Desde las pioneras aportaciones de Cournot (1838) y Dupuit (1844), los economistas han prestado paulatinamente una mayor atención a las cuestiones relativas a la competencia imperfecta y en particular al ejercicio del poder monopolístico. Ya en el siglo XX, las contribuciones de economistas tales como A. Pigou, P. Sraffa, H. Hotelling, J. Robinson o E. Chamberlin contribuyeron a la progresiva sustitución de los impecables pero simplificadores modelos marshallianos por un nuevo contexto analítico que primaba el carácter imperfecto de los mercados capitalistas. Posteriores contribuciones a cargo, principalmente, del citado E. Chamberlin, E. Mason y Joe S. Bain avanzaron hacia la autonomía del estudio de la competencia imperfecta en el marco de la microeconomía, adoptando la nueva rama de conocimiento la denominación de Organización Industrial, la cual se centraba en el estudio de las estrategias de las firmas en su relación con el mercado (precios competitivos, posicionamiento de su producto, publicidad o investigación, entre muchas otras). Aunque, como ha demostrado M. Mosca, los economistas marginalistas italianos habían adelantado conceptos análogos, la historiografía estima que la publicación de Barriers to New Competition (Bain, 1956) introdujo por primera vez el concepto de barrera de entrada en el análisis de la competencia. Bain definía las barreras de entrada como cualquier circunstancia —generalmente se trataba de condiciones tecnológicas o comerciales (ventajas en los costes, diferenciación del producto y economías de escala)—, que permitía a las firmas en ejercicio en un cierto mercado obtener un beneficio por encima de lo normal sin que sufrieran una amenaza de entrada por otros posibles competidores. Esto es, Bain estimaba que las barreras de entrada eran el origen del poder de mercado o poder monopolístico, y como tal, se convirtieron en un importante objeto de análisis de la teoría económica y empezaron a ser consideradas por los legisladores como un útil instrumento en los litigios antimonopolistas.
Ana Rosado ha dedicado cuatro años de intenso trabajo a analizar el desarrollo del concepto de barreras de entrada desde su primera formulación por Bain hasta los modernos planteamientos contemporáneos. Sus resultados, anunciados en diversos trabajos en las principales reuniones internacionales de los historiadores del pensamiento económico, han quedado recogidos en la monografía que aquí se reseña. El punto de partida de la investigación es el mencionado trabajo de Bain y sus sucesivas ampliaciones por Sylos-Labini y Modigliani que dieron lugar al paradigma conocido como «estructura-conducta-resultado» y a la regla del precio límite como criterio de política antimonopolista: las empresas de una industria optan por establecer en el corto plazo un límite al precio de sus productos con el fin de disuadir la entrada de nuevos competidores. Sin embargo, la definición que alcanzó mayor popularidad se debió a G. Stigler: las barreras de entrada se identificaban con los costes soportados por las empresas aspirantes a participar en un mercado pero no por las que ya formaban parte del mismo. El aspecto más controvertido que separaba ambos enfoques era la cuestión de las economías de escala, las cuales para Bain debían considerarse como barreras de entrada, pero no así para Stigler. Tal discrepancia es reconocida por la autora, en sintonía con la mayor parte de la historiografía, como crucial para el desarrollo de la teoría sobre las barreras de entrada. Más aún, ambos enfoques, como se demuestra minuciosamente en la monografía, propiciaron la emergencia de dos diferentes tradiciones en cuanto al análisis de las barreras de entrada: las escuelas de Harvard y Chicago. Precisamente, el origen de dichas escuelas, sus respectivos enfoques y sus discrepancias durante los años 50 y la década de los sesenta son analizados en los capítulos 3 y 4.
La controvertida y cambiante caracterización de las barreras de entrada parece haber propiciado la organización cronológica del trabajo. Los capítulos 4, 5 y 6, precisamente, analizan los modelos teóricos que intentaban demostrar la existencia de barreras de entrada en los años 70, 80 y 90, respectivamente. En dichos capítulos se demuestra exhaustivamente una de las tesis principales del trabajo: el énfasis inicial concedido a las denominadas condiciones de entrada estructurales o «exógenas», tales como las economías de escala o las ventajas en costes, dejó paso en la década de los ochenta al análisis del comportamiento de la firma impulsado por el desarrollo de la teoría de juegos. Es decir, las barreras de entrada se interpretaban en los nuevos modelos como un fenómeno endógeno generado por decisiones estratégicas de las firmas participantes en el mercado con el fin de disuadir la entrada de nuevos competidores. En consecuencia, los nuevos modelos teóricos permiten predecir la existencia de un nuevo conjunto de barreras tales como precios predatorios, publicidad, patentes, productos complementarios, integración vertical y muchas otras, las cuales conviven en algunos casos con las barreras de entrada tradicionales. Precisamente, uno de los méritos más significativos del trabajo es la conexión que se establece entre la evolución de la teoría económica y el análisis de las barreras de entrada. Sin embargo, la autora, y este es uno de los ejes organizadores de la argumentación, parece sostener que las tradiciones de las escuelas de Harvard y Chicago, apropiadamente reinterpretadas, perviven y tienen continuidad en los complejos modelos teóricos de finales del siglo XX. Tal es el caso, por ejemplo, de los enfoques de «contestable markets» de W. Baumol o de estrategia competitiva de M. Porter, los cuales se interpretan en términos de los modelos de Stigler y Bain-Sylos-Modigliani, respectivamente.
Finalmente, la monografía evalúa la influencia de los avances analíticos en la legislación norteamericana. Desde la publicación de Control of Trusts (Clark, J.B; Clark, J.M, 1912) y su reconocida influencia en la Clayton Act, un buen número de economistas ha pretendido ofrecer un conjunto de instrumentos analítico-prácticos a los tribunales para ser utilizados en los litigios antimonopolistas y garantizar una competencia viable en los distintos mercados. Sin embargo, la autora, a la luz de un análisis comparativo de las directrices antimonopolio (las denominadas Guidelines emanadas del Departamento de Justicia de los Estados Unidos desde 1968 hasta las más recientes de 2000), los desarrollos teóricos y la literatura específica sobre política antimonopolista, señala las dificultades de diseñar reglas prácticas para demostrar la existencia de una posición anticompetitiva en los diversos mercados. La naturaleza cambiante de las empresas y los mercados, la complejidad y variedad de los diversos casos de posible competencia imperfecta y las intricadas relaciones entre derecho y economía parecen ser la causa de tan negativo balance.
El exhaustivo repaso de las fuentes —las tablas incluidas en los apéndices compilan información sobre autores, trabajos, barreras de entrada, precursores e industrias analizadas desde 1955 hasta 2005—, las múltiples categorías implícitas en el análisis, y la convivencia de varios planos analíticos (teórico, legal e histórico) que implica a economistas, juristas y tribunales, hacen del trabajo una estimable contribución interpretativa de este aspecto de la teoría económica de la cual la historiografía solo presentaba aproximaciones parciales. Tal complejidad analítica, sin embargo, es también responsable de una narrativa densa, y en ocasiones repetitiva que no contribuye precisamente a una lectura fluida. Por otra parte, el amplio alcance de la investigación deja fuera del análisis algunos aspectos interesantes. Por ejemplo, y a pesar de existir numerosas menciones a las consecuencias de las barreras de entrada y de las políticas antimonopolio sobre los consumidores, hubiera sido clarificador un análisis separado de los criterios de bienestar utilizados por los distintos modelos para medir las ganancias o pérdidas sociales derivadas de la entrada de un nuevo competidor en el mercado. Finalmente, la autora parece sostener, con la excepción de las contribuciones de Sylos-Labini y Modigliani, que la teoría de la competencia monopolística y las políticas anti-trust son un fenómeno básicamente americano, al cual se incorporan en tiempos recientes investigadores europeos y eventualmente la política económica europea. Sin embargo, en sus orígenes, las naciones fundadoras de la Comunidad Económica Europea introdujeron algún tipo de regulación antimonopolio, la cual ya existía previamente en las legislaciones de los países miembros. Tal legislación fue el resultado de la poderosa influencia de la escuela de derecho y economía conocida como Escuela de Friburgo u ordo-liberalismo, la cual promovía la llamada economía social de mercado que se basaba, entre otras reglas, en la garantía de la competencia. Por tanto, se trataba de una tradición teórica autónoma respecto a las teorías de la competencia clásica, neoclásica o el paradigma «estructura-conducta-resultado».
Todo ello, no obstante, no resta mérito a una monografía de gran utilidad para historiadores, economistas y juristas dada la creciente importancia que las cuestiones relativas a la competencia tienen en el funcionamiento ordinario de los sistemas económicos. Y más aún si tenemos en cuenta la escasa tradición entre los historiadores del pensamiento económico en España en el análisis de materias tan ajenas a la tradición nacional en ámbitos internacionales.