«Las humanidades otorgan y dan sentido a la existencia cotidiana del ser humano». Esta frase, que pronunciara Luis Ramos una tarde del lejano año de 1996 cuando comíamos en la cafetería del Centro Universitario Cultural (CUC), ha marcado mi actuar cotidiano como estudiante, como doctorando y como historiador. Esta fue una de las grandes enseñanzas del sabio dominico cuya memoria honramos con este pequeño homenaje. La otra fue más terrena y no he dejado de ponerla en práctica hasta el día de hoy, y mis alumnos pueden atestiguarlo: «el maestro siempre invita» -me dijo esa misma tarde. «Cuando tengas tus alumnos, ya podrás invitarlos».
La relación académica y personal que tuve con el padre Ramos fue compleja y abarcó distintos ámbitos de nuestra vida: maestro, sinodal de tesis de licenciatura, confidente, amigo, colega, sacerdote y confesor. Lo conocí en 1995 gracias a María José Sánchez Usón, quien en aquellos años impartía un curso en el Museo de Antropología sombre las fuentes escritas en la Edad Media y hoy es docente en Zacatecas. María José, formada en España con el profesor don José María Lacarra era para mí la materialización de una medievalista y le propuse la idea de formar un Seminario de Estudios Medievales. Se excusó puesto que no sabía en aquellos años por cuáles derroteros la conduciría la vida, pero tuvo le gentileza de proporcionarme el teléfono del CUC de nuestro querido fray Luis.
Por aquellos años el CUC era mi tercera casa porque asistía con puntualidad benedictina a mis cursos de francés y siempre me había intrigado a dónde conducía el ascensor que nos estaba vetado a los estudiantes externos. Generoso como era, Luis me concedió la entrevista, le conté sobre la idea que teníamos varios compañeros de fundar un Seminario sobre la Edad Media y se entusiasmó con el proyecto. Su condición como profesor de asignatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y experto en Historia de Bizancio eran el aval que necesitábamos en aquellos años en los que solo Antonio Rubial y Guadalupe Avilez impartían materias sobre la Edad Media y en los que era frecuente escuchar que sin archivos, fuentes y bibliografía, estudiar Edad Media era una auténtica quimera. Luis aceptó de inmediato y me puso como condición para reclutar a los miembros del seminario: 1) tener promedio mayor de 8.5; 2) conocer idiomas y 3) trabajar mucho. Rosa Martínez Azcobererta, entonces coordinadora de la Licenciatura en Historia nos dio su visto bueno y durante dos años nos reunimos con rigor dominicano los viernes de 5 a 7 en el último de los salones del pasillo de la planta tercera. Por no aburrir al lector, solo diré que el seminario dio sus frutos: convertimos el seminario en un proyecto financiado por la Universidad; cuatro de nosotros recibimos beca para realizar la tesis de licenciatura, preparamos una antología de textos que luego nunca pudimos publicar pero que en su día fue un primer intento de compilación de fuentes; elaboramos una larga bibliografía de los materiales que sobre la Edad Media en sus distintos campos contenían las bibliotecas de la UNAM cuando solo existían los ficheros, y organizamos un ciclo de conferencias en el que participaron, entre otros, Antonio Rubial, Elsa Frost, Guadalupe Avilez, María José Sánchez Usón y el propio Luis Ramos. El tiempo pasó y muchos nos graduamos, la huelga de 1999 nos dispersó y Luis fue transferido, en una jocosa broma histórica, al convento de las Brujas.
Las visitas al convento de las Brujas estaban marcadas por las horas canónicas y siempre nos recibía a las 5 de la tarde, porque a las 7 tenía que vestirse el hábito y participar en la oración de completas. Las únicas dos veces que me citó en otras horas fue porque me invitó a comer: la primera vez, ingenuo de mí, pensaba que iríamos a cualquier restaurante de la zona de Coapa. Cuál no sería mi sorpresa cuando me condujo al refectorio y me permitió participar de la comunidad presidida, como no podría ser de otra manera, por el prior. De pronto fue como entrar en la Edad Media: la comida se abría con el pater noster y la bendición de los alimentos; acomodados en un semicírculo, los hermanos se convidaban las viandas, el vino y el agua, al terminar, cada uno tomaba su plato y lo llevaba a la cocina y luego… luego se acaba el labora y entraban en servicio las empleadas domésticas que lavaban platos, y recogían la mesa mientras nosotros nos dirigíamos al jardín a hablar de lo humano y lo divino. Seguramente estas buenas mujeres habían preparado los alimentos a lo largo de la mañana y se ocupaban de planchar las camisas de la comunidad. «No se debe vivir tan mal siendo cura» –pensé.
Si me permito traer a colación estos recuerdos personales que oscilan entre la vida académica y la vida religiosa es porque reflejan muy bien la compleja personalidad de nuestro querido Padre Ramos. Doctor en Patrología por la universidad de Oxford, era versado en griego y latín y hablaba, leía y escribía con fluidez el inglés, el francés y el italiano y se lamentaba de no saber lo suficiente de alemán. Historiador de formación pero canonista y teólogo por vocación, explicaba con sencillez a San Agustín, a Ireneo de Lyon, a Tertuliano, a Eusebio a Alain de Lile y como no, a Tomás de Aquino, y siempre lo hacía con una sonrisa completa, una mirada vivaz y un dedo cargado de auctoritas que recordaba a cada momento su potestas en el reino de Dios. Y, debo confesarlo, esa fue siempre la mayor intriga que me produjo: nunca pude comprender cómo un hombre tan sabio, que había estudiado precisamente el proceso de conformación de la Iglesia podía creer. Un día, en alguna charla en las Brujas, se lo pregunté directamente con el atrevimiento propio de la juventud y me respondió con toda la humildad y sencillez que podía transmitir: «en eso precisamente consiste la fe».
Su sabiduría y el voto de obediencia le llevaron a Roma en los mismos años en los que yo hacía la tesis doctoral en Madrid. Su misión no era menor: Juan Pablo II le había nombrado miembro de la comisión para el diálogo interreligioso y desempeñó algunos años, si mal no recuerdo, el cargo de secretario de la orden de predicadores. Para entonces el correo electrónico ya existía y nos mantuvimos más o menos al tanto de nuestras andanzas. La Providencia quiso que un día de verano él y su hermano Antonio fueran a Madrid y quedamos una tarde para tomar algo. El verano invitaba a tomar una cerveza y cuando sugerí tomar «una cerveza», él respondió sin dudarlo «dos». La recuerdo como una de las tardes más felices de mis seis años en Madrid, disfrutando de la compañía de dos amigos, de dos maestros y de dos sabios que sabían que en este mundo también era importante disfrutar de los momentos y los pequeños placeres que nos es dado vivir. De esta suerte, el padre Ramos ponía en práctica aquella máxima agustiniana, «Ni tanto Dios que no haya mundo, ni tanto mundo que no haya Dios».
De Roma a León, Guanajuato. La misión en la cabeza de la Cristiandad había terminado y sus autoridades lo destinaron a una ciudad de provincia para hacer lo que mejor sabía: enseñar. Le encargaron fundar la carrera de Filosofía, impartir clases de Historia y fomentar el amor por las letras y las humanidades entre los jóvenes leoneses, tal y como lo había hecho durante tantos años en la Facultad de Filosofía y Letras. Infatigable, inquieto, además de dar clases, publicaba revistas, organizaba bibliotecas, asistía a sus alumnos y hacía invitaciones a sus antiguos discípulos a apoyar su labor. Lamentablemente nunca pudimos concretar esta invitación, pero el hecho de que mi antiguo maestro contara conmigo era ya un honor y un privilegio.
No podría cerrar esta primera parte de la remembranza sin hacer mención a su carisma religioso. La primera vez que le vi vestido de sacerdote fue en el funeral de mi abuela materna, donde nos ofreció a mi familia y a mí el consuelo anhelado en una ceremonia en la que le serví como acólito improvisado. La segunda fue en mi boda y puedo decir que una palabra suya bastó para abrir las puertas de Santo Domingo en Oaxaca y autorizar una ceremonia en vísperas del inicio de la Semana Santa. Cuánta dignidad había en su imagen sacerdotal y en ambas ocasiones recordé el pasaje del Nombre de la rosa en el que Umberto Eco hacía decir a Adso: Eris sacerdos in aeternum. Cuando meses después, con cierta vergüenza tuve que confesarle que mi relación finalmente no había fructificado y que me había separado, de nuevo me mostró su enorme capacidad de empatía y su profundo conocimiento del corazón de los hombres y me dijo «no te preocupes, que eso duró tan poco que no puede considerarse un matrimonio». Lo siguiente que supe de él algunos meses después fue la trágica noticia de su fallecimiento. Su muerte, fulminante sin duda, fue la recompensa a toda una vida entregada a la noble labor de la educación y a su entrega al prójimo.
La evocación de nuestro querido maestro puede y debe incluir una descripción de su físico, porque solo así es posible dar cuenta cabal de quién fue Luis Ramos. De estatura más bien baja, poseía un físico vigoroso, una frente amplia y un cabello blanco que denotaba sabiduría. Detrás de sus gafas delgadas, unos ojos vivos y sagaces se mostraban inquietos y escrutadores de todo cuanto acontecía. Su andar era pausado y solía caminar con el brazo derecho extendido y separado del cuerpo y detenerse repentinamente para contarte una idea o una ocurrencia. Hombre de religión, iba siempre de camisa y pantalón formales y zapatos perfectamente lustrados; sobrio pero elegante, como sin duda correspondía a su condición. Su voz era alegre y viva, grave, segura, llena de autoridad, autoridad que se transformaba en paciencia y comprensión cuando errabas la respuesta y soltaba su característico «nou», un «nou» que sin hacerte sentir mal, evidenciaba que no habías puesto la suficiente atención en la lección. De natural alegre, pocas veces lo vi molesto, menos enojado. Y lo que le enojaba eran las injusticias, las desigualdades, el dolor provocado en el prójimo, el sufrimiento del otro: de ahí su apostolado educativo, pues estaba convencido de que la educación permitía a cualquier persona transformar su realidad y enfrentar la vida con mejores herramientas.
Quisiera terminar esta semblanza con dos anécdotas que muestran la personalidad única de Luis. Una tarde asistimos a unas charlas que impartía el medievalista francés Henri Bresc en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM acerca de los judíos en la Sicilia medieval en el marco de la Cátedra Marcel Bataillon. Al terminar, la tarde anunciaba lluvia y mi amigo Gabriel Torres Puga –entonces el único de los compañeros que poseía coche– se ofreció a llevarlo al convento del CUC para ahorrarle una empapada segura. «Gracias, pero no hace falta», y sacó del bolsillo del pantalón la llave de un Jetta negro, reluciente y nuevo, que sorprendió a todos los que le rodeábamos y que pensábamos que la pobreza era uno de los votos esenciales de los hombres de religión. «Pero no es mío –añadió ante nuestra mirada atónita e inquisitiva–, es del provincial; bueno, en realidad de la orden, porque ya saben que nosotros no tenemos nada. A mí solo me lo prestan». Y acto seguido, se subió en el coche y se fue conduciendo un coche nuevo.
En otra ocasión, en la Casa de Santa Rosa de Lima, en la colonia Condesa, bajó a abrirme la puerta y dos personas esperaban antes que yo. «Padre buenas tardes, venimos a pagar la limosna para la misa». «Muy bien –dijo Luis–, el dinero lo pueden dejar aquí y por las misas preguntan allá», dijo al tiempo que extendía la mano y los feligreses, desconcertados, no sabían si lo decía en serio o eran víctimas de una broma inocente.
La mejor forma de rendir homenaje a Luis Ramos es recordarlo como ese hombre alegre, inquieto, generoso, empático, solidario y curioso que siempre fue. Unos lo recordarán como el Doctor Luis Ramos Gómez-Pérez, autor de libros sobre la educación medieval o catálogos de historia de la masonería; alguno más como el Padre Ramos; otros como fray Luis y alguien simplemente como Luis. Y es que en el fondo él era esas cuatro cosas en una sola: maestro, académico, sacerdote y fraile dominico. Fiel al carisma de la Orden de Predicadores desde su fundación, dedicó su vida a la enseñanza, no solo en el aula, sino a través de los gestos cotidianos, de la palabra oportuna, de la llamada de atención cariñosa, de la solidaridad desinteresada, de la fe en sus alumnos. Para Luis no había imposibles, los únicos límites eran los que uno mismo se pusiera y enseñaba que con trabajo, disciplina y humildad uno podía conquistar sus sueños. Y si de alguien se puede decir que duerme el sueño de los justos es, sin duda, de nuestro querido Luis. Descanse en Paz.
El presente texto fue presentado en el marco del «Homenaje» que se rindió al Dr. Luis Ramos Gómez-Pérez en el Salón de Actos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM el viernes 9 de octubre de 2015, organizado por la Mtra. Flor Díaz de León Fernández de Castro. Participaron en el acto, además del autor de estas líneas, Álvaro Matute, Antonio Ramos, Miguel Soto y Evelia Trejo, con la moderación de la Dra. Luz Fernanda Azuela. Agradezco a Alfredo Ávila, editor de la revista Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México la posibilidad que me brindó de reproducir el texto en las páginas de la misma.
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.