En 1975 el historiador de arte prehispánico de la Universidad de Yale, George Kubler, recibió un mapa antiguo del México central. Se trataba de un documento del siglo xvi con una dimensión de 177 centímetros en forma rectangular y hecho de amate. Así, pasó a formar parte de los “libros raros y manuscritos” de la Biblioteca Beinecke perteneciente a la misma Universidad. Pero fue a partir del primer estudio realizado por John B. Glass que comenzó el reconocimiento del mapa histórico (Carr, 2012b:171). No obstante, solo hasta años recientes, cuando un estudiante del seminario de arte puso atención sobre él, es que se formó, en 2007, un seminario para su estudio sistemático. Fue entonces protegido por un vidrio suspendido (Noack, 2012) y de esta forma comenzaba una nueva era para el mapa: varias miradas procedentes de diversas disciplinas y con diferentes enfoques posaron su interés sobre un mismo objeto en común. Dos años después tomaba ya su primera forma un conjunto de estudios monográficos y un análisis científico de los materiales que le dan soporte como no había sucedido jamás con otro documento del mismo tipo (Magaloni, 2012; Newman y Derrick, 2012). Dichos avances preliminares fueron presentados en 2009 en una sesión en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM. Finalmente, el pasado 4 de diciembre del 2012, en el Auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México, la presentación fue coordinada y editada por Mary E. Miller y Barbara E. Mundy, y dos historiadoras del arte de la Universidad de Yale. Con el título Painting a Map of sixteenth-Century Mexico City. Land, writing and Native Rule, el libro se conforma de una Introducción por parte de la coordinadora Mary E. Miller, nueve ensayos independientes,1 un epílogo de las editoras, dos apéndices, un glosario más una bibliografía completa; incluye, asimismo, reproducciones nítidas y a color del mapa Beinecke y varios de sus detalles entre cuantos mapas similares o asociados a aquél.
La imagen del mapa es fundamentalmente la de una cuadrícula con divisiones, aparentemente regulares, en 121 parcelas, asignadas a 143 hombres y mujeres como posibles terrazgueros y marcados, cada uno, con un glifo de nombre de una planta de tule o de maíz.
Por consenso de los estudiosos del mapa éste debió haber sido elaborado en 1565 bajo el último de los reinados tenochca. Este dato pudo constatarse ya que, del lado izquierdo del mapa, aparecen cinco señores que, ordenados en secuencia, gobernaron entre 1538 y1565, lo que indica una temporalidad de unos 40 años. Allí mismo aparece el virrey Luis Velasco frente a un tlatoque, además de una iglesia y una hilera de siete casas indígenas. En términos generales, se trata de un documento legal para registrar tierras y sus dueños y con ello reclamar derechos de una comunidad indígena sobre ellas. Pero es mucho más: es un mapa, ante todo, dinámico y flexible. Esto es, el análisis físico demostró el uso frecuente de parches y enmiendas lo que quiere decir que fue un documento constantemente utilizado buscando objetivos del momento (Carr, 2012a). Asimismo, el códice plasma todo un contexto político y social de destrucciones y construcciones españolas mostrando, sobre todo, los ajustes y la crisis en el sistema de tenencia de la tierra entre las autoridades españolas y las indígenas (Mundy, 2012b) También es un mapa histórico que muestra enfáticamente las generaciones o las genealogías como si se tratara de una biografía de linaje tenochca (Carr, 2012a; Castañeda de la Paz, 2012). Por último, la pictografía es, una vez más, una muestra fehaciente de la tradición estilística de los tlacuiloque (Mundy, 2012a; Whittaker, 2012) lo que permite asimismo cotejarlo iconográficamente con otros códices de su época o de su tipo como es el caso del Plano Parcial de la Ciudad de México (Castañeda de la Paz, 2012).
Ahora bien, sabemos de una gran cantidad de documentos pictográficos de manufactura indígena que cumplieron con documentar sus historias y preservar su visión del espacio. Entre ellos están los códices con dimensiones geográficas y de contenido propiamente cartográfico Sin embargo, existen diferentes criterios para definirlos propiamente como mapas (Urroz y Mendoza, 2010). Barbara Mundy, por ejemplo, ha propuesto cuatro grandes categorías para este tipo de mapas de carácter territorial y entre ellos están los de carácter catastral donde encajaría el mapa en cuestión (Mundy, 1996:248-256). En general, son un tipo de códices que en la época colonial fungieron en litigios de terrenos para cumplir, entre otros, con la finalidad de identificar a la elite gobernante y mostrar visualmente su estatus junto con su respectiva extensión territorial para con ello proteger los derechos de propiedad frente al cabildo español. Subsanando los problemas de definición y catalogación de los documentos pictóricos, podríamos decir que aunque este mapa es de contenido histórico y económico, es, sobre todo, de carácter territorial y específicamente catastral. Revisemos entonces solo aquellos ensayos que miran el mapa desde una perspectiva espacial. Principalmente son tres autores que lo abordan así: Pablo Escalante, Barbara E. Mundy y María Castañeda de la Paz quienes estudian respectivamente el mapa en relación con su topografía, con la tenencia de la tierra y cotejándolo con otro mapa similar en tiempo, espacio y contenido.
Comienzo describiendo el artículo escrito por Pablo Escalante ya que es quien nos brinda la interpretación del lugar. Es decir, ante todo, es un mapa que registra un espacio concreto, una locación especifica. Frente a la dificultad que presenta el documento de no contar con evidentes topónimos o glifos de lugar, además de carecer de orientación o de una relación más amplia con otras partes de la Ciudad de México, el autor apuesta a su estudio topográfico. Nos dice que por las distancias y dimensiones representadas se trata de un mapa a escala local, es decir, una pequeña área pero densamente poblada aparentemente a las afueras de la traza urbana de Tenochtitlan. Parece ser una región pantanosa donde abundan canales y flujos de agua que irrigan los terrenales y algunas chinampas; en fin, un área de vergeles y árboles. Sin embargo, aquello que definiría su ubicación precisa a orillas de lago de Tezcoco al sureste de la ciudad (en la parcialidad San Pablo Teopan) y fuera de la traza española es su colindancia con un gran dique que seguramente es el albarradón de Ahuizotl o San Lázaro. Esto lo concluye cotejándolo con el mapa de Uppsala aunque sin señalar su relación con el mapa entre ambos (Escalante, 2012:105) También aparece en él una iglesia misma que intuye ser la misma que aparece en el mapa de Antonio de Alzate como única construida en el perímetro de la isla (Ibid.:107).2 Finalmente, haciendo referencia a un glifo, concluye que se trata del barrio de San Jerónimo Atlixco.
Por su parte, Barbara E. Mundy busca descifrar el uso del mapa y para ello explora el contexto y situación de la tierra que, para ese momento, aparece escasa, muy peleada y dentro de un sistema de tenencia prehispánico muy complicado (Mundy, 2012a:42-43). Aunque es claro que el documento funge como registro, evidencia y como una protección contra los abusos de las autoridades españolas, es necesario explicar entonces la falta explícita de propietarios y de medidas de las parcelas (Ibid.:46). La autora sugiere que esto se debe a la naturaleza flexible y modificable en sus funciones y lecturas. Es decir, el mapa, además de sumar nuevas generaciones de propietarios, debió utilizarse también para transferencias entre dos partes indígenas o tlatoques, uso que continuó en la época colonial, para redistribuciones de tierras por parte del cabildo español. En este caso, y desde la perspectiva española, la autora concluye que el mapa buscó asignar tierras fuera de la traza central y en los márgenes del lago a donde empujaron a sus nuevos residentes, ya fueran residentes españoles o elite indígena (Ibid). En este sentido, podría decirse que el mapa “pone al día” estos “movimientos espaciales”.
El segundo de sus ensayos es un análisis iconográfico para detectar la relación entre autoridades españolas y gobernadores indígenas en relación con el control y la tenencia de las tierras. Ambas partes buscaban, por medio del mapa, mantener o establecer poder político y control territorial. El resguardo de un mapa como este debió haber estado archivado en el Tecpan o casa señorial de su respectivo altépetl y en donde se llevaba celosamente el registro de los linajes o tlatocamecayotl. Mientras que, en el caso de los españoles –quienes no comprendieron el sentido del registro indígena– reasignaron las tierras mismas para su beneficio. En este sentido, la sorpresa es que este mapa no es un reclamo al cabildo español por parte del gobernante tenochca, sino de miembros o residentes locales de los ejidos que reclamaban a ambas partes quienes se disputaban la apropiación de tierras junto con sus tributos (Mundy, 2012b:131).
Finalmente, María Castañeda de la Paz propone un cotejo entre el mapa Beinecke y el Plano Parcial de la Ciudad de México y esto con el fin de responderse para quién y porqué se elaboró el documento. Partiendo una vez más del entendimiento del sistema de tenencia indígena, el mapa representa la tensión, por un lado, entre el cabildo español y el tlatoani o gobernante indígena; y, por el otro, muestra la crisis de los linajes y sus tlatoques pertenecientes a su altépetl correspondiente. Tomando esto en cuenta describe diferencias y similitudes entre ambos documentos. El Plano Parcial representa una sección de la Ciudad de México y contiene tierras señoriales con glifos de nombres que indican los dueños, todos varones y acompañados por glosas. También sufrió cambios y enmiendas en la lista de los gobernadores tenochcas. Por su parte, el mapa de Beinecke que también sufrió múltiples arreglos, representa, en cambio, tierras patrimoniales en posesión de la realeza mexica –con reconocimiento español– y sus dueños tanto hombres como mujeres. Este mapa, sin embargo, carece de topónimos y no está acompañado de documentación alguna. Una similitud fundamental es que ambos mapas fueron elaborados a lo largo de varios periodos pero completándose ambos durante el reinado de Cipac. La autora plantea la posibilidad de que existiera un archivo en Tenochtitlan que resguardaba la información territorial de cada altépetl, mientras que, a su vez, cada pueblo derrotado también tenía el suyo. En este sentido, el Plano Parcial debió pertenecer al archivo de Tenochtitlan, mientras que el mapa Beinecke a una librería local.
Como el historiador del arte Ernst Gombrich ha señalado que una imagen no se lee sola (Gombrich, 2010:45); es decir, para comprender una imagen y sobre todo, para poder ser interpretada debidamente es necesario un texto que lo explique. Pero en el caso del mundo de los códices y mapas antiguos de tradición indígena no siempre es así. Y como bien lo explica Elizabeth Hill Boone, estos documentos formaron parte de un sistema de representaciones icónico, numérico y espacial que estandarizó cierto formato, imágenes e inclusive materiales que toda una carga de significados misma que resultaba legible para aquellos que compartían las mismas convenciones estilísticas (Hill, 2010:50-51). En este sentido, Barbara E. Mundy confirma que, con este mapa, se alcanzó, una vez más, lo esperado: “lucidez” y “claridad” de ideas, cosas y acciones para ser leídos y comprendidos como códigos visuales (Mundy, 2012b:34-36). Al mismo tiempo, resulta inevitable el carácter especulativo e hipotético de las primeras interpretaciones y estudios.
Quizá esta sea la razón por la que los presentadores del libro en el auditorio del Museo Nacional de Antropología argumentaron que la obra, más que develar realidades, sacaba a luz nuevos problemas.3 Es decir, en el caso de este mapa, carente de glosas sobre su superficie y en donde no se ha encontrado un legajo o documento escrito que lo acompañara, aumenta la dificultad de su estudio. No obstante, como subrayó Javier Noguez, el logro reside en el hecho de haber coordinado y editado un volumen colectivo que representa en sí el primer paso de un largo camino en la vida histórica del mapa.
La investigación procede de dos grupos académicos, principalmente, de la Universidad de Yale y de la Universidad Nacional Autónoma de México. Las colaboraciones provienen de historiadores del arte como Mary E. Miller, Barbara E. Mundy, Richard Newman, Michele Derrick y Gordon Whittaker y de antropólogos e historiadores como son María Castañeda de la Paz, Pablo Escalante Gonzalbo y Diana Magaloni Kerpel. Sin embargo, el universo de planteamientos y desafíos que presenta el mapa Beinecke sugiere la necesidad de contar con más especialistas que con otros marcos de referencia y escalas de trabajo podrían completar el abordaje teórico y específico del estudio de este documento.
Aunque se reproduce el detalle del mapa de Antonio de Alzate, el autor no señala la ubicación precisa donde el lector debe mirar.
Los presentadores de la obra, en la velada del Museo Nacional de Antropología (Chapultepec) fueron, además de Eduardo Matos Moctezuma, Carmen Herrera quien señaló, sobre todo, la necesidad de cotejar el mapa con otros códices y la urgencia de trabajar en coordinación más en aspectos diferenciales. Por su parte, Xavier Noguez enfatizó la dificultad y el reto que implica los estudios de códices mismos que deben ser, ante todo, trabajos hechos con lupa. Esto es, analizar cada glifo en particular para después poder mirar todo el paisaje en conjunto.