Actualmente asistimos a una época en la que tanto por motivos culturales como por la tecnificación de la medicina, el facultativo puede participar de forma directa en 2 momentos claves de la vida de toda persona, el comienzo y final de misma. Esta capacidad de actuación, en lo referente al final de la vida, plantea numerosos conflictos bioéticos, por lo que primeramente deberíamos de partir de la premisa de que «no todo lo técnicamente posible es aceptable desde un punto de vista ético»1.
Constituye, por tanto, el objetivo de esta carta manifestar algunas reflexiones sobre las distintas posibilidades existentes, para que la actuación del médico en la atención al paciente al final de la vida sea bioéticamente aceptable.
Diariamente asistimos a situaciones en las que la prolongación de la vida durante un cierto tiempo aun siendo «técnicamente posible» se realiza en unas condiciones que podrían calificarse como indeseables, esto es, se consigue prolongar la misma en detrimento de su calidad. Esta circunstancia ha dado lugar a distintas expresiones tales como «distanasia», «encarnizamiento terapéutico» o «furor terapéutico» (therapeutic furor). Desde un punto de vista bioético, dichas actitudes podrían justificarse en función del ejercicio por parte del facultativo del «principio de beneficencia», esto es, asegurar y garantizar un bien supremo (la propia vida humana) a través de todos los medios terapéuticos posibles, representando una conducta ética reprobable y un ejercicio jurídico punible («homicidio») la libre decisión del médico de dejar morir a un paciente si se dan tales circunstancias, representando dicho acto un reprobable «homicidio por compasión» (mercy killing). Dicha tesis podría ser avalada desde un punto de vista moral y en numerosas ocasiones religioso, donde el disponer directa y activa sobre la vida de una persona se consideraría como un hecho «intrínsecamente inaceptable» pero, en cambio, se aceptaría el cese de la misma como un mal menor aplicando procedimientos indirectos como podría ser la administración de una terapia que enfocada a calmar el dolor supusiera de forma indirecta un acortamiento de la misma2. Dicha actitud consideramos que podría denominarse como la «paradoja de la eutanasia».
En cambio desde un punto de vista deontológico (basado en derechos y deberes) los hechos no son tan simples, pues habría que establecer la distinción entre «deberes positivos» o de promoción de la salud y «deberes negativos» o de prohibición de actuación. De igual forma, desde el punto vista de los derechos humanos, distinguir entre «derechos negativos» y «derechos positivos», teniendo una mayor preeminencia bioética los primeros frente a los segundos. Esto es, en ocasiones, éticamente debería primar «la no actuación» u «omisión» frente al derecho de «acción» o «actuación», siempre y cuando en función del ejercicio del «principio de autonomía» medie una declaración explícita por parte del paciente a no prolongar de forma artificial su existencia, aunque creamos que la misma sea indigna o incluso pueda llegar a perjudicarle. Si se da esta circunstancia, la libre actuación del facultativo aun en consonancia con la bondad de su acción, esto es, actuando con un criterio de «beneficencia», podría calificarse como un «ejercicio de maleficencia» pese a que sus fines persigan el bienestar del paciente. En estas situaciones no cabría considerar los 2 términos tradicionales de «beneficencia» y «maleficencia» sino 4: «beneficencia-no beneficiente» frente a «maleficencia-no maleficiente». En determinadas circunstancias, el ejercicio de actuaciones como «el mal menor», «la omisión» o «la voluntad permisiva», podrían catalogarse como acciones maleficientes. Toda «acción directa» ejercida por un facultativo sobre su paciente con la finalidad de procurar el fin de la vida de este, debería de considerarse como un acto éticamente reprobable y, por tanto, jurídicamente punitivo. Ahora bien, no hemos de olvidar que en la sociedad actual donde priman los derechos individuales (siempre que no entren en conflicto con el bien común), es indiscutible que quien tiene que tomar la decisión última sobre su vida y su muerte ha de ser el propio paciente, por lo que la sociedad habría de permitir la existencia de una serie de mecanismos que permitiesen ejercitar al paciente dicho «principio de autonomía»3.
No obstante, el mecanismo resulta en extremo complejo, porque el ejercicio de tal derecho lo ha de tomar todo paciente que se encuentre en condiciones plenas de independencia en la toma de decisiones, tanto legales como morales. Es por ello que sería reprobable aceptar una decisión de tanta trascendencia en situaciones límite (p. ej., enfermedades que conllevan un dolor insoportable) donde no es posible que medie un periodo mínimo de reflexión por parte de este, sino que actuaría de forma condicionada (en el caso precedente, ¿acaso un dolor insoportable no mermaría, la capacidad de decisión?) que invalidarían su legítimo derecho de autonomía. En estos casos la acción del médico para acceder a la petición de acabar con su vida estaría basada en criterios emocionales, considerándose dicho acto como un ejercicio bioético de «maleficencia-no maleficiente» y jurídicamente como un «homicidio por compasión».
Se impone, por tanto, la introducción en el contexto de la relación médico-enfermo del establecimiento de una vía de comunicación directa basada en la «planificación anticipada» ante determinadas situaciones, especialmente las que conduzcan a una muerte inevitable, de tal forma que el paciente sea informado acerca de su dolencia, y libremente y con pleno conocimiento establezca a través de unas directrices previas («testamento vital», «voluntades anticipadas»…,) la forma en la que desea que se realice el desenlace, de tal forma que en dicha situación el médico respete su derecho pero no ejerciendo una actitud activa, sino actuando de forma indirecta, lo que representaría el ejercicio de la «eutanasia pasiva» o la supresión de medidas que puedan mantener con vida a una persona4.
En conclusión, ante la disyuntiva de ayudar o no a morir al paciente, el médico debería de optar por la actitud que algunos autores han denominado como induced or bring about death, esto es, como la aceptación de los objetivos de la «eutanasia activa»5 (cualquier acción inductora de una muerte que no hubiese sucedido sin la misma) pero empleando procedimientos pasivos para el logro de los mismos.