El proceso que conocemos como inflamación tiene en sí mismo una clara función de defensa del organismo frente a diferentes tipos de agresiones, sobre todo las protagonizadas por microorganismos patógenos. De hecho, la "inflamación" es un signo conocido desde hace muchos años como sinónimo de que algo no está funcionando bien, de que existe una alteración en nuestro organismo. Incluso en ocasiones, en la que podríamos denominar "cuasi-medicina", se ha utilizado este término, tanto para minimizar una afección grave, como para todo lo contrario, es decir para maximizar una respuesta relativamente inocua.
Por otra parte, la inflamación es un mecanismo complejo y relativamente inespecífico que parece actuar como primera barrera de defensa, incluso anterior a la más específicamente diseñada mediante el sistema inmunitario clásico1. Por esta razón, no es de extrañar que en muchas circunstancias la respuesta de nuestro sistema de defensa sea desmesurada (por diferentes circunstancias) en comparación con la agresión frente a la que se desencadena y pueda ser incluso perjudicial para los mecanismos más perfeccionados que se han puesto en marcha posteriormente en la evolución2. Dentro de todo este escenario es donde podemos encontrarnos las virtudes y los desencantos de la proteína C reactiva (PCR) y su significado fisiopatológico.
La PCR es una molécula conocida desde hace más de 70 años, cuya presencia en concentraciones elevadas en sangre siempre ha sido sinónimo de la existencia de una reacción de fase aguda, es decir, de un proceso inflamatorio. Incluso, en algunas épocas, y puesto que la elevación de la concentración de esta proteína no se produce en repuesta a todos los estímulos (no aumenta en presencia de agresiones por virus), su medición ha llegado también utilizarse para diferenciar las infecciones virales de las bacterianas en determinadas situaciones conflictivas3.
A su vez, también sabemos que la elevación de la concentración de la PCR podría no ser completamente inocua para nuestro organismo (que es el que la produce): el sustrato natural de la PCR parece ser la fosfocolina (lisofosfatidilcolina), y mediante esta unión se estimula la activación de complemento y la fagocitosis de las estructuras a que se ha unido la PCR4,5. En circunstancias "normales", el mantenimiento de la asimetría de nuestras membranas celulares hace que no haya prácticamente una concentración mínima necesaria de fosfatidilcolina en la superficie externa de éstas (es decir, en la parte en contacto con el sistema extracelular), ni tampoco elevadas concentraciones de la fosfolipasa A2, necesarias para producir la lisofosfatidilcolina, que es el ligando de la PCR5. De hecho, en experiencias en que se inyecta a animales PCR normal en ausencia de otros estímulos no parece que se desencadene ningún fenómeno negativo6. No obstante, el equilibrio anterior se rompe con una cierta facilidad, y por muy diversos motivos: algunas células pueden no ser capaces de mantener la asimetría de sus membranas (como ocurre, por ejemplo, en situaciones de isquemia), puede aumentar significativamente la concentración local de fosfolipasa A2 secretora (sPLA2), puede modificarse la estructura de las membranas por un exceso de producción de radicales libres, pueden modificarse las lipoproteínas, como las lipoproteínas de alta densidad por peroxidación y favorecerse la rotura de su propia fosfatidilcolina en lisofosfatidilcolina y radicales libres, posiblemente en colaboración con la Lp-PLA27, etc. Si estas situaciones coinciden con elevaciones de la concentración de la PCR, su efecto nocivo podría potenciarse y hacer que un mecanismo de defensa como es el representado por el fenómeno inflamatorio se convirtiera en un proceso perjudicial para nuestro propio organismo8.
Así pues, nos encontramos con un posible escenario en el cual cada uno de los diferentes actores pueden estar interpretando perfectamente su guión: los mediadores de inflamación actuando frente a algún tipo de agresión que pretenden neutralizar, las fosfolipasas rompiendo moléculas extrañas, como son los ácidos grasos degradados (peroxidados) que permanecen unidos a fosfolípidos de lipoproteínas o membranas, los sistemas antioxidantes, intentando proteger a nuestro organismo de la oxidación y los macrófagos eliminando estructuras de "desecho". La paradoja aparece cuando el resultado de la suma del correcto funcionamiento de todos estos sistemas desencadena una situación perjudicial de forma crónica. Aunque, quizá, no sea totalmente paradójico, ya que para que ello ocurra varios de los eslabones de este proceso tienen que estar sobreexpresados (en desequilibrio).
Dentro del conjunto de actores mencionado destaca la PCR, y más concretamente la PCR ultrasensible, o de alta sensibilidad (PCR-us), porque una elevación relativa de su concentración, que se mantiene de forma permanente, nos está descubriendo que se ha producido el desequilibrio que se comentaba anteriormente. Por otra parte, el énfasis puesto sobre el hecho de ser ultrasensible no es gratuito: es imprescindible (aunque sea la misma proteína, determinada además con el mismo anticuerpo) ya que nos permite discriminar entre valores que antiguamente eran considerados normales o, si se prefiere, no indicativos de una inflamación aguda; es decir, nos asegura una sensibilidad y una precisión adecuadas para su uso clínico en los límites de valores entre 0 y 10 mg/l9.
Es precisamente en este contexto en el que se desarrolla el artículo de López Fernández et al10 publicado en este número de la revista: en él se analiza la relación entre la concentración de PCR-us y la presencia de síndrome metabólico, detectándose la existencia de la mencionada relación independientemente de cuál hubiera sido la definición del síndrome metabólico.
Dejando de lado por el momento la polémica acerca de la existencia o no del síndrome metabólico11-14 como una entidad más o menos independiente, lo que sí es cierto es que por su propia definición el denominado síndrome metabólico implica la acumulación de varios factores de riesgo mayores, y que cada uno de ellos está provocando de una u otra manera una situación proinflamatoria. Esta es una situación en la que se tiende al desequilibrio del que hablábamos anteriormente, y en consecuencia, el hallazgo de una elevación de la concentración de PCR es algo previsible a menos que exista algún factor protector (antiinflamatorio) que frene la cascada de intermediarios que desencadena en último término la elevación de la síntesis hepática de esta proteína. Lo que no queda suficientemente claro en este artículo, ni en la bibliografía de que disponemos por el momento, es si la elevación de PCR-us puede considerarse únicamente como consecuencia de la acumulación de factores de riesgo (condiciones proinflamatorias), si hay algún condicionante adicional (característico del síndrome metabólico) que dispare su producción en presencia de los mismos, o si simplemente responde especialmente a alguno de los constituyentes de este síndrome (como podría ser la resistencia a la insulina y, posiblemente, la elevación del interferón alfa [TNF-*] y se amplifica por el resto15.
Este último aspecto puede adquirir una especial relevancia, ya que las elevaciones significativas del TNF-* pueden llegar a inducir una resistencia a la insulina como la que puede encontrarse en múltiples situaciones patológicas, no sólo de inflamación aguda, sino de procesos crónicos, como los que caracterizan a determinadas situaciones de hipersensibilidad alimentaria16,17 (relacionados con disfunciones, en ocasiones temporales, del sistema de reconocimiento de antígenos). De hecho, se ha llegado a considerar la obesidad como una enfermedad inflamatoria16 con la consiguiente elevación de TNF-* e interleucina 6 (IL-6); el índice de masa corporal es uno de los condicionantes largamente descritos de las concentraciones de PCR-us18, y que también influye en el desarrollo de la hipertensión y de la resistencia a la insulina (componentes fundamentales del denominado síndrome metabólico, con lo que ya tenemos un nuevo círculo vicioso servido).
Así pues, podemos concluir que la elevación mantenida de la PCR-us se comporta como una señal del desequilibrio metabólico existente en cualquier tipo de proceso inflamatorio, ya sea en forma aguda y desencadenado como respuesta a una agresión real, ya sea de forma más o menos larvada y debido a una disfunción de nuestros propios sistemas de defensa, y no olvidemos que la inflamación desempeña un papel central en todos los estadios del proceso de la arteriosclerosis19.
Otra cuestión, no menos importante, es la de las consecuencias de la elevación de la PCR. Como hemos visto previamente, la PCR no tiene por qué comportarse como un mero espectador o centinela que aparece y desaparece sin dejar rastro. Parece ser que si no existen otros condicionantes, la PCR por sí misma no desencadena ninguna lesión significativa (afirmación que habría que comprobar, ya que los datos de que disponemos no son contundentes), pero ¿qué es lo que ocurre cuando las elevaciones de la concentración de PCR coinciden con un escenario de desequilibrio como el que repetidamente hemos mencionado? Se ha llegado ya a un "consenso" sobre qué debe considerarse como deseable una concentración de PCR-us por debajo de 3 mg/l20. No obstante, la información de que disponemos es escasa, y aunque tenemos claro que la elevación de la concentración de PCR-us debe ser considerada como un "factor de riesgo emergente"21 e intensificar nuestra conducta preventiva, no sabemos con certeza si puede llegar un momento en que esta proteína por sí misma pueda convertirse en una diana terapéutica independiente. Más aún, datos recientes parecen indicar que el tratamiento con estatinas aumenta la resistencia al desarrollo de sepsis22 en pacientes de riesgo, lo cual abre nuevas expectativas a la consideración antes mencionada.