El marco en que se inserta este libro es el de las discusiones y propuestas que ha desarrollado la historia agraria en la última década y trata de seguir las pautas de algunas síntesis o colecciones de estudios, organizadas a partir de los problemas relevantes. En ese contexto, este volumen colectivo presenta los resultados de un cuarto de siglo, en que las investigaciones sobre la agricultura de Castilla-La Mancha han mejorado mucho el conocimiento con respecto a lo que solía ser un estereotipo, que apenas diferenciaba esta región autonómica dentro del marco nebuloso de la «España interior».
Buena parte de las propuestas interpretativas sobre la economía y la sociedad españolas se han forjado a partir de análisis en los que el estudio de ciertas periferias ha cumplido un papel adelantado. De esa forma, es probable que el contraste con respecto a las vastas regiones del núcleo peninsular arrastre un déficit en su fundamentación y en sus detalles que ahora parece posible ir cubriendo. El panorama historiográfico actual lo hace además necesario. En las últimas décadas se han acumulado planteamientos sobre las trayectorias en el desarrollo regional, sobre la lógica de las decisiones económicas y los conflictos que se albergaban en distintas configuraciones sociales del mundo agrario o sobre la necesidad de precisar en qué vertientes y con qué costes puede hablarse o no de «desarrollo». Eso hace necesario destacar la insuficiencia de las fórmulas heredadas para caracterizar lo que parecían mundos inmóviles, en virtud de un «atraso» indiferenciado. El papel decisivo que han desempeñado esas extensas regiones en la explicación de la trayectoria económica y sociopolítica obliga a prescindir de fórmulas abusivas y conocer mejor lo que, como se reivindica en este libro, hay que apreciar como situaciones diferenciadas.
La nebulosa de una «España agraria del interior» no es un patrón único aplicable a la agricultura castellano-manchega. El volumen coordinado por Ángel del Valle ofrece para explicarlo bastante más de lo que indica su título, ya que sintetiza la trayectoria regional a partir de los estudios sobre la Prehistoria. Los nueve trabajos presentan características bastante homogéneas, en cuanto a su manera de abordar y sintetizar los problemas históricos, de sustentar los planteamientos mediante estadísticas sobre magnitudes, cuando están disponibles, o mediante muestreos, así como en el recurso a la descripción de situaciones concretas o la narración de conflictos representativos. Sin apenas notas al pie, que quizás se hubieran multiplicado en exceso, pero apoyándose en una amplia bibliografía, el libro constituye una herramienta provechosa para quienes quieran aproximarse a la historia agraria regional o necesiten orientarse en un ámbito tan importante, en un sentido que supera lo económico, dentro de la historia de la España contemporánea. Esa coherencia de la obra —lo que incluye el cuidado de la redacción, que solo decae por algunos lapsus en el capítulo séptimo— se po dría resumir, en mi opinión, en cinco planteamientos generales. En principio, los autores argumentan la peculiaridad estructural de la agricultura de Castilla-La Mancha frente a las zonas latifundistas del sur y el oeste peninsular, por no hablar de los campos aragoneses o de Castilla y León. En segundo lugar, la obra subraya la importancia de los condicionantes físicos y ambientales para el desarrollo de la agricultura, pero a la vez suscita su insuficiencia como factores explicativos de la participación regresiva de la producción regional en el contexto español y del retraso en mejorar el bienestar de la población. En tercer lugar, los autores muestran el peso fundamental de una agricultura extensiva, abocada al predominio del cereal y caracterizada por la gran propiedad y sus vínculos con la ganadería trashumante. Pero subrayan la existencia de otro sector, minoritario aunque también característico de la dinámica regional, definido por el cultivo del viñedo y una «mediana propiedad», cuyo funcionamiento económico y cuyos mercados de trabajo se vislumbran como peculiares. De ahí que, en un cuarto apartado, resulte fundamental profundizar en las dinámicas de la demografía —en una zona con una escueta trama urbana, donde la desigual distribución de la tierra fue capaz de retener población durante mucho tiempo— y de la conflictividad social, tanto la más espectacular de la Segunda República como la que se desarrolló bajo el arraigado caciquismo de la Restauración. Por último, el énfasis en la solidez a largo plazo de la gran propiedad —visible en su capacidad para condicionar las políticas en las diversas etapas y proyectos de la dictadura franquista— va acompañado en este libro de la atención hacia las vías que han sostenido el crecimiento de otros sectores mucho más modestos. Los efectos de las políticas europeas, tras la adhesión de España a la Comunidad en 1986, más allá de los propósitos declarados y cambiantes de esas actuaciones, no han dejado de favorecer a la gran propiedad. A la vez, esas políticas sostienen importantes contingentes de pequeñas explotaciones, si bien muchas son a tiempo parcial y están dirigidas por población envejecida y receptora de pensiones.
La obra, por tanto, cumple una función introductoria para un arco cronológico que supera el de los dos últimos siglos. Al presentar los rasgos de ese recorrido histórico surgen algunas cuestiones que, en mi opinión, podrían sugerir un diálogo comparativo con respecto a otras experiencias regionales. Sin duda, la extensión y las características de esta obra no favorecen el desarrollo de esos contrastes analíticos, si es que el estado de las investigaciones lo hiciera posible. En todo caso, al plantear algunos de ellos se puede destacar el interés de realizarlos en el futuro.
Uno de estos temas sería el del régimen señorial en sus últimos tiempos. Los cambios introducidos por el triunfo de la revolución liberal suelen ocupar un lugar significativo en la historia agraria de buena parte de las periferias españolas, pero en el caso castellano-manchego este libro no presenta una exposición sistemática. Sus planteamientos van en la línea de un régimen señorial poco implicado, como norma, en la propiedad y la producción, aunque en condiciones tal vez de efectuar una cierta redistribución de la renta, lo que no haría intrascendentes los efectos de su abolición.
Como en otros lugares, también aquí se hace necesario prescindir del esquema de «señores y campesinos», para dar cabida a un conjunto dispar de propietarios no señoriales, pero más o menos privilegiados, que detentaban la propiedad y, en gran medida, el poder local bajo el absolutismo. Al menos en parte, esos grupos apoyaban lo que Enrique Llopis denominó el «bloque antirroturador», vinculado a intereses ganaderos. Bajo su hegemonía se desarrolló un elevado volumen de población desposeída de la tierra y dedicada, en aquella época, a actividades artesanas. La pérdida de posiciones institucionales de esas oligarquías, junto con el fin de los señoríos y del diezmo y la aplicación de las leyes desamortizadoras, parecen haber favorecido, en otras zonas y a largo plazo, el crecimiento demográfico y el acceso a la tierra, al menos, de una parte significativa de la población empobrecida a fines del antiguo régimen. En cambio, lo que destaca en este caso es el carácter depresivo que tuvo la primera mitad del ochocientos.
En parte, ello se explica por la fuerte presencia que adquieren en esta extensa región rural los sectores especulativos vinculados a la sociedad burguesa madrileña. Sin embargo, esos propietarios tampoco introdujeron aquí una transformación radical y rápida, por medio de la roturación y la privatización completa. ¿No hubo oportunidades apreciables para las pequeñas economías de la región? En todo caso, no es el estancamiento regional, sino la captación de las oportunidades por parte de otras economías lo que dejó atrás a la agricultura de esta submeseta meridional. La tendencia a articular mejor el mercado y aprovechar los estímulos de la demanda madrileña por parte de la agricultura castellano-manchega sería limitada y, probablemente, se argumenta, se vio desplazada en favor de la expansiva viticultura mediterránea, en virtud del tendido ferroviario. En La Mancha, sin embargo, el crecimiento vitivinícola estaba aún por alcanzar su mejor momento, dado que la filoxera hizo su aparición décadas después de que devastara los viñedos de Andalucía o Cataluña. En esas condiciones, la cronología y las formas del avance de la privatización de los montes en Castilla-La Mancha aparecen como campos que merecerían una consideración comparativa más detenida.
¿Qué parte de esa frustración de oportunidades cabe atribuir a la gestión de los propietarios asentados tras la revolución liberal? El escaso desarrollo de los estudios sobre patrimonios y unidades productivas no permite avanzar en ese debate. Tampoco parece posible conocer de forma aproximativa la evolución de la renta contractual. En cambio, se apunta que en la primera mitad del siglo XX la gran propiedad, en contraste con la lógica imputada al latifundio, retuvo contingentes considerables de mano de obra, empleada por periodos largos, como ilustra la figura de los gañanes. Los excedentes de fuerza de trabajo se habrían volcado en las zonas vitivinícolas, donde se producía el ascenso de una agricultura capitalista de «medianos propietarios». El relativo control social, según se plantea, se basaría en compensaciones favorables a la reproducción de las precarias economías familiares, como sugieren la difusión de las exenciones del servicio militar y la tolerancia condicionada hacia las roturaciones selectivas y ciertos aprovechamientos, vinculados al auge de los delitos contra la propiedad. Pero, a la vez, las tensiones se contenían por el uso sectario de la justicia municipal y los controles derivados del sistema impositivo a escala local, lo que instalaría un escenario de violencia latente o manifiesta. Que la región se incluyese en los escenarios clásicos de la política caciquil no evitaba las tensiones, a menudo espectaculares y apoyadas en el protagonismo femenino. Tampoco anulaba las oportunidades para que las capas bajas ejercieran su presión, cuando distintos sectores elitistas rivalizaban por el poder. Semejantes puntos de partida se reflejaron en la tensa aplicación del reformismo republicano y en las alternativas ensayadas durante la Guerra Civil.
La ya larga pérdida de posiciones de la agricultura regional derivó, desde la década de 1950, en una intensa oleada migratoria, que acabó de situarla en el centro de los desequilibrios espaciales de la España actual. Esa agricultura se adaptó, con una peculiar cronología, al panorama de fines del siglo XX y del espacio europeo. El volumen examina esa problemática —que sugiere de nuevo un contraste con respecto a otras zonas—, no solo en lo relativo a la trayectoria del sector vitivinícola, sino también en lo que se refiere a la muy difícil adaptación de la producción ganadera a las nuevas circunstancias. Una consideración especial merece el capítulo dedicado al tema, decisivo en el futuro, del aprovechamiento del agua, cuestión que centra esquemáticos debates políticos, pero que también ha suscitado planteamientos en el ámbito académico. Al margen de enfoques maniqueos, el estudio se cierra con un interesante análisis de los aprovechamientos excesivos y a corto plazo del agua en la región, a menudo con destino a cultivos subvencionados o a los proyectos urbanísticos que favorece la expansión de las comunicaciones.
El libro coordinado por Ángel del Valle es, por tanto, un compendio ilustrativo y útil, que permite actualizar los planteamientos heredados y, sobre todo, que refuerza la necesidad de análisis comparativos. Una y otra cosa son dos buenos estímulos para la historiografía.