El ejercicio de la práctica médica siempre ha planteado problemas éticos. Mientras que los derechos humanos y los imperativos categóricos tienen un carácter universal, la deontología y la bioética dependen en gran medida de las circunstancias históricas y sociales. Es por ello que la relación médico-enfermo constituye una realidad dinámica, sujeta a los avatares de la historia y los cambios sociales, hecho que actualmente se pone de manifiesto en una sociedad tan tecnificada como la actual.
En la Grecia clásica la relación médico-enfermo era de orden marcadamente paternalista, basada en el concepto de beneficencia. En función de un principio aristocrático de la sociedad, la figura del médico constituía la expresión de la sabiduría, fundamentado en 3 principios: conocimiento, prudencia y praxis, donde la autonomía del paciente no se contemplaba. La irrupción del «concepto de autonomía» representó una revolución en el fundamento moral del ejercicio médico por cuanto representaba la libre elección del paciente para decidir por sí mismo en función de principios y valores propios, sin elementos ajenos a su sentir y pensar. Dicho término, derivado etimológicamente del griego autos (mismo) y nomos (regla), se identifica con «regla», «gobierno»,«ley», esto es, expresa autogobierno. Según la concepción renacentista del individuo como valor absoluto, afianzada posteriormente por la doctrina ilustrada de Kant (1724-1808) acerca de la dignidad humana, la moralidad reside en la autonomía, por lo que esta pasaría a representar un derecho moral y legal de los pacientes en la toma de decisiones, libre de restricción o coerción, representando en la actualidad un derecho que en ocasiones limita la acción médica en función de la libre voluntad del paciente. Si bien autonomía y beneficencia constituyen 2 valores íntimamente relacionados entre sí, ambos tienen un fundamento ético diferenciado. El principio de beneficencia pasa a representar la finalidad moral del acto médico, mientras que el de autonomía presupone la capacidad y ejercicio de los derechos propios del paciente, estableciendo que no puede interferirse en la libertad de elección, pensamiento y acción del sujeto. La expresión legal del principio de autonomía se expresa a través del consentimiento informado, aplicable tanto en la práctica médica habitual como en la investigación biosanitaria realizada sobre seres humanos. La esencia del mismo se basa en la información adecuada, esto es, una información suficiente, veraz y comprensible1. Ahora bien, debemos reflexionar si ambos principios (beneficencia y autonomía) pueden entrar en conflicto entre sí.
Para ello hemos de diferenciar 2 escenarios posibles. En el primero de ellos, el médico actúa como agente principal, dependiendo de su arbitrio tanto la salud del paciente como de la comunidad. Un ejemplo paradigmático lo constituyen aquellas situaciones en las que la abstención terapéutica por parte del paciente vendría motivada por situaciones de carácter ideológico o religioso (por ejemplo, transfusiones sanguíneas en testigos de Jehová). En estos casos, siempre que medie un bien superior (por ejemplo, realizar una transfusión previa a una intervención quirúrgica urgente determinante en la vida del paciente), el médico debe actuar rigiéndose por el principio de beneficencia, aun sin solicitar autorización judicial, ya que al ser la finalidad de su actuación velar por la vida del paciente, la misma constituye un bien supremo tutelado por el ordenamiento jurídico. Ante estas situaciones, el profesional dispone del denominado «campo de discrecionalidad», y ante situaciones que por su excepcional gravedad precisan de una determinada actuación sin demora de la misma, se encuentra amparado por el denominado «privilegio terapéutico»2. En otras ocasiones, el paciente, en base a su derecho a decidir (ejercicio de autonomía), podría actuar contra el bien comunitario (por ejemplo, negándose a recibir tratamiento para enfermedades infectocontagiosas, a ser vacunado, etc.), estando obligado el facultativo a actuar contra su autonomía, basándose en un bien superior como es no actuar de forma maleficiente hacia el resto de la comunidad.
En un segundo escenario, tras una información adecuada, el paciente, en plenas condiciones cognitivas, puede tomar una decisión acerca del curso evolutivo de su enfermedad y negarse a someterse a la realización de ciertos procedimientos diagnósticos o terapéuticos. En tales casos, el médico debe respetar su derecho a decidir en función del criterio de autonomía del paciente, tanto desde un punto de vista ético como legal3.
En conclusión, el respeto al principio de autonomía, aun no siendo un valor ético absoluto, permite influir positivamente en la orientación médica hacia el hombre sano, estableciendo una serie de pautas que permitan mantener dicha condición y respecto del hombre enfermo, curar y rehabilitar la plenitud de sus facultades dentro del marco jurídico imperante4.