Se dice que cada vez menos gente lee, lo cual puede que no sea del todo cierto si se considera que nunca habíamos existido tantos seres humanos; pero, de lo que no cabe duda, es que cada vez más gente escribe. Y hay quienes escriben —escribimos— con frecuencia inevitablemente repetitiva. Scerri escribió recientemente La tabla periódica: su historia y su importancia que publicó Oxford University Press [Scerri, 2007] —y que fue reseñada en este espacio por este autor que ahora corre el riesgo de repetirse [Amador, 2008]—, poco tiempo después La tabla periódica: una muy pequeña introducción [Scerri, 2012], reseñada aquí mismo por Martín Labarca (2012), y ahora Una historia de siete elementos [Scerri, 2013], ambos también publicados por Oxford University Press.
Este último libro inicia con los mejores auspicios. Para empezar, una presentación del mismísimo Oliver Sacks, un peso pesado de la narrativa científica —y cuya lectura recomienda ampliamente este reseñista, por ejemplo en el clásico El hombre que confundió a su mujer con un sombrero [Sacks, 1985] o en el más reciente Hallucinations [Sacks, 2012]— quien nos promete en su prefacio que [l]o primero que se puede decir acerca de Una historia de siete elementos es que es maravillosamente rico y completo, ya que imparte un inmenso alcance de conocimientos no solo sobre las propiedades de cada uno de estos elementos sino sobre la naturaleza de la ciencia, el significado del descubrimiento y cómo éstos se enlazan profundamente en el contexto social y político (p. ix)
Y para continuar con buenos auspicios, los que ofrece el mismo Scerri en su introducción, al contarnos que planteó este libro como la historia del descubrimiento de los siete elementos que faltaban en los cuadros vacíos de la tabla periódica luego de que Moseley estableciera su método para numerar todos los elementos. Dice Scerri: Explicaré con más detalle qué quiero decir con lo de los siete huecos de la tabla periódica. Me refero al hecho de que luego de que Moseley desarrollara su método […] quedó claro que había siete elementos que no habían sido aislados entre los noventa y dos elementos naturales desde hidrógeno (#1) hasta uranio (#92). Claro que esta aparente simplicidad es complicada por el hecho de que algunos de estos siete elementos fueron aislados a partir de fuentes naturales luego de ser creados artificialmente… (p. xv)
La mejor manera de apreciar cuáles son los siete elementos en cuestión es a través de la observación de la misma tabla periódica. Dos representativos —si se puede seguir llamando así a los elementos de periodos tan profundos, tres transicionales, una tierra rara y un actínido. Quizá no muy populares pero buenas promesas para lo que sigue del libro.
La introducción de Scerri sigue ofreciendo buenos auspicios cuando comenta sobre la naturaleza de la ciencia y de las disputas de prioridad en los descubrimientos e incluso en las invenciones, sobre los comentarios sociológicos, filosóficos y psicológicos de estas mismas disputas que han inspirado a autores como Merton, Popper y Kuhn. Sobre la singularidad coyuntural del descubrimiento de estos elementos durante periodos de guerras mundiales —la primera, la segunda y la fría— y las complicaciones y pasiones que esto produjo. Finalmente la introducción termina con una breve discusión del significado del descubrimiento de un elemento cuando su existencia está predicha, su detección ha sido diseñada y su abundancia es marginal o inexistente.
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Porque ésas son las características esenciales de los siete elementos en cuestión. Luego del descubrimiento de Moseley, la existencia de los siete elementos por descubrir era segura. Recordemos que Moseley —jovencísimo alumno de Rutherford, víctima fatal de la batalla de Gallipoli en la primera guerra a la tierna edad de 27 años, con un casi seguro premio Nobel en su futuro— analizó la longitud de onda —a través de la difracción de Bragg en cristales— de los rayos X emitidos por distintos elementos. Ahora sabemos que esta radiación electromagnética proviene de la transición de un electrón en un orbital de mayor energía —que interpretamos como 2p— al hueco dejado por un electrón de menor energía producido previamente por ionización -que interpretamos como 1s [Haigh, 1995]. La diferencia de energías entre estos dos niveles depende de la carga del núcleo, o número ató mico, Z; y su valor está descrito con sorprendente precisión -que se ha adjudicado a la buena suerte, en esos años al menos, de Moseley- por una función cuadrática, ν ∝ Z2, con ν la frecuencia de la radiación. Los datos conocidos dejaban, sin duda, lugares vacíos para Z = 43 (Tc), 61 (Pm), 72 (Hf), 75 (Re), 85 (At), 87 (Fr) y 91 (Pa). Los elementos estaban predichos y su detección había sido diseñada: había que detectar rayos X, producidos por emisión de reacomodo posterior a la ionización, que tuvieran longitudes de onda correspondientes al inverso del cuadrado de esos números atómicos. Los problemas que generaron las disputas históricas que relata Scerri provienen de la extraordinaria escasez natural —y plena ausencia, en ciertos casos— de los elementos correspondientes y de la imprecisión —nada sorprendente— de la ley empírica de Moseley.
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Y aquí es donde empiezan los problemas. Luego de la prometedora introducción siguen diez capítulos. Sobre los dos primeros, Scerri escribe: El lector debe notar que los dos capítulos que siguen son versiones condensadas de la mayoría de los capítulos de mi libro de 2007 sobre la tabla periódica. Así que puede, si quiere, saltarse al capítulo 3, que comienza a relatar el descubrimiento de los siete elementos. (p. xx)
Que se puede justificar como necesario para lo que sigue, aunque se hacen notar algunas recurrencias y repeticiones, por ejemplo, sabemos que Soddy es “otro radioquímico localizado en Glasgow” y que se llamó Frederick en la página 66 cuando ya hemos leído sobre él en las páginas 45, 48 y 65. O que leamos dos veces (p. 43 y p. 62) el detalle de cuando Becquerel envolvió sales de Uranio y las puso en un cajón por casualidad sobre papel fotográfico. Pero quizás ésta es demasiada quisquillosidad.
Más grave es que el libro se vuelve aburrido a partir del capítulo 3. De ahí en adelante vamos a leer las historias de cada uno de los siete elementos en orden cronológico de su descubrimiento. Todas ellas presentadas en el mismo molde: reportes no aceptados del descubrimiento, disputas por el reconocimiento del descubrimiento original, discusiones posteriores sobre la primicia del descubrimiento y posibles aplicaciones tecnológicas del elemento en cuestión. Scerri no cumple las promesas que nos hizo en su introducción, ni las que hizo Sacks en su prefacio; pero más grave aún no cumple a las que nos acostumbró en su obra anterior. Porque de La tabla periódica: su historia y su importancia se ha dicho que …[E]l libro de Scerri es un hermoso ejemplo de la labor de un químico. La historia de estas ideas, su discusión y su proyección a la actualidad y al futuro, en la presentación cabal, erudita, cuidadosa y apasionada del autor, es una lectura que todo químico —y hasta algunos físicos— habrá de disfrutar. [Amador, 2008]
Y al libro que nos ocupa en esta ocasión le falta la labor cabal, erudita, cuidadosa y apasionada de la obra anterior. Lo que nos regresa al comentario sobre con cuánta abundancia —y prisa— se escribe en nuestros días. Así, Scerri comete errores que le bajarían puntos a sus estudiantes
- 1)
…Mendeleev consideró que un elemento aún no descubierto con un número atómico de 180 sería un homólogo de zirconio… (sic, p. 85)
- 2)
…desde los inicios de la radioquímica era de esperarse que el elemento 87 se formaría probablemente ya sea del decaimiento a de actinio (88) o del decaimiento b de radón (86)
Pero extrañamente, los isótopos conocidos de radón parecían ser solo emisores β mientras que los de actinio eran solo emisores α. (sic, p. 155)
- 3)
Aunque quizá hay que culpar a la famosa Oxford University Press por estos errores. La abundancia y la prisa en la publicación debe ser la causa de que esta obra no haya sido cuidada con el esmero con el que las editoriales más prestigiosas establecieron sus altos estándares en el pasado. Se cuenta que Penguin Books ponía sus galeras en las ventanas de su establecimiento, junto a la estación del autobús para que la gente ayudara a revisarlas —y pagaba unos cuantos shillings por error reportado. Quizá haya que regresar a esas prácticas.
Problemas como éstos son moneda corriente en el medio editorial —y el que esté libre de pecado que…— y por eso admiramos tanto lo que logra el trabajo cuidadoso. También reconocemos que las mejores cosas se logran luego de ajustes. Así, celebramos la reciente noticia de que los errores mencionados han sido corregidos en la impresión actual.
En suma, lean La tabla periódica: su historia y su importancia. Y si les gusta mucho, vuélvanlo a leer.
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Finalmente, en una nota más agradable. Resulta muy divertido enterarse de todos los nombres-que-no-fueron para los siete elementos que se describen en este libro. Una muestra incompleta incluye: cassiopium, celtium, danium, nipponium, masurium, virginium, moldavium, russium, jargonium, catium, canadium, moseleyum y hesperium.
Eric Scerri, USA: Oxford University Press, 2013