La obesidad en niños y adolescentes es una enfermedad de especial relevancia dado que tiene una elevada prevalencia, potencial traslación a etapas posteriores de la vida y se asocia a comorbilidades como son hipertensión arterial, hiperinsulinemia, dislipemia, disminución de la condición física, trastornos del sueño, limitaciones sociales y disminución de la calidad de vida1. Si se perpetúa durante la edad adulta aumenta el riesgo de enfermedad cardiometabólica reduciéndose la expectativa de vida1. La obesidad infantil constituye un gran reto tanto para la sociedad como para los propios sistemas sanitarios. A ello no es ajeno nuestro país, según los datos del estudio Aladino realizado en 2010 y 2011 en niños de 6 a 9 años de edad, y empleando las curvas de crecimiento de la OMS, la prevalencia de sobrepeso fue 26.2% y obesidad 18.3%2. Un estudio posterior con la misma metodología publicado en 2015 mostró una prevalencia de sobrepeso ligeramente inferior, 23.2%, mientras que la obesidad prácticamente no había variado, 18.1%3. Conocer no solo el alcance del problema, sino también los factores que favorecen el exceso de peso, es prioritario, ya que constituyen el punto de partida para establecer las posibles medidas de intervención encaminadas a luchar contra la obesidad. Su abordaje requiere de un mejor conocimiento de los periodos críticos para su desarrollo, con el fin de implementar medidas de prevención y definir cuál es la mejor aproximación terapéutica.
Aunque varios son los estudios que se han desarrollado centrados en identificar los periodos críticos de desarrollo de la obesidad, en la actualidad el patrón de ganancia ponderal durante la infancia que comporta una obesidad mantenida no está claro debido a que los estudios realizados presentan una gran variabilidad en cuanto a la edad de inclusión, el tiempo de seguimiento y el tamaño muestral. Recientemente un estudio longitudinal basado en población general incluyó 51505 niños, iniciándose la observación al nacimiento y abarcando el seguimiento hasta los 18 años, ha ofrecido datos de relevancia4. En el mismo se observó que el sobrepeso y la obesidad se manifiestan en etapas precoces de la vida, 75% de los niños que fueron obesos a los 3 años de edad permanecían obesos en la adolescencia. Entre los adolescentes que presentaron sobrepeso u obesidad, la aceleración más rápida del índice de masa corporal (IMC) ocurrió entre los 2 y los 6 años de edad. Incluso después de este periodo de rápida ganancia ponderal, el IMC continuó aumentando si bien a velocidad inferior. Es de destacar que los niños que nacieron de madres obesas tuvieron un riesgo especialmente elevado de obesidad, si bien los periodos críticos del desarrollo de obesidad no fueron distintos de aquellos niños cuyas madres no fueron obesas. Los patrones de cambios del IMC en etapas precoces de la vida, más que el valor absoluto del IMC puede ser un predictor para identificar los niños en riesgo de desarrollar adiposidad en etapas posteriores4.
El constante aumento de la obesidad en los países desarrollados revela que los enfoques clásicos dietético-nutricionales, farmacológicos y comportamentales aplicados durante décadas, han sido un fracaso, y especialmente ineficaces en la prevención de la obesidad, así como en el mantenimiento del peso perdido. El tratamiento del sobrepeso y la obesidad requiere un abordaje multidisciplinar y se sustenta sobre tres pilares: la reorganización de los hábitos alimentarios, la potenciación de la actividad física y la motivación del niño y el entorno familiar para conseguir los cambios de hábitos necesarios, estableciendo objetivos asumibles y que puedan mantenerse a lo largo del tiempo. El tratamiento farmacológico5 o la cirugía bariátrica6 en niños tiene aún una indicación excepcional, las revisiones sistemáticas y metanálisis disponibles respecto a las diferentes opciones terapéuticas coinciden en señalar la imposibilidad, en el momento actual, de establecer recomendaciones específicas a este respecto, o de precisar los resultados de estas intervenciones a largo plazo. No existen aún tratamientos probadamente eficaces y es necesaria la individualización de los mismos.
En el caso de que sea necesario tratar, las intervenciones combinadas con dieta, ejercicio y modificación conductual son las que se han mostrado más efectivas, especialmente si los padres están involucrados en el tratamiento. El abordaje individualizado debe incluir una valoración de los factores de riesgo cardiometabólico y una personalización del tratamiento indicado, especialmente en el área de ejercicio físico 7. Un parámetro que puede ofrecer una información relevante para individualizar la planificación adecuada del ejercicio físico es conocer la capacidad cardiorrespiratoria del niño (CCR) evaluada por el consumo de oxigeno pico (VO2peak) o máximo (VO2max) mientras se somete al paciente a una prueba de esfuerzo. Este es un parámetro de especial relevancia que representa una medida integrada de la funcionalidad del aparato locomotor, cardiocirculatorio y condición metabólica que intervienen en la práctica de actividad física y el ejercicio8,9. En este contexto, la presencia de una CCR adecuada implica una buena respuesta fisiológica coordinada de todas las funciones mencionadas y comprende un conjunto de características físicas como la fuerza muscular y resistencia, capacidad aeróbica, movilidad articular, velocidad de movimiento, agilidad, coordinación y equilibrio.
En niños y adolescentes, a pesar del escaso número de estudios, también se ha demostrado una asociación de la CCR con alteraciones cardiometabólicas y con un aumento en el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares. Se ha demostrado que la CCR, estimada por el consumo de oxígeno (VO2peak) durante una prueba de esfuerzo, estaba inversamente relacionada con los valores basales de insulina e índice HOMA y ofrece una valoración del grado de activación autonómica del sistema nervioso 9. Estos resultados coinciden con otros estudios realizados en jóvenes10,11 sugiriendo el papel relevante de la CCR como potencial predictor del desarrollo de futuras alteraciones cardiometabólicas.
Junto a los estudios de asociación, en el “The Amsterdam Growth and Health Longitudinal Study” se observó que la CCR durante la adolescencia, entre 13 y 16 años de edad, se relacionó con el perfil de riesgo cardiovascular a la edad de 32 años. Un mayor grado de CCR se asociaba de manera inversa con el grosor de los pliegues cutáneos, perímetro abdominal y colesterol total12.
Un mejor conocimiento de los factores y periodos críticos para el desarrollo de obesidad junto a una aproximación individualizada del tratamiento son pilares básicos para poder avanzar en contener la epidemia de obesidad infantil y sus consecuencias a corto y largo plazo. La identificación precoz del riesgo en etapas tempranas de la vida debería conllevar una vigilancia del incremento de IMC. Una vez instaurado el sobrepeso o ya la obesidad la evaluación precisa del riesgo puede facilitar una aproximación adecuada incrementando las tasas de éxito.