El libro de Robert Allen sobre la Revolución industrial británica será, por muchos años, el gran referente de este tema central de la historia económica mundial. El autor posee una profunda comprensión de la teoría económica típica de los buenos economistas, una gran erudición propia de los buenos historiadores y, lo que es más importante, las combina a la perfección. Allen nos ofrece una interpretación muy bien argumentada de por qué se produjo la Revolución industrial en Gran Bretaña entre la segunda mitad del siglo XVIII y el primer tercio del XIX, por qué no se produjo en otro país o en otro momento, y por qué la difusión de la industrialización fuera de las fronteras británicas empezó a partir de 1830 y no antes.
La Revolución industrial es fundamentalmente un proceso de cambio tecnológico. Allen explica que este cambio se realizó precisamente en Gran Bretaña por cuestiones sobre todo de demanda. La economía británica, debido a un proceso de desarrollo económico exitoso en la época moderna, tenía los salarios más altos del mundo y, a la vez, carbón muy barato. Había pues un fuerte incentivo económico para desarrollar una tecnología que sustituyera trabajo por energía inanimada. A pesar de que los conocimientos científicos previos necesarios para las invenciones de la Revolución industrial eran compartidos por toda la Europa Occidental, solo en Gran Bretaña, debido a sus precios relativos, eran rentables las inversiones en I+D necesarias para que dichos inventos acabaran funcionando. Por eso, todas las innovaciones tecnológicas de la primera Revolución industrial surgieron en Gran Bretaña. Sin embargo, una vez implantadas estas macroinvenciones, se fueron perfeccionando con microinvenciones pequeñas mejoras tecnológicas que se producían sobre el terreno, ahorrando no solo el factor escaso en Gran Bretaña, el trabajo, sino también carbón, capital y otras materias primas. Paradójicamente, estas microinvenciones que solo se podían producir en Gran Bretaña, pues era el único lugar donde los nuevos inventos se habían puesto en funcionamiento, acabaron haciendo la nueva tecnología tan superior a la antigua que se volvió rentable también en los otros países de Europa y Estados Unidos. Cuando esto ocurrió, se produjo la difusión de la Revolución industrial fuera de Gran Bretaña.
El primer capítulo ofrece un completo estado de la cuestión sobre las distintas explicaciones de la Revolución industrial y la que propone el propio Allen. En su visión, el proceso de divergencia económica que se produce entre Gran Bretaña y los Países Bajos y el resto del continente durante la Época Moderna es fundamental para entender la Revolución industrial posterior. La reconfiguración de la economía europea fue consecuencia de un aumento del comercio internacional. En los siglos XVI y XVII la mayor integración del mercado desplazó los centros de producción de tejidos del Mediterráneo al Mar del Norte. En los siglos XVII y XVIII el comercio intercontinental se expandió, siendo los principales beneficiarios los ingleses y holandeses, cuyos imperios fomentaron su comercio y su manufactura. Este desarrollo económico coincidió con un crecimiento de la urbanización, una disminución del porcentaje de la población dedicada a la agricultura y una mejora de la productividad agraria.
El resto del libro se distribuye en dos partes bien diferenciadas, una dedicada a explicar este éxito de la economía británica preindustrial, la otra a la propia Revolución industrial. La primera, a mi juicio la más brillante, contiene tres capítulos donde trata tres de los aspectos diferenciales de la economía británica —los salarios altos, la revolución agrícola, el desarrollo del carbón mineral— y un cuarto capítulo donde evalúa mediante un test econométrico qué factores fueron realmente importantes y cuáles marginales en el éxito económico de Gran Bretaña entre 1500 y 1750. Se trata de cuatro trabajos muy valiosos en sí mismos, donde Bob Allen demuestra ser un historiador económico muy polivalente, que dialoga con todas las interpretaciones previas de cada tema y que es capaz de hacer aportaciones novedosas que soportan unas conclusiones claras y contundentes. A la vez, los cuatro capítulos engarzan perfectamente entre sí formando una interpretación coherente del desarrollo económico británico preindustrial.
En el capítulo 2 demuestra que durante los siglos XVII y XVIII en Gran Bretaña y los Países Bajos los salarios reales eran mayores que en el resto de Europa y del Mundo gracias al crecimiento y sofisticación de su economía. Esto tuvo consecuencias en una mejor salud, vidas más largas, mayor estatura y, en definitiva, una fuerza de trabajo más productiva. La mayor renta disponible entre amplias capas de la población dio pie a una revolución en el consumo y a una mejora en el capital humano, ya que más gente podía invertir en la formación de sus hijos y, a la vez, una economía más sofisticada demandaba más habilidades.
El capítulo 3 aporta una interpretación de la revolución agrícola británica en la que lo decisivo no es la modernización de las instituciones agrarias como causa de una mejora de la productividad agraria que, a su vez, llevara a una expulsión de mano de obra que permitiera el desarrollo de la manufactura, sino más bien al contrario, el desarrollo de Londres y la protoindustrialización hicieron aumentar los salarios, atrayendo a muchos trabajadores fuera de las actividades agrarias y obligando a una mejora de los métodos de cultivo que, al aumentar la productividad, permitiera competir con los altos salarios urbanos. En este proceso participaron tanto los grandes terratenientes como los pequeños granjeros. La revolución agraria no fue la causa sino la consecuencia del crecimiento de las ciudades y la manufactura.
El capítulo 4 está dedicado al carbón, el elemento que dio una ventaja decisiva a Gran Bretaña y que la diferenció de otras economías de salarios altos como la de los Países Bajos. Aunque tener depósitos de carbón inmensos fue una suerte para los británicos, Allen vuelve a señalar el fuerte tirón de la demanda de un Londres en rápida expansión como decisivo para lograr sustituir la madera y el carbón vegetal por el carbón mineral como fuente principal de energía. El desarrollo precoz de la minería del carbón dotaría a Gran Bretaña de una oferta de energía barata y muy elástica sin la cual no se habrían inventado ni la máquina de vapor ni la nueva siderurgia.
La primera parte del libro se cierra con un análisis global de la expansión preindustrial británica en la que se señalan como factores decisivos el desarrollo de las new draperies, la expansión del comercio intercontinental —asociada al Imperio y a las políticas mercantilistas— y la energía barata, mientras que se consideran irrelevantes o marginales el gobierno constitucional y el parlamentarismo de la revolución del siglo XVII (en contra de lo defendido por North) y las enclosures.
La segunda parte del libro analiza el proceso de cambio tecnológico en que consistió la Revolución industrial británica. El primer capítulo de esta parte expone el modelo ya explicado más arriba de por qué la Revolución industrial se produjo primero en Gran Bretaña y por qué, a partir de un determinado momento, fue exportable a otros países. Este modelo se aplica en tres capítulos subsiguientes a las tres principales innovaciones del momento: la máquina de vapor, la mecanización del textil algodonero y la siderurgia con carbón mineral. En estos capítulos Allen vuelve a demostrar su erudición y su capacidad pedagógica, haciendo las delicias de los aficionados a las cuestiones tecnológicas.
Si con estos cuatro capítulos construye una interpretación de las invenciones que prima los elementos de demanda —dotación de factores y precios relativos—, el capítulo 10 está dedicado a valorar el papel que pudieron tener los factores que incidían en la oferta de inventores. Se concentra fundamentalmente en valorar la interpretación del Industrial Enlightenment de Mokyr. En general acepta, con ciertas matizaciones, que la Revolución científica y la Ilustración influyeron positivamente en la capacidad de los británicos para inventar nuevas máquinas y nuevos procesos. Pudo haber sin duda elementos de cambio cultural, aunque son difíciles de demostrar. Lo que sin duda ayudó a mejorar la capacidad de invención de los británicos fueron los progresos en alfabetización, en conocimientos básicos de aritmética y en aprendizaje de oficios, todos ellos consecuencia del proceso de desarrollo económico y urbanización explicado en la primera parte del libro. Es decir, el éxito de la economía británica preindustrial generó una fuerte demanda de invenciones y, al mismo tiempo, capacitó mejor a una parte de su población para que las realizara.
Bob Allen termina la segunda parte y el libro con un breve capítulo, una suerte de epílogo, en el que afirma que los cambios tecnológicos inventados en la Revolución industrial británica tuvieron un efecto en el crecimiento económico a largo plazo espectaculares. Ello fue así porque creó por primera vez una gran industria de bienes de equipo capaz de producir en masa máquinas cada vez más productivas. Consecuencia de ello fue la mecanización general de la industria, el ferrocarril y los barcos de vapor, posibilitando una economía global y una división internacional del trabajo que generaron grandes aumentos de los niveles de vida en toda Europa. Según Allen, solo las invenciones que la economía británica necesitaba en el siglo XVIII podían tener tanto impacto a largo plazo, es decir, el progreso económico pasaba necesariamente por Gran Bretaña. A partir de ahora la Revolución industrial británica pasará necesariamente por el libro de Bob Allen.