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Vol. 53.
Páginas 33-52 (mayo 2017)
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Masculinidad y montaje: sobre Cuerpos en fuga de Mirna Roldán
Masculinity and installation: On Mirna Roldán's Cuerpos en fuga (Bodies in flight)
Masculinidade e montagem: sobre Corpos em fuga, de Mirna Roldán
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Rodrigo Parrini Roses
Departamento de Educación y Comunicación, Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco, Ciudad de México, México
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Resumen

La artista Mirna Roldán realizó una investigación y una instalación titulada “Comunidad imaginaria: cuerpos en fuga”, sobre los hombres de su familia. A partir de esos materiales, en este artículo reflexiono sobre las relaciones entre masculinidad y montaje. El montaje es una forma de trabajar con imágenes, pero también de pensar los vínculos entre un mundo visual y otro representacional, sin fundirlos. Al observar el trabajo de Mirna Roldán, que utiliza fundamentalmente imágenes, percibí que esas formas de habitar el mundo, ese estar-ahí masculino, eran inseparables de los espacios, de los objetos y de las técnicas que las rodeaban. Entonces, lo que efectivamente era una yuxtaposición más o menos consciente o explícita (fotografías, videos, archivos, textos), me parece que muestra un montaje cultural sistemático, pero implícito, que trato de explorar.

Palabras clave:
Masculinidad
Montaje
Arte
Imagen
México
Abstract

Artist Mirna Roldán conducted an investigation and produced an installation called “Imaginary Community: bodies in flight,” about the men in her family. On the basis of these materials, I reflect on the link between masculinity and installation. Installation is a way of working with images, but also of thinking about the links between a visual world and a representational world, without combining them. By observing the work of Mirna Roldán, who primarily uses images, I noticed that those ways of inhabiting the world, that male being-there, were inseparable from the spaces, objects and techniques surrounding them. So I think that what was effectively a more or less conscious or explicit juxtaposition (photos, videos, files, texts) reveals a systematic yet implicit cultural assembly, which I try to explore.

Keywords:
Masculinity
Assembly
Art
Image
Mexico
Resumo

A artista Mirna Roldán realizou uma investigação e uma instalação sobre os homens da sua família, com o título “Comunidade imaginária: corpos em fuga”. A partir destes materiais, neste artigo eu vou refletir sobre as relações entre masculinidade e montagem. A montagem é uma forma de trabalhar com imagens, mas também de pensar sobre as ligações entre mundo visual e mundo da representação, sem fundir os dois. Ao observar o trabalho de Mirna Roldán, que usa principalmente imagens, percebi que essas formas de habitar o mundo, esse ‘estar lá’ masculino, eram inseparáveis dos espaços, dos objetos e das técnicas em torno deles. Então, o que foi efetivamente uma justaposição mais ou menos consciente ou explícita (fotos, vídeos, arquivos, textos), pareceu-me revelar uma montagem cultural sistemática, embora implícita, que eu tento de explorar.

Palavras-chave:
Masculinidade
Montagem
Arte
Imagem
México
Texto completo

¿Será verdad que la acción supera a la palabra?

Clarice Lispector (La hora de la estrella, 1997, p. 19. [Lispector, 2001])

Comunidad imaginaria: cuerpos en fuga fue una exposición que presentó la artista visual y bailarina Mirna Roldán en el espacio Ex Teresa Arte Actual durante los meses de mayo y septiembre del 2015. Esa muestra era la culminación de un proyecto de investigación artística que Mirna Roldán realizó durante cinco años con su familia, y en especial con algunos de los hombres de esa familia (Roldán, 2016). En ese trayecto, ella reunió muchos materiales, algunos de los cuales curó Gutiérrez (2015) para la exhibición en ese centro cultural. En una de las actividades paralelas a la muestra fui invitado a participar en un conversatorio sobre masculinidades. A partir de ese encuentro con el trabajo de Mirna Roldán, pensé escribir un artículo que profundizara en una lectura de sus itinerarios y su mirada sobre un mundo que me interesa y he investigado de maneras diversas. Al poco tiempo de asistir a esa plática, me reuní con ella para entrevistarla; luego me facilitó el archivo de imágenes, documentos, bocetos, videos y otros materiales que formaron parte de su investigación, y con los que trabajé, fundamentalmente, para descubrir su exploración minuciosa y lúdica de algunos mundos masculinos y la forma en que los miró y se acercó a ellos.

Esa reflexión me pareció especialmente valiosa para pensar, a la vez, dichos mundos desde otro lugar: el que Mirna Roldán me mostraba y el que yo podía elaborar a partir de sus intervenciones. En algún sentido, me coloqué en una posición vicaria desde la cual observé un mundo y a personas que no conozco; pero, también, participé del proceso de la investigación que ella ha elaborado pacientemente a lo largo de estos años. Mi análisis, entonces, se centra en ese material de archivo y no en la exposición. No intento leer su trabajo artístico, sino el itinerario etnográfico que Mirna Roldán ha realizado a lo largo de sus propias pesquisas; me sumo a sus preguntas sobre las masculinidades, la familia, los cuerpos, el deseo, los espacios y los objetos, entre muchas otras que formula, para producir mis interrogantes.

Al observar las fotos que ella había tomado a distintos hombres de su familia, percibí en diversos momentos que la masculinidad codificada por sus creaciones era un montaje. Es un término técnico con una larga tradición en el campo del cine y las artes visuales (Metz 2002 [1968]; Pinel, 2004; Villain, 1999). He decidido extenderlo a la configuración contemporánea de las masculinidades en México. El montaje es una forma de trabajar con imágenes, pero también, a mi entender, de pensar los vínculos entre un mundo visual y otro representacional, sin fundirlos. En el trabajo de Mirna Roldán, que utiliza fundamentalmente imágenes, constaté que esas formas de habitar el mundo, ese estar-ahí masculino, eran inseparables de los espacios, de los objetos y de las técnicas que las rodeaban. Entonces, lo que efectivamente era una yuxtaposición más o menos consciente o explícita (fotografías, videos, archivos, textos), me parece que muestra un montaje cultural sistemático, pero implícito, que trato de explorar. El montaje, además de ser una forma de trabajo con las imágenes, es una forma de pensar con y a través de ellas (Didi-Huberman, 2008).

Sin embargo, decidí no trabajar con una definición estricta de montaje. Más bien intento producir, a lo largo del texto, una aproximación entre dos campos: las masculinidades, como posiciones simbólicas, sociales y subjetivas en un aparato de género —“a través del cual la producción y la normalización de lo masculino y femenino se llevará a cabo” (Butler, 2004, p. 42)—, y un concepto técnico como el montaje, que viene de las artes. Sin duda, el trazo que elaboro entre uno y otro es intencional y analítico. Pero del mismo modo lo fue el uso que Judith Butler (2001) dio a la noción de performatividad, propuesta por Austin (1962) y retomada por Derrida (1998 [1971]) para pensar la producción del género y el sexo, y la formación de los sujetos dentro de los aparatos de género.

Para adentrarme en estos temas he seguido un itinerario sinuoso. Iré desde algunos apuntes sobre la relación de la artista con su madre hasta el testimonio de su abuelo. Aparecerán el padre y otros parientes de la artista. A los personajes los he leído a partir de algunas imágenes que seleccioné y la lectura que ella hace de su trabajo. Las habitaciones, los mataderos, un table dance, serán lugares importantes en este trayecto. En algún sentido, no analizo identidades, solo colocaciones en el mundo, es decir, el entrecruzamiento entre los lugares donde están localizados los cuerpos de los protagonistas de estas imágenes y la perspectiva de quien los mira y los registra.

La fuga: el rostro y el rastro

No es necesario tratar de abandonar San Juan Pantitlán, el barrio de Ciudad Nezahualcóyotl donde creció la artista y todavía vive su familia, para investigar las fugas personales y colectivas que le interesan a Mirna Roldán. Ella se fuga, de alguna manera, para estar más cerca, pero también para comprender de otro modo. Las familias también se fugan hacia dentro de sí mismas; huidas dolorosas y difíciles. Huir no solo de las normas que, en última instancia, son menos poderosas que los afectos o las memorias; huir de los silencios y de los sobreentendidos, de las huellas y de las sombras. Las familias son como máquinas ópticas que producen todo tipo de efectos sobre las formas y las intensidades de la luz. La oscuridad del placer, la luminosidad de las comidas, por ejemplo; la sombría tensión del dinero y la fulgurante presencia de las fiestas. Fugarse es producir otro sistema lumínico dentro de un campo visual, una familia por ejemplo.

En un texto escrito por Mirna Roldán, “El Edén de mi madre”, leemos:

Al reflexionar sobre las mujeres que me rodean, me di cuenta de que me interesaba aprender del saber de mi madre sobre maternidad y aborto. Sin embargo, organizar una cena para hablar con ella no nos permitía hacerlo a profundidad, porque para ella la cocina y el comedor son lugares de trabajo. Recordé, entonces, que las charlas más íntimas que había tenido con ella sucedieron cuando, hace años, la desmaquillaba y limpiaba su cara llegada la noche o cuando sobaba sus pies hinchados de tanto caminar o estar parada. Al final pintaba sus uñas y masajeaba su espalda con crema. Desde mi infancia hasta hace poco le hice esto muchos días, son contados los que no. Este Edén personal me pareció el mejor momento (Roldán, 2012, p. 1).

El Edén personal de dos mujeres, esa escena cotidiana, pero muy intensa, en la que una hija desmaquilla a su madre, que da pie a un sinnúmero de conversaciones, es una estrategia de fuga hacia dentro, como me gustaría llamarla. Mirna Roldán quiere hablar con su madre sobre maternidades y la cita en el espacio íntimo, una especie de gineceo del lenguaje, donde la puede interrogar. Es como si una pregunta muy poderosa rondara el texto: ¿quién es mi madre? Mirna Roldán añade que, luego de platicar por teléfono con ella, le pareció “particularmente importante un recuerdo: las flores recién cortadas que le gusta a mi mamá poner en un florero frente a su virgen de Guadalupe […]. Siempre la ponía contenta el rostro de la Virgen” (ibid.). Un rostro que se adentra en otro, como espejos que se reflejaran mutuamente. El rostro de la madre de Mirna Roldán desmaquillado; el de la Virgen, sacro y estático. Las flores y el recuerdo, como una ruta que condujera a la artista no solo hasta sí misma, sino también a ese deslinde misterioso en el que empieza el otro, incluso el otro materno.

La madre cansada desea dormir. Mirna Roldán regresa a su antigua habitación. Luego su madre la llama y le pide que la desmaquille. La maternidad finaliza en el rostro. ¿No empieza ahí la fuga, en esa limpieza cuidadosa de los colores artificiales de la piel y en el desvelamiento de un rostro carnal y quizás menos brillante? Desmaquillar es un ejercicio de nostalgia: quitar lo que fue para dejar lo que es, borrar las huellas del día para presenciar solamente la inmediatez del rostro nocturno.

El padre de Mirna Roldán tenía una carnicería en un mercado mayorista de su colonia. Ella escribe: “mi educación visual ha estado fuertemente marcada por lo que me ha rodeado a lo largo de mi vida: rastros de matanza, el mercado, barrios considerados como zonas rojas; los cuerpos en sus múltiples formas y cómo todos interactúan entre sí, sus movimientos y las formas” (Roldán, 2014, p. 1). El padre inaugura otra escena: la muerte, los “rastros de matanza”, como los llama la artista. Huellas de la muerte, podríamos decir nosotros. El rostro maquillado/desmaquillado de la madre es ahora el rastro. Es llamativa la transposición fonética y semántica de rostro/rastro; no solo como espacio en el que se faenan los animales, también como lugar de la huella. Rastro/rostro; el maquillaje de la madre, que es una huella de su vida diurna, y el rastro del padre, que es la huella de su trabajo. La carne, el rostro, la muerte: arcanos de un trabajo sutil sobre las poderosas fibras del inconsciente.

Ella propone una fuga: ¿pueden fugarse los cuerpos de los rastros, de los mercados, de las zonas rojas?, ¿lo pueden hacer los rostros de sus maquillajes?, ¿podrían fugarse las familias de sus silencios y sus pactos, de sus rituales y sus afectos? Mirna Roldán se fuga hacia adentro, la más difícil de todas las fugas; se fuga hacia los espacios de su familia que nadie puede habitar, los lugares íntimos congelados u ocultos, las dimensiones que apenas se pueden vislumbrar. Fuga interior, que se realiza entre el rostro materno y el rastro paterno.

Me pregunto si esa fuga hacia adentro compromete de igual manera a los hombres que a las mujeres en su proyecto. Las mujeres se ocultan de los otros, los hombres de sí mismos. ¿Cómo podría fugarse un hombre?, ¿en qué dirección? Hay algo sellado en la masculinidad que Mirna Roldán explora, algo que aunque se rompa o se haga trizas no puede mutar. Algo infugable en ella, inescapable. Es como si fuera la manifestación de una quietud conmovida.

La costura original

En un texto sobre la cultura antillana, Derek Walcott escribe que “el pegamento que une los trozos es la costura en su forma original” (Walcott, 2000, p. 92). Es una imagen interesante, pero tal vez irresoluble. Por una parte, solo hay pegamento y trozos unidos; luego una costura que tendría una forma original. En algún sentido, no hay origen, tampoco una forma previa a los trozos pegados. Pero si hay trozos: ¿qué fue lo que se rompió?, ¿hubo una totalidad que antecediera esa ruptura luego pegada en forma de costura? En el pensamiento de Walcott, estas preguntas no tienen respuesta. Una tensión semejante atraviesa el trabajo de Mirna: distinguir fragmentos de totalidades, costuras de pegamentos, formas originales de simulacros. Se encuentra con una dificultad parecida a la del poeta antillano: no hay costura, solo pegamento; no hubo un todo que se rompiera, solo trozos pegados. No hay un momento anterior a la fractura, no hay costuras previas a las que produce el pegamento de los fragmentos.

En esa tensión irresoluble entre la imagen melancólica de un todo (la familia, la masculinidad) y la dispersión sutil, pero intensa, que la artista detecta, pero también provoca en su obra, se localizan las fugas que ella explora. Cuerpos y subjetividades en fuga: huir de las costuras para armar otros originales. ¿Cuál es la costura de esa familia materna de 150 personas?, ¿cuáles son sus pegamentos?, ¿es la fuga una forma de despegarlos corporalmente y desapegarlos afectivamente?, ¿se puede pegar nuevamente lo que alguna vez se ha roto?

El rostro de la madre es la costura en su forma original; el rastro del padre, los trozos que no pueden ensamblarse. Si Mirna Roldán se fuga desde la costura materna, huye por los hilos delgados y quizás imperceptibles de las genealogías femeninas, que parecen ocultas. Si lo hace desde el rastro paterno, su fuga se deshace: no hay hilos que rehagan las costuras ni pegamentos que reúnan los trozos. ¿Por qué el padre está del lado de la muerte?, ¿vigila, acaso, las fugas definitivas, los deshilvanamientos radicales y sin retorno? Pero, por otra parte: ¿cuida la madre las huidas que permiten formar otros rostros, otras costuras?, ¿por qué ella aparece en el lugar del desvelamiento cuando el rostro descose sus colores y expone sus propias costuras epidérmicas? Creo que por eso Mirna regresa a la casa de su infancia a preguntarle a su madre sobre la maternidad, porque solo ella tiene los mapas para fugas compartidas, para comunidades imaginarias, para cuerpos pegados y desapegados.

Por otra parte, si la madre otorga la certeza del rostro y muestra las rutas hacia otras profundidades, el rastro del padre es, me parece, el lugar de una nostalgia. Las masculinidades de las que habla Mirna Roldán no saben fugarse, no pueden hacerlo, aunque huyan, como la artista dice que lo hacen. Podrán huir del mundo o de las instituciones, pero creo que difícilmente lo harán de ellas mismas. Alguien diría que si hay rastro —paterno— es porque hubo fuga. La huella surge justamente donde algo estuvo, es lo “que no se deja resumir en la simplicidad de un presente” (Derrida, 2008 [1967], p. 86). El rastro/huella del padre inescapable. La nostalgia es el primer efecto/afecto de las fugas, pero tal vez nos hemos encontrado con la nostalgia de quien no puede huir.

El rastro: el padre, los cadáveres, las fotos

“El hombre es fuerte”, dice, “más fuerte que las bestias”.

HertaMüller, 2009

En el trabajo de Mirna Roldán hay dos series de fotos en torno al padre y el rastro. En una, el padre y sus empleados posan dentro de las instalaciones del rastro; los hombres de pie lucen escoltados por los cadáveres de animales faenados. En la otra, el padre posa entre animales vivos. Esta superposición de animales y hombres, de vida y muerte, produce un efecto perturbador.1

A las puertas de un frigorífico, el padre mira y posa (fig. 1). Detrás de él se ven los cadáveres de animales desollados. El padre está de pie, los animales de cabeza. Es una escena del poder material de los humanos sobre los animales, su disposición en el mundo, sus miradas invertidas. También es una pequeña escena sacrificial, que muestra a la víctima y al verdugo, los rastros del cuerpo y la expresión serena de un rostro. Hay algo antitético; el protagonista mira a una cámara, los cuerpos de los animales solo forman parte del paisaje que se traza. El padre está de pie en el umbral, entre la muerte y la imagen, como mediando con su cuerpo ese espacio sacrificial y hermético. Su ropa blanca contrasta con los colores rojos y ocres de los cuerpos colgados. Una luz mortecina ilumina el techo y no alcanzamos a ver el piso.

Figura 1.

Mirna Roldán, serie Carne.

(0.12MB).

En esta foto, el cuerpo del padre está cortado casi por la mitad, pero en una dirección inversa a los cadáveres: de ellos no vemos los cuellos (están decapitados), de él, las piernas (fuera de la imagen). Creo que nuestra Gestalt resuelve la fragmentación del padre, pero no puede hacerlo con el desmembramiento y desollamiento de los animales. En algún sentido, el padre está de pie en el umbral para ocultar lo que es apenas observable, como si en esa escena se desvelara algo ominoso, como el rostro de la Medusa que no se podía mirar sin ser destruido. La Medusa convertía a los hombres en piedra: ¿en qué nos convierten esos cadáveres colgantes a nosotros, testigos casuales de esta foto?

En un relato, Herta Müller recuerda una habitación en la casa de su infancia cuyas paredes estaban atiborradas de imágenes de su padre: “en todas las fotos quedaba congelado en medio de un gesto. En todas las fotos parecía no saber nada más” (Müller, 2009, p. 12). El padre de Mirna Roldán también está congelado en medio de un gesto, pero también en un umbral que separa el espacio tibio del ambiente frío. Está, en alguna medida, doblemente congelado. “Papá siempre sabía más”, escribe Müller, “por eso todas las fotos eran falsas” (ibid.). ¿Qué sabe el padre?, ¿por qué ese saber torna falsas las fotos? El padre de Mirna Roldán sabe sobre la muerte y, en ese sentido, sus fotos son verdaderas, como si fueran la prueba visual de la matanza que inquietaba a su hija.

En la figura 2, el padre está de perfil y viste un delantal blanco. Frente a él cuelgan los torsos de muchos animales. Otro hombre mira de frente y detrás de los cuerpos colgados se ve la pierna de un tercero. Entre los cadáveres se atisba otro hombre, vestido con un delantal azul, pero cuyo rostro queda oculto detrás de uno de los animales. Hacia el fondo se extiende un edificio con piso de cemento y armazón de metal. Hay sangre en el suelo. El interior de los cuerpos de los animales contrasta con los cuerpos vestidos de los hombres; una escena cotidiana, tal vez tomada mientras trabajaban. Quizá ni siquiera posan para esta foto. La muerte se extiende desde los techos hasta el piso. El amarillo del cielo raso del edificio se contrapone al blanco de los trozos de animales, que se va tornando rojo en su parte inferior; el suelo es rojo y gris.

Figura 2.

Mirna Roldán, serie Carne.

(0.16MB).

Es una escena técnica, por así decirlo, en la que los antiguos procedimientos para faenar animales se actualizan mediante ciertos recursos tecnológicos. El padre, nuevamente, está cerca de esos objetos parciales colgantes. Su posición ha girado y ahora de espaldas parece impedir la mirada. Pero también está acompañado por otros hombres, semiocultos. Una pequeña comunidad sacrificial que Mirna Roldán registra.

En la figura 3, los empleados del padre de Mirna Roldán posan todos en el mismo recinto de la primera foto. Son seis hombres en fila a lo largo de una pared. Al costado derecho está la puerta del frigorífico. Todos vestidos con ropas de trabajo. Las manchas de sangre no solo escurren de las paredes, también de las ropas. Algunos comen.

Figura 3.

Mirna Roldán, serie Carne.

(0.11MB).

Todas son escenas donde los gestos habituales se trasponen en ese espacio inquietante del rastro. Las huellas de la matanza que Roldán mencionaba en su escrito son evidenciadas por las imágenes. Los cadáveres, la sangre, los ganchos, las manchas. Y en medio de todo eso, las sonrisas, los cuerpos que posan, la alimentación. Una mezcla perturbadora, tal vez ominosa, para quien no frecuenta esos mundos ni esos espacios.

¿Qué lugar ocupa la imagen en estos lugares?, ¿qué imágenes produce Mirna Roldán al visitar ese sitio y tomar fotos? George Didi-Huberman escribe que, para saber, “hay que colocarse en dos espacios y en dos temporalidades a la vez” (Didi-Huberman, 2008, p. 12). ¿Se posiciona la artista en dos espacios y en dos temporalidades? Ella toma las fotos desde el lugar de la hija y en la temporalidad de los afectos, pero fotografía a su padre en el espacio del trabajo y en la temporalidad de la economía y los intercambios. Por eso las fotos son perturbadoras, pues abren un espacio en el que los espectadores no saben dónde ubicarse: ¿afuera o adentro?, ¿cerca de los cadáveres o de los cuerpos vivos?, ¿al lado de los humanos o de los animales?, ¿mirando en vertical o en horizontal?, ¿atendiendo a las manchas o solo a los gestos? Didi-Huberman argumenta que para saber no podemos recurrir a la inmersión pura (demasiado-cerca) o a la abstracción pura (demasiado-lejos); “para saber —escribe—, hay que tomar posición, lo cual supone moverse y asumir constantemente la responsabilidad de tal movimiento. Ese movimiento es acercamiento tanto como separación: acercamiento con reserva, separación con deseo” (ibid.). Separarse con deseo, acercarse con reserva, como si los gestos antitéticos produjeran un espacio diferente. No sabemos cuán lejos está Mirna Roldán de su padre cuando posa ante los cadáveres, pero lo mira a la distancia. No entra en contacto con él, salvo visualmente. A su madre la toca, al padre lo mira. Pero ese doble movimiento se podría leer a partir de la tensión apuntada por Didi-Huberman: ¿se acerca con reservas a su madre y con deseo al padre? No quiero hacer interpretaciones edípicas. Solo me interesa contrastar la intensidad de la distancia con la que mira el mundo masculino y la reserva íntima con que se acerca al femenino.2

Cartas e imágenes

La hija le envía una imagen a su padre. ¿O es el padre el que le manda una carta a su hija mediante su propia impostura siempre en el umbral entre la vida y la muerte, entre lo humano y lo animal, una carta acerca de un dominio del mundo que ella nunca poseerá? La hija está en el rastro solo como espectadora, jamás formará parte de ese microcosmos. Ella también está en el umbral, pero a diferencia del padre, se trata de un umbral exterior que marca su extranjería. El padre se ubica en otro lugar, en el umbral entre la muerte y el frío, de congelamiento y podredumbre. Como una figura del Averno, el padre protege la entrada y traza el límite, pero también impide que la hija se adentre en ese territorio sombrío donde cuelgan los trozos de cadáveres como objetos parciales de carne. En ese sentido, la hija está del lado de la luz y del calor; no entra al inframundo. Es espectadora de la relación de su padre con la muerte, de la parcialidad de los cadáveres y de la ausencia de vida. Mira desde fuera el destino aciago de los animales; observa desde cerca el rostro de los hombres, como si se preguntara qué quieren, qué sienten. La hija/luz ante el padre/oscuridad; la hija/vida ante el padre/muerte; la hija/ojo ante el padre/manos; la hija/espectadora ante el padre/guardián.

La hija es testigo de las metamorfosis del padre frente a las totalidades vivas o las parcialidades muertas. De nuevo, el progenitor se ubica en un umbral y distingue a la bestia, que se oculta detrás de él, de la hija que lo fotografía (fig. 4). El padre es un doble límite: con la muerte y con la bestialidad. En el rostro de la madre, la hija puede atravesar el umbral o tal vez ni siquiera existe. Es un terreno común donde nada las separa, al menos en forma evidente; si hubiese una guardiana sería la Virgen. Tampoco hay parcialidades.

Figura 4.

Mirna Roldán, serie Ganado.

(0.15MB).

El cuerpo del padre en las tres primeras fotos se encuentra separado de los cuerpos de los animales. En las siguientes dos (figs. 4 y 5), el cuerpo del animal es una continuidad del cuerpo paterno. “Mi padre es un centauro”, dice Mirna Roldán. Un hombre/toro. Del ganado negro que se ve en la foto solo atisbamos su cuerpo; su cabeza ha desaparecido detrás del cuerpo paterno. El padre es su rostro; el toro su cuerpo.

Figura 5.

Mirna Roldán, serie Ganado.

(0.14MB).

“Distanciar es mostrar —escribe Didi-Huberman—, es decir adjuntar, visual y temporalmente, diferencias” (Didi-Huberman, 2008, p. 78). Mirna Roldán adjunta diferencias, ya las hemos mencionado. Pero ese procedimiento, que Didi-Huberman llama un montaje de citas, revela la masculinidad como una forma de habitar el mundo y de colocar los cuerpos: hombres que posan al lado de cadáveres, animales que pierden su “rostro” (ninguno de los expuestos lo tiene). Es a través de ese montaje de citas visuales como se puede explorar un mundo de corporalidades masculinas que trabajan. Los hombres registrados se han detenido delante de la cámara para ser fotografiados, interrumpen el movimiento del cuerpo para permitir uno del ojo. Se aquietan ante la mirada de la hija, por unos segundos, como si la fotografía inaugurara una segunda temporalidad adjunta a la del trabajo. Si jugamos con las palabras, esos hombres se citan ante la cámara, responden a su llamado y le destinan un tiempo, que puede ser corto, pero que rompe con la rutina laboral. Se citan corporalmente para luego hacerlo visualmente.

¿No son los rastros lugares de montaje? En alguna medida sí, líneas de producción más o menos sofisticadas y tecnologizadas que trozan los cuerpos hasta convertirlos en una dispersión de partes comercializables. Mirna Roldán entra en esos lugares de montaje para producir un montaje de citas.

¿De qué lado está la cámara: cerca de las máquinas que trozan y rebanan o de los cuerpos que actúan?, ¿está del lado de la muerte?,3 ¿participa del montaje de cadáveres que vemos ante nosotros? A partir de un atlas —ABC de la guerra— que Bertolt Brecht compuso con imágenes diversas y disímiles, algunas de la Primera Guerra Mundial, Didi-Huberman argumenta que en ellas hay que observar “cómo, en el seno de esta dispersión, los gestos humanos se miran, se confrontan o se contestan mutuamente” (Didi-Huberman, 2008, p. 91). Gestos humanos que se miran, se confrontan o se contestan, como si hablaran entre sí para producir el montaje de citas que nos interesa. Gestos humanos e inhumanos, gestos también animales, por así llamarlos, que nos miran, al menos. Solo los humanos se confrontan con el resultado de sus actos; los cadáveres cuelgan como una evidencia o un animal se oculta detrás de un hombre como un misterio.

¿Podríamos pensar la masculinidad como un montaje de citas, de imágenes que se confrontan, se miran y se contestan? Un montaje de citas pautado y repetido, pero también inesperado o casual. Un montaje que se suma o se pliega a otros montajes, esta vez técnicos, industriales y comerciales. En ese espacio social y visual, en esa densidad técnica, estos hombres aparecen como tales, como umbrales de cualquier diferencia que los rodee: la hija/mujer oculta detrás de la cámara, los cadáveres colgando en los rieles, el ganado pastando en los establos. Son masculinidades/pórticos, que crean lo que Turner ha llamado un espacio liminar (Turner, 1988).

En el montaje, sostiene Didi-Huberman, “no se muestra más que desmembrando […], más que mostrando las aberturas que agitan a cada sujeto frente a todos los demás” (Didi-Huberman, 2008, p. 97). Nacido en el terreno de las ciencias humanas y de la estética europeas durante la Primera Guerra, el montaje es un procedimiento formal “que toma acta del ‘desorden del mundo”’ (ibid., p. 98). La docilidad de los cuerpos al exponerse y de los cadáveres al colgar, esas trasposiciones de los humanos y los animales, el trazado de fronteras apenas perceptibles pero imperiosas, ese acomodo de la sangre y los objetos, de la técnica y los gestos, todo eso contiene un caos interior que no percibimos porque aún no ha explorado, se guarece en esa normalidad cansina que parece definitiva. ¿Percibimos un “desorden del mundo’ en esas imágenes?”, ¿cuáles podrían ser las relaciones entre masculinidad y montaje que suturan ese espacio social y distancian la mirada de la artista, que debe retroceder para dar cuenta de lo que se ha montado frente a sus ojos? Las fotografías son acoplamientos de hombres y animales o de hombres y objetos; en esa medida, son imágenes de una sutura momentánea. Si el pegamento que une los trozos es la costura en su forma original, como ha escrito Derek Walcott, entonces solo habrá montaje: pegamento y costura. El desmembramiento del que habla Didi-Huberman es literal en estas imágenes —los cadáveres—, pero también muestra las aberturas que agitan a cada sujeto frente a los demás. Esas aberturas, expuestas en las fotos, no solo exponen el montaje fotográfico, también la inestabilidad de las totalidades humanas que parecen resueltas.

Velos y armaduras

Una pregunta que traspasa esta reflexión es cómo la hija se acerca al padre cuando entra en sus espacios, cómo puede crear su propio montaje, esta vez en términos artísticos, utilizando esos montajes implícitos de la vida cotidiana. Ella, al menos en la serie de imágenes que hemos analizado, se aproxima con una máquina y se oculta detrás de una técnica. En ese sentido, inventa su propio montaje corporal y luego registra. Didi-Huberman sostiene que mostrar por montaje es trabajar “por dislocaciones y recomposiciones de todo” (Didi-Huberman, 2008, p. 97). Mostrar por montaje, es decir, acoplando el ojo a la máquina y esta al espacio y a la luz; luego dislocando la mirada y recomponiéndola, sucesivamente.

Tengo la sensación de que Mirna Roldán usa la cámara fotográfica como una armadura y como un velo: como una armadura que la protege del mundo que registra, de la muerte y los umbrales, de los cuerpos y la sangre, de los rastros y de las huellas; pero también un velo que la oculta para que esos hombres miren una cámara neutra, que no los amenace, para que ellos integren esa mirada a sus procedimientos de montaje íntimos, colectivos y técnicos. ¿Puede adentrarse una mujer en esos espacios masculinos de montaje? Podemos imaginar muchas aproximaciones, pero en este caso solo me interesa reflexionar sobre esa tensión entre un acercamiento con reserva y una separación con deseo que antes mencionamos. La armadura corresponde al deseo, el velo a la reserva. Mirna Roldán está cerca-lejos de los sujetos y los objetos, de los espacios y los colores. Esa posición, me parece, es el lugar de una interrogación sobre la masculinidad y la paternidad que se atreve a explorar el rastro paterno, en los dos sentidos que hemos dado a esa palabra. El diccionario de la Real Academia Española registra esa ambivalencia: por una parte, define rastro como “vestigio, señal o indicio de un acontecimiento” y como “señal, huella que queda de algo”; por otra, como matadero, “sitio donde se mata y desuella el ganado” y “lugar que se destinaba en las poblaciones para vender en ciertos días de la semana la carne al por mayor” (Real Academia Española, 2016, p. 1). El rastro es un signo y también un lugar. Hay una materialidad en ambas definiciones: una sugerida, otra enfática.

Quizás ese contraste entre los humanos y los animales muestra con mayor intensidad la cualidad del montaje. Solo los humanos miran a la cámara. No hay mirada animal, ya sea porque a los cuerpos se les han cercenado las cabezas o porque la cabeza (del toro) queda escondida por un cuerpo (del padre). No hay mirada que no sea resultado de ese entrecruzamiento en la fotografía entre el padre/espectador y la hija/cámara. El montaje sucede varias veces: el padre en el umbral de una puerta y los cadáveres detrás de él; luego el padre al lado de un toro y su cabeza escondida. En alguna medida, las fotografías producen lo que Didi-Huberman llama “un mundo de heterogeneidades”, que se adjuntan y confrontan, “co-presentes pero diferentes” (Didi-Huberman, 2008, p. 103). El desorden del mundo está del lado de los animales que cuelgan en las primeras fotos; su presencia testifica la matanza, ellos constituyen el rastro de lo que sucedió, son sus huellas más visibles. Los hombres se distribuyen en los espacios del rastro y cohabitan con esos cadáveres, co-presentes pero diferentes. La heterogeneidad se filtra, como la luz en una lente, mediante esos umbrales tensos que logramos atisbar: puertas, pilares, sombreros, manos. Lo heterogéneo surge de esa convivencia normalizada entre cuerpos humanos y cuerpos animales, entre seres vivos y cadáveres, entre espacios fríos y oscuros, y espacios luminosos y tal vez tibios, entre cuerpos que se transforman en rostro y cuerpos que existen sin él.

Ahora bien, si efectivamente estuviéramos ante espacios liminares, creo que los podríamos pensar como tridimensionales. Por una parte, el padre ocupa un lugar certero, sin ambigüedades aparentes, donde es el amo. Por otra, la hija se encuentra fuera del espacio liminar y observa su configuración; está más acá del espacio masculino, por así decirlo. Pero, también, los animales están fuera de ese espacio: más allá de él, me parece. Si la hija, desde el “frente”, configura a esos sujetos como hombres,4 los animales, desde “atrás”, los hacen humanos.5 Es decir, hay un doble posicionamiento: masculinidad y humanidad. La hija constituye la mirada; los animales el trasfondo. Y es en el cruce profundo de una subjetividad que interroga y unos cuerpos que cuelgan, donde surge ese espacio liminar masculino tridimensional y emergen las masculinidades-pórtico de las que hablamos antes. En este caso, solo hay una: la del padre. Él es el umbral que se debe cruzar para entrar a su espacio, pero también para entrar a ese mundo masculino. En otros, suponemos, habrá umbrales distintos, otros hombres.

Turner, en un texto clásico, sostiene que “los atributos de la liminaridad y de las personas liminares (‘personas umbral’) son necesariamente ambiguos, dado que esa condición y esas personas eluden o se deslizan a través de la red de clasificaciones que, normalmente, localizan los estados y las posiciones en un espacio cultural” (Turner, 1988, p. 95, la traducción es mía). Turner vincula la liminaridad con “la muerte, estar en el útero, la invisibilidad, la oscuridad, la bisexualidad, lo yermo y con los eclipses de sol o de luna” (ibid.). En este caso, tenemos la muerte (de los animales) y la invisibilidad (de la hija); pero, a la vez, hemos argumentado que ambos están fuera del espacio liminar o que lo configuran desde fuera.

En la línea de montaje de un rastro, los animales transitan desde una totalidad orgánica viva a una parcialidad corporal muerta, y la industria que los faena podría constituir un espacio liminar, aunque no sean humanos. Si bien Turner se refiere a los iniciados en ciertas sociedades, podemos traslapar algunos de los efectos de un estado liminar a los animales: “se demuestra que solo son polvo de arcilla, mera materia, cuya forma será impresa por la sociedad” (Turner, 1988, p. 103). En el caso de los humanos, una vez iniciados, cambian de estatus; mientras que los animales desaparecen: mera materia que es transformada en piezas consumibles.

Tenemos una costura que es el procesamiento de los animales; otra, que es la mirada de la hija. Doble costura, de hilos distantes. El padre que es un umbral. Las masculinidades que serían montajes.

¿Son iniciados los animales a la muerte y la hija a la masculinidad?, ¿cruzan este espacio liminar masculino y son modificados radical o sutilmente?, ¿no se desplazan en los estados (vivo a muerto) y las posiciones (lejos/cerca)? Si así fuera, la masculinidad sería un umbral que conduciría a la muerte (los animales) o a la mirada (la hija). En esa medida, el montaje que tratamos de dilucidar es tridimensional y sucede no solo en el cuerpo o la subjetividad de los hombres, también en otros cuerpos y otras subjetividades. La imaginación estética y cultural, sostiene Gabriel Giorgi, “es un laboratorio de los modos de ver, de percibir, de afectar los cuerpos donde se elaboran otros regímenes de luz y de sensibilidad” (Giorgi, 2014, p. 42). Creo que la profundidad de la mirada que elabora Mirna Roldán corresponde a otro régimen de luz y sensibilidad. Las fotos son muy cotidianas; no es su sofisticación técnica la que prevalece en estos análisis; solo me interesa seguir ese trazo que permite visibilizar una costura y reconocer un montaje que sucede, literalmente, en la imagen, y que luego nosotros extendemos. Es decir, participamos de ese pequeño laboratorio que ella ha creado.

Pero tal vez la artista, con esas imágenes, revela un trasfondo de los procesos de montaje de la masculinidad. Si ella mira desde fuera, como lo hemos dicho, también muestra un adentro y un más allá. Otra vez, la mirada solo está en el campo de los humanos y los animales son ciegos. Pero el montaje masculino surge como un diagrama de objetos, espacios y sujetos; de técnicas, procedimientos y máquinas; de estatus liminares y espacios tridimensionales. Si los animales muertos desvelan hombres vivos, la hija invisible exhibe hombres observables.

Didi-Huberman sostiene que, en la organización del montaje brechtiano, la dimensión espacial está acompañada de una dimensión cosal, “que condena a cualquier retrato, cualquier paisaje y cualquier escena de género en tiempos de guerra, al estatus de naturaleza muerta e, incluso, de naturaleza muerta funeraria” (Didi-Huberman, 2008, p. 65).

¿Produce Mirna Roldán una naturaleza muerta de la masculinidad?, ¿es funerario el montaje que exhibe? Detrás de un montaje —un acontecimiento factual— no hay un “fondo insondable”, sino una “red de relaciones”; hay un territorio móvil, “un laberinto a cielo abierto de desvíos y umbrales” (Didi-Huberman, 2008, p. 70).

La red de relaciones emerge en la fotografía y ella muestra el montaje del que hablamos. No es definitivo, por eso Mirna Roldán no observa la masculinidad, solo atisba una. En los desvíos y umbrales, en esos laberintos a cielo abierto que son el mismo rastro o el establo, ella atisba la red y la registra. Está fuera de ella, pero puede observarla. Una trinidad momentánea se funda en su mirada: la hija, el padre, los animales.

Como lo sostuve antes, esas imágenes desvelan que todo montaje, en este campo, supone la presencia de máquinas, objetos y tecnologías. La dimensión espacial se pliega a la dimensión objetual y en ese momento surge el montaje.

Table dance: espejos y fantasmas

Cuando Mirna Roldán entra en el mundo de los hombres, lo hace de manera lateral. Va con sus primos a un table dance y charla con las mujeres que trabajan ahí. Otra vez los umbrales, pero esta vez ella cruza uno y entra en otro mundo de metamorfosis masculinas. Los hombres se han convertido en machos espectadores; en ese espacio liminar, las mujeres presencian el espectáculo masculino y operan como espejos libidinales en cuyas superficies los hombres refractan su dominio del mundo, pero también su precariedad.

La visión de las imágenes se vuelve opaca. Mirna Roldán toma fotos a trasluz en las que el color de los neones oculta los cuerpos, como si en este espacio comercial, pero clandestino, cotidiano pero excepcional, solo hubiese fantasmas. La claridad de las primeras fotos, sostenidas por la luz del día, se transforma en la opacidad brillante de un table dance, un encierro luminoso al que la artista se aproxima de soslayo.

Ella ha elegido seguir los pasos de algunos hombres de su familia. De ellos dice que se desmarcaban de las rutinas y expectativas que rodean la masculinidad, aunque ninguno la impugne o la menoscabe. Las motivaciones y las prácticas que conllevan son diversas.

Algunos se desmarcaban —de la masculinidad— a partir de no trabajar, con todo lo que eso conlleva. Otros de plano no asumían un rol de poder. Decir: “tú tienes que ser el padre de todos mis hijos”, era decir: “no”, y tener otro tipo de interacción. En otros, sus cuerpos y sus dinámicas están fuera de lo familiar, de lo amistoso, o sea, como ser ermitaños y tener espacios fuera de lo social (Mirna Roldán, entrevista, octubre del 2015).

En algún sentido, son hombres liminares, por voluntad o circunstancias, que viven vidas desajustadas con respecto a los modelos normativos, las expectativas sociales o los mandatos identitarios. Pero ninguno ha abandonado la masculinidad ni la niega, creo que tampoco la somete a una crítica; en alguna dimensión de sus experiencias, se han desplazado de algunos de sus sostenes simbólicos y prácticos.

Quizás es extraño que Mirna asista con algunos de ellos a los table dance de su colonia. Cuando les pide, por primera vez, que la lleven, sus reacciones son negativas.

En alguna ocasión les dije: “llévenme al table dance”, y me decían: “¡cómo crees! Ese lugar no es un lugar para ti”, “sí, pero es que no quiero ir sola, tú ya has ido”, o sea, como que los ponía en cuestión, era un lugar cotidiano para ellos. Y me decían: “no, es que es peligroso y eres la sobrina y eres la prima y te queremos”, y yo: “pero si no quieres hacerme eso a mí, pues tampoco a las demás chicas” (Mirna Roldán, entrevista, octubre del 2015).

Hay un umbral que sus parientes no desean que ella cruce, pero aceptan que otras mujeres lo hagan. Solo el amor familiar haría una diferencia. Para Mirna Roldán, la entrada en los table dance se transforma en un rito de paso que, en algún sentido, es vicario de los ritos masculinos en sus formas contemporáneas. Su posición en ese espacio es singular: es espectadora en un mundo de hombres, pero también es voyeur en un lugar donde las mujeres se exhiben y los hombres miran.

Entonces había como una negociación hasta que yo lograba ir con ellos y me sentaba y pedía copas y se me acercaban las chicas a platicar. Y muchas veces yo sí sentía miedo, porque veía esta división, yo no estaba en ningún lado, estaba observando una realidad, pero a la vez era muy visible. Eran todos estos hombres superborrachos, superalcoholizados, gritando, pagándole a las mujeres y todo. Llegaba un momento en que yo hablaba con el dueño, saludaba a las señoras, o sea, empezaba a generar otro tipo de interacción y decían: “ah, pues está la chica que viene y consume un refresco y unos cigarros y mira el table” (Mirna Roldán, entrevista, octubre del 2015).

La chica que mira, como si en ese espacio solo pudiera compartir la mirada con los hombres que la acompañan y los otros que están presentes. Las mujeres que bailan son miradas y tocadas; ella solo observa. Entre su mirada disjunta y el campo de atracción visual que representarían los cuerpos de esas mujeres desnudas se produce otra zona tridimensional y, nuevamente, el espacio entre un punto de la mirada y otro (entre el fondo y el frente; entre afuera y adentro) está colmado de hombres y de masculinidades. Presenciamos otro montaje, suscitado de manera intencional por la artista, que reorganiza un espacio intensamente masculino bidimensional (espectadores/bailarinas) en otro tridimensional, que exhibe la configuración de estas cofradías libidinales masculinas.

Roldán sabe con anticipación sobre esos espacios, ve a los hombres de su barrio asistir a ellos, piensa que las mujeres que trabajan ahí son víctimas de trata de personas, pero luego se entera de que algunas viven de eso. Es decir, la artista elabora un relato junto con un recorrido: va desde sus saberes cotidianos a las experiencias directas y en ese trayecto se encuentra con las mujeres que bailan en el table dance. A ellas accede porque algunos hombres la han llevado: masculinidades pórtico que conectan mujeres entre sí, pero que quedan relegadas a otro espacio una vez que ellas se encuentran:

Estos lugares eran muy cercanos a mi casa de ese entonces y siempre me decían: “no te acerques a esos lugares, porque ahí hay trata de mujeres”, “ok, no me acerco”. Yo veía que todos los hombres del barrio iban, entonces pensaba que ellos mismos eran los que estaban haciendo la trata, o sea, tenía esa postura, pero empecé a ver que había chicas que trabajaban ahí, que vivían por allá. Siempre fui, recorrí y generé muchas amistades profundas, sobre todo con las chavas, y ellas me decían: “pues trabajamos y de eso vivimos, pero no vayas a venir porque te van a invitar a trabajar”, o sea, sí me llegaban a advertir (Mirna Roldán, entrevista, octubre del 2015).

Mirna se escribe cartas con las bailarinas. Ellas le hacen dibujos. Crean un código de comunicación, una lengua que parece incomprensible para los hombres; una escritura provisional y precaria, realizada en la oscuridad y en medio de la fiesta, que trata de erigir un sendero o una conexión que exceda el espacio masculino. En esos pequeños gestos secretos y frágiles, ellas producen un intersticio en la densidad libidinal y corporal de los hombres que abarrotan el lugar. Desmontan su dominio mediante pequeños mensajes, dibujos trazados con rapidez, escrituras quizá secretas.

En un giro de su propia interpretación, la artista dice que solo pudo entrar a esos lugares porque de algún modo sus parientes la consideraron como un hombre. Pero creo que ese umbral, que parece frágil y es inestable, muestra que solo una representación convincente es la llave de acceso. Mirna Roldán experimenta una masculinidad provisional y cruza el umbral de un modo perentorio porque sabe que puede regresar. Ahí está el mundo de su madre y sus tías que conocen de hechizos y conmueven el orden simbólico con procedimientos técnico-mágicos. Ella entra como un hombre transitorio para regresar a ese espacio de mujeres que no permiten que los hombres se adentren en sus saberes.6

Mirna y las bailarinas generan cierta complicidad y algún tipo de acuerdo tácito. Pero el lenguaje, finalmente, es el del sexo que no tienen. El tiempo es oro —dice la artista— en esos lugares, y ellas se acercaban diciendo “ahorita con Mirna un rapidín”. El valor del tiempo, metaforizado en el oro, y la temporalidad del sexo comercial nombrada por su rapidez. Mirna ocupa una posición extraña porque no es cliente del lugar, tampoco bailarina. ¿Cuál es su valor? Ella dice que ocupaba una posición de riesgo semejante a la de las trabajadoras del lugar, pero también que representaba un espejo porque todas eran mujeres. En este caso, el espacio tridimensional de las masculinidades se torna bidimensional, un espejo solo refleja otra superficie. En ese momento, la relación se torna más íntima: ante ellas solo el riesgo y el reflejo. Los hombres están fuera del campo.

Sí, me integraron y también veían que estaba en la misma posición de riesgo que ellas. Yo lo veía así porque se acercaban, yo llegaba y se sentaban. Para ellas el tiempo es oro, o sea, están viendo, y me explicaban “es que ya vino tal”. Ellas mismas platicaban sobre quién iba a estar con ellas ese día. Y yo no entraba en esa dinámica, no era rentable para ellas y, entonces, me dedicaban media hora, ellas decían: “no, no, no, ahorita con Mirna un rapidín”, así en broma, pero era platicar y ver qué onda. Me tocó ese espacio de espejo también, de decir “es mujer” (Mirna Roldán, entrevista, octubre del 2015).

El rostro y la oscuridad: la imagen como promesa

¿No se produce de nueva cuenta una escena parecida a la que describimos arriba, cuando Mirna desmaquilla a su madre? Ella y las bailarinas se miran directamente y producen ese efecto espejo. Si contrapusimos el rostro y el rastro en la trayectoria creativa y personal de Roldán, en esta escena, ¿qué lugar, cuál gesto, qué luminosidad está del lado de los hombres, tal como el rastro era la huella del padre en la primera? Como dije, ella toma fotos borrosas dentro del table dance. Sombras, siluetas, luces. Ningún rostro. Como si la oscuridad fuera una condición para la mirada en ese espacio. Una mirada opaca, diluida por las luces, ciega en algún sentido a cualquier rasgo particular. Una mirada que ve no viendo, elusiva, hecha de aproximaciones y evitaciones. Si al padre y sus trabajadores, a los animales y sus cadáveres, Mirna los pudo ver de frente, a la luz del día, con claridad y precisión; a las bailarinas y sus clientes, a estos espacios de goce, solo los puede ver de noche y confusamente. La muerte, en la serie de imágenes que reprodujimos, surge de la claridad diurna; el placer, de la confusión nocturna. En algún sentido, este montaje masculino, cercado por la rapidez y el dinero, no tiene testigos, es invisible. ¿No hay mirada para el goce?, ¿no hay una imagen del placer? La artista y las bailarinas han producido un espejo vincular que les permite mirarse al margen de las miradas masculinas, abrir una brecha en el dominio visual y corporal. Los hombres que son espectadores de esos cuerpos no cuentan con espejo alguno, al parecer, que no sea la mirada de otros hombres que se tornan testigos de sus gestos, de sus gritos y sus movimientos. Una libido encerrada y claustrofóbica en la que esas manifestaciones locales del poder se oscurecen y desaparecen en la opacidad de las miradas.

En torno a la poética brechtiana, Didi-Huberman dice que se la podría entender como “un arte de disponer las diferencias […]. Una manera de mostrar toda disposición como un choque de heterogeneidades” (Didi-Huberman, 2008, p. 97). ¿No ha dispuesto las diferencias Mirna al ir con sus parientes y crear complicidades con las bailarinas?, ¿no son esas fotos oscuras un choque de heterogeneidades que no se produce solo en los rostros y en los cuerpos, también en las energías sociales y eróticas que se desvelan en los colores, como si la imagen fuera el escáner de un trasfondo libidinal, de una transformación energética?

Las imágenes, escribe Carl Einstein, “poseen un sentido solo si se las considera como focos de energía y de intersecciones de experiencias decisivas” (Einstein, citado en Didi-Huberman, 2011, p. 285). ¿Qué energías exhibe esta imagen?, ¿cuáles experiencias decisivas ha entrecruzado? Al menos, los dos planos que se pueden distinguir muestran las mesas donde están los espectadores y el escenario donde bailan las mujeres (fig. 6). ¿La energía cubre ese intersticio que separa un lugar del otro?, ¿son decisivas las experiencias de ver (los hombres) y ser vista (las mujeres)? “Debemos acostumbrarnos —escribe Merleau-Ponty— a pensar que todo lo visible está tallado en lo tangible, todo ser tácito prometido de alguna manera a la visibilidad” (Merleau-Ponty 2010 [1964], p. 122). ¿La imagen talla lo tangible en lo visible, pero también promete una visibilidad a lo tácito? Tallar y prometer, dos actos muy distintos: uno sobre la materia, el otro a través del lenguaje; uno con lo concreto, el otro con lo posible. La mirada sería una artesanía, podríamos decir, pero también una ofrenda. ¿Qué puede prometer Mirna Roldán al tomar esas fotos?, ¿qué nos promete a nosotros que las vemos después, aunque no hayamos estado en ese lugar?, ¿qué ha tallado en sí misma al tomarlas y que tallamos nosotros al verlas? Si la imagen no contuviera una promesa, no tendría la energía que anuncia Einstein. La experiencia decisiva, en este caso, es la entrada de Mirna a ese mundo de hombres y la complicidad que logra con las mujeres. Solo porque ha visto puede prometer algo a sus propios espectadores; talla un mundo en la oscuridad de su forma y en la opacidad de sus energías, para producir cierta visibilidad.

Figura 6.

Mirna Roldán, serie Table dance.

(0.17MB).

“Las imágenes conservan su fuerza activa solo si se las considera como fragmentos que se disuelven al tiempo que actúan”, escribe Einstein (citado en Didi-Huberman, 2011, p. 285). Fragmentos que se disuelven y actúan es una contraposición muy densa. De nuevo estamos ante la muerte y sus actos, como en las fotos del padre que condensan gestos antitéticos. Pero en este caso, la disolución también es técnica, en la medida en que las fotos se realizan en la oscuridad y sobre ella; actúan la imposibilidad de la mirada y disuelven la ausencia de luz.

Merleau-Ponty formula una hermosa pregunta: “¿qué es esta toma adelantada de posesión de lo visible, ese arte de interrogarlo según los propios deseos, esa exégesis inspirada?” (Merleau-Ponty2010 [1964], p. 121). En su trabajo, la artista no solo toma posesión, aunque sea de forma provisional, de lo visible, también de lo oculto; pero, a su vez, interroga ambos planos “según sus propios deseos”. ¿No es disruptivo interrogar un mundo masculino según sus propios deseos?, ¿no son ellos los labrados libidinales más sutiles y las promesas políticas más luminosas? Tomar lo visible para producir otras visibilidades; realizar exégesis inspiradas que desplacen los lugares habituales de interpretación del mundo para inaugurar otros, quizá frágiles y momentáneos.

Las mesas y algunas prendas de ropa brillan, apenas se distinguen las siluetas. Las luces crean un marco desordenado. La oscuridad reina en la parte inferior de la foto.

El color, escribe Merleau-Ponty, “es cierto nudo en la serie de lo simultáneo y de lo sucesivo […], una concreción de la visibilidad” (Merleau-Ponty 2010 [1964], p. 120). El color, agrega luego, es “una especie de estrecho entre horizontes exteriores y horizontes interiores, siempre abiertos” (ibid., p. 121). Pienso que esas fotos, de colores chirriantes y dispersos, producen una concreción sui generis de la visibilidad, en la que lo oculto es más importante que lo expuesto. De algún modo, el color como nudo ata la simultaneidad de las miradas y la sucesión de actos. En un montaje, advierte Didi-Huberman, “todo el abanico del tiempo se abre ampliamente” (Didi-Huberman, 2011, p. 42). El abanico, en este caso, va de lo simultáneo a lo sucesivo, del valor a la velocidad, del color a la sombra. Ese estrecho entre horizontes, del que habla Merleau-Ponty, ¿no es también el espejo que Mirna dice que se creó entre ella y las bailarinas?, ¿qué horizontes interiores se abrieron a través de esas miradas reflejadas? Un espejo/estrecho que surca los horizontes oscuros del table dance para arribar a los espacios íntimos, como las manos de Mirna Roldán que desmaquillaban el rostro de su madre.

Epístolas a otras mujeres

En otra foto, vemos la superficie de una mesa, unos sobres, un vaso y una botella (fig. 7). Mirna dirige su mirada al espacio inmediato y una luz azulada transforma la mesa en un espacio onírico. Allí están las cartas que las bailarinas le escriben. Es un buzón, un archivo, un escritorio. La claridad recae sobre las superficies de papel de las cartas, como si un aura las iluminara repentinamente. ¿No son las cartas otros estrechos entre horizontes? El horizonte interior de ese espacio y el exterior de la comunicación, los surcos que la experiencia ha horadado en las mujeres; esas letras que, por otra parte, forman también estrechos materiales entre la escritura y la vida, entre la experiencia y su relato. Ahora la energía está guardada en el sobre, una que no conocemos pero podemos atisbar, las energías de las intimidades femeninas (madre/hija, espectadora/bailarinas). ¿Son las cartas una forma de interrogar lo visible, pero también lo vivible, según los propios deseos?, regresando a la pregunta de Merleau-Ponty, ¿son parte de una exégesis inspirada?, ¿por qué se deben ensobrar esas cartas/deseo, esas exégesis íntimas? En ese escenario masculino, en donde no hay espacio para el deseo de las mujeres, esos deseos solo pueden esbozarse como cartas, como epístolas a otras mujeres.

Figura 7.

Mirna Roldán, serie Table dance.

(0.11MB).

Desmaquillar a la madre, ese juego entre su rostro y el de la Virgen, entre sus manos y la piel, entre los colores vívidos y los procedimientos de limpieza (purificación), podría pensarse como una epístola carnal que una mujer escribe en el cuerpo de la otra. Fuera del mundo masculino, se producen otros montajes, pero también se esgrimen otros deseos. Surge, tal vez, otra escritura y una lengua distinta.

Creo que Mirna Roldán se adentró en la vida de esos hombres, en esos espacios, para revelarles a sus amigas y familiares algo que no sabían. Ella se aproxima a ese mundo masculino, como antes sostuve, porque no puede fugarse del mundo de las mujeres. Como si el efecto de un hechizo condujera su energía hacia esas vidas y esos mundos. Toma esa foto, las cartas y la mesa, para crear nuevamente un círculo protector, como el que ha trazado con su madre, un círculo mágico para lograr algo imposible: entrar y salir, ocultar y desvelar, saber y desear. Ella se adentra en las junturas de los montajes, en esos estrechos visuales y lingüísticos, para conectar horizontes emocionales y vinculares, conceptuales y estéticos. Pero, a mi entender, pronto se da cuenta de que no es posible trazar esos puentes. Descubre la soledad de los montajes, así como la opacidad de la imagen.

Formas que no recuerdan a nada

El hombre más anciano de la troupe de Mirna Roldán le dice en una entrevista que “es rico no desear nada, tener limpia el alma”. Él vive encerrado y no quiere ver a nadie. Al final de su vida, solo recuerda. Es testigo de su propio desmontaje corporal y afectivo: la ruina de su cuerpo diabético (no tiene piernas) y la pérdida de su mujer. Este hombre, quizás en las antípodas de los que acompañaban a la artista al table dance, anuncia el fin de las masculinidades. Retirado sobre sí mismo, permanece postrado. Vive de su vida pasada, que ve lejana. Pero anuncia también el fin del deseo. En algún sentido, este personaje de la comunidad imaginada por Mirna, está solo ante sí mismo y el balance amargo de su vida lo purifica: tiene limpia el alma.

¿Se ha fugado este anciano de sus propias coordenadas vitales, de los sentidos que organizaron sus prácticas, de sus expectativas? La fuga más radical en el proyecto de la artista es esta: un cuerpo que se fuga de sí mismo por partes; alguien se retira del mundo de forma definitiva. “Los fragmentos —escribe Peter Sloterdijk—, los mutilados, los híbridos, darían expresión a algo que ya no pueden transmitir las formas completas usuales o las integridades satisfechas” (Sloterdijk, 2012, p. 39). ¿A qué daría expresión este anciano? Al fin corporal de la masculinidad, que está ligado al ocaso del deseo del que hablamos. Este hombre le dice a Mirna que en la vejez “el chile (pene) se te hace pellejo”; el falo se consume y ya no responde. El ancla de todo el montaje deja de servir: “aunque tengas mujer ya no te puedes subir”, añade. Pero ese fin del deseo sería una experiencia purificadora. Como si el alma estuviera detrás del falo y, una vez perdidas las erecciones corporales, surgieran estas otras, quizás espirituales, que sostendrían nuevas tensiones verticales, como las llama Sloterdijk (ibid., p. 27). La erección espiritual reemplaza la física; la pureza ha desplazado al placer. ¿Pero qué resta de los montajes masculinos que hemos explorado? En ese caso, “habría sonado la hora de las formas que no recuerdan a nada” (ibid., p. 39). El montaje de citas se convierte en un desmontaje.

Mirna Roldán transita durante años por esos montajes: va del padre al abuelo, de sus primos a las bailarinas. Esboza un mundo que se desarma y se vuelve a armar. Ella misma finaliza el proyecto con otro montaje, como fue Cuerpos en fuga. Parte de las gramáticas de las vidas que le interesaron, se traslapa en sus propias intervenciones y actos. Ha encontrado algo muy precario, pero evita enunciarlo de ese modo; prefiere extender el juego y la búsqueda para que nadie se revele a sí mismo. La fuga se extiende, a mi entender, a través del proyecto mismo y su exposición, pero no sabemos a dónde se dirigió.

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La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Gabriel Giorgi investiga la transformación del lugar del animal en las culturas latinoamericanas y anota que la “vida animal” emerge como un campo expansivo, un nudo de la imaginación que deja leer un reordenamiento más vasto, reordenamiento que pasa por una desestabilización de la distancia —que frecuentemente se pensó en términos de una naturaleza y una ontología— entre humano y animal, y por la indagación de una nueva proximidad que es a la vez una zona de interrogación ética y un horizonte de politización (Giorgi, 2014, p. 12).

En Cuerpos en fuga, Mirna Roldán solo trabajó con las fotografías de los hombres de su familia, pero en su archivo también había fotos de mujeres. Mi lectura de su trabajo se fundamentó en algunas imágenes de esos hombres y los escritos de la artista sobre las mujeres. En ese sentido, el mundo de las mujeres es un contrapunto del masculino, pero solo el segundo es visible. Sigo, en ese sentido, la gramática de su investigación y de la exposición.

Las fotografías, escribe Roland Barthes, son microexperiencias de la muerte, en ellas “me convierto verdaderamente en espectro” (Barthes, 1989, p. 42).

Leemos sus imágenes desde el discurso explícito de su proyecto artístico.

“El animal es allí un artefacto, un punto o zona de cruce de lenguajes, imágenes y sentidos desde donde se movilizan los marcos de significación que hacen inteligible la vida como ‘humana”’ (Giorgi, 2014, p. 15).

Podría pensarse también como una mujer remisa, pero me atendré a la descripción que Roldán elabora de su posición. Ella sostiene que sus primos la veían como un hombre fundamentalmente por las actitudes que asumía. Cuando visita estos lugares no hace un ejercicio de transformismo corporal que pudiera mimetizarla con los hombres que la acompañan. Para las bailarinas y los otros hombres, ella es una mujer. Esta masculinidad transitoria solo le permite asistir al table dance y participar de las rutinas de algunos hombres de su familia. Agradezco a Daniel González Marín esta observación.

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