La prevalencia de la enfermedad arterial periférica (EAP) supera a la percibida por los profesionales sanitarios, y sus repercusiones clínicas y sociosanitarias la convierten en un auténtico problema, siendo una de las enfermedades “olvidadas”. La EAP está infradiagnosticada por ser asintomática en la mayoría de los casos, pero tiene una elevada morbilidad. La EAP afecta al 16% de la población norteamericana y europea mayor de 55 años, unos 27 millones de personas, de las cuales 17 millones son pacientes asintomáticos. En España, la EAP afecta al 11% de la población general mayor de 40 años. El estudio ESTIME indica que en nuestro país la tasa de EAP sintomática es del 6% y la asintomática del 8% en un rango de edad entre 55 y 84 años.
La EAP está intimamente asociada a la enfermedad cardiovascular en general y a sus factores de riesgo. Su prevalencia es del 31% entre las personas de alto riesgo cardiovascular, del 28% entre los que presentan síndrome metabólico, del 40% entre los afectados por enfermedad cerebrovascular, y del 40% en aquellos que han padecido un síndrome coronario agudo.
La causa de la EAP es la arteriosclerosis en aproximadamente un 96% de los casos, por ello es frecuente que los pacientes con EAP presenten a su vez alteraciones coronarias o cerebrales. En este sentido, el Strong Heart Study demuestra que los pacientes con EAP tienen un riesgo 3 veces superior de morir por cualquier causa, y 6 veces superior de fallecer por cardiopatía isquémica. La EAP severa tiene una mayor mortalidad relativa a 5 años (44%) que el cáncer de mama (15%) y el cáncer colorrectal (38%). A los 5 años, entre el 1 y el 3% de los afectados va a necesitar una amputación, y a los 10 años, el 43% de los pacientes con EAP desarrolla cardiopatía coronaria, el 21% experimenta un ictus, el 24% desarrolla insuficiencia cardíaca, y el porcentaje de muertes en ese tiempo alcanza el 60%, suponiendo, de manera general una disminución de 10 años de la esperanza de vida.
El diagnóstico completo de la EAP debe realizarse en función de la combinación de una anamnesis detallada, una exploración física adecuada y pruebas complementarias que confirmen la obstrucción arterial, tres pasos que están relacionados de forma inseparable. Además de la palpación de pulsos, la determinación del índice tobillo-brazo (ITB) es la prueba más fiable en el diagnóstico. Diversos estudios consideran un ITB de riesgo aquel que está por debajo de 1 y por encima de 1,3. Así se ha demostrado en diversos estudios la asociación entre el ITB y la mortalidad por cualquier causa en personas que presentan valores fuera de la normalidad. Anteriormente se consideraban valores normales entre 0,9 y 1,3, pero las guías actuales consideran que los casos con un ITB entre 0,90 y 0,99 son borderline, en los que no existe patología vascular, pero hay mayor prevalencia de aterosclerosis subclínica, con incremento del grosor de la íntima-media carotídea y de calcio en las arterias coronarias. Por debajo de un ITB de 0,90, la enfermedad se considera moderada cuando la cifra se sitúa entre 0,41 y 0,90; grave por debajo de 0,40, y crítica por debajo de 0,30. En estudios poblacionales se ha observado que por cada descenso de 0,1 en el ITB se produce un aumento del 10,2% del riesgo de experimentar un evento vascular mayor. Un valor inferior a 0,9 del ITB tiene una sensibilidad superior al 95% y una especificidad próxima al 100% en comparación con la arteriografía. Además, constituye un marcador precoz y predictor de la progresión de la EAP. Por ello, la medición del ITB representa una prueba complementaria fundamental que es sencilla, barata y objetiva, no invasiva y de fácil realización en el ámbito de la atención primaria.