La obra del profesor Williamson, Comercio y pobreza, de la que presento un breve comentario, es, en mi opinión, una obra fundamental dentro de la abundante bibliografía que se ha ocupado del problema del desarrollo. Se trata de un trabajo que proporciona una explicación consistente del objeto expresado en el título, –y de alguna cosa más– pues perfectamente se podría añadir al cuándo y al cómo el por qué. El libro parte de unas bases muy sólidas: amplísima y minuciosa información cuantitativa, cuidadoso tratamiento estadístico de los datos y utilización de modelos económicos de comercio internacional. Difícilmente el lector encontrará una afirmación que no esté respaldada con una suficiente información cuantitativa y razonada en términos de un modelo económico explícito. Ello no excluye el apoyo en información de carácter cualitativo y en testimonios de época. Además de sus propios trabajos, el autor ha utilizado las aportaciones de los muchos investigadores que han elaborado, en los últimos años, una rica información cuantitativa.
El libro no es de fácil lectura. No es de esas obras que se pueden leer de manera algo relajada al final de la jornada de trabajo. Por descontado, no es un libro adecuado para alumnos de grado.
El autor comienza precisando la cronología de la divergencia en el crecimiento de las distintas regiones del mundo. Una divergencia cuyos orígenes se remontarían a los albores de la época moderna, que se acentuaría con la industrialización europea y que se consolidaría durante el siglo xix como consecuencia, aunque no solo, de la gran expansión comercial. Conforme a lo que predecían las teorías clásicas de Smith y Ricardo, el desarrollo del comercio benefició a todos los países. Ricos y periféricos crecieron, aunque lo hicieron en mucha mayor medida los del centro industrial. Y los frutos del crecimiento se repartieron, especialmente en los países pobres, de manera muy desigual. Algunas regiones periféricas, mal comunicadas con el centro rico, se convirtieron en una especie de periferia de la periferia. Su relativo aislamiento les dejó, en mayor o menor medida, al margen de estos procesos.
Seguidamente, se explican las causas del proceso de globalización que incluyen factores económicos, políticos, tecnológicos, militares (la diplomacia de las cañoneras), así como el triunfo de los planteamientos económicos liberales. Con una rica información cuantitativa, el autor muestra cómo, durante el siglo xix, se produjo una formidable mejora de los términos de intercambio favorable a los países de la periferia exportadores de materias primas. Estos países se beneficiaron del descenso de los precios de los productos industriales, –consecuencia de los progresos en la productividad en los países del centro– y de la subida de los precios de las materias primas, muy demandadas por los países desarrollados. El efecto de esta mejora resultó paradójico: los países periféricos se vieron afectados por el «síndrome holandés», o la maldición de los recursos: se especializaron en la exportación de materias primas, se retiraron recursos de otros sectores y se desindustrializaron. Los países del centro, por el contrario, reforzaron su proceso de industrialización. Para ambos grupos de países se fue labrando una senda opuesta: en un caso hacia el atraso industrial, en el otro hacia su progreso. A finales del siglo xix se empezó a registrar un deterioro en los términos de intercambio, que concluiría con el desplome del periodo de entreguerras.
Pero además de los cambios en los precios relativos, los países de la periferia se vieron gravemente afectados, cara a su industrialización, por la elevada volatilidad del precio de las materias primas. Volatilidad que provocaba una gran irregularidad de los ingresos, generando incertidumbre y dificultando la inversión en capital físico y humano. Por otra parte, las altas ganancias proporcionadas por la exportación de materias primas fomentaron una mentalidad de excesiva búsqueda de rentabilidad. En los países periféricos ricos en recursos, dominaban unas oligarquías que detentaban los recursos naturales, –tierras y minas– y que fueron las principales beneficiarias de los ingresos originados por las exportaciones. Este proceso agravó las desigualdades, que ya existían, en la distribución de la renta y la riqueza. Además, como estas oligarquías económicas detentaban, también, el poder político, lo utilizaron para diseñar instituciones favorables a sus intereses rentistas y no a los de los sectores emprendedores.
Evidentemente, la periferia era muy amplia y encerraba diferencias muy notables de carácter económico e institucional, particularmente en lo que se refiere a su grado de autonomía para diseñar políticas comerciales, de las que el autor da debida cuenta. Egipto aparece como un ejemplo precoz y fracasado de intento de industrialización. Durante el gobierno de Mehmet Alí, y basándose en 2 puntales económicos de enorme importancia: la producción de algodón y la alta productividad de la agricultura, se intentó forzar la industrialización del país, adoptando la tecnología inglesa. El fracaso de este intento demuestra la enorme dificultad de implantar un sistema industrial en una sociedad profundamente atrasada. La posterior apuesta por una política liberal provocó una fuerte desindustrialización en la segunda mitad del siglo. La misma suerte correría Indonesia, dependiente de sus exportaciones de café; la India, afectada por una grave crisis de productividad de su agricultura, consecuencia del declive del Imperio Mogol y del deterioro de las condiciones climáticas, y el Imperio Otomano, que carecía de materias primas y pagó sus importaciones industriales con la exportación de alimentos, lo que contribuyó a su fuerte desindustrialización. En el otro extremo, se encontrarían los países de Asia oriental: China –país en el que las importaciones de opio tenían un gran peso– conoció un moderado síndrome holandés y una desindustrialización débil; y Japón, obligado a abrirse al comercio, pobre en materias primas y con abundante mano de obra, experimentó un notable despegue industrial. La desindustrialización de México fue también más suave. La mejora de los términos de intercambio fue más débil, la productividad agrícola conoció una evolución más favorable y su autonomía política le permitió diseñar políticas de fomento de la industria. En definitiva, además de la evolución de los términos de intercambio, la dotación nacional de factores, la capacidad de resistencia de la oferta doméstica y factores institucionales marcaron el signo y la intensidad de la respuesta a la globalización.
Si en los países que conocieron un fuerte proceso de desindustrialización y de exportación de materias primas se produjo un aumento de las desigualdades sociales, lo contrario sucedió en Asia oriental, donde la actividad económica se fue centrando en la exportación de manufacturas. Las consecuencias de ese proceso de concentración de la riqueza sobre el crecimiento siguen siendo objeto de debate en la actualidad y por ello son cuidadosamente analizadas en el texto. Igualmente, el autor aporta una explicación alternativa a la conocida tesis Prebisch-Singer. Williamson, además de delimitar temporalmente el fenómeno del empeoramiento de los términos de intercambio (entre finales del siglo xix y 1930), sostiene que «los sectores vinculados con los recursos naturales son intrínsecamente más vulnerables a la expropiación, lo que les vuelve más propensos a la evasión de capitales, a la intervención colonial, al conflicto y a un crecimiento de baja intensidad». Por otra parte, más que un empeoramiento, los datos mostrarían que el periodo vendría marcado por las fluctuaciones y los ciclos de oscilación anual.
En las décadas finales del largo siglo xix, amplias zonas y países de la periferia americana, asiática y europea conocerían un notable despegue industrial. Desde 1870, México y Brasil, los líderes económicos latinoamericanos, y, algo más tarde, Argentina y Chile, experimentaron un sensible desarrollo. Además de la caída en los términos de intercambio, contribuyeron al proceso las políticas pro-industriales y la depreciación de las monedas locales. El autor también analiza con detalle el giro hacia el proteccionismo que se experimenta en todo el mundo una vez agotado el impulso liberalizador del tratado Cobden-Chevalier. Williamson muestra la cronología e intensidad del proceso, los intereses en juego dentro de los países, la adopción de políticas de protección y su escaso éxito.
Cumpliendo con la labor crítica que debe tener una reseña, plantearé 2 cuestiones. Formalmente el libro es algo árido y se observan algunas repeticiones. Como cuestión de fondo se puede echar en falta un tratamiento detallado y explícito de los cambios que experimentó el sistema capitalista y la política exterior de los gobiernos de las potencias más desarrolladas en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial.
En un mundo científico en el que siguen dominando los ranking nacionales, el libro de Williamson, uno de los más destacados especialistas, proporciona grandes motivos de satisfacción: en los agradecimientos, en la bibliografía y a lo largo del texto las referencias a investigadores españoles son constantes. Una buena prueba del excelente nivel y difusión alcanzados por la Historia Económica de nuestro país en los últimos tiempos.
En definitiva, esta excelente obra cumple rigurosamente con lo anunciado en el libro: proporcionar una explicación convincente de cuándo, cómo (y por qué) comenzó el atraso del Tercer Mundo.