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Vol. 2013. Núm. 81.
Páginas 140-145 (agosto 2013)
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Lourdes de Ita Rubio
Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
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México es un país circunscrito por una larga línea de costa que tanto al oriente como al poniente linda con los dos océanos más grandes del mundo. Esta posición y el hecho de que su inserción en el escenario mundial ocurriera precisamente en el albor del primer sistema mundo concebido por Wallerstein, llevó a que el territorio novohispano jugara un papel protagónico en el contexto de la periferia de los centros europeos que definieron los procesos de colonización y los circuitos comerciales en aquel preludio del mercantilismo. Pese a esa condición de cercanía geográfica respecto al mar, México durante su historia moderna, no llegó a desarrollar regiones costeras suficientemente definidas y estables. A lo largo de su periodo colonial, la organización del territorio novohispano siguió una tendencia a la centralización urbana y al desarrollo portuario selectivo, siendo este último aspecto uno de implicaciones mayores y de trascendencia singular, pero aun muy poco debatido por los estudiosos de la historia y de la geografía de México. De ahí la importancia de obras que se centren en el análisis del funcionamiento de los puertos a lo largo de nuestra historia, tal como la que nos ofrece aquí Guadalupe Pinzón Ríos, actualmente investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. Esta obra, que es la secuela de una tesis doctoral en Historia presentada por la autora en la UNAM, es editada por esta misma casa de estudios en coedición con el Instituto Mora, está fundamentada en documentos recuperados de archivos nacionales y extranjeros, particularmente del Archivo General de la Nación en México, el Archivo de Indias en Sevilla, el Museo Naval, el Archivo Histórico Nacional y la Real Academia de la Historia en Madrid, el Archivo de Simancas en la Valladolid hispana y algunos repositorios del estado de Jalisco en México.

Guadalupe Pinzón ha estudiado temas de la historia del Pacífico en otras ocasiones, particularmente el de las faenas marítimas y el de los trabajadores de San Blas en las últimas décadas del siglo XVIII (Pinzón, 2004), pero en este libro procura cubrir muchos más aspectos de la actividad de los puertos del Pacífico durante casi ocho décadas del siglo de las luces, motivo que la llevó a desarrollar la obra en quince capítulos integrados en cinco partes. Cuenta el libro, además, con una introducción en la que la autora elabora un estado de la cuestión sólido, completo y actualizado y da muestra del conocimiento que tiene de las fuentes historiográficas relativas al Pacífico durante el periodo virreinal. En ese mismo apartado inicial expone las premisas e hipótesis de su trabajo. Considera que el carácter temporal con el que funcionaban los puertos del Mar del Sur durante los siglos XVI, XVII y principios del XVIII, y el hecho de que fungieran como zonas de tránsito y no como asentamientos establecidos de donde se derivara un desarrollo costero, se debió a tres elementos principales, “los ataques a manos de los enemigos de España, el comercio ilegal que mermaba las ganancias de la Corona, y el clima malsano que dificultaba los asentamientos portuarios”. (p. 17). La autora se abocará entonces a examinar las acciones y reacciones de la corona española para combatir dichos problemas, tanto mediante políticas de protección de las costas (establecimiento de fortalezas, nuevos asentamientos portuarios, milicias locales y patrullaje en las costas), como mediante legislaciones que en el papel, castigaban con severidad a los contrabandistas, y por otra parte, mediante políticas sanitarias en los puertos.

Al respecto pensamos que la perspectiva con la que tradicionalmente se ha interpretado la poca inversión en los puertos hispanoamericanos y su carácter de sitios de paso de mercancías y personas en la que el elemento climático es considerado a la par que los problemas derivados de las pugnas entre los países de la Europa atlántica, y la competencia de los mismos por los mercados y por la extracción de recursos de América y del Sureste asiático, debe ser revisada de manera crítica, procurando evaluar hasta qué punto los elementos del medio físico geo gráfico fueron factores decisivos en las resoluciones sobre inversiones estructurales en los diferentes puertos de los territorios coloniales americanos.

Pinzón centra su análisis en la zona costera que va de Acapulco a San Blas y en un periodo que inicia en 1713, por ser el año en el que se firma el Tratado de Utretch del que se derivó la firma de convenios comerciales entre España e Inglaterra que hicieron legal la presencia inglesa en el comercio hispanoamericano, y lo lleva a lo largo de 76 años hasta 1789, cuando el Reglamento de Libre Comercio entre los puertos de América y los de España, expedido once años antes, se puso en efecto también para los puertos novohispanos. A lo largo de ese periodo se pasará de la política de un puerto único autorizado en el Pacífico para realizar transacciones comerciales transoceánicas, a una apertura comercial en la que San Blas jugará también un papel protagónico.

En la primera parte del libro, constituida por dos capítulos, se hace una revisión del proceso de establecimiento de los asentamientos españoles más tempranos en el litoral occidental novohispa no, donde sobresalieron Huatulco, por su tráfico con Perú que se extendió durante varias décadas del XVI; el Puerto de Navidad que apuntó a las exploraciones hacia el occidente y las Californias, y Acapulco, resultando el más importante de todos ellos por haber sido el puerto de llegada del Galeón de Manila durante más de dos siglos que duró esa navegación. La autora menciona tres causas que frenaron el desarrollo de los puertos del Pacífico durante los siglos XVI y principios del XVII, siendo éstas la desvinculación de los puertos con las poblaciones del interior novohispano, los ataques piratas que sufrieron las poblaciones costeras y la política del monopolio en la que se estableció solamente un puerto del Pacífico, esto es Acapulco, como sede del comercio transpacífico con las islas del sureste asiático. Menciona Pinzón el hecho de que las actividades comerciales de Acapulco se llevaban a cabo solo de manera temporal durante el año, la pobre infraestructura del puerto y su incapacidad para abastecer de alimento, materiales y trabajadores a las embarcaciones que llegaban al lugar una o dos veces al año, y la provisión de insumos y mano de obra desde ciertos asentamientos del interior como México, Puebla y Veracruz y algunos pueblos indígenas cercanos. Acapulco “se convirtió en una zona de paso, un embudo por el que transitaban hombres y riquezas en uno y otro sentido”; el resto de los asentamientos de la costa occidental novohispana que sobrevivieron por el comercio de cabotaje, como Huatulco, Tehuante pec, Zacatula, Manzanillo, Banderas, Chametla, Compostela, Matanchel, y Santiago-Salagua, tuvieron un desarrollo aún menor. Pinzón observa que “esta situación se vio poco modificada durante el periodo colonial” (p. 40).

Los vínculos entre los puertos novohispanos y los del exterior, donde destacan los peruanos y del sureste asiático, son también revisados por la autora, así como la relación entre los puertos occidentales y los asentamientos del interior virreinal, y los puertos de las Californias.

La segunda parte del libro, compuesta por dos capítulos, trata sobre la gente de los litorales del Pacífico. Después de recordar el poblamiento acapulqueño y regional previo al XVIII, Pinzón nos conduce a observar la presencia de los trabajadores del mar en esa costa occidental. Es una sección interesante, pues en las investigaciones históricas no siempre se repara en la gente común que en los documentos aparece entre líneas y sin nombre, pero que fueron los verdaderos actores en la larga duración; en este caso, en los movimientos de mercancías e insumos, en la reparación de barcos, en la construcción de caminos, en la preparación de alimentos y sitios para hospedar, y en el frágil tejido social que pese a las condiciones hostiles en que se desarrollaron los asentamientos del litoral, se fue conformando a través de los años en Acapulco y sus abruptas inmediaciones, en San Blas, cuyos trabajadores estaban mucho más constreñidos al puerto y al mar que a las poblaciones relativamente cercanas, y en los otros puertos menores de las costas del Mar del Sur.

La tercera parte del libro, denominada “La Defensa de los Litorales Novohispanos”, es la más profusa. Está constituida por cuatro capítulos que dan cuenta, por una parte, de las incursiones enemigas en la costa del Pacífico durante el siglo XVIII (Capítulo V), y por otra, de las reacciones por parte de la corona y del virreinato, para la defensa de las costas occidentales (Capítulos VI al VIII).

Ya desde 1573, en las Ordenanzas de Felipe II sobre descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias, al ordenar que no debían fundarse nuevos asentamientos en las costas, el rey español esgrimía como la principal razón, el peligro de la piratería:

No se elijan sitios para pueblos en lugares marítimos por el peligro que en ellos ay de cossarios y por no ser tan sanos y porque no se da en ellos la gente a labrar y cultivar la tierra ni se forma en ellos tan bien las costumbres sino fuere adonde ouiere algunos buenos y principales puertos y destos solamente se pueblen los que furen necesarios para la entrada, comerçio y defensa de la tierra (Morales, 1979:6-7).

En segunda instancia el rey se refería al elemento de la insalubridad de los puertos, aspecto derivado de las ideas medievales heredadas de la concepción griega de Aristóteles y Macrobio sobre la zona perusta, donde el elemento climático era el que determinaba la posibilidad de que ciertas regiones fueran o no habitadas y desarrolladas. Algunos cronistas de Indias y administradores virreinales siguieron manejando esos conceptos geo-determi nistas durante la época colonial. Lo curioso es que la historiografía moderna haya mantenido y en ocasiones privilegiado la consideración de ese factor como decisivo en las causas del despoblamiento y de la falta de inversiones en las costas americanas durante la Colonia. El elemento de la piratería en cambio, es a menudo pasado por alto, o cuando se considera suele hacerse de manera anecdótica y superficial. Es por eso relevante que Pinzón dedique una nutrida tercera parte de su libro a la revisión de las incursiones enemigas en el Pacífico novohispano del XVIII (Capítulo V) y sus consecuencias.

Pinzón considera que en los siglos XVI y XVII la presencia en el Mar del Sur de navegantes procedentes de los reinos enemigos de España fue relativamente esporádica y que estaba más relacionada con la piratería y el corso, mientras que a lo largo del siglo XVIII, las incursiones extranjeras en este mar serían más constantes y tendrían objetivos comerciales, exploratorios y aun de ocupación territorial.

La autora menciona los viajes franceses al Pací fico, algunos de ellos legales pero que dieron pie al contrabando; la frecuente presencia de holandeses, que con pretexto de dirigirse a sus posesiones asiáticas del Pacífico, exploraban, saqueaban y atacaban los litorales americanos del mismo océano. Pinzón se refere con detalle a las navegaciones inglesas en el Mar del Sur del setecientos. La de John Clipperton en 1714 y la de otros que soñaban con apoderarse del Galeón de Manila, como William Dampier que en 1704 en su cabotaje de sur a norte del Pacífico registró la información que obtuvo relativa a los litorales, la cartografió y la cedió a Woodes Rogers quien solo cinco años después seguiría la ruta de Dampier (quien también participaría en la travesía), asaltando puertos del Pacífico sudamericano y entrando a Acapulco, las Islas Marías y Cabo San Lucas, donde finalmente lograrían capturar el galeón Nuestra Señora de la Encarnación, obteniendo un cuantioso botín que haría recordar a Inglaterra los días en que Tomás Cavendish se apropiara del galeón Santa Anna 122 años antes. Por otra parte, el viaje de George Anson al Pacífico (1740-1743) que tuvo pretensiones de colonización en el continente americano, si bien no logró asaltar el galeón en Acapulco, sí lograría capturar otro, el Nuestra Señora de Covadonga en Filipinas. Esta expedición que se dio en el contexto de la Guerra de los Asientos o de la oreja de Jenkins, haría comprender a España la necesidad de proteger de mejor manera las costas del Pacífico norte.

En función de las intrusiones cada vez más frecuentes y arriesgadas, se habilitaron en el Mar del Sur tres tipos de políticas defensivas de las que Guadalupe Pinzón da cuenta en el capítulo IV de su libro: las fortalezas que se erigieron en algunos puntos estratégicos de los litorales novohispanos como Veracruz y Campeche en el litoral oriental de Nueva España, y en el caso del Pacífico, en Acapulco y San Blas. En el caso del Fuerte de San Diego de Acapulco, construido a principios del XVII, se menciona la reconstrucción posterior al terremoto de 1776, en la que el ingeniero Miguel Constanzó recomendó llevar a cabo una reedifi cación de la fortaleza. La autora apunta que en el XVIII las fortalezas fueron la principal defensa de los litorales novohispanos, y que eran los puntos donde se concentraban las armas y las fuerzas defensivas. Sus abastos de hombres, materiales y dinero provenían del interior del virreinato. Esto nos hace pensar en que para el XVIII, a diferencia de lo que sucedió en siglos anteriores, la asimilación del territorio virreinal por parte de los españoles ya se había extendido por Nueva Galicia y Nueva Vizcaya, por lo que fue posible establecer un puerto tan al norte como San Blas.

Las autoridades hispanas decidieron la apertura de este puerto en 1768, luego de la presencia de An son en la región en 1742, de la toma de Manila por los ingleses en 1762 y de las noticias, que llegaron al virreinato desde 1765, sobre la presencia de los rusos en Alaska. San Blas fungiría como plataforma desde la que partirían viajes de reconocimiento, de vigilancia y de colonización, de evangelización y abasto hacia la Baja y la Alta California y aun hasta el extremo norte del continente americano. Las funciones de este puerto también incluyeron la búsqueda de nuevas rutas hacia el poniente. La comunicación oficial de Nueva España a las Filipinas, que originalmente se hacía desde Acapulco, sería despachada desde San Blas a partir de su fundación. Funcionó también como astillero, pues se construyeron localmente los barcos que se usarían para las expediciones al noroeste.

Cuando en 1789 se decretó la apertura comercial de todos los puertos mayores y menores de la Nueva España, Acapulco siguió funcionando como puerto de altura y punto de arribo del Galeón de Manila y en ambos puertos aumentaron las actividades pero fue San Blas el que diversificó más sus funciones y contactos. En cuanto a las milicias costeras, en el siglo XVIII fue preciso, según Pinzón, el fomentar los poblamientos costeros para que los regimientos se formaran con personal fijo y las milicias y batallones con vecinos. En el Castillo de San Diego en Acapulco residía una tropa fija que en caso de emergencia era respaldada por milicias locales como la de los morenos, la de los pardos, la de los chinos y el llamado batallón de españoles. Estos batallones debían ser alimentados y sustentados por el gobierno virreinal. Las poblaciones cercanas y lejanas a Acapulco, como Zacatula, organizaron sus propias milicias y respondieron a las autoridades cuando las llamaron ante la “temida presencia inglesa” (p. 192). La necesidad de que las milicias quedaran formadas de manera permanente, también llevó a cambios en la costa de Nueva Galicia. En principio se había intentado formar a las milicias con población blanca o mestiza, porque las autoridades novohispanas consideraban a los indios y a los negros como enemigos potenciales, pero la escasez de gente llevó a formarlas con población de todas las castas.

En la cuarta y penúltima parte del libro, la autora retomará los casos de Acapulco y de San Blas, pero esta vez para hablar de los contactos mercantiles de cada uno de estos puertos. Cuando en 1774 se volvió a permitir el comercio entre Perú-Guayaquil y Acapulco, empezaron a llegar cada año a ese puerto y a Zihuatanejo, barcos cargados de cacao ecuatoriano, cuyo comercio era muy redituable. Hubo entonces propuestas de los mercaderes peruanos para que se permitiera un comercio directo entre Perú y San Blas, enviando almendras, frutos secos, aceitunas y otros insumos para abastecer los territorios californianos con argumentos bastante convincentes en relación con el beneficio mutuo entre los diferentes puertos de ambos virreinatos y sus hinterlands respectivos, argumentando incluso beneficios para la real Hacienda por los derechos cobrados, para pero tales permisos no fueron concedidos.

En la habitual ruta entre Filipinas y Acapulco, una vez que el Galeón cruzaba el Mar de Cortés para seguir una ruta paralela a la costa hasta llegar a Acapulco, hacía una parada en Puerto de Navidad para que un “gentilhombre” de a caballo llevara a la capital del virreinato el aviso sobre su llegada. El galeón debía hacer tiempo en el mencionado trayecto entre Navidad y Acapulco, para que los trabajadores, encargados de todo tipo de faenas, se aprestaran y llegaran desde el interior del virreinato hasta Acapulco. Es de pensarse que entre Navidad y Acapulco hubo infinidad de ocasiones y oportunidades en las que tripulantes y mercancías ilegales del Galeón se introdujeron por las costas poco pobladas de la provincia de Colima y el obispado de Michoacán. De hecho, el contrabando en Acapulco llegó a implicar en más de una ocasión a las autoridades portuarias, lo que llevó a una reestructuración de la administración del puerto cuando el visitador José de Gálvez llegó al virreinato en 1765.

Acapulco mantuvo un comercio de cabotaje con Zacatula, Guatemala y San Blas y recibía barcos de Lima y Guayaquil, pero su papel como centro comercial siguió siendo débil en comparación con las ciudades medias del interior como Puebla, Guadalajara o Zacatecas.

En cuanto a San Blas, aunque su apertura tuvo como objetivo la vigilancia de las costas del norte del Pacífico novohispano, y servir como plataforma para las expediciones tanto científicas como de reconocimiento, apoyo y abasto de los asentamientos más al norte del virreinato, también funcionó en la práctica como puerto comercial, no solo con el virreinato sino en algunas ocasiones con Filipinas, y mediante el contrabando incluso con Perú.

El contrabando se daba por las prohibiciones en un sistema mercantil y político donde las reglas se dictaban desde el exterior del territorio colonial, donde se procuraba un mercado cautivo en el que la población debía pagar distintas y numerosas alcabalas, pero donde no siempre se respondía a las necesidades de la población local ni regional, o a las posibilidades de los puertos de altura, ni a la producción interna de las regiones aledañas al puerto (Moreno y Florescano, 1976). El hecho de que las navegaciones comerciales se supeditaran a los intereses monopólicos de la corona para la obtención de mayores beneficios, afectó no solamente el desarrollo de un comercio regional que fortaleciera el hinterland de los puertos, sino a la propia organización de las costas novohispanas.

Hasta la parte cuarta de su libro, Guadalupe Pinzón ha expuesto con detalle la situación de un complejo sistema de comercio colonial que después de haber funcionado durante casi dos siglos tuvo que adecuar aspectos de su política monopólica a una relativa apertura, habilitando nuevos puertos y circuitos mercantiles dentro del mismo, donde el contrabando y la piratería se explican como fallas relativas dentro del modelo, ya que el imperio español no constituyó un sistema cerrado. Hasta aquí ha surgido un gran número de interpretaciones de la autora que nos invitan a debatir y discutir al respecto en aras de una mayor comprensión de los procesos relativos a los puertos coloniales. En la parte final de su libro, Pinzón nos entrega otras 65 páginas que tratan de un tema que consideramos interesante, pero que no debería discutirse en el contexto de lo que hasta aquí se ha expuesto.

En la quinta y última parte, denominada: La sanidad y religiosidad en las costas del Pacífico no vohispano, la autora examina el tema del clima y la insalubridad de las costas (y de las políticas sanitarias que se implementaron en las mismas en el siglo XVIII, abundando incluso en el personal sanitario y las devociones religiosas relacionadas con las enfermedades y los peligros del mar), aparentemente como un elemento a la par de los que había discutido hasta ahora, es decir, a la par del sistema monopólico, del contrabando y la piratería, para explicar la situación de relativo abandono de los puertos del Pacífico novohispano. Sin embargo, el clima no pudo haber sido un factor determinante en la elección de la localización de los puertos, tal como lo demuestra el hecho de que para el siglo XVIII y principios del XIX los ingleses estuvieran abriendo una intrincada red de puertos comerciales en regiones tropicales y subtropicales de la India, Malaca, las costas orientales de China y en las islas del sureste asiático, tanto para el tráfico interregional entre sus colonias como con Inglaterra (Porter, 1991; McCreery, 1999). Si bien los cuatro últimos capítulos, que conforman la quinta parte del libro, resultan interesantes por proporcionar una mayor información sobre las políticas sanitarias que como en otras zonas del mundo se implementaron en los puertos novohispanos del XVIII, el colocarlos en la última parte puede llevar al lector a pensar que la autora considera a la insalubridad como un elemento determinante en lo relativo al desarrollo portuario.

Finalmente, hay que mencionar que además de un rico sustento documental e historiográfico y de un sólido aparato crítico, la obra cuenta con quince cuadros que sintetizan y esclarecen dife rentes aspectos de la información obtenida en los archivos, y con trece mapas, seis de los cuales fueron elaborados por la propia autora, con información de fuentes primarias y secundarias. Llaman en particular la atención los mapas, el número 10 relativo al posible itinerario que habría seguido el “gentilhombre” cabalgando de Puerto de Navidad a la Ciudad de México para avisar sobre la llegada de la Nao de China a las costas novohispanas, y el número 12, que traza algunas de las rutas principales entre los puertos novohispanos y algunas poblaciones del interior de Nueva España en la segunda mitad del siglo XVIII. Los mapas actuales sobre caminos novohispanos son prácticamente inexistentes, por lo que es loable que quien ha revisado los documentos que informan sobre rutas e itinerarios, tenga la valentía de “tirar la línea” proponiendo una descripción cartográfica al respecto, misma que sin duda será como en este caso, de gran provecho para investigaciones futuras.

Referencias
[McCreery, 1999]
McCreery C..
Ports of the World, 1700-1870, Philip Wilson Publishers, National Maritime Museum, (1999),
[Morales Padrón, 1979]
Morales Padrón F..
Teoría y leyes de la conquista, Ediciones Cultura Hispánica del Centro Iberoamericano de Cooperación, (1979),
[Moreno Toscano and Florescano, 1976]
Moreno Toscano A., E. Florescano.
El sector externo y la organización espacial y regional de México (1521-1910).
Contemporary Mexico: Papers of the IV International Congress of Mexican History, pp. 62-96
[Pinzón Ríos, 2004]
Pinzón Ríos G..
Entre el deber y la muerte. Hombres de mar en las costas novohispanas. El caso de San Blas (1768-1800), tesis de Maestría (Historia), Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, (2004),
[Porter, 1991]
Porter A.N..
British Overseas Expansion, Simon and Schuster, (1991),
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