Introducción
Durante el siglo XX se han producido cambios importantes en la consolidación de los derechos de los pacientes en su relación con los profesionales y sistemas sanitarios. El punto de partida lo constituyó la Declaración Universal de los Derechos Humanos que en 1948 se instaura como referencia universal de los derechos de las personas. Posteriormente, diferentes documentos internacionales, entre los que destaca el Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto de las aplicaciones de la biología y la medicina (Convenio de Oviedo)1 , han consolidado una nueva cultura en la relación médico-paciente basada en la autonomía de la persona para tomar decisiones en el contexto de la salud, desplazando el modelo paternalista que ha caracterizado históricamente a la medicina. Este avance, consolidado en el contexto bioético, ha trascendido de manera paulatina al contexto jurídico y, así, desde la década de los ochenta, diferentes leyes recogen esta reflexión ética para incluirla en los deberes y obligaciones de los profesionales y sistemas sanitarios respecto de los pacientes y usuarios. En España, la primera referencia en esta materia la constituye la Ley General de Sanidad2 , que en su artículo 10 establece, por primera vez en nuestro Estado, el derecho de la persona a la información y el consentimiento informado en el ámbito de la medicina. Posteriormente, el ya mencionado Convenio de Oviedo resaltará el derecho del paciente en materia de información, consentimiento informado e intimidad. Por último, en noviembre de 2002, el Parlamento Español aprueba la Ley 41/2002, una ley específica para la regulación de los derechos y obligaciones del paciente en materia de información y documentación clínica3 . Se consolida así un nuevo concepto en la relación médico-paciente: la autonomía de la persona para tomar decisiones, un elemento propio de la sociedad anglosajona pero ajeno a la cultura mediterránea, donde el amparo familiar y estatal se contraponen al individualismo. La irrupción de este principio en la sociedad española se justifica por nuestra entrada y colaboración en la nueva Europa, por lo que deben unificarse políticas, medios y principios para armonizar la convivencia entre sociedades con culturas y valores diferentes.
La ratificación del Convenio de Oviedo por nuestro Parlamento fue el punto de partida para la introducción del principio de autonomía en nuestra legislación, un punto sin retorno que, sin duda, origina incertidumbre y conflictos en la nueva relación médico-paciente y precisa de un nuevo equilibrio entre profesionales sanitarios y pacien-tes-usuarios. La razón principal de esta incertidumbre radica en que el principio de autonomía es un principio ajeno a la relación médica tradicional. Efectivamente, los profesionales sanitarios han guiado su actividad profesional según los criterios del principio de beneficencia y no maleficencia, verdadero eje moral de la medicina hasta tiempos recientes, una herencia de la tradición hipocrática que ha quedado reflejada en el juramento hipocrático. Además, la reclamación de la autonomía desde la denuncia ha generado recelo entre los profesionales sanitarios y la sensación de una persecución judicial, cuya consecuencia ha sido su desconfianza hacia el derecho a la información de los pacientes.
El objetivo de este artículo es realizar una reflexión de esta ley básica para identificar las dificultades en el proceso informativo del enfermo quirúrgico y realizar recomendaciones que permitan al cirujano completar sus obligaciones en esta materia.
¿Por qué debemos informar?La ley básica establece que la información es un derecho del paciente (art. 4.1) y un elemento indispensable en la toma de sus decisiones (art. 2.2). En la práctica quirúrgica, el núcleo más importante de información se encuentra en el cirujano, al fundamentarse en su experiencia personal, los conocimientos adquiridos con perspectiva y su capacidad de individualizar la indicación para cada paciente. Es este último aspecto, la impresión y opinión individualizada sobre el caso, el elemento informativo más valioso para el paciente ya que, no en vano, en la mayoría de los casos la toma de decisión estará guiada por estas impresiones que el cirujano expone. Este sesgo aparente en la toma de decisión no debe ser considerado como una anulación de la autonomía del enfermo ni una preponderancia de la beneficencia sino, al contrario, como un elemento que garantiza la mejor información para la toma de decisión.
¿Quién debe informar?La ley establece 2 niveles de responsabilidad en referencia al profesional que debe informar. El primer nivel queda establecido en torno al “médico responsable” del paciente, que es definido en la ley como “el profesional que tiene a su cargo la coordinación de la información y la asistencia sanitaria del paciente o usuario, con el carácter de interlocutor principal de éste en todo lo referente a su atención e información durante el proceso asistencial, sin perjuicio de las obligaciones de otros profesionales que participan en las actuaciones asistenciales” (art. 1). Es ésta una delimitación importante en el proceso informativo, ya que concreta en un profesional las obligaciones referentes en esta materia y permite, al mismo tiempo, que el paciente y sus familiares puedan disponer de un profesional de referencia a la hora de ser informados. Sin embargo, esta propuesta, que pretende mejorar la información e incrementar la humanización de la medicina, tropieza con un obstáculo organizativo: la medicina en equipo. Los profesionales conocemos esta dificultad, inherente a la práctica médica actual, que impide que un mismo profesional (médico responsable) pueda estar a disposición del paciente o su familia en cualquier momento y lugar para prestar sus obligaciones informativas. A esta dificultad se añaden otras relacionadas con los modelos organizativos, en los que, precisamente, no hay un médico responsable al quedar establecido que el paciente sea visitado y tratado por el profesional que se encuentre disponible en el momento en que éste lo precise. Todas estas circunstancias son impedimentos que dificultan, pero no impiden, el proceso informativo. La figura del médico responsable no se contrapone a la medicina en equipo, pero precisa modificaciones en la organización asistencial y un cambio en la mentalidad del profesional. Desde el punto de vista organizativo, debe haber una apuesta por la personalización de los enfermos que permita que cada uno de ellos sepa cuál es el profesional responsable de su estudio y tratamiento. Es cierto que esto conlleva dificultades, que se intensifican en el área de consulta externa, donde cada profesional debería tener una consulta propia, y en la realización de las visitas, ya que es difícil que cada profesional pueda realizar a diario la visita individual a sus pacientes. Para superar estas dificultades es preciso incrementar la coordinación dentro del propio servicio con objeto de que otros profesionales puedan complementar la actividad informativa del médico responsable. Éste es el reto organizativo que esta ley propone. Desde el punto de vista de los profesionales, se nos exige una nueva perspectiva en la atención asistencial encaminada a la personalización y la colaboración entre profesionales.
La ley básica establece un segundo nivel de información en torno a los profesionales que, aun no siendo el médico responsable del paciente, participan en las labores asistenciales (art. 4.3). Es ésta otra delimitación importante en las responsabilidades informativas y del consentimiento informado, habida cuenta de que, en la actualidad, los pacientes no sólo son atendidos por el servicio responsable de su estudio y tratamiento, donde se encuentra su médico responsable, sino que deben acudir a otros servicios hospitalarios y extrahospitalarios para completar su estudio diagnóstico y/o tratamiento. Este manejo multidisciplinario implica una mayor complejidad asistencial y puede dificultar la labor informativa de los profesionales al paciente. El manejo multidisciplinario es un modelo asistencial que beneficia al paciente, pero puede generar insatisfacción cuando no hay una adecuada coordinación de la información entre profesionales. Para evitar esta falta de coordinación en el proceso informativo, es importante la figura del médico responsable, aunque es evidente que los servicios cuya organización no contemple la personalización de los pacientes tendrán una dificultad práctica en esta labor. Finalmente, hay otro núcleo conflictivo cuando el médico responsable solicita exploraciones complementarias de riesgo (endoscopias, cateterismos, etc.) que deben ser realizadas por otros profesionales. En estas situaciones, el médico responsable debe proporcionar una información de tipo clínico, con objeto de solicitar un consentimiento tácito para dicho procedimiento. Por el contrario, el médico ejecutor de la técnica, y responsable de sus complicaciones, tiene la obligación legal y ética de informar al paciente y obtener por escrito su autorización. La Ley 41/2002 es clara al respecto, al declarar que “los profesionales que atiendan al paciente durante el proceso asistencial o le apliquen una técnica o un procedimiento concreto también serán responsables de informarle” (art. 4.3). Este principio es coherente con el espíritu de la ley básica, pero tiene importantes consecuencias en el modelo organizativo y en la economía de las instituciones. Por un lado, los servicios que realizan estas exploraciones deben contemplar, dentro de su organización, un tiempo informativo previo a la realización de la técnica para evitar que esas informaciones se den en el pasillo o el antequirófano, donde siempre pueden ser interpretadas como insuficientes, coactivas e incoherentes. Un ejemplo paradigmático de esta situación ha sido la instauración progresiva de la consulta anestésica antes del acto quirúrgico, una pretensión imposible de imaginar hace unos años. Por el contrario, otras situaciones asistenciales en la práctica quirúrgica (polipectomía endoscópica, colocación de una prótesis biliar, etc.) no disponen todavía de un modelo organizativo similar, ya que esta propuesta conlleva una dotación económica importante al precisar recursos humanos que garanticen el proceso informativo antes de su realización4 .
¿Quién debe ser informado?La Ley 41/2002 sigue las directrices de la Ley General de Sanidad del año 1986 y en este sentido declara al enfermo como titular del derecho a la información (art. 5.1). Hay una mejora respecto de la ley anterior en lo referente al derecho a la información de terceras personas vinculadas con el paciente, ya que en la nueva ley se especifica que esta información puede ser suministrada sólo “en la medida en que el paciente lo permita de manera expresa
o tácita”. Se limita así la obligación de informar a familiares o allegados, tal como contemplaba la Ley General de Sanidad en el artículo 10.5, en la que la conveniencia de violar ese derecho del paciente a decidir quién debía ser informado fue siempre incierta. Este derecho de terceras personas a la información se intensifica cuando el paciente está incapacitado, circunstancia en la que éste debe ser informado de acuerdo con sus posibilidades, a la vez que su representante legal (art. 5.2). En caso de “que carezca de capacidad para entender la información a causa de su estado físico o psíquico, la información se pondrá en conocimiento de las personas vinculadas al paciente por razones familiares o de hecho” (art. 5.3). Una limitación práctica a este principio se encuentra en las situaciones con información “dura”, en especial la oncológica, donde clásicamente se ha invertido el derecho a la información: la familia es la primera en ser informada y ésta decide cuál es la dimensión informativa que debe recibir el paciente. En estas circunstancias, el enfermo desconoce la verdadera dimensión de su proceso o, lo que es más frecuente, la familia impone al médico la “conspiración del silencio”, una situación que inevitablemente conducirá al aislamiento del paciente de su enfermedad. A pesar de estas dificultades, el derecho a la información debe considerarse una obligación en nuestra práctica asistencial, ya que el paciente precisará esta información para armonizar sus compromisos personales (contraer matrimonio, tener hijos) o económicos (solicitud de créditos, liquidación de deudas, testamentos), y únicamente resulta excusable suprimir este derecho en los casos en que la información es terapéuticamente desaconsejable. Es aquí donde cobra importancia “la manera de dar malas noticias”, una metodología que la mayoría de los cirujanos aprendemos a partir de la experiencia que cada paciente nos proporciona.
¿Cómo se debe informar?La Ley 41/2002 establece 2 directrices en la forma de informar a los pacientes. La primera se refiere a la transmisión de la información que, a su juicio, “se proporcionará verbalmente dejando constancia en la historia clínica” (art. 4, apartado 1). Es éste un punto importante, ya que la propia ley básica establece como principal procedimiento en la información el diálogo con el paciente, en un intento de humanizar la relación médico-paciente. Puntualiza, además, un hecho que cada vez tiene más trascendencia en la práctica asistencial: la constancia en la historia clínica del proceso informativo. Aunque la constatación por escrito de la información ha sido, en muchos casos, una maniobra defensiva para evitar sentencias condenatorias, la nueva ley establece una nueva cultura que pretende potenciar la importancia de los contenidos y encuentros informativos para equipararlos con la información técnica que tradicionalmente ha constituido el único contenido de la historia.
La segunda directriz se refiere a los contenidos que deben ser transmitidos al paciente, que consistirán en una información “verdadera que se comunicará de forma comprensible y adecuada a sus necesidades y le ayudará a tomar decisiones de acuerdo con su propia y libre voluntad” (art. 4.2). El término “adecuado” es sinónimo de información clara y adaptada a las características intelectuales y vitales del paciente, es decir, garantiza la individualización para una mejor comprensión de la información y permite su finalidad última: la toma de decisión basada en una información verídica y entendible. Se mitiga así una de las principales críticas al deber de información: la variabilidad en el nivel cultural de los pacientes no permite diseñar una pauta universal en el método informativo. Por ello, la información a los pacientes debe contemplarse como una labor asistencial más, y como tal, debe guiarse por los mismos principios de individualización y personalización. En cualquier caso, deberá contener, como mínimo, los elementos esenciales que permitan al paciente tomar su decisión.
¿Sobre qué debe informarse?Una de las principales preocupaciones de los profesionales es determinar la dimensión de la información que deben suministrar a sus pacientes, es decir, hasta dónde llegar en su veracidad y contenido. La ley básica establece cuál debe ser el contenido de la información y lo concreta en su veracidad, en la finalidad de los procedimientos y en las consecuencias de las actuaciones (tabla 1). En cuanto al primer contenido, el legislador entiende que la información debe ser verdadera, es decir, que respete el principio de veracidad para que la persona disponga de toda la información referente a su proceso (art. 4.2). Si bien desde las vertientes ética y jurídica debe defenderse este principio, en ciertas situaciones clínicas es difícil mantenerlo, especialmente cuando la información que se maneja es de tipo oncológico o paliativo y supone una repercusión importante en la vida de la persona. Nos situamos aquí en el contexto de la “verdad soportable” o “verdad tolerable”, es decir, la información que el paciente puede admitir, tolerar y soportar sin que le origine problemas ni agrave su situación, tanto psíquica como somáticamente. Al ser un concepto adaptable a cada paciente y circunstancia, dificulta la elaboración de un modelo general que permita a una institución, servicio o grupo de profesionales elaborar un protocolo informativo en estos pacientes. Lo que el profesional se pregunta en la práctica clínica es si debe decirle a un paciente que tiene un cáncer o una enfermedad incurable, ya que la tradición médica ha justificado en estas ocasiones la mentira piadosa con el paciente 5 . Esta costumbre moral choca con los nuevos principios enunciados en esta ley, que aboga por una información veraz a la persona como derecho y respeto a su autonomía. Todos sabemos que la realidad clínica es muy variada, tanto en lo referente al umbral que puede soportar cada persona en relación con la verdad como en el tipo de información que se debe transmitir; por ello, es necesario recurrir de nuevo al principio de individualización, con el fin de concretar el grado de veracidad que debemos transmitir al paciente tras valorar su capacidad para el entendimiento y la utilidad y las consecuencias de la información en su proyecto vital 6 .
TABLA 1. Información “ideal” en pacientes quirúrgicos
En relación con la finalidad y la naturaleza de cada intervención, sus riesgos y sus consecuencias (art. 4.1), creemos que su principal limitación debe situarse en el paciente. En efecto, el profesional no representa ningún obstáculo para este tipo de información y su única limitación se encuentra en la disponibilidad de tiempo para dialogar sobre la finalidad y naturaleza de cada intervención y enumerar sus riesgos y consecuencias. Este punto es un aspecto importante en la información de procedimientos con riesgo ya que, desde el punto de vista jurídico, la falta de información ha sido el argumento central en diversas sentencias condenatorias por lesiones derivadas de actuaciones quirúrgicas 7 . ¿Cuáles son los límites en la obligación de informar?Una lectura atenta de la ley básica deja entrever 3 excepciones en el deber de información:
– Cuando el paciente manifieste expresamente su de seo de no ser informado (art. 9.1). Esta excepción estaba reflejada en el Convenio de Oviedo en su artículo 10, aunque deben matizarse algunas cuestiones relativas al uso y abuso de esta disposición. La decisión de no saber encierra una contradicción con el principio de autonomía, ya que éste se basa en el conocimiento de la realidad para poder decidir. Con esta premisa, no querer saber irá en contra de dicho principio y conduce a la persona a ser guiada por el azar o por la voluntad o saber de otro. Al margen de esta discusión, la decisión del paciente de no ser informado debe partir de su iniciativa personal. En esta situación, el profesional debe conocer las razones de la negativa del paciente, pues ello condicionará la toma de decisión y el consentimiento ya que, en este caso, deberemos recurrir a una autorización por representación. La decisión de no saber debe ser firme, objetiva y libre de coacción, sin que sean válidas las impresiones personales del profesional sobre la conveniencia de la información o las opiniones de los familiares acerca de supuestas manifestaciones del paciente. Por ello, en los casos en que realmente el paciente manifieste su negativa a ser informado, debe garantizarse, paradójicamente, el proceso informativo en busca de las razones de este rechazo, para garantizar que la decisión no sea fruto de coacciones, miedo o ignorancia. La principal limitación a este derecho a no saber se encuentra en sus consecuencias para terceras personas, como por ejemplo el diagnóstico de una enfermedad infecciosa o una predisposición genética, circunstancias en las que puede ser importante la valoración del comité asistencial de ética.
– Cuando el paciente, según el médico que le asiste, carezca de capacidad para entender la información a causa de su estado físico o psíquico (art. 5.3). Se trata de una excepción que se centra en la imposibilidad para mantener un proceso informativo adecuado cuando la capacidad del paciente no lo permite. No obstante, deben evitarse situaciones abusivas en circunstancias en las que esta argumentación pueda ser utilizada como una excusa para anular el derecho de información del paciente. Sin duda, un grupo vulnerable a este abuso son los ancianos, a los que en muchas ocasiones se les supone incapaces de entender y asimilar la información relativa a su salud porque creemos que ciertas limitaciones físicas en su cuidado personal se traducen en limitaciones intelectuales para la toma de decisiones. También debe tenerse en cuenta esta reflexión en pacientes con bajo nivel cultural.
– La presencia acreditada de un estado de necesidad terapéutica (Art. 5.4). La ley establece como estado de necesidad terapéutica la facultad del médico para actuar profesionalmente sin informar antes al paciente cuando, por razones objetivas, el conocimiento de su propia situación pueda perjudicar su salud de manera grave. Bajo esta denominación y excepción, el legislador pretende prevenir los efectos dañinos que una “información dura” puede ocasionar en ciertas personas con un bajo nivel de tolerancia a la verdad. Sin embargo, este efecto beneficente de la ley puede encerrar una trampa, ya que la valoración de los efectos colaterales de la información será efectuada por el profesional y dependerá de sus valores. Algunos profesionales defienden la falta de “información dura” al paciente basándose, precisamente, en esta excepción que la ley recoge. Cabe esperar que la aplicación de esta excepción obedezca a su carácter excepcional y no sea la norma en la práctica clínica.
AgradecimientosA Don José María Gómez Díaz-Castroverde, magistrado del Consello Consultivo de la Xunta de Galicia, por su asesoramiento y revisión del manuscrito.
Correspondencia: Dr. B. Acea Nebril. Plaza del Exilio, 3, 1. o A. 15179 Santa Cruz de Oleiros. La Coruña. España. Correo electrónico: homero@canalejo.org
Manuscrito recibido el 3-5-2004 y aceptado el 7-9-2004.