En las crónicas y ensayos que Carlos Monsiváis escribió sobre la disidencia sexual, el ambiente gay y la historia de la homosexualidad en México se delinea lo que quisiera llamar una epistemología de un coleccionista. Dada la ausencia de un corpus sólido de investigaciones y de datos sobre estos temas, Monsiváis reúne y analiza fragmentos de una historia subalterna y subterránea. Indaga —un coleccionista es una especie híbrida entre el archivista y el bibliógrafo— en los restos de una memoria colectiva apenas sugerida; explora vidas infames, como las llamara Foucault (2010a), y relatos menores. Y con ellos, arma pacientemente una crónica detallada y aguda de la homosexualidad en el país durante el siglo xx.
Si su epistemología es la de un coleccionista, su tono es el de un traductor que lee estos trozos y logra articularlos con una serie de discusiones contemporáneas sobre sexualidad, moralidad, estética, literatura y política. Monsiváis, fiel a esta epistemología, lee los intersticios de una cultura (la letrada y la popular) para convertirse en un pedagogo de las identidades colectivas. Y en este sentido usa la crónica como una escritura que no necesita relaciones causales ni pruebas empíricas, sino propuestas de lecturas. La suya es una historia oblicua que cruza los aparatos de citas, las fuentes y los autores canónicos para trazar la única línea posible que permitirá construir o relatar algo así como la historia de la homosexualidad en México:1 una diagonal que se sostiene en un vacío persistente y que encuentra en el retruécano, y en una intertextualidad por descifrar, una estrategia de escritura y de pensamiento. Gnosis minoritaria, hermenéutica de los expulsados, recibidos o rechazados. Cualquier biografía se puede convertir en una genealogía de procesos colectivos de identificación y clasificación, de formas sociales de exclusión y oclusión. Las partes que atamos a un relato que entra en la pretendida coherencia de las narrativas personales guardan el fragor de las luchas colectivas que suman y dividen, que parten y vuelven a juntar: emociones con identidades, destinos con biografías, cuerpos con deseos, descripciones con juicios, escondites con intemperies, formas con contenidos. Creo que de este modo Monsiváis convierte la escritura, al menos en este campo, en una práctica de sí que le permite hablar consigo mismo sin decir nada personal, describir a los otros citándose a sí mismo, estar presente en el sesgo y en la cita. Pero una práctica de sí no es una biografía, sino una forma de actuar en el campo de las subjetividades posibles, de crear nuevas subjetivaciones y otros enunciados, además de los que ya conocemos y por los que nos piden cuentas.2
Tal vez por eso su fascinación con Salvador Novo. No lo dice abiertamente, pero creo que ve en él a un homosexual que se ha creado a sí mismo, desde la injuria y la burla, escarmentándose para refractar las risas que lo rodean sobre quienes las profieren. Novo, dice Monsiváis, “une a la perfección destreza satírica, placer de provocar y ultraje de sí”. “Tras el acoso múltiple y de verse señalado como el Homosexual de México, Novo acepta parcialmente la derrota y la traduce al idioma del descaro.” El autor de La estatua de sal crea esta lengua personal que le permite codificar y decodificar las descripciones ajenas y los insultos colectivos. En la creación de una lengua se juega también la producción de una subjetividad o de una posición subjetiva. ¿No es la de Novo una figura subjetiva, que delinea ciertas relaciones entre deseo y palabra, entre cuerpo y visibilidad, entre identidad y abyección? “Lo semejante a la expresión inglesa queer, a la vez extraño y gay, es el vocablo rarito. Hoy ya jubilado, que a lo largo de la primera mitad del siglo hace en México las veces de exorcismo que transforma lo amenazador en lo banal, en lo graciosamente inofensivo y patético” (Monsiváis 1997: 12).
¿Qué es lo rarito, que si bien jubila como término nunca deja de funcionar como sentido? ¿Es una descripción heteronormativa del homosexual o una autodescripción borrosa y algo confusa? Creo que lo rarito, esa ambigüedad irreductible que irá transmutando en otros significantes, es una figura subjetiva. Lo raro es tanto expresión de una anormalidad como de una impugnación simbólica. Lo raro se produce justo donde los binarismos de género, tan caros a cualquier sistema normativo, se trizan o se resquebrajan. Lo raro es un intersticio que obliga a suturar la identidad y el cuerpo con injurias, descalificaciones, burlas o risas, pero también con muerte. Lo raro es una deriva que despoja a las posiciones fijas de su naturalidad y su presteza. Novo es el raro por excelencia, y la rareza se transforma en un lugar productivo y fecundo, aunque doloroso y agotador.
Foucault interpreta la filosofía como una serie de prácticas y ejercicios que ponen en cuestión al sujeto mismo: ¿Qué está en cuestión en esas prácticas? Pues bien, se trata muy simplemente del sujeto mismo. Es decir que lo real de la filosofía se manifestará y se atestiguará en relación consigo, en el trabajo de sí sobre sí, en el trabajo sobre sí mismo, en ese modo de actividad de sí sobre sí (Foucault 2010c: 252).
Siguiendo a Foucault, creo que podemos leer los escritos de Monsiváis como prácticas de sí y como una serie de ejercicios consigo mismo. Leídos así, se transforman en textos de una hermenéutica personal y colectiva, y no en argumentos de una historia objetiva y académica de la homosexualidad en México. Podría decir que Monsiváis, junto con otros, inventa la historia de la homosexualidad en México,3 mas no como una fantasía —no lo podrían ser las redadas, las muertes ni los amores—, sino como una narración posible. En esa narración, en este acomodo de hechos, anécdotas, citas, referencias y voces, en el que Monsiváis haría un trabajo semejante al que el filósofo hace consigo mismo, crea una práctica de sí que en este caso es la condición misma de la narración. Quiero decir que sin estos sujetos —los cuales en algún momento deciden realizar este trabajo sobre sí mismos en una práctica que no es psicológica ante todo, sino política y simbólica— la narración nunca surgiría. El logos de una minoría, esa irrupción de un habla en el campo del lenguaje y de un discurso en el campo de las representaciones, emerge de esas prácticas de sí, múltiples, desvinculadas en muchos sentidos, esbozos de una identidad, pero principalmente sustentos de una memoria que se comienza a fraguar. Para los gays el tema criptohistórico de Los 41 es, al mismo tiempo, el miedo introyectado y la orgía en lontananza. No obstante la fuerza de este episodio, luego de los 41 persiste en buena medida el sigilo. No hay informes sobre los lugares de reunión y hábitos de los volteados, y sólo se intuyen sus dispositivos de identidad (al pensarse a sí mismos en el contexto de una tradición, aceptan que esa tradición no los considere humanizables, no con ese término, sí con las sensaciones de la exclusión justificada). Con todo, se va quebrando el cerco principal, el del silencio escrito (Monsiváis 2008: 25; énfasis mío).
¿Qué son todas estas nociones como miedo introyectado, intuiciones identitarias, sensaciones de exclusión? Son descripciones de una subjetividad que no alcanza a configurarse, que queda a medio decirse y que solo rompe un cerco, o muchos, a través de la escritura.
¿Cuál es la escritura de la homosexualidad en México? Podemos explorar dos rutas. Una, la de la burla, inscripción siempre renovada del escarnio. La otra, la de la infelicidad, como dice el mismo Monsiváis; esa escritura amarga, como la de Novo (1998) y en cierta medida la de Nandino (2000), por ejemplo. La escritura de la burla, si es que hubiese algo así, ya está presente en los textos dedicados al escándalo de los 41 y los grabados de Posada. Tiene, según parece, una continuidad notable, como lo muestra la prensa de los años 20 (González Mateo 2005) y la de los 70 (Vargas 2011). Es la escritura del otro, podríamos decir. Son las formas de inscribir en los imaginarios colectivos a los homosexuales como individuos ante todo risibles. La escritura propia, que se forma trabajosamente durante un siglo,4 es la amarga de la que hablamos; no por rencorosa, sino por desencantada, descarnada, punzante. Es el autoescarnio del que Novo hace oficio, según Monsiváis, y que perdura como oralidad en el perreo descrito por Marquet en su Coloquio (2010).
Esa escritura que llamamos propia y amarga, ¿no concibe la homosexualidad como algo ajeno?, ¿podría entenderla de otra manera si genera tanta atención y agresividad, si produce interés e indiferencia? No lo creo. La única forma de escribir sobre lo propio o sobre uno mismo desde ese lugar subalterno es hacerlo con cierta lejanía. Pero no nos sorprendamos si constatamos que esa distancia es la que funda, por así decirlo, la subjetividad homosexual. Justamente porque son prácticas de sí las que terminan sedimentándose en una subjetividad discernible, y no al revés, la distancia es necesaria. Son vueltas trópicas sobre sí mismo que fundan una mismidad narrable, como señala Butler (2001) siguiendo a Nietzsche. Prácticas retóricas, descripciones trópicas. Volverse sobre sí es una forma de evitar, en muchos sentidos, la identidad.
“¿De qué podemos estar orgullosos?” La formación de las comunidades disidentesEn un texto escrito a principios de los años 90 y dedicado a Francisco Estrada, médico fundador de Ave de México asesinado en 1992,5 Monsiváis se pregunta: “¿De qué puede estar orgullosa una persona si no está orgullosa de su comunidad?” (Monsiváis 1992: 244). Con una extensión de apenas dos páginas, su contenido es como un umbral. Esas líneas describen el clima vivido en México a partir de la irrupción del sida en la escena sexual, moral y corporal del país. Conjuga años de prejuicios y discriminaciones, de ataques y maltratos, que a la vez anuncian lo que está sucediendo en ese momento en el campo de la disidencia sexual: la emergencia de un movimiento social solidario, la creación de organizaciones sociales y de redes de apoyo y protección, la formación de una opinión pública más tolerante. “Proveer de esperanza a quienes la hipocresía sitúa más allá de toda esperanza: en pos de esta meta, los integrantes de los grupos recuperan a diario la energía consumida en la constante noción de pérdida” (Monsiváis 1992: 241). Constante noción de pérdida, así denomina Monsiváis los procesos colectivos que experimentaron los hombres homosexuales en México durante esos años; una generación diezmada por el sida, acorralada entre la peste y el juicio moral. Pero, asimismo, destaca “la gradual, a momentos imperceptible pero irreversible disminución del sentimiento de culpa”. ¿Están vinculados esa noción de pérdida y el sentimiento de culpa? La energía se agota en la pérdida y el sentimiento de culpa disminuye de forma gradual.
Monsiváis esboza una mecánica emocional y colectiva que transita de la pérdida a la solidaridad y de la culpa al orgullo. Por una parte, ¿qué es lo que recupera un movimiento de recuperación? ¿Se puede recuperar la pérdida? Han pasado 14 años desde la primera manifestación pública de grupos homosexuales y una década del primer diagnóstico de sida.6 El sexenio de Salinas de Gortari se encontraba en pleno apogeo, desregulando los mercados y abriendo las fronteras comerciales a los países del norte. Dos años antes se había suscitado el levantamiento zapatista. Recién había caído el Muro de Berlín y había desaparecido la Unión Soviética. Es decir, escribe ese homenaje póstumo entre una época histórica que termina y el umbral de otra que apenas se sugiere.
Monsiváis hace un responso político entre las ruinas de un tiempo y los retoños de otro. En ese momento percibe que algo ha cambiado de manera apenas perceptible, pero definitiva. La pérdida ha comenzado a mutar en una energía creativa, en un desplazamiento profundo de las representaciones sociales. “Disminuir el sentimiento de culpa en las víctimas de la homofobia” —escribe— “es contribuir a la eliminación definitiva, en la vida laica, de la noción de pecado, esa última fortaleza de la teocracia” (Monsiváis 1992: 243). Añade que la sordidez del crimen de Estrada no opaca la luminosidad de sus actos y de su pensamiento. Creo que, tal vez sin saberlo, ubica un desplazamiento fundamental en la lógica del ocultamiento que él mismo delineara más tarde: “lo que no se nombra no existe, y lo nada más filtrado, y muy despreciativamente, en las conversaciones, es sórdido de suyo” (Monsiváis 2010b: 51).
Es la sordidez de un silencio lleno de señalamientos y murmuraciones, de desprecios y risitas, lo que Monsiváis ve diluirse poco a poco. Pérdida, sordidez, culpa, jinetes de un apocalipsis subjetivo. Esa lógica comenzó a desbaratarse con un escándalo; la culpa, con una muerte. De este modo, su escritura reflexiona a partir de hitos que le permiten pensar, crear una escena y esbozar una trama. Entre el baile de los 41 y el asesinato de Estrada han transcurrido 90 años,7 casi un siglo. “La sordidez del crimen le pertenece por entero a sus autores” —escribe— “a los partes policiacos que desdeñan a los pervertidos, y a los reporteros que al mofarse de los muertos creen obtener lo que siempre les estará negado: la autoridad moral” (Monsiváis 1992: 243). Si la pérdida ha comenzado a transformase en energía solidaria, la sordidez le ha sido devuelta a sus autores. Este desplazamiento de la sordidez se articula con la eliminación de la noción de pecado de la cual habla Monsiváis. Solo el pecado es capaz de sostener la sordidez como una especie de lectura colectiva de las intimidades y de los cuerpos, de los deseos y de las debilidades. El pecado es la sordidez humana ante Dios. Esta, a su vez, es la imposibilidad de los humanos mismos de hacer coincidir sus actos con sus intenciones. La sordidez surge de la alteridad, como el pecado de la ajenitud humana con respecto a la intención divina.
Entre Novo y Estrada se han movido las piezas que organizan el comienzo de una comunidad. Ante Novo, y gracias al método de las concesiones sexuales del personaje, el ghetto va entregando sus secretos, sus manías preciosistas, su agudeza para el apodo [...] su infinita red de grupos y amistades, su solidaridad interna devastada por la lógica de una minoría sin orgullos que se cree la causa y no el objeto de las persecuciones. Y, especialmente, la inversión valorativa de la sordidez, esa condena que la costumbre de vivirla convierte en algo muy distinto (Monsiváis 2008: 33).
En su homenaje a Francisco Estrada escribe: “Véase lo conseguido por los grupos mexicanos en unos cuantos años [...] Genuino movimiento social, ellos le dan a la prevención del sida y a la atención de los enfermos y seropositivos el carácter urgente que es una de las grandes reclamaciones morales del fin del siglo” (Monsiváis 1992: 243). Y agrega que: A lo largo de sus días y años de lucha, Francisco quiso estar con los suyos, en el riesgo y la tragedia. El creyó en el trabajo organizado y en los círculos solidarios, que si no evitan muchos males son la gran ayuda inapreciable a nuestro alcance. Estrada Valle se propuso, sin vanagloria alguna, vivir plenamente las responsabilidades de la vanguardia moral en un medio corroído por el egoísmo y la indiferencia. Y por su apego a las tareas colectivas y a la responsabilidad del individuo, irremplazable, lo imagino diciendo: “¿De qué puede estar orgullosa una persona si no está orgullosa de su comunidad?” (Monsiváis 1992: 243).
¿De qué se puede estar orgulloso? Es una pregunta difícil, pero Monsiváis la despersonaliza y constituye en objeto de orgullo a una comunidad: la de los disidentes sexuales de todo tipo. La pregunta que ronda el texto sobre Novo es ¿de qué se avergüenza esa red infinita de amistades “devastada por la lógica de una minoría sin orgullos”? Minoría sin orgullos, orgullo de una comunidad. Este es el trazo secular que esboza Monsiváis, coleccionando datos y descripciones.
“El ghetto gay de la década de 1920, ’reino increíble, disperso, nocturno, vergonzante o descarado’, con pobladores marcados por la sensación de sólo reconocerse en la apetencia, el choteo circundante y el autochoteo circular” (Monsiváis 2008: 33). Los integrantes del movimiento que surgió en los años 70, a quienes Monsiváis describe en 1992, se reconocen en sus acciones colectivas, en las organizaciones que han creado, en sus publicaciones. Los pobladores del gueto de los 20 se identifican solo en su apetencia e imprecaciones. En 60 años, ese mundo de “las catacumbas móviles y de rigurosa disciplina nocturna” se transformó en un movimiento social que el autor ubica a la vanguardia del cambio moral y cultural del país. Solo se puede estar orgulloso de una comunidad si también se lo está de uno mismo. Y el orgullo es una práctica de sí en este escenario. Novo se escarmienta a sí mismo y se parodia; Estrada vive plenamente sus responsabilidades y apego a tareas colectivas. Novo solo podría apegarse a sí mismo, porque no hay otro referente al que dirigirse. Estrada se dirige a los enfermos y a los amenazados. El choteo circundante se transforma, en cierta medida, en una solidaridad urgente.
“Al borde del extravío.” El sexo proletarioAl referirse a un famoso local de los años 90 situado en la Plaza Garibaldi, en el centro histórico de la ciudad de México, Monsiváis escribe: En el Catorce, los soldados, o que así se dejan ver, no piensan en lo que los rodea, porque en su tradición lo que les rodea nunca se ha detenido a pensar en ellos. Vinieron a soltar vapor y agarrar lo que se pueda, si “lo que se pueda” les admite los apretujones. Se entregan al ritmo, al frenesí, al disfrute de la amistad calenturienta, a la ansiedad de darle chance a su libido. No se consideran gays, se le irían a golpes a quien eso pensara de ellos. Tan sólo obedecen al instinto para no convertirse en estatua de sal (Monsiváis 2010b: 64).
Los soldados así descritos evitan el destino de alguien como Novo, quien titula su autobiografía La estatua de sal. (1998). No son gays, dice, y golpearían a quien les dijera algo así, pero buscan en la noche proletaria y lumpenesca posibilidades no normativas para “darle chance a su libido”. Ellos se mueven entre un público en su mayoría gay, “lo que modifica la mecánica del deseo insatisfecho, al añadirle la costumbre de las penumbras”.
Me parece que la descripción autoetnográfica que elabora Monsiváis de la noche disidente de los años 90 tiene, en muchos sentidos, el mismo tono de la realizada por Novo para las primeras décadas del siglo xx. Hay en ambos un tono mordaz pero quieto, una agudeza que se fija en los detalles y en los cuadros generales que se desarrollan a su alrededor, una mirada solitaria y una lengua seductora. Los dos describen un mundo sórdido hecho de acomodos siempre frágiles, de silencios y pactos, de renuncias y pérdidas. Monsiváis escribe que “gracias a la impudicia o la tradición de no-tener-nada-que-perder, los homosexuales instituyen zonas de estridencia y provocación que, en rigor, son los primeros espacios de resistencia” (Monsiváis 1998: 34). La resistencia surge como un resultado no planeado del afán de tener ciertos lugares: las zonas de estridencia y provocación que instituyeron los homosexuales. Pero siempre son un margen, más o menos amplio, más o menos clandestino y secreto, perseguido o tolerado; un borde o un deslinde del mundo real y normal.
También los sujetos se ubican en esa marginalidad estridente y provocadora. Monsiváis se pregunta: ¿Cómo se interiorizan los epítetos: joto, maricón, loca, puto, volteado, pederasta, desviado, invertido, tú-las-trais, del otro lado? Por los testimonios se clarifica la técnica de asimilación. El gay se distancia de las condenaciones que se le dedican, y suele desdeñar las agresiones que de tan hirientes son parcialmente irreales (Monsiváis 1998: 38).
La interiorización de los insultos es una forma de trazar el margen en la subjetividad misma, como lo hace Novo con sus autoescarnios, y sus contemporáneos con el choteo y autochoteo. La única manera de lograrlo, como antes lo dijimos, es estableciendo una distancia que permita recibir el insulto, interiorizarlo y luego desdeñarlo por irreal. Lo real regresa de nuevo, pero esta vez de la mano de los escritos de Monsiváis: ¿por qué la intensidad hiriente de las agresiones las haría parcialmente irreales?, ¿la irrealidad está del lado de las agresiones o del agredido?, ¿no podría pensarse que los insultos dan realidad, no la querida, pero alguna al menos, a quien los recibe, y que solo se puede insultar a alguien real? No habría insultos para fantasmas, aunque se recomiende lanzarles improperios a las apariciones y otras presencias semejantes, si llegaran a cruzarse en nuestro camino. En ese caso, ¿por qué huirían al escuchar los insultos? Tal vez podríamos hipotetizar que lo hacen justamente porque eso los hace reales. Los fantasmas agredidos no huirían de los insultos, sino de la realidad que implican.
Monsiváis, sin pensar en aparecidos, escribe, paso siguiente, que: “lo intensamente real de los gays se centra en el coito, en el diálogo con los iguales centrado obsesivamente en el sexo. Al ser tan costosa en lo psíquico y lo social la disidencia, acrecientan su significado y su valor los actos sexuales y el idioma del ghetto’ (Monsiváis 1998: 38). ¿Qué sería lo real del coito o más bien qué tipo de intenso real daría el coito? El sexo sería el lugar de una igualdad disidente, pero también el sedimento del idioma del gueto que sirve ante todo para hablar de sexo, como el de Novo servía para burlarse de sí mismo y de los otros homosexuales.
El texto sobre la noche popular solo describe colectivos y multitudes urbanas; el de Novo, un personaje histórico y famoso. Monsiváis ve en la noche popular tipos de sujetos que deambulan, sacudidos a las crisis recurrentes del país, pero indemnes en sus deseos. Monsiváis y Novo describen el sexo proletario; ambos hablan de soldados y de hombres de clases populares, pero los ven de lejos, atractivos y peligrosos a la vez. Dice Monsiváis que Novo: [...] carece de solidaridad explícita para con el paisaje humano que describe, pero su valentía es la mayor solidaridad entonces posible. El sarcasmo, la sátira, la desolación lítica, el ingenio, la brillantez social, son formas o métodos para darle voz a quienes nadie considera dignos del uso de la palabra (Monsiváis 2008: 71).
Varias décadas después, muchos ya pueden hablar y son dignos de la palabra, en diversos sentidos. Pero esos hombres y mujeres a quienes ambos autores rodean y miran, a quienes describen de alguna manera, permanecen en silencio. La comunidad que se ha formado es también un límite: entre clases sociales, entre mundos de vida, entre palabras y derechos adquiridos. Monsiváis escribe en su texto sobre la vida nocturna capitalina: “Me detengo al borde del extravío de las identificaciones, y reconozco lo convincente de la voz, cualquiera sea su origen” (Monsiváis 2010b). Ha presenciado un show travesti y está confuso acerca de la identidad de la artista. Se detiene en ese borde que atribuye al otro y no a sus propias categorías de visibilidad e inteligibilidad. De Novo dice que “la provocación es un gran instrumento de salud mental, y por eso todo lo ostenta, su relación con los choferes de autobuses, con los luchadores, con los soldados” (Monsiváis 2008: 59). Ambos autores, cada uno a su manera, son creadores de una alteridad sexual, nocturna, apenas descriptible, pero siempre muda. Esos hombres no hablan. Si la práctica de sí que antes mencionamos requería de la distancia, de carácter retórico, del sujeto con respecto a sí mismo, las prácticas colectivas de constitución de comunidades y redes requieren de esta distancia social en relación con el otro popular. El coleccionista describe sus objetos de maneras diversas: los más raros y lejanos solo a grandes rasgos. En este ejercicio histórico, algunos hablan y otros callan definitivamente.
La práctica de sí que deseo atribuir a Monsiváis o, al menos, a su escritura, empieza con una práctica de los otros. Cuando describe esa noche popular, esa marea carnal y deseante con la que se topa, que parece mirar de lejos como si nada de lo que viera le incumbiera, hace un ejercicio de síntesis etnográfica, pero también estética. Los rasgos se condensan y en pocas palabras se describen mundos diversos. Las multitudes son frases cortas: un personaje como Novo amerita largos párrafos; los soldados de Garibaldi, algunas palabras, como si el lenguaje solo pudiera articular subjetividades densas y en algún sentido visibles, y se ensombreciera cuando se aproxima a esas vidas anónimas que Monsiváis intenta leer a través de su deseo.
Si la crónica se considera una escritura menor, sin duda también produce otras minoridades. Novo tiene nombre y biografía; desliza una memoria, aunque la esconda, pero también escenifica un drama. Los soldados de ese bar solo aparecen como sombras ante la mirada del narrador, como esbozos de un deseo o de una erótica. No hay más rastro. La tenue visibilidad que adquieren en esas páginas se diluye pronto, como las noches y las diversiones.
La igualdad solo se consigue de noche, diría Monsiváis: “la luz del día ubica con dureza características individuales o colectivas [como] la grotescidad, el mal gusto, las imperfecciones corporales, los grados del riesgo. Pero si el día exagera o es clasista o es catastrofista, la noche, más ecuánime, elimina los rasgos defectuosos, matiza” (Monsiváis 2010b: 265). Su escritura es también nocturna o guarda alianzas informales con esa oscuridad clasista. Ve a esos muchachos populares moverse de noche por el local mencionado, y en ella los pierde. Se extravían en su escritura. De día, a la luz, esos mismos sujetos se muestran grotescos e imperfectos. De noche, sus defectos se atenúan en una ecuanimidad sombría. Habría una práctica de sí diurna, consciente, reflexiva, ecuánime y otra nocturna, onírica, impulsiva e injusta. Dos tipos de sujetos pugnan por un lugar en la escritura. Cuando esta se detiene en los temas de identidad y política, proclama una inclinación dubitativa por la claridad.
Régimen diurno de la política y nocturno del deseo. En Monsiváis, un ethos oscilante intenta dirimir el lugar de la práctica, pero también sus efectos. Sabe que el deseo no admite contratos ni manifiestos, pero también que las identidades solicitan una retórica. Y, sin decidirse, corre de un lado a otro. Fascinado por la noche, destituye las esperanzas que solo se adhieran a las formas pasajeras de experiencia o de verdad. Dudoso del día, solicita una curul fantasmal para las intenciones y la voluntad.
La noche es ambivalente porque abre puertas que permanecen clausuradas, pero crea paisajes que repliegan la mirada y la enturbian. La noche proletaria, a la que él se aproxima como un mago a sus hechizos, lo deja perplejo, porque sabe que ocurren muchas más cosas de las que puede ver o explicar. Entiende que los mapas que trazará con su escritura ni siquiera son una representación vicaria de esa intensidad corporal y erótica. Sabe también que no hay realidad a la cual apelar como garantía de una narración citadina y notarial. Por eso sus descripciones nunca terminan. Escribe como si intentara convencerse de que ha visto algo y también lo ha vivido; en los lugares que visita, la proximidad corporal pronto se transforma en una distancia narrativa. Y solo será en ese interregno entre la experiencia y la narración donde pueda situarse una práctica de sí, porque, mientras permanezca cerca de los mundos que describe, la proximidad asfixiante de los otros impedirá o suspenderá cualquier práctica de sí. Una vez que empieza a narrarlos y, por lo tanto, de algún modo a olvidarlos, regresa un sí capaz de practicarse.
Si cuando habla de Novo el lenguaje se parece al de un confesor, con las noches homosexuales de la ciudad de México Monsiváis se transforma en un chamán que viste la piel de las especies que caza. Su escritura se convierte en una superficie de contacto y deja que un rumor urbano y miserable, anónimo pero individual, masculino aunque ambiguo, se infiltre en su texto. Los soldados, ha escrito Monsiváis, “se entregan al ritmo, al frenesí, al disfrute de la amistad calenturienta, a la ansiedad de darle chance a su libido” (Monsiváis 2010b: 64). Extáticos frente a los otros, parecen vacíos ante sí mismos. Pero Monsiváis chamán traduce la lengua de sus cuerpos a las estéticas de sus lectores. Los soldados frenéticos, calientes, ansiosos, reposan en el diván mullido de las palabras. Monsiváis los recibe en su texto para darles la calma que no consiguen. La serenidad del narrador permite la descripción de estas calenturas frenéticas. Él les da chance para que su libido quede de pronto inscrita en la monacal contención del lenguaje. De algún modo, Monsiváis escribe un catecismo personal y herético de las multitudes homosexuales y homoeróticas.
Teólogo negativo¿Es Monsiváis una especie de teólogo negativo al que persigue una imaginería religiosa y una doctrina espectral? La preocupación por el poder de las iglesias y de los prelados, y su defensa del Estado laico atraviesan sus discursos sobre la disidencia sexual. Es como si la Iglesia fuera siempre el enemigo que tuviese en mente al escribir, una especie de antagonista fantasmal, pero perseverante, contra el cual argumenta. Le inquieta más el poder de la Iglesia que el del Estado.
¿No hay un eco de hermandades y feligresías en palabras como “las catacumbas móviles y de rigurosa disciplina nocturna”? Tal vez aquí el proletariado urbano y frenético se transforma en una orden secreta y disciplinada, impulsada por un fervor sexual y corporal irremediable; es clandestina, sin duda, pero no por eso es menos verdadera. La práctica de sí debe corresponder a alguna forma de ascesis que produzca cierta verdad. Pero no solo es verdad lo que se busca o lo que se pretende. Ante todo se espera intensidad. De las catacumbas y la disciplina, del lenguaje frío de los rigores, solo un pequeño filo nos separa de los cuerpos calientes y frenéticos de los soldados, que él observa y Novo dice seducir. Ese tránsito es estático. Monsiváis chamán y Monsiváis predicador se encuentran cuando logran suscitar esas experiencias o, al menos, mostrar la tensión vital y mundana que las sostiene cuando congregan al intelectual elitista con el soldado ansioso.
La experiencia sexual está transida por un lenguaje religioso. En el texto sobre la noche proletaria, habla de pecado, santidad y culpa. El sexo está acompañado de su sombra; y esta, del sexo, como si fuera una divinidad hindú con dos rostros: uno nocturno y otro diurno, un prohibido y el otro aceptado, uno oculto y el otro visible. ¿Es el sexo una experiencia religiosa o espiritual?
En estos escritos, la religión es ante todo una parafernalia: doctrinas, burocracias, nombres, artefactos. Es una institución y no una experiencia, pero tan poderosa y densa que habita en el corazón mismo de la sexualidad. Al hablar de la tensión que se experimenta entre el placer y la prevención del sida, dice que siempre ganará aquel: “cuando la gana llega, la gana gana” (Monsiváis 2010b: 270). Pero, a su vez, es esa misma incontinencia fornicatoria la que modula el temor a las consecuencias, de acuerdo con Monsiváis. Del placer mismo, incontinente, surge la culpa temerosa: “Sí, júrenlo, al sentimiento judeo-cristiano de culpa lo sustituye el espasmo de terror ante el olvido de los condones” (Monsiváis 2010b: 270). ¿Se puede sustituir la culpa por el espasmo? ¿Es mejor el terror que la culpa? Los condones aparecen como prótesis de una modificación profunda en las emociones y sentimientos sociales. La culpa abandona la escena para darle cabida a un terror espasmódico. “Con noticias puntuales o sin ellas, el sida ha ido asumiendo las funciones de censor estricto, el responsable de la teatralización del sexo o del arrepentimiento medroso al día siguiente” (Monsiváis 2010b: 270). ¿Qué significa que el sida asuma esas funciones de censor estricto? Es como si la escena del pecado, introyectada en el sexo y tensionada por este nuevo protagonista desafortunado, persistiera a la desaparición del sentimiento de culpa: “en lugar del jolgorio del pecado, los vagabundeos del virus”.
¿El virus reemplaza al pecado o lo reactiva? Mientras el sexo esté ubicado en ese campo tenso entre el pecado y el virus, entonces una experiencia es sustituta de la otra. Monsiváis habla de la sexualidad como si tuviera que apartarla de la religión, pero en ese movimiento produce un efecto paradójico: habla del sexo como si hablara de religión, como si solo esta le permitiera acercarse a aquel. Las armas que empuña en contra del pensamiento conservador se le parecen. Una mímesis habita sus escritos, de la que nunca escapa, pero que tampoco suspende.
Multitud y silencio“La multitud tiene un exceso; solo yo tengo carencia.” Lao Tse, El Libro del Tao
En la escritura de Monsiváis sobre diversidad sexual se delinea un horizonte político, mas no de carácter programático, ni siquiera militante. Es más bien una inquietud por el poder y sus consecuencias, por las palabras y sus efectos. Si en el homenaje a Estrada articula un manifiesto, en las descripciones de la noche proletaria o en la construcción de una historia de la homosexualidad en México organiza las coordenadas de un pensamiento, coordenadas que permiten entender lo que llama una “geopolítica del relajo y el deseo” (Monsiváis 2010b: 266), pero que también lo será del escarnio, la marginalización y el peligro.
Las disyuntivas que identifica son polares: el deseo o la muerte, la identidad o el silencio, la diversión o el peligro, entre muchas otras. Esa polaridad no es solo conceptual, pues para Monsiváis son los hitos de este mapa que trata de reconstruir e imaginar. Y navegará entre ellos de forma elusiva, no categórica. Más bien, opera con contrastes intensos: entre la moral y sus miserias, entre el deseo y sus constricciones, entre las instituciones y los cuerpos. Son contrastes que producen un fulgor conceptual, pero que surgirá de sus propias estridencias, como los truenos de los relámpagos, y no de un juicio taxativo por parte del autor. Escribe que las inhibiciones se desmoronan, pero al costo de tiempos felices “cuando uno creía importarle a los demás” (Monsiváis 2010b: 266) o que prohibir “es centuplicar las conductas censuradas”. Cuando Monsiváis denote esas tensiones, las paradojas serán la ruta de su lectura política.
La historia es un laberinto donde se producen pocos progresos y se mantienen muchos atavismos y prejuicios. El país entero constituye una geografía de disparidades, en la que algunos lugares son vivibles y otros sofocantes. Desde el escándalo de los 41, que inicia lo que Monsiváis denomina “el registro histórico de los gays” (Monsiváis 2007: 9), hasta la irrupción del sida, siempre habrá una historia a media voz, de marginales y sujetos borrosos, de comunidades densas, pero efímeras, de malos tratos y sarcasmos. La historia de México es también el relato de una persecución colectiva: A lo largo de la historia de México a los homosexuales se les quema vivos, se les lincha moral y/o físicamente, se les expulsa de sus familias, de sus comunidades y (con frecuencia) de sus empleos, se les destierra de las ciudades, se les encarcela por el solo delito de su orientación sexual, se les exhibe sin conmiseración alguna en los medios informativos, se les considera anatema, se les condena por su condición de víctimas o de enfermos. “Por ser lo que son y de esa manera”, el siglo xx les depara a los gays dosis generosas de vandalismo judicial y policial, razias, extorsiones, golpizas, muertes a puñaladas o por estrangulamiento, marginación laboral, abominación de las familias, choteos rituales... en síntesis, los procedimientos de la deshumanización (Monsiváis 2007: 10).
Cuando la homosexualidad deja de ser impensable (1998) comienza a ser invivible. La visibilidad será consecutiva a la desgracia. En ese laberinto social y psicológico se despliegan las prácticas de sí de las que hablé antes. El estigma es triturador, y durante la mayor parte del siglo xx con tal de asimilarlo o, más específicamente, de proteger en lo que se puedan su salud mental (y social), los gays, y los que sin sentirse o identificarse como tales sostienen prácticas homoeróticas, interiorizan numerosos elementos de la homofobia y se subordinan a los dispositivos del prejuicio: un homosexual debe ser afeminado, un homosexual debe odiarse a sí mismo y detestar a los que son como él, un homosexual debe ser y debe parecer frágil, un homosexual debe aficionarse a todo lo no viril, para empezar las artes [...] un homosexual debe abstenerse de los deportes y los trabajos rudos (Monsiváis 2007: 26).
Siguiendo un modelo típico de interiorización, Monsiváis piensa las consecuencias como previas a las causas. Si lo que surge de ese estigma triturador es una interiorización de “numerosos elementos de la homofobia” y también una subordinación a lo que llama “dispositivos del prejuicio”, entonces antes de ellos hubo algo. Aunque no podamos saberlo con certeza, al parecer las consecuencias de estas constricciones son sujetos afeminados, frágiles, artísticos y sedentarios que se odian. ¿Qué es lo que se ha triturado/subordinado? Solo conocemos los resultados. ¿Quién interiorizó estos dispositivos del prejuicio? No es claro. Monsiváis no se percata de que la interiorización es producción. Es decir, el sujeto que interioriza se crea (y es creado) en ese proceso. No hay, por lo tanto, un homosexual previo a esa trituración/subordinación. No hay una libertad o entereza subjetiva anterior. Solo tenemos lo que Monsiváis llama el infierno de los homosexuales: “un infierno consistente en las búsquedas de sexo rápido, desprecio y acoso social” (Monsiváis 1997: 31). De este modo, no hay prácticas fuera de estas coordenadas sofocantes, sean las de la historia (persecución y escarnio) o las de la biografía (trituración y subordinación). Pero, a su vez, dichas prácticas de sí serán una recreación circunscrita de esas coordenadas. La libertad es acotada, pero se ha ido ampliando progresivamente durante los últimos cien años. No valen la posición, el talento, la honradez, la capacidad de trabajo, la generosidad. Ante la policía o ante la maledicencia, el ser abominable y reprimible no tiene defensas y de allí la presencia del clóset como santuario medieval y el alto número de los que se casan, de los que extreman su religiosidad y ruegan por el fin de la maldición. Como en la frase de Sartre, el infierno son los demás, pero también, el infierno está dentro de cada marginal (Monsiváis 2007: 26).
El infierno es interior. Pero las llamas emocionales y psíquicas que arden allí dentro son el único fuego que atiza la formación de un sujeto. La marginalidad de la experiencia, tema al que Monsiváis regresa una y otra vez en sus textos, es el horizonte común de estos sujetos. Las comunidades serán, por lo tanto, formaciones infernales o nacidas de ese infierno exterior/interior.
El hostigamiento, la persecución, la trituración y la subordinación constituyen el mínimo común denominador que permitirá, mal que bien, crear una sociabilidad densa, aunque lacerante. Esa sociabilidad será, para las últimas décadas del siglo xx, el terreno en el que se construya una política minoritaria. ¿Es la política una ruta de destrucción de ese infierno dúplex, exterior e interior, social y subjetivo? Al menos será una forma de desplazarlo. En Monsiváis, el clóset es un sinónimo del infierno; en los discursos y las prácticas políticas el clóset será una experiencia de encierro que debe combatirse con actos de libertad y visibilidad. Las llamas de este averno serán apagadas con las frías aguas de la identidad y luego con las aún más gélidas de la ley. Sin excepciones, un fenómeno trastoca la mentalidad de todos los que viven el comportamiento homoerótico, así lo hagan de modo esporádico o cauteloso o apenas verbalizado: la salida masiva del clóset (del armario). El efecto se da en cadena al quebrantar el silencio histórico, las declaraciones y las participaciones en reuniones y marchas. Salir de clóset, aceptar que [...] la valentía personal es integración comunitaria, porque los que renuncian a la hipocresía se explican mejor lo que viven: la sociedad, el sexo rápido, las apetencias frustrantes, la promiscuidad que resulta de la carencia de compromisos externos y de las imposiciones de la homofobia (Monsiváis 2007: 30).
Salir del clóset es abandonar el infierno, cercado por la hipocresía. La valentía personal sería la fuerza colectiva que permite ese escape, aunque no solo sea un gesto o una decisión personal, sino colectiva (masiva, dice Monsiváis). Pero de nueva cuenta el autor hace oficio de moralista (en el sentido del siglo xviii); los resultados del infierno, como también sus síntomas, son las búsquedas del sexo rápido y los del clóset, “las apetencias frustrantes, la promiscuidad que resulta de la carencia de compromisos externos y de las imposiciones de la homofobia”. La rapidez del sexo y su multiplicidad resultarían de ese infierno/clóset y no de unas formas colectivas de elaborar y experimentar el placer sexual. Monsiváis espera que una vez derruido ese infierno y abierto el clóset esos comportamientos se transformen. La efervescencia sexual que aparecía en su descripción de la noche proletaria era una muestra de la intensidad del infierno en el que vivían sus protagonistas. Mientras más estrecho y cerrado es el clóset, más frenética es la búsqueda de sexo. Salir de este lugar incómodo, pero intenso, implica entrar en una temporalidad sexual distinta: en vez de la rapidez del sexo, la lentitud de los compromisos.
Al evocar un show de sexo en vivo que se realizaba en un local de la plaza Garibaldi frecuentado por gays, Monsiváis se pregunta: “¿ pero qué moralista descendería nueve o cincuenta círculos infernales para desbaratarse de horror ante el pecado, o quién, luego de tres minutos en el sitio expulsaría a los mercaderes del congal?” (Monsiváis 2010b: 274). El mismo autor desciende a esos círculos, que en otro escrito nos enseñaba a abandonar. Redefinir los límites del clóset también es reorganizar las fronteras del sexo. Monsiváis desea la intimidad y el silencio, antes que la exhibición y el ruido. En ese mismo texto arguye que: “quien fornica delante de una multitud distribuye noticias detalladas de su técnica más personal y renuncia para siempre al misterio, a esos enigmas de lo íntimo que dependían del testimonio siempre parcial de una sola persona” (Monsiváis 2010b: 276). Las multitudes siempre acompañan su escritura sobre sexualidad y diversidad sexual. Son escenarios, testigos, masas de cuerpos, formaciones sociales difusas pero complejas, amasijos de deseos y conductas. En sus argumentos hay una tensión permanente en torno al número. Ante los ojos del gentío lo íntimo se diluye, pero frente a esa misma multitud enunciar una identidad otorga un nuevo lugar personal y afectivo. Salir del clóset, como lo vimos, supone mostrarse ante los otros. También implica esa develación de lo íntimo, esa distribución de noticias detalladas y una pérdida consecutiva de misterio. Si se expone el sexo se pierde lo íntimo; si se devela la identidad se gana lo personal. Una dialéctica invertida produce efectos divergentes a través de los mismos gestos.
Esa intimidad, lo sabe Monsiváis, supone un habitus de clase. “Para los pobres, el fin de lo privado se inició desde siempre, y nunca nadie, en la aglomeración de los cuartuchos, dijo en serio: ’Que se cierre esa puerta que no me deja estar a solas con tus besos”’ (Monsiváis 2010b: 276). Las multitudes son, ante todo, proletarias y pobres, obreras o populares. Las individualidades son clasemedieras: artistas, intelectuales, activistas. Por eso, las multitudes son contiguas con esa exterioridad perturbadora que no oculta nada y que exhibe frente a los otros lo que debiera permanecer recóndito. En esta organización de una geografía política y erótica, el clóset solo podría ser un artefacto de las clases medias: donde se guardaban la ropa y los zapatos, también cupo el deseo y la identidad. Salir del closet será posible cuando haya comunidades homosexuales de clase media que comprendan qué tipo de lugar es ese porque lo reconocen, pero cuando también hayan creado otros espacios para habitar cuando se le abandona. Sin embargo, en esa intemperie personal y corporal en la que vivirían las clases populares, un clóset será un lujo y no una condena. En la tradición de los soldados, escribe Monsiváis, “lo que les rodea nunca se ha detenido a pensar en ellos” (Monsiváis 2010b: 276).
No obstante, podríamos aventurar una solidaridad anterior que luego perdió sus fuerzas. Esa tradición de la indiferencia en la que han vivido los soldados y las clases populares es contigua de la otra tradición que Monsiváis evoca para los homosexuales: “la tradición de no-tener-nada-que-perder” (Monsiváis 1998: 34). Los soldados no miran a nadie porque nunca han sido mirados, en términos sociales; los homosexuales lo arriesgan todo porque no tienen nada que perder. Solo fue cuando tuvieron algo que perder que la solidaridad se debilitó. El riesgo y la estridencia crearon los primeros espacios de resistencias de los sujetos disidentes. Pero luego las seguridades siempre frágiles que crearon el mercado y el Estado transformaron dichos espacios. Al salir del clóset, que también podría leerse como un espacio de resistencia, esos sujetos entraron a ese otro lugar que se denomina esfera pública, sociedad o política. En ese territorio nunca se infiltran los soldados, fieles a la tradición de los oprimidos (Benjamin 2005).
Monsiváis vuelve a detectar esas disyunciones entre la identidad y la experiencia cuando escribe sobre los informantes de Guillermo Núñez (2007). Dice que sus entrevistados comparten una premisa: “lo que uno hace con su cuerpo es muy distinto de lo que uno hace con su vida’ (Monsiváis 2007: 31; énfasis en el original), y agrega que: No puede salir del clóset el que encierra su inclinación profunda en el vocablo cotorreo, tan común entre los entrevistados por Núñez. El cotorreo delata las astucias de un juego, el no preocuparse por lo que inevitablemente se toma muy en serio, en el filo de la navaja entre lo que se vive de lado y el núcleo de la intimidad (Monsiváis 2007: 31).
Estos hombres, ya no soldados, pero tampoco gays, viven esa misma tensión entre lo que desean y hacen, y lo que dicen y piensan. De nuevo lo que está en juego es la intimidad. Las clases medias no solo consiguen cierta intimidad habitacional, sino que también logran otra psíquica, que Monsiváis extraña en los informantes de Núñez. Justamente porque viven de lado es que no pueden salir del closet y prefieren cotorrear. Al parecer esa intimidad psíquica sería una condición necesaria para producir una verdad sobre sí y sostener una práctica. El filo de la navaja en el que viven estos hombres, ese intersticio entre lo que se dice y lo que se hace, entre lo que se piensa y lo que se siente, se convierte en un abismo profundo cuando se trata de enunciar una identidad.
“A la mayoría de los entrevistados de Núñez” —escribe Monsiváis— “les molestaría verse definidos por sus actos, no porque los ignoren, sino porque al decirles y decírselos a sí mismos abdican de la normalidad, ese concepto atávico que los tranquiliza y reafirma” (Monsiváis 2007: 32). Habría una especie de soberanía personal vinculada con esa ceguera conductual, que es destituida cuando se introducen formas de verdad y de concordancia. Monsiváis piensa que esos hombres no quieren abdicar de la normalidad porque los tranquilizaría y los reafirmaría. Pero el argumento se podría invertir: dado que nunca generan un conocimiento definitivo sobre sí mismos y se niegan a producir una verdad de sí para ellos, la normalidad es imposible y no constituye una garantía.
Primero los ha ubicado en ese filo entre lo que se vive de lado y el núcleo de la intimidad; luego los aloja en el terreno seguro de la normalidad, tranquilizador y atávico. ¿Pueden estar en ambos lugares a la vez: en las llanuras normales y en los filos subjetivos? Y, si fuera el caso, ¿qué significaría este habitar disjunto? Monsiváis indica, en ese mismo texto, que “lo más arduo de aceptar es la transformación de la experiencia en sentido” (Monsiváis 2007: 31). Antes sostuvimos que solo en el interregno entre la experiencia y la narración se puede ubicar una práctica de sí. Pero, si estos hombres eluden esa transformación porque cotorrean en vez de salir del clóset, entonces nunca producirán una práctica semejante. ¿Por qué sería más arduo permitir que la experiencia se convierta en sentido? ¿Solo fuera del clóset se podría producir una transformación semejante? Los filos, supongo, cortan el sentido, pero también la experiencia.
El mismo Monsiváis ha escrito, en el texto sobre la noche proletaria, que “los secretos del cuerpo son más radicales que los del alma, porque para el alma existe a cualquier hora el perdón de los pecados” (Monsiváis 2010b: 267). Estos hombres, como tal vez los soldados, guardan los secretos del cuerpo, pero no producen un alma, como tampoco trazan la línea que los une. No puede salir del clóset, ha sostenido Monsiváis, quien encierra sus inclinaciones en el cotorreo. ¿Qué significa esto? Si la ambigüedad y la ambivalencia del cotorreo les impide abandonar el clóset, quizá tampoco experimenten ni lo vean. ¿Cómo podría salir alguien de un lugar que no habita? Monsiváis es un pedagogo, por eso desea que aquellos que aún no viven su clóset lo hagan pronto, para que alguna vez salgan de él. Pero antes habría que pensar en qué lugares habitan aquellos que participan de la tradición de los oprimidos.
Coro de moscas murmurantes“[...] la murmuración es un coro griego de moscas” (Monsiváis 2007: 25), escribe Monsiváis, mencionando una de las muchas formas de habla sobre la homosexualidad que identifica en sus textos. Los sujetos y los colectivos sexuales disidentes parecen estar rodeados de lenguajes y de voces, de modos de hablar de ellos; pero también son creadores de un habla particular. El coro griego de moscas acompaña cualquier forma de sexualidad que se desvíe de las normas o que implique una ruptura de patrones corporales, conductuales o biográficos. Estas moscas parlantes acompañan a los hombres afeminados, a las mujeres masculinas, a los solteros de edad madura, a las mujeres que viven juntas, a toda esa masa de sospechosos que, aunque intenten ocultar sus inclinaciones, no logran disuadir al coro. Como formación colectiva, en el coro son muchos los que hablan, pero lo hacen articuladamente, repiten ciertos epítetos, insisten en algunos defectos y mencionan determinadas conductas.
Monsiváis será, sin duda, un cronista de esas hablas de mayor o menor intensidad, de esas voces corales del desprecio y el prejuicio. Dibujará la curva histórica de su despliegue, desde los insultos y las mofas a los detenidos del baile de los 41, en 1901, hasta los improperios que se lanzaron contra el matrimonio igualitario en el Distrito Federal, en 2009 y 2010. En un texto dedicado a la homofobia, Monsiváis escribe que la reacción de los sectores opositores a esa ley constituyó “la ofensiva verbal de la derecha (conceptual, moral, jurídica, política) contra gays y lesbianas [...] más virulenta registrada en la historia de México” (Monsiváis 2010c; el énfasis es mío). El coro puede subir de tono y pasar del simple comentario de sobremesa o del insulto callejero a una ofensiva mediática (acompañada de otra legal) virulenta.
Por último, lo que durante un siglo se había desmoronado poco a poco era lo que el autor de Escenas de pudor y liviandad llamaba una lógica del ocultamiento, en la que “lo que no se nombra no existe, y lo nada más filtrado, y muy despreciativamente, en las conversaciones, es sórdido de suyo” (Monsiváis 1997: 12). Cuando se empezó a nombrar (el momento en el que se pudo pensar la homosexualidad), la sordidez se filtró más allá de las conversaciones. Esta parece vinculada con el lenguaje o, más bien, con esa frontera difusa entre el silencio y la murmuración, entre el secreto y el chisme. Es sórdido el clóset y es sórdida la hipocresía, como si correspondieran tanto a un déficit del habla (la murmuración) como a su saturación (el chisme).
En la interiorización del desprecio antes mencionada, también se interioriza un lenguaje y una forma de hablar de sí mismo, los cuales serán el ancla para las prácticas de sí. Por eso, para Monsiváis es tan importante que los sujetos puedan hablar sobre sí mismos. Solo en ese interregno entre la experiencia y la narración puede situarse una práctica de sí, aunque también podría coincidir con prácticas lacerantes y disolventes, o permitirlas. Por ejemplo, lo que Monsiváis denomina “el ingenio gay” se sostiene gracias a lo que llama “el arte del chisme”: a) Toda comunidad marginada gira en torno del rumor, pero no toda comunidad hace del chisme un censo de actitudes e inclusiones, b) el chisme, sin esas palabras, suele considerarse un subgénero narrativo y teatral y c) si el chisme es por fuerza una experienda narrativa, la intuición misma se deja ver como un chisme (Monsiváis 2007: 13).
El chisme, como habla de una comunidad, constituye un perímetro colectivo e instituye una experiencia narrativa. ¿Esta última es paralela al relato personal de la experiencia? Una podría alimentar a la otra. Monsiváis espera que de esa narración íntima surja un sujeto, y de la colectiva una comunidad. No obstante, superar el hiato entre experiencia y narración permitiría producir un nuevo nivel de integración personal y subjetiva (contrapuesta a la hipocresía como un habla falsa y sórdida). En cambio, si el chisme es el subgénero narrativo de las comunidades marginadas, lo que hace es intensificar sus conflictos y disolver sus vínculos. Los coros de moscas ahora se han interiorizado comunitariamente. El lenguaje vigilante de los otros lacera la intimidad y las relaciones entre los sujetos. El coro de las murmuraciones es ahora la procesión de los chismes.8
El habla tiene una cualidad moral. Salir del clóset, según vimos, es comunicar una identidad a un público. Mantenerse dentro de él significa persistir en la sordidez de la hipocresía, que es también un modo de hablar que nunca puede decirlo todo o que siempre dice una cosa por otra. Monsiváis contrasta la disposición ante el habla íntima, ante ese lenguaje del deseo que nunca se articula del todo, de los hombres que cotorrean en Sonora con la de los enfermos de sida de cualquier parte. Escribe: “Si los de Sonora usaran el habla autodenigrante de los gays, se sentirían delatores de sí mismos, y por eso no le permiten a las palabras fijar el sentido de las acciones” (Monsiváis 2007: 34). Si las acciones no han sido fijadas en su sentido por las palabras, ¿dónde andan?, ¿dónde está el sentido que parece flotar sobre ellas sin tocarlas?
El lenguaje tiene un poder decisivo: fija, ata, articula. Solo así nacerá un sujeto, de las aguas claras de las palabras y del sentido. Pero para eso debería aprender el “habla autodenigrante de los gays”. ¿Solo esa habla puede fijar el sentido de las acciones? ¿No hay otra forma de unir las palabras con las prácticas? En ese mismo texto escribe que “el riesgo y la inminencia de la muerte suprimen en los enfermos el miedo al Qué Dirán y esta liberación psicológica es muy significativa” (Monsiváis 2007: 37). De nueva cuenta, la voz colectiva es una amenaza y el coro de moscas se acerca a los enfermos para vilipendiarlos y humillarlos, pero solo la muerte y la enfermedad han suprimido el miedo a esas voces hirientes. Otra vez es algo interior lo que se sobrepone al exterior, así como el habla autodenigratoria permitía producir sentidos que jamás crearían las evitaciones ni los silencios.
Desde el interior virulento de los enfermos, desde su miedo a la muerte y el riesgo, se levanta esa supresión liberadora. Si los informantes de Guillermo Núñez habitan los lugares de la normalidad, según Monsiváis, estos enfermos se cobijan en el espacio liberador de la muerte. Ambos colectivos son acosados por unos coros de moscas murmurantes. Eso les otorga una experiencia común, pero no un sentido. Las comunidades no surgirán, entonces, de unas prácticas análogas, sino de un habla que será lacerante y denigratoria, íntima y violenta a la vez. Los hombres de Sonora estarán siempre fuera de esa comunidad; los enfermos liberados, dentro.
Cierre: escrituras ritualesQuise hablar de la epistemología de un coleccionista para explorar las formas en las que Carlos Monsiváis examinó la disidencia sexual. En esa medida, el uso que le di al concepto de epistemología no es estrictamente técnico, como tampoco filosófico. Sostuve, además, que Monsiváis fungía de traductor y pedagogo. Traductor de lenguajes y experiencias históricas y sociales, y pedagogo de identidades y relaciones comunitarias. ¿Puede cumplir, a la vez, con esos tres papeles? Creo que sus textos se prestan a ser interpretados como artefactos que producen efectos diversos. La ruta epistemológica muestra que Monsiváis inaugura una forma de pensar la homosexualidad; si bien no es el único que participa en esa creación, su registro es el más influyente. Su papel como traductor, que es contiguo al epistemológico, le permite mediar entre épocas históricas distintas para producir un efecto de continuidad, pero también para generar una solidaridad biográfica y cultural. El baile de los 41, Novo, el ambiente, las referencias al sida, sus descripciones de lugares de ligue o diversión, entre otras intervenciones, adquieren cierta cercanía en su escritura. Disipa el fantasma de la invisibilidad, aunque sea de forma parcial, pero también el del sinsentido. Como en toda narración, su efecto es retroactivo: el relato crea la historia, aunque también le da profundidad, continuidad e intensidad.
En esa medida, el autor se transforma en un pedagogo. Construir una historia subalterna no solo es un ejercicio académico; es también una práctica política que denuncia, a la vez que describe, esa subalternidad. Sin embargo, también determina el marco perceptivo y conceptual con el que se trabajará. No ha habido otro más poderoso que el del clóset. Monsiváis lo utiliza de manera ambigua: se percata de que es un marco insuficiente, pero lo reafirma como el único posible. Por eso les pide, por así decirlo, a los informantes de Guillermo Núñez que se metan en él para poder entenderlos. A los soldados y otros hombres proletarios los mira con fascinación, pero también con distancia, porque no sabe en qué mundo están: dentro o fuera del clóset, cercados por él o del todo indiferentes a su existencia. Ellos conocen los efectos de cualquier disidencia, pero los evitan; buscan resquicios que admitan sus deseos, pero desconocen las causas. La política empieza en las causas, en su determinación y en su denuncia. Por eso cualquier política es también una epistemología.
No obstante, Monsiváis permanece en el asombro; no saca conclusiones, sino que más bien propone lecturas. Reconoce, a mi entender, el carácter fragmentario de los materiales con los que trabaja, las incógnitas que estos guardan y los límites que suponen. Por eso su epistemología es la de un coleccionista, porque en última instancia trabaja con huellas que debe interpretar, con trazos que vincula de manera provisional. No renuncia a sus tareas como traductor y pedagogo, pero tampoco se atribuye poderes interpretativos excepcionales. Si fuera un chamán, como antes sugerí, sería de los que están llenos de dudas. La práctica de sí que elabora mediante la escritura oscila entre los secretos del mundo y los silencios de la intimidad. Por eso me parece que su escritura está siempre en los bordes de la identidad y se nutre de ella, pero también la elude. La reclama al mismo tiempo que la rechaza. Cree en ella, pero también sospecha. Su escritura es un testimonio de los problemas que han suscitado las identidades, no solo las sexuales, así como de las fracturas que estas producen. Mirar el mundo como un caleidoscopio, como una densa red de prácticas y de sentidos, como un mapa de dispersiones y resquicios, permite crear una escritura que dé rodeos, que tome atajos, que camine en círculos; una escritura ritual que eluda la muerte y que rompa los hechizos.
¿Qué implica una escritura ritual? Primero, en contra de una escritura que produzca explicaciones claras y precisas, una escritura ritual elabora interpretaciones que no desgarran la oscuridad de los objetos y los sujetos. Pero también es una escritura que logra percibir las vibraciones que guardan el lenguaje y la experiencia: vibraciones afectivas que cimbran el sentido y que lo conmueven, intensidades emocionales y corporales que solo pueden ser leídas como huellas (vivas). Una escritura ritual rompe la secuencia lineal del sentido y su temporalidad, y permite también formas circulares de verdad, enunciados torcidos, proposiciones abismales.
Monsiváis camina al filo de la experiencia, así como recorre el borde de las identidades. Escribe sobre la muerte, el deseo, los cuerpos, las pasiones, los miedos, las prohibiciones, el desamparo y la verdad. Caminar al filo es sentir el peligro que supone cualquier experiencia, la incierta forma de la vida, los efectos difusos, aunque a veces terribles, de las emociones y las palabras. Ese es su ritual personal e íntimo: observar desde lejos para escribir desde cerca; sentir vicariamente las emociones y pasiones de los otros; vivir por cuenta propia vidas ajenas. Monsiváis renuncia, en alguna medida, a su propia individualidad, como si fuera necesaria una ascesis para acceder a esa escritura ritual. Pero nunca oculta su singularidad radical. ¿Qué tipo de ejercicio es este, esta desaparición concertada y este develamiento inevitable? Desearía pensar que es una práctica de sí, que hereda las viejas formas de construir una subjetividad, pero que explora otras nuevas
Si se compara esta historia con la que se realiza en muchos otros campos o sobre otros temas, veremos que es escasa y que está en sus inicios. Esto se vincula con las condiciones de producción académica en el país: hay temas legítimos y visibles, otros que no lo son tanto y algunos que no lo son en absoluto. Hasta hace menos de 25 años era el caso de la homosexualidad y las sexualidades disidentes en casi todas las disciplinas académicas. Aunque ha habido esfuerzos por documentar, describir, analizar y, en general, pensar esta historia, el ejercicio es aún incipiente y la bibliografía magra.
Foucault escribe que las técnicas de sí "permiten a los individuos efectuar, solos o con la ayuda de otros, algunas operaciones sobre su cuerpo y su alma, sus pensamientos, sus conductas y su modo de ser" (Foucault 2010b: 1071). Veremos que Monsiváis delimita ciertas operaciones sobre el alma y el cuerpo, y formas colectivas e individuales de realizarlas en el campo de las sexualidades disidentes o minoritarias.
Esos otros son muchos y hay una bibliografía cada vez más abundante sobre el tema (véase Argüello 2013; Buffington 2001; Dehesa 2010; Diez 2010, 2011; Domínguez-Rucalvaca 2007; García y Andrade 2009; González-Mateos 2005; Hinojosa 1999; Irwin et al. 2003; La Guarda 2009; Macías-González 2004; Mc Manus 2013; Mogrovejo 2000; Rodriguez 2012; Vargas 2011).
Un análisis detallado de la relación entre escritura y homosexualidad en México se puede encontrar en Rodriguez (2012).
Ave de México, Acciones Voluntarias sobre Educación en México, es una asociación civil que trabaja desde hace 24 años en la lucha contra el vih.
La primera manifestación pública de homosexuales y lesbianas ocurrió en julio de 1978, según Diez (2010). El primer caso de sida en México fue diagnosticado en 1983 (García y Andrade 2009).
El 17 de noviembre de 1901, la policía hizo una redada en una fiesta privada que se llevaba a cabo en una lujosa casa del centro de la ciudad de México. Los 41 invitados fueron detenidos. La mitad de ellos, según las crónicas de la época, estaban vestidos de mujer y hacían de parejas de la otra mitad, de apariencia masculina. La mitología urbana dice que el invitado número 42 era el yerno del presidente Poririo Díaz y que por sus inluencias escapó y no fue incluido en el escándalo y el escarmiento posteriores. Varios de los detenidos travestidos fueron desterrados a Yucatán, junto con una compañía militar (Irwin, Nasser y MacCaughan 2003).