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Vol. 12. Núm. 4.
Páginas 212-215 (julio 2000)
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El control de la hipercolesterolemia y la prevención de la enfermedad coronaria: una nueva torre de Babel en el año 2000
The control of blood cholesterol and coronary heart disease prevention: a new Babel tower in the year 2000
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1887
JA. Gómez Geriquea, JA. Gutiérrez Fuentesb
a Servicio de Bioquímica Clínica, Fundación Jiménez Díaz, Madrid
b Hospital Clínico San Carlos, Madrid.
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En el número anterior de Clínica e Investigación en Arteriosclerosis1 se presentó el último "Documento de Consenso" realizado en España, dirigido a recomendar conductas específicas sobre el control de la hipercolesterolemia.

Hace ya mucho tiempo que conocemos la relación que existe entre la hipercolesterolemia y el aceleramiento del proceso de la arteriosclerosis. Se trata de una relación consistente que permite que la concentración de colesterol (y fundamentalmente la de colesterol LDL [cLDL]) pueda ser considerada como una verdadera variable predictiva de enfermedad coronaria. Existe un clara relación epidemiológica y experimental y, además, los grandes estudios con estatinas han permitido establecer que la disminución de la concentración de cLDL se acompaña de un descenso de la morbimortalidad coronaria. Incluso en poblaciones de alto riesgo (como son los pacientes en prevención secundaria con concentraciones elevadas de colesterol) el descenso de la mortalidad coronaria es suficientemente importante como para que el tratamiento agresivo de la hipercolesterolemia se acompañe también de un descenso de la mortalidad total. Sin embargo, esta situación no ha sido confirmada hasta hace pocos años, ya que antes de la aparición de las estatinas las posibilidades de reducir la concentración de colesterol eran limitadas y, en consecuencia, los beneficios de la intervención hipolipemiante no se habían puesto de manifiesto con tanta contundencia. Incluso en los primeros años noventa se dudaba del beneficio global del descenso de las concentraciones elevadas de colesterol, a pesar de que sí estaba claro el beneficio de este tipo de intervención sobre la morbimortalidad coronaria.

Este desarrollo concuerda con la aparición de las diversas recomendaciones científicas sobre el control de las elevaciones de la concentración de colesterol. Las primeras recomendaciones aparecieron en la década de los ochenta y estaban basadas en los estudios disponibles en aquellos momentos; los argumentos farmacoeconómicos eran débiles y los de estudios de intervención no muy potentes, pero los beneficios coronarios ya parecían consistentes. La Sociedad Española de Arteriosclerosis realizó sus primeras recomendaciones en 19892, seguidas poco después por el Consenso para el Control de la Colesterolemia en España en el mismo año3. Estas primeras recomendaciones eran limitadas en muchos de sus aspectos, como correspondían al "estado del arte" en ese momento. No obstante, incluían conceptos importantes acerca de los métodos de detección y su aplicación a la población. Sin embargo, a muchos nos llamó la atención que las acciones recomendadas no fueran seguidas de iniciativas concretas por parte de los organismos que podían realizarlas (y que habían estado implicados en su redacción), como hubiera sido la creación de un centro de referencia para la cuantificación de la concentración de colesterol y de un sistema de calidad que asegurara que, por lo menos, los sistemas de detección se realizaban correctamente. Parecía que la redacción de un documento solucionaba en sí misma los problemas detectados.

A pesar de los esfuerzos realizados por algunas sociedades científicas (como la Sociedad Española de Arteriosclerosis) por difundir las citadas recomendaciones, su impacto fue mínimo, como demostraron algunas encuestas realizadas en los años siguientes. Hasta cierto punto era una situación lógica: la mayor parte de las recomendaciones tenían una base no excesivamente consistente y no eran muy precisas. Además, las más precisas necesitaban ser ejecutadas por instituciones que no mostraron el necesario interés. Nos referimos a los citados centro de referencia y sistemas de control de calidad.

En los años posteriores surgieron múltiples recomendaciones, muy parecidas entre sí, como las emitidas por la Sociedad Europea de Aterosclerosis4 en 1992, el Programa Nacional de Educación en Colesterol II (NCEPII en 1993)5 y las que en España realizaron conjuntamente la Sociedad Española de Arteriosclerosis, la Liga de Lucha contra la Hipertensión Arterial, y la Sociedad Española de Medicina Interna6 en 1994. Todas estas recomendaciones estratificaban el nivel de riesgo coronario en función de la concentración de cLDL y su asociación con otros factores de riesgo, marcándose unos objetivos para el cLDL de 130 o 135 mg/dl en los pacientes de alto riesgo y de 100 mg/dl (aunque este límite era algo más impreciso) en pacientes de prevención secundaria. Estas recomendaciones se vieron refrendadas por la confirmación que la publicación en 1994 del estudio 4S realizó sobre los beneficios del tratamiento de la hipercolesterolemia en prevención secundaria y posteriormente por el estudio WOSCOPS en 1995 en prevención primaria. A estos estudios siguieron otros como el CARE y el LIPID en prevención secundaria y el AFCAPS/TEXCAPS en prevención primaria. El conjunto de todos ellos estaba plenamente de acuerdo con las recomendaciones previas y en cualquier caso planteaba dos tipos de interrogantes: la rentabilidad económica (no la sanitaria, que estaba plenamente demostrada para un amplio margen de concentraciones de colesterol) del tratamiento de las hiperlipemias en prevención primaria y el límite inferior de concentración de colesterol donde no era esperable un beneficio adicional (fundamentalmente en prevención secundaria).

Al no existir unas claras indicaciones de rentabilidad económica en prevención primaria y teniendo en cuenta que la proporción de población, sobre todo de más de 45 años en varones o de 55 años en mujeres, que cumplía estos criterios de intervención era amplia, surgieron numerosas recomendaciones menos intervencionistas que intentaban restringir el tratamiento hipolipemiante a subpoblaciones de muy alto riesgo (como las primeras tablas de Scheffield). Esta situación creó un cierto grado de confusión ya que, en determinados países, dependiendo de las recomendaciones que se utilizaran, los grupos de población que requerían actuaciones concretas cambiaban significativamente. Concretamente en España, la propia Sociedad de Medicina Familiar y Comunitaria emitió dos documentos de recomendaciones distintos, el confeccionado por el PAPPS7 (Programa de Actividades Preventivas y de Promoción de la Salud) y el preparado por el grupo de lípidos8. De esta manera, en el año 1997 circulaban en España cuatro documentos distintos, con cierto impacto asistencial, que recomendaban actuaciones diferentes: el NCEPII, el de la Sociedad Española de Arteriosclerosis, el del PAPPS y el del grupo de lípidos de la SEMFyC. La confusión estaba servida y, en consecuencia, muchos médicos de atención primaria no seguían ninguna de las recomendaciones anteriores. De hecho, un estudio realizado sobre las conductas de actuación en atención primaria, el estudio JADE9, demostró que menos del 10% de los médicos actuaba ante las hiperlipemias con unos objetivos concordantes con alguna de las anteriores recomendaciones.

De manera coincidente con la aparición de las estatinas más potentes empezaron a surgir nuevos interrogantes: ¿existen realmente los efectos pleiotrópicos (beneficios derivados de mecanismos de acción parcialmente independientes del descenso de colesterol) de las estatinas?, ¿es esperable que cuanto más descendamos las concentraciones de colesterol, mayor sea el beneficio que obtengamos?, ¿existe realmente una barrera entre la prevención primaria y la secundaria?, ¿cuál es el nivel de riesgo que decanta la balanza económica a recomendar el tratamiento con fármacos en prevención primaria?, ¿es eficiente el inicio precoz del tratamiento hipolipemiante (inmediatamente tras el IAM) en prevención secundaria?

Algunas de estas preguntas han motivado el diseño de grandes ensayos clínicos que pretenden ofrecer información que ayude en su respuesta. Otras han sido parcialmente respondidas por los análisis económicos de estudios de prevención primaria como el WOSCOPS, que ha demostrado una relación exponencial entre el nivel de riesgo coronario inicial y el número necesario de pacientes a tratar (NNT) para conseguir evitar un evento coronario10: de estos análisis surge el límite de un riesgo del 20% en 10 años como el aconsejable para iniciar el tratamiento farmacológico en prevención primaria. Por su parte, en prevención secundaria sigue sin quedar claro cuál debe ser el límite (si es que existe) de la intervención hipolipemiante. De cualquier manera, muchos colectivos apuestan por no hacer diferencias entre prevención primaria en pacientes de alto riesgo (riesgo coronario superior al 20% en 10 años) y prevención secundaria.

Otro importante problema detectado en estos últimos años es el del cumplimiento terapéutico. Éste es un problema complejo que tiene varios componentes. Por una parte, está el derivado de la adecuación de la práctica médica a las guías clínicas existentes y que depende mucho de las características de las propias guías. Tanto es así que determinadas investigaciones realizadas en este terreno definen las características que deben cumplir unas guías clínicas para que puedan tener éxito en su aplicación en la práctica médica11. Entre otras, éstas deben ser concretas y no ambiguas, deben basarse en evidencias científicas consistentes y bien demostradas y deben contener indicaciones fáciles de seguir que no supongan la utilización de algoritmos complejos que hagan desistir al médico (que usualmente dispone de poco tiempo para dedicar a cada uno de sus pacientes) de su utilización. Otro componente importante del cumplimiento terapéutico gira en torno al propio paciente: se trata de tratamientos crónicos de una afección muchas veces asintomática, que exige un "acuerdo" entre el médico y el paciente y una estrategia de prueba-error para conseguir el esquema de tratamiento más adecuado a cada paciente. Es muy difícil conseguir que esta estrategia funcione si el médico no es el primer convencido de que su actuación es fundamental y sigue unas normas no discutibles (de nuevo nos encontramos con la importancia de disponer de unas guías clínicas adecuadas) y, además, los gestores sanitarios no participan en esta estrategia, ni favoreciendo su implementación ni disminuyendo las trabas económicas que para muchos pacientes supone seguir un tratamiento de esta naturaleza y coste. Ejemplos del fracaso de estas estrategias los han ofrecido tanto los estudios clínicos con altos índices de abandono del tratamiento, que han minimizado el beneficio terapéutico (como los datos procedentes del estudio WOSCOPS12 cuando se compara la población analizada atendiendo al concepto "intención de tratar" con la que se ha observado un cumplimiento superior al 75%), como los seguimientos postestudio del propio 4S donde una elevada proporción de pacientes abandonaba el tratamiento (muchos de ellos a consecuencia de su coste), o los más pragmáticos realizados por las Health Maintenance Organizations americanas en la práctica médica habitual.

El problema de las guías clínicas evoluciona de una forma clara durante los años 1997-1999, apareciendo por una parte el AHA/CDC Statement13 que, sin modificar las recomendaciones del NCEPII, sugiere la conveniencia de evolucionar hacia el uso de las nuevas tablas de Framingham (puntuación derivada de la presencia e intensidad de los diversos factores de riesgo mayores, incluyendo la concentración del cHDL) para cuantificar el nivel de riesgo absoluto, por lo menos a corto plazo (10 años). Por otra, el documento de la Second Joint Task Force14, que establece en un riesgo del 20% en 19 años o enfermedad coronaria previa el inicio del tratamiento farmacológico, y en un cLDL inferior a 115 mg/dl el objetivo del mencionado tratamiento. Este último documento (Second Joint Task Force) tiene la virtud de ser relativamente simple y concreto, tanto por lo que respecta a quién tratar, como en definir los objetivos del tratamiento, rompiendo las barreras entre prevención primaria y prevención secundaria. No obstante, en opinión de muchos (incluyendo el AHA/CDC Statement) adolece de un defecto fundamental: no tiene en cuenta la concentración de cHDL, lo que resulta problemático para algunas poblaciones como la española en que la concentración de esta lipoproteína es superior a la de otras poblaciones15.

A partir de este momento han surgido nuevos documentos, basados parcialmente en los anteriores, que lejos de aclarar la situación han introducido nuevos elementos diferenciadores, y probablemente de confusión, al imponer un cierto baile de cifras (inicio del tratamiento en un riesgo del 30, del 20 o del 15%, en un período de 10 o de 5 años, etc.) que hacen dudar de la consistencia (al menos formal) de las recomendaciones.

En este marco, contemplamos la aparición de un nuevo documento español para el control de la colesterolemia. No pocos nos preguntamos, en su momento, si era necesaria y oportuna su redacción. Si tenemos en cuenta la disparidad de tendencias existente, un documento ampliamente consensuado y que implicase un claro compromiso de entidades públicas y Sociedades científicas en sus contenidos, podría haberlo sido. Pero no parece ser ésta la situación.

Además, y contrariamente a lo ocurrido con las últimas recomendaciones europeas (Second Joint Task Force), se establece una clara diferenciación entre prevención primaria y secundaria, y lo que es más problemático: no existe una recomendación única en prevención primaria. Se consideran aceptables tanto una modificación importante de las recomendaciones europeas (el objetivo en el tratamiento de la población de alto riesgo, categorizada sin tener en cuenta la concentración de cHDL, es conseguir una concentración de cLDL inferior a 130 mg/dl, a diferencia de las recomendaciones europeas que sitúan este objetivo en 115 mg/dl), como la aplicación de las recomendaciones del NCEPII, cuando la propia AHA está sugiriendo la evaluación cuantitativa del riesgo coronario a corto plazo (10 años). Si aplicamos ambos criterios a la población española, los grupos a tratar farmacológicamentes difieren claramente.

No menos importancia reviste el adoptar el uso de unas tablas de Framingham antiguas, que no consideran el valor de la concentración del cHDL, cuando recomendaciones europeas16 más recientes que las de la Second Joint Task Force incluyen este dato en la evaluación cuantitativa del riesgo coronario. No parece suficiente aducir la falta de disponibilidad de la concentración del cHDL en muchas comunidades, cuando su valoración sí es tenida en cuenta en el apartado de prevención secundaria. ¿Significan estos detalles que no ha sido posible llegar a un consenso entre los redactores del documento?, ¿o quizá no parecía oportuno redactar un amplísimo documento para recomendar simplemente que se siguiesen las guías clínicas contenidas en el NCEPII? Evidentemente, la falta de recomendaciones unívocas no favorece el acuerdo entre guías y práctica médica.

Cuando analizamos los criterios seguidos para las recomendaciones en prevención secundaria observamos un escenario completamente distinto. Nos recuerdan de nuevo a las contenidas en el NCEPII, pero en esta ocasión orientadas a un mayor intervencionismo. Se recomienda la instauración inmediata del tratamiento farmacológico si el cLDL en la fase aguda del IAM es superior a 160 mg/dl, y se incluye la hipertrigliceridemia como un factor de riesgo independiente que justifica el uso de fármacos hipolipemiantes en pacientes con cLDL inferior a 130 mg/dl. ¿Existen datos consistentes que apoyen estas recomendaciones? De hecho, otros colectivos científicos han desistido del uso de la concentración de triglicéridos en favor de la del cHDL, considerando que esta última tiene mayor valor predictor del riesgo coronario y que la información ofrecida por ambos parámetros es relativamente redundante17.

Todo este rompecabezas de recomendaciones, en nuestra opinión, no favorece la aplicación de unas guías clínicas concretas ni mucho menos unos criterios éticos (cuándo es aceptable que un paciente no sea tratado en función de los beneficios esperables del tratamiento) consistentes que permitan orientar tanto la práctica médica como los límites de la investigación clínica.

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