive methods require a surgical femoral or iliac approach and, often, another vascular operation to allow the prosthesis implantation without jeopardizing an important vessel. This remains legitimate and acceptable.

But, on the other hand, what about those “hybrid” techniques of “debranching” that we see more and more blossoming on the aortic arch and in which patients who are supposed to be in too bad a condition to undergo conventional surgery have to undergo a median sternotomy, a side bite cross clamping of the ascending aorta, the implantation of a vascular prosthesis before the sequential interruption and reimplantation of the brachiocephalic vessels and ultimately, in a second stage, the placement in the arch of an endoprosthesis with all its possible drawbacks and complications. Is such a procedure really less invasive and more appropriate than a straightforward conventional replacement of the aortic arch? I have been thinking of it lengthily and I still have no answer. I am afraid that, in such matters, the judgement is sometimes obscured by some dogmatism and we know how dangerous, in surgery like in politics and religion, fundamentalism can be.

Last, how not to allude to the inevitable and determining question of the cost of those techniques? We could believe that their large diffusion would have resulted in a sharp reduction of their cost. Apparently this is not the case and it remains extremely high. Is this cost compensated by a reduction of other hospital expenses? If it is, it is not really striking. In the very few studies that analysed the cost, the ICU stay has been reduced by two thirds, the hospital stay has been reduced by only one quarter, the transfusions rate by only one half, on average, but all the other expenses have remained unchanged9. And if we look at the hybrid procedures, their cost is one third higher than the cost of conventional surgery10. This will in the future raise three major issues: 1) the influence on the therapeutic choices of the financial resources and their distribution; 2) the availability of those techniques to all health organisations as well as to the countries with a low gross domestic product, and 3) the influence of the manufacturers who are in a somewhat monopolistic position and who could rule the roost.

Nevertheless, a very resourceful, inventive and active cardiologic, radiologic and biotechnological environment is presently challenging conventional aortic surgery. This latter must adapt to it and find within itself the means and resources necessary for this adaptation. It is, indeed, useless to weep over the past or to protest against the present. Getting upset because it rains has never stopped the rain and, as Chateaubriand said: “there is no need to like the coming world to see it coming”.

The endovascular techniques are here and well established. And they can only improve. We can, indeed, observe innovative attempts of using customized, fenestrated prostheses with collateral branches allowing the treatment of complex or poorly placed lesions7,11. Of course, those experiences are scarce and still pertain to clinical research. Manufacturing those prostheses remains very difficult and a quite protracted process; they are very expensive and so, their use remains rather anecdotal. But it is easy to imagine that, thanks to new computerized, robotized and rapid imaging tools, those techniques, which are still in infancy, will improve and finally will find their rightful place12.

So, conventional surgery will see its sphere of action reduced before, perhaps, totally disappearing. All the more so, since the surgical community itself will be reduced. It is estimated than in the United States, 50% of the surgeons presently active will be out of business in 2020 and, in France, the baby-boom generation to which I belong and which includes more than one half of the surgeons will cease its activity within the next 5 years. And an important part of those professionals will not be replaced13. Therefore, it is likely that the treatment of the aortic diseases in the next decades will not be performed by cardio-vascular surgeons highly skilled in the use of scissors, needle holders and forceps and unfailingly faithful to the cardio-pulmonary bypass, but by “hybrid” therapists, trained in the techniques of the “cath lab”, the interventional methods, the video assisted surgery and, who knows, its robotic subsidiary.

But the supporters of the endovascular techniques should not rejoice too early and too loudly. It might be that their reign will not be better or longer than the one of the conventional aortic surgeons. It is unwise to try to predict the future, because any technological breakthrough, fundamental discovery, unexpected social or economic changes may upset the best-elaborated prognosis. But, as for the French monarchy during the XVIII century, some premises of a revolution are already noticeable. They are called pharmacology and cell therapy.

Let alone the modern means of cardiovascular risk factors control, the benefits of major drugs such as the β-blockers or the statins. But, have we really measured the importance of those yet experimental (but which will soon be clinical) works carried out at Johns Hopkins about the role of the transforming growth factor β 1 in Marfan syndrome and the tremendous therapeutic impact of the angiotensin II receptors blockers like losartan14? Are we so focused on our surgical and endovascular techniques that we cannot see that, if those works are validated in man, the problem of the cardiovascular disorders of the Marfan syndrome and, possibly, of other connective tissue diseases will be definitely solved?

Similarly, how can we be inattentive to the experimental works carried out in several research centres, on the stabilization of aortic atheromatous aneurysms and the possible reconstruction of the aortic wall of mice after injection of smooth muscle cells but, more importantly, under again the influence of the overexpression of TGF β15?

So, it is possible, if not likely, that in a yet undefined future, most of the aortic diseases and disorders that have so much occupied our time and enlightened part of our life, will be treated simply through medical therapies.

I shall not be able to witness those times. And because, as it is ascertained, cardiac surgeons go to heaven, I shall look at all this from my small cloud. But, as Ernst Lubitsch said “heaven can wait”16.

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This editorial has been reproduced from a part of the presidential address given by J. Bachet at the symposium on aortic diseases L'aorte á Saint Malo, which took place in Saint Malo (France) on September 17-19, 2009.

Copyright © 2009. Sociedad Española de Cirugía Torácica-Cardiovascular
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