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Vol. 33. Núm. 2.
Páginas 41 (marzo 2006)
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Hace algunos años, con la aparición de los denominados protocolos de nuestra especialidad, nos ocupamos ampliamente de valorar el interés y el alcance que, a nuestro juicio, debían tener estos documentos.

Hoy volvemos sobre dicho tema que, a pesar de su indiscutible valor, se ha convertido en un verdadero problema para la actividad diaria de los especialistas.

No cabe duda de que los protocolos de conducta diagnóstica y terapéutica adquieren el máximo valor cuando se utilizan como indicaciones orientativas de no obligado cumplimiento o de compromiso con el quehacer de una determinada institución o escuela.

El problema se genera cuando los protocolos ­denominados de consenso­ proceden de una sociedad, en nuestro caso de la SEGO, porque se convierten en árbitros del bien hacer (si se cumplen) o de la mala praxis (si no se cumplen). Por otra parte, y por este mismo motivo, se convierten en el principal elemento que puede utilizar la justicia, en ciertos casos, para tomar decisiones de gran trascendencia para los profesionales.

Todo ello conlleva que el pensamiento único se introduzca en la medicina, impidiendo el contraste de pareceres, las opiniones diversas y las conductas dispares que tan presentes se hallan en una ciencia inexacta y en constante evolución.

El intento de uniformizar, cuando la ciencia avanza y progresa por la diversidad, la pluralidad y la confrontación de ideas y pareceres, nos parece erróneo, peligroso y esterilizante, por más que se hable de consenso y de medicina de la evidencia. El dogmatismo en medicina está reñido con el contraste de opiniones, que crea progreso.

Si en los años sesenta y setenta hubiesen existido protocolos de nuestra especialidad habría sido más difícil (y lo fue ya mucho) o imposible el extraordinario y beneficioso cambio que experimentó en aquellos años la práctica de la obstetricia. ¿Quién se habría atrevido a introducir los microanálisis de sangre fetal, por poner sólo un ejemplo, si el consenso andaba por caminos diametralmente opuestos? ¿Quién habría sido capaz de proponer y propugnar el tratamiento conservador del sufrimiento fetal, intraparto, si los eventuales protocolos de la época indicaban que el feto, en esta situación, debía ser extraído de inmediato? Valgan estos dos claros ejemplos para ilustrar el perjuicio para el progreso real que pueden generar los actuales protocolos si no se matiza bien cuál es su finalidad. Los protocolos uniformizan las actuaciones, olvidando que la uniformidad sólo es válida para los mediocres; parece ser que los que no se incluyen en este mayoritario grupo ya no tienen cabida en la actividad médica.

Señalemos, por último, que cuando un protocolo se actualiza, a veces ha transcurrido ya demasiado tiempo desde que el anterior ha quedado obsoleto.

Quede claro que los protocolos deben ser guías orientativas y que sería necesario que quedase bien claro, ante cualquier instancia, que ése es su papel y sólo ésa debe ser su función. Haciéndolo así, su utilidad resulta indiscutible.

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