Hace solo unos meses, aunque pueda parecer que ha pasado una eternidad, era inimaginable que, tal y como relata la novela de Camus, llegaría un «día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despertaría a sus ratas y las mandaría a morir en una ciudad dichosa»1.
A pesar de la información que produjo la epidemia en China, la furia con la que el SARS-CoV-2 (COVID-19) atacó Europa supuso una sorpresa y la ciudadanía asistió atónita a acontecimientos como las cuarentenas y las muertes.
En España, la pandemia ha causado en menos de tres meses más de 221.000 casos, con más de 26.000 muertes y alrededor de 11.000 ingresos en UCI2. Estos son los resultados a corto plazo en salud. A medio y a largo plazo, habrá que actuar y medir otros efectos causados por la COVID-19: los problemas agudos de salud no atendidos por la crisis sanitaria, las secuelas de los problemas crónicos tampoco atendidos y, finalmente, el impacto de la crisis económica y, con ella, las desigualdades sociales generadas3.
En 1989, ocho años después de la aparición de los primeros casos de sida, Charles Rosenberg se apoyó en la aparición del sida para describir un modelo de respuesta social ante las epidemias4 de completa vigencia. Para Rosenberg, una epidemia es un drama en tres actos y un epílogo. En el primer acto se produce el debut de la epidemia, seguido de una curva de aumento de la tensión que nos lleva a la crisis en el segundo acto, de carácter individual o colectivo. El transcurso del declive es lento durante el tercer acto, hasta la finalización. Identifica dos características en esta dramaturgia: su evolución temporal y su puesta en escena. La respuesta social a la epidemia refleja, por otra parte, el papel asignado a las instituciones y los valores del modelo social predominante.
En el acto primero de esta escenificación, que define como «la revelación», las comunidades son lentas a la hora de aceptar y reconocer la epidemia: se explican los acontecimientos observados como fruto de la imaginación, de intereses espurios o de preocupaciones exacerbadas de personas especialmente sensibles. Es solo cuando los efectos de la epidemia son inevitables que se asume su existencia. Generalizando, en Europa se dio menos importancia de la que tenía al riesgo de transmisión y de gravedad de la enfermedad, hasta que las primeras cifras de víctimas en Italia hicieron saltar todas las alarmas.
En el segundo acto, «el reconocimiento», se asume un marco que pueda gestionar la arbitrariedad y el desaliento hasta encontrar un conocimiento que suponga una promesa de control. En esta fase, la explicación de la epidemia va de modelos mágico-religiosos en el pasado a responsabilidad por las conductas individuales en el sida. En la pandemia de la COVID-19 entra en vigor el estado de alarma en España el 16 de marzo, y se genera una respuesta social de búsqueda de responsabilidades políticas y técnicas que lleva a cuestionar las diferentes decisiones del Gobierno.
El acto tercero, «negociando la respuesta pública», lleva a escena la respuesta, una respuesta con un componente ritual, que finaliza, en palabras de Rosenberg, «como un gemido, no como una explosión». Así, el número de casos y de muertes va disminuyendo paulatinamente hasta su finalización. Se escenifican la solidaridad, la compasión y el agradecimiento diseminados por las redes sociales.
Y por último, a modo de epílogo, se produce el deseo inevitable de extraer un impacto duradero de la experiencia, en el sentido de que las muertes no hayan sido en vano. En el tiempo de la nueva normalidad, cuando los amantes separados puedan reencontrarse, tal vez sea el momento adecuado para recopilar algunos aspectos positivos del sistema sanitario que han acompañado a la epidemia de coronavirus y en los que deberíamos poner un esfuerzo de conservación.
Los y las profesionales hemos visto cómo proyectos tan deseados y trabajados durante mucho tiempo, como la telemedicina, se convierten en el plazo de semanas en una práctica habitual en atención primaria, que desburocratiza la atención en actividades como la renovación de receta electrónica o la gestión de la incapacidad laboral. Los hospitales han modificado sus procesos asistenciales, asignado recursos en función del riesgo, rediseñado servicios y agilizado el proceso de altas hasta necesitar solamente el tiempo imprescindible para organizar el traslado de pacientes. Estos cambios han sido obligados por la necesidad acuciante de recursos sanitarios y posibilitados por el extraordinario esfuerzo de los y las profesionales. Aunque lo deseable sería que estas dos circunstancias desaparecieran lo más pronto posible, algunas innovaciones deberían incorporarse definitivamente a la práctica habitual.
Otras aportaciones relevantes están en relación con la gestión del conocimiento. Además de la iniciativa de las principales editoriales de permitir el acceso en abierto a todas las publicaciones en relación con la COVID-19, se recogen los esfuerzos de recopilación de evidencias, como las Evidencias COVID-19 del centro Cochrane Iberoamericano5 o la revisión bibliográfica periódica que realizan las agencias de evaluación de tecnologías sanitarias pertenecientes a RedETS, AVAlia-t y el SECS6. Otra interesante iniciativa son las guías de tratamiento COVID-19 desarrolladas por los National Institutes of Health (NHI), que establecen recomendaciones basadas tanto en la evidencia científica como en la opinión de expertos. Para cada una de las recomendaciones, siguiendo un modelo tradicional, se indica la fuerza de la recomendación y la calidad de la evidencia que la soporta7. Después de realizar el esfuerzo de incorporación de prácticas clínicas basadas en la evidencia y de herramientas de evaluación de tecnologías sanitarias para el uso de las más adecuadas, estas iniciativas facilitan el acceso a la información para dar respuesta oportuna a las nuevas necesidades asistenciales, que exigen actuaciones rápidas con un gran margen de incertidumbre.
También es destacable la celeridad con que se realizaron las propuestas de financiación de investigación8.
Sin embargo, también será necesario analizar otros aspectos, como las diferencias en las hospitalizaciones, ingresos en UCI o mortalidad entre comunidades autónomas. Las medidas de confinamiento se implantaron con la finalidad de mitigar el riesgo de transmisión para salvaguardar los recursos sanitarios y poder garantizar una atención sanitaria correcta a las personas enfermas. A medida que dispongamos de un sistema sanitario mejor dotado, con recursos adecuados en relación con las necesidades de los pacientes, será posible una mejor adaptación a sucesivas oleadas u otras enfermedades emergentes que representan una amenaza sanitaria y social permanente.