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Vol. 47.
Páginas 197-204 (enero - junio 2014)
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Ana Romero Valderrama
University of Houston
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En la década de 1840, José María de Bocanegra aseguraba que los partidos buscaban beneficios privados y confabulaban “para intrigar y derribar gobiernos, o para disponer de los intereses y los derechos de particulares”.1 Tal fisonomía personalista y circunstancial de los grupos partisanos representó una problemática para buena parte de la historiografía mexicanista, ya que ésta consideró que las formaciones del siglo XX no contaban con los rasgos necesarios para ser denominadas de tal forma, especialmente, porque tenían una presencia marginal a programas definidos y regulados por la gobernabilidad.2 Desde la politología, Giovanni Sartori declaraba que los partidos surgieron en la modernidad, ya que entonces tuvieron una percepción positiva y, por lo tanto, una existencia plenamente aceptada. Aseguraba que esta valoración respondía a que los partidos representaron una forma institucionalizada e integrada al orden gubernamental que permitía la diversidad y la disensión. Señalaba la importancia de evitar el anacronismo al marcar una diferenciación contextualizada respecto de los grupos políticos previos a los partidos.3 Con una postura análoga, la historiografía mexicanista resolvió denominar facciones a los grupos decimonónicos y partidos a los “modernos”.4

La Escuela de Cambridge presentaría una crítica a interpretaciones afines a aquella de la historiografía mexicanista y declararía que la noción conflictiva no es la palabra, sino la interpretación de ésta. Aseguraría que la lectura histórica de los partidos debería de quedar delimitada a explicar intenciones y funciones a las que éstos hacían referencia.5 La presente obra marca una postura similar, ya que desdeña la posición de la historiografía mexicanista que limita tal designación a los esquemas descritos por Sartori. Así, pregunta sobre las características de los partidos mexicanos de la época decimonónica y disecciona los rasgos identitarios de aquellos grupos que durante los años germinales fueron llamados sin ambages “partidos”.

Los coordinadores pensaron esta obra durante una reunión de historiadores en 2003, después de notar varios puntos comunes en los partidos del siglo XIX y principios del siglo XX y, de esta forma, invitaron a varios especialistas a realizar un libro colectivo, con la intención de fomentar la reflexión sobre el papel de los partidos en la historia mexicana. En la introducción, los coordinadores marcan una cuestión fundamental que articula esta obra. Resaltan una contraposición primordial de los pensadores y políticos decimonónicos en la percepción de los partidos: la relación entre una gobernabilidad exitosa y la unidad política. Durante los años fundacionales de México, los individuos condenaron toda división que amenazara con la pérdida de la libertad adquirida o la disolución de la gobernabilidad, en consecuencia, rechazaron aquellos grupos porque consideraron que atentaban contra la prístina unión nacional. Posteriormente, al transformar esta idea de confrontación, modificaron las percepciones relacionadas. No obstante, los coordinadores subrayan que los presentes capítulos demuestran que la trayectoria interpretativa de entonces de ninguna forma avanzaría de manera lineal de una perspectiva negativa que rechazara la legitimidad de las formaciones partisanas a una concepción positiva que buscara institucionalizarlas, sino que representaría una convivencia intermitente de ambas posturas, la cual encontraría resonancia en la siguiente centuria.

“El orden republicano y el debate por los partidos, 1825–1828”, de Alfredo Ávila y María Eugenia Vázquez Semadeni, presenta los primeros momentos de los partidos en la recién establecida república federal. Los autores marcan dos vectores fundamentales en los procesos partidistas de aquellos momentos. Destacan una significativa transición en la valoración de los partidos a raíz de los conflictos generados en la construcción de la nueva institucionalidad. Aseguran que las formaciones partisanas mudaron de una percepción positiva de “participar” a una negativa de “separar” la nueva unidad y provocar la disolución nacional y, de esta manera, fueron combatidas. Por otro lado, los autores explican la manera en que los yorkinos contribuyeron a la idea de una confrontación bipartidista de las logias. Aseguran que la polarización ocasionada por la invasión napoleónica a España en 1808 permitió una noción de confrontación entre serviles y liberales, y mantuvo una continuidad durante la guerra civil novohispana de 1810 al luchar monárquicos y grupos insurgentes. Después de establecida la república, los yorkinos retomaron esta noción binaria al manifestar una disputa entre patrióticos y traidores, i. e. entre yorkinos y escoceses, y aquellas etiquetas negativas que fueron adjudicadas por los yorkinos a los contrarios: borbonistas, españoles, aristócratas. Sobre esta visión dicotómica de la época independiente, tan enraizada no solamente en la historiografía decimonónica sino en la contemporánea, los autores subrayan que este reconocimiento del grupo enemigo posibilitó una narrativa favorable al sistema partidista, la cual resultó efímera, ya que los yorkinos no otorgaron una legitimidad a la existencia de los contrarios y sus proyectos políticos.

En “La actitud de la administración de Anastasio Bustamante hacia los partidos y la oposición política (1830–1832)”, Catherine Andrews estudia el discurso de la prensa pro bustamantista al valorar el papel de las formaciones partisanas en la vida política y, por otro lado, las medidas tomadas por la autoridad gubernativa para regular las expresiones oposicionistas. La administración bustamantista recibió una nación impactada por las revueltas masónicas de años previos. De esta forma, heredó la percepción negativa hacia los partidos al considerar que éstos quebrantaban la estabilidad nacional. Según Andrews, El Registro Oficial aceptó la idea de una opinión individual que señalara las fallas del gobierno, siempre que no cayera en los excesos y, por supuesto, que limitara esta facultad a los llamados “hombres de bien”. Así, criticó la inclinación popular de los yorkinos, y llamó a los individuos “aptos” a abandonar los uniformes partidistas y participar en la gobernabilidad. Por otro lado, la administración bustamantista fraguó varias medidas para garantizar estos mismos objetivos. Andrews asegura que, de forma contraria a la versión defendida por la historiografía, esta autoridad no atacó a los grupos opositores de una forma más enérgica que las presidencias anteriores.

En “Entre la espada y la pared: el partido conservador (1848–1853)”, Erika Pani estudia al grupo político que asumió el papel de “conservador” y fundó en 1848 el periódico El Universal. Pani indica que los editores conservadores mantuvieron la idea de que los partidos representaban importantes elementos desestabilizadores de la gobernabilidad. Afirma que, no obstante, por la proximidad de los tiempos electorales, los editores declararon la diversidad de pareceres y aseguraron la necesidad de escuchar, considerar y respetar a los otros partidos. El Universal reconoció dos partidos “palancas” en la sociedad: conservadores y demócratas. Aunque, al igual que la prensa bustamantista estudiada por Andrews, promovió la participación de los individuos aptos, especialmente, los propietarios. Los conservadores triunfaron, pero recibieron las descalificaciones liberales y resultaron forzados a renunciar. Así, explica la autora, mudaron el discurso de los contrapesos y acusaron a los liberales de destructores de la nación y, posteriormente, en 1853, no olvidaron la experiencia previa y apoyaron la dictadura santannista al buscar aventajar a los enemigos.

En “El imposible pluralismo político: del exclusivismo y otros vicios de los partidos políticos en el México de la Reforma”, Frédéric Johansson estudia desde la época de la rebelión de Ayutla que derribó a Santa Anna en 1854 hasta la victoria de los liberales sobre los conservadores en 1860. Aborda una problemática nodal de los partidos decimonónicos: los desencuentros entre las discursivas pluralistas y sus prácticas “exclusivistas” y, por supuesto, los matices de estas últimas. Johansson señala que, durante aquellos años, los políticos rechazaron de manera pública y unánime los favoritismos —e. g. la práctica de otorgar puestos gubernativos a los correligionarios (la “empleomanía”)—. Condenaron las acciones personalistas que no tenían que ver con ideales y proyectos políticos y atentaban contra el bienestar de la nación. Por otro lado, con lineamientos parecidos a la administración bustamantista de 1829 y al partido conservador de 1848, los conservadores que llegaron al poder en 1858 orientaron su postura exclusivista a rechazar los excesos demagógicos y “comunistas” y, al mismo tiempo, a centrar el poder en los “hombres decentes”. No obstante, Johansson subraya la necesidad de resaltar la excepcionalidad en los favoritismos, ya que, aunque varios puestos fueron acaparados por correligionarios, otros individuos pertenecientes a las formaciones contrarias, pero altamente capacitados o relacionados a clientelismos regionales, quedaron intocables.

En “Partidos personalistas y de principios; de equilibrios y contrapesos. La idea de partido en Justo Sierra y Francisco Bulnes”, Alicia Salmerón confronta la concepción de ambos políticos porfiristas sobre los partidos. Analiza las condiciones de transformación o permanencia interpretativa de estos líderes “científicos” frente a la próxima sucesión de la administración porfirista. En la publicación La Libertad, en 1881, Bulnes ofreció dos acepciones de los partidos: por una parte, la tradicional, al equipararlos de forma negativa a “facciones” y, por otra parte, la moderna. Aseguró que, a diferencia de los partidos europeos o estadounidenses, las formaciones mexicanas inevitablemente representaban facciones particularistas y, por lo mismo, los mexicanos no podían o debían de aventurarse a consolidar los partidos. Por otro lado, Sierra desplegó igualmente una concepción polisémica de la idea de los partidos. En 1878 indicó que los liberales anteriores lograron la victoria de los principios republicanos, pero no consiguieron la estabilidad política tan necesaria para avanzar. Así, planteó una conciliación y la transformación de partido combativo a partido de gobierno, de personalistas e idealistas a prácticos. La autora señala que, ciertamente, Sierra manifestó ya una perspectiva moderna al buscar otorgar legitimidad y programas concretos al partido, pero conservó la noción unanimista. La caducidad de la administración porfirista ya ocupaba a distintas fuerzas políticas en 1904, ya que la sucesión amenazaba la estabilidad nacional. Bulnes haría suya la idea de organizar las fuerzas políticas, pero, de forma contraria a Sierra, reivindicaría la lucha bipartidista, y propondría la unión oligárquica de conservadores modernos y liberales (excluidos los populistas). Por supuesto, indica Salmerón, al avanzar las ideas revolucionarias, volvería a la noción tradicional de los partidos y los calificaría de facciosos y elementos anárquicos.

En “¡Sufragio efectivo, no reelección! Un partido político contra el poder absoluto”, Pedro Salmerón asegura que la idea de crear una fuerza partidista democrática de cara a la reelección porfirista no surgió con la famosa obra La sucesión presidencial de 1910 de Francisco I. Madero, aunque sí la alentó. Salmerón estudia la actividad de los antireeleccionistas identificados con Madero y la formación y organización del partido creado para respaldarlos. Muestra que estos personajes ya no plantearon cuestión alguna a la perspectiva de una organización partidista para con tender en la próxima elección. En la entrevista de James Creelman en 1908, Díaz anunció que no buscaba la reelección y que daba la bienvenida a la formación de partidos. Madero y otros personajes aprovecharon estas palabras y trabajaron para la creación de un partido democrático con un programa que exigiera la aplicación de la Constitución y creara los mecanismos necesarios para evitar una nueva dictadura y, posteriormente, que revisara las reformas pertinentes. Salmerón desarrolla varios aspectos del partido “Centro Antirreeleccionista de México” que nació en 1909. Explica de qué manera éste formó clubes con centros directivos de carácter estatal y nacional, resultó perseguido por la autoridad gubernamental, se transformó en grupo conspirativo clandestino e invitó a la rebelión en 1910.

En “El Partido Católico Nacional. Las instituciones liberales al servicio de la restauración católica”, Laura O'Dogherty desarrolla la historia del partido católico que representó la respuesta de grupos eclesiásticos y seculares al derrumbe porfirista. Explica que, al mismo tiempo que en 1911 Díaz presentaba su renuncia a la presidencia, nació el Partido Católico Nacional que pretendió reclamar los derechos constitucionales de la Iglesia y los ciudadanos católicos. El nuevo partido contó con dos rasgos distintivos: por una parte, abandonó la noción de las negociaciones privadas entre gobierno e Iglesia y, por otra, reivindicó la Constitución de 1857 y abrazó el liberalismo político. Buscó posicionarse frente a los conflictos de las fuerzas políticas que lucharon por la preponderancia al resquebrajarse la administración Díaz. Inicialmente, no afrontó a los grupos porfiristas, pero al resultar evidente la derrota de éstos, pretendió apoyar al candidato a la presidencia que garantizara una posición ventajosa a la Iglesia, así, respaldó a Madero. La autora manifiesta que, sin embargo, desapareció porque no comulgó con la rebelión armada y temió la disolución social provocada por la Revolución, además de que una ramificación de éste sufrió la cancelación de espacios de participación política por Victoriano Huerta.

Los capítulos anteriores brindan varias coordenadas significativas para explicarnos las circunstancias excepcionales de los partidos decimonónicos al transitar entre la censura y la respetabilidad. Muestran la convivencia de diferentes interpretaciones ligadas a dos percepciones fundamentales. La negativa, al designarlos elementos destructores de la gobernabilidad, representó una lectura relacionada con tiempos coyunturales de especial fragilidad de la autoridad durante los años germinales y la administración porfirista. La positiva, en aquellos momentos en que los partidos necesitaron afianzarse con la integración de los opuestos, mayoritariamente asociada a la idea de considerar a los partidos instituciones necesarias y buscar organizarlos y reglamentarlos para formular principios y proyectos compartidos y encauzar la competencia política. Esta última posición tendría una incipiente existencia, tímida y accidentada, durante el siglo XIX, aunque próspera y ya fortalecida en el siglo XX. Así, en la década de 1820, la clase política consideró a los partidos “los males necesarios” de los sistemas representativos: entidades políticas pasajeras, germinadas para solventar momentos conflictivos. Asumió que, de forma ideal, todos los individuos terminarían por sumarse al grupo que demostrara representar la voluntad general y, de esta manera, los partidos desaparecerían. Al llegar a los tiempos previos a la revolución mexicana, continuó con algunas viejas reservas, pero, igualmente, concretó la posibilidad de otorgar a los partidos una existencia perdurable y sujeta a formas óptimas de organización para interactuar con la autoridad. Una pregunta cardinal sobre la participación partidista durante aquella época la plantea Andrews: ¿cuál sería la forma adecuada de expresar una oposición legítima tal, o simple posición, frente a la potestad gobernante?

Una carencia en la presente obra es que no nos proporciona los elementos suficientes para penetrar en la discusión historiográfica relacionada con los partidos en el México decimonónico. En varios capítulos no presenta una revisión crítica que nos indique problemas o posturas de los estudios históricos al abordar los partidos seleccionados y por qué explicarlos es una tarea imperativa. Una problemática más significativa es que esta obra reporta una brecha cronológica entre 1833 y 1847 y, con esta ausencia, desaprovecha la oportunidad de brindar una perspectiva innovadora sobre formaciones imprescindibles en procesos históricos fundamentales del siglo XIX (e. g., los partidos “moderados” y “radicales” de la década de 1840). Ciertamente, es acertada la decisión de los coordinadores sobre ilustrar la bisagra entre ambos siglos, aunque la relevancia de la temática requería proporcionar al siglo XIX una mayor presencia de estudios históricos recientes, y quizá aventurar un segundo tomo dedicado al siglo XX. Fuera de estas ausencias, es una obra sugerente que proporciona los principales elementos para alcanzar una mirada diversa y novedosa. Permite trazar coincidencias y especificidades reveladoras y, aunque solamente presenta algunas facetas de los partidos de entonces, abre la puerta a buscar una fresca aproximación a aquellos partidos que no son revisados. Una pregunta fundamental que posiblemente quede en la mente de los lectores de esta interesante y bien documentada propuesta es ¿qué pueden decirnos estos textos y los procesos señalados sobre los partidos de la siguiente centuria, especialmente, la instauración del Partido Revolucionario Institucional? Naturalmente, tal pregunta hace de esta obra una lectura recomendada no solamente para historiadores, politólogos y estudiosos sociales, sino para aquellas personas que buscan conocer la historia mexicana y entender la actualidad.

José María de Bocanegra, Memorias para la historia de México independiente, 1822–1836, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana/Fondo de Cultura Económica, 1987, v. I, p. 389–390.

Cfr. Michael P. Costeloe, La primera república federal de México (1824–1835). Un estudio de los partidos políticos en el México independiente, México, Fondo de Cultura Económica, 1996 [1975], p. 85–86, y Alfredo Ávila, “El Partido Popular en México”, Historia y Política. Ideas procesos y movimientos sociales, Madrid, n. 11, 2004, p. 35–64.

Giovanni Sartori, Partidos y sistemas de partidos, Cambridge, Alianza Editorial/Cambridge University, 1980, v. I, “Prólogo” y p. 35.

Vid. Will Fowler, Mexico in the age of proposals, 1821–1853, Wesport (Connecticut)/London, Greenwood Press, 1998.

Terence Ball, “Party”, en Political innovation and conceptual change, edición de Terence Ball et al., Cambridge, Cambridge University Press, 1989, p. 155–176.

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