En 1561 Lope de Aguirre encabezó la última rebelión de importancia contra la Corona española en el virreinato del Perú. Buena parte de la literatura histórica respectiva ha caracterizado al personaje como un traidor o un loco, empero, el presente estudio propone un análisis del caudillo y de su alzamiento desde el horizonte histórico de la cultura política de su época, en términos de pacto y vasallaje.
In 1561 Lope de Aguirre led the last major rebellion against the Spanish Crown in the Viceroyalty of Peru. A good part of the historical works on the subject have described Aguirre as a lunatic or a traitor; however, this paper proposes to study Aguirre and his revolt under the light of the political culture of his time, and in terms of the pact of vassalage.
Tal vez porque se desarrollaron en ámbitos urbanos, la historiografía especializada en el ciclo de guerras civiles y rebeliones peruleras1 sostiene que éstas terminan en 1554 y así suelen soslayar a la última: aquella que unos seis años después encabezó Lope de Aguirre en medio de la selva amazónica.
Todo empezó con motivo de una empresa de expedición, espoleada por informes de algunos indios de Brasil sobre la existencia de unos fabulosos reinos2 ribereños del Amazonas: Omagua y El Dorado. En 1558 el virrey marqués de Cañete encomendó al famoso conquistador don Pedro de Ursúa3 que encabezara la misión. La hueste empezó la navegación del gran río el 26 de septiembre, pero cuatro meses después y antes de que lograran alcanzar la desembocadura, en enero de 1561 hubo un motín que culminó con el asesinato del capitán Ursúa y de algunos de sus adeptos. Los rebeldes, acaudillados por Lope de Aguirre, navegaron hacia el norte seis meses y desembarcaron en la isla de la Margarita en el mes de julio, luego se internaron por el actual territorio de Venezuela, hasta alcanzar Barquisimeto, donde los supervivientes se enfrentaron a los soldados del rey. La malograda aventura concluyó ahí, con la muerte de Lope de Aguirre el 27 de octubre de 1561.4
La expedición de Ursúa —que luego se convertiría en la rebelión de Aguirre— fue una más de las empresas expedicionarias españolas en que un escenario natural hostil y desconocido, así como la frustración en alcanzar los objetivos de apropiación de riquezas y poblaciones dieron al traste con todo. En esta lista, por ejemplo, puede incluirse la exploración a la Baja California de 1533, en la que se registró el motín de Fortún Jiménez y el homicidio del capitán Diego de Becerra; y ya antes habían sufrido motines Colón y Magallanes, aunque lograron salir con bien de ellos.
Sin embargo, una vez que en el seno de las expediciones se desataba la violencia, prácticamente no había vuelta atrás; el cabecilla solía eliminar al comandante, tomaba el control de la empresa y prometía (con o sin intenciones de cumplir) repartir equitativamente el futuro botín entre los hombres, sin considerar al empresario que hubiera financiado el proyecto. En consecuencia, aparte de la sublevación contra un jefe, el motín pretendía “resolver” una demanda económica, que era lo que tocaba más de cerca y afectaba los intereses de los participantes en estas empresas.
Aquí vale la pena explicar que, aparte de su natural jefatura política y militar acordada con las autoridades superiores, el comandante de una expedición era por lo común socio o inversionista del proyecto.5 Era su responsabilidad proveer el avituallamiento (barcos, caballos, pertrechos militares, alimentos, etc.), que él adquiría a crédito y que vendía a los participantes. De tal forma que si la empresa fallaba, las pérdidas no iban tanto en detrimento suyo, pues de cualquier manera retenía el botín logrado por escaso que fuese, sino de la tropa, que al repartirse la deuda, acababa por cargar con el mayor peso de ella.
Por ello, los expedicionarios anhelaban encontrar y hacerse de riquezas cuanto antes y cuando esto no sucedía, era fácil que afloraran las inconformidades y luego la sedición. Por el carácter doble de autoridad-empresario de los jefes, lo que podía haber quedado circunscrito a una demanda comercial privada, trascendía al ámbito político y judicial para convertirse en delito de insubordinación.6 En caso de sobrevivir a un motín y de llevar el caso a tribunales, el jefe ultrajado siempre podía esgrimir haber sido víctima de la rebeldía y la ambición desmedida de sus hombres; los amotinados, en cambio, solían denunciar a su comandante por tiranía y fraude al real fisco.
En su primera fase, la rebelión de Lope de Aguirre se ajustó a lo arriba descrito, por ello, fue similar a las demás, en cuanto a que las principales motivaciones fueron económicas. Pero la muerte de Ursúa cambió el cariz y los alzados buscaron legitimarla con el argumento de haber suprimido a un mal representante de la autoridad regia, a fin de reemplazarlo por otro más justo. Entre los insurrectos hubo una redistribución del poder, sin que se cuestionara el orden establecido, aunque pronto la situación se transformaría radicalmente.
Cuando Gonzalo Pizarro7 se alzó en el Perú, nunca mostró intenciones de romper los vínculos que lo unían a su rey, por mucho que su plan fuese establecer una monarquía, autónoma de la castellana, que gobernaría el territorio. En las misivas que envió al monarca, Pizarro confirmaba su obediencia y adhesión al poder real y sólo denunciaba la injusticia de las Leyes Nuevas, que eran lesivas de los legítimos intereses de los encomenderos. Pero no existía algún asomo de que intentara “independizarse” o “desnaturarse”, según la expresión jurídica vigente.8 Garcilaso de la Vega corroboraba en sus Comentarios reales que Gonzalo Pizarro no deseaba emancipar al Perú “porque el respeto natural que a su príncipe tenía pudo más en él que la persuasión de sus amigos”.9
Hoy las monarquías han perdido su aura sacralizada, pero en aquella época, uno de los actos más graves que podía concebir la sociedad era el rompimiento de la fidelidad al monarca. Por tanto, la rebelión pizarrista fracasó precisamente por no haber comprendido el sentir de los súbditos españoles a los que deseaba integrar a sus fines. El respeto a la imagen del soberano era un deber supremo y un valor compartido por la comunidad,10 así que no muchos se dejaban arrastrar a la vorágine de una rebelión. Hacerlo no sólo suponía la pérdida del favor de su señor y arrostrar la “ira del rey”, sino también echarse encima el baldón de traidores que rompían el vínculo de vasallaje, lazo consagrado por las antiquísimas Partidas.11 Además, toda vez que se asumía que el poder del rey emanaba de Dios, quien lo desafiara se transformaba también en un doble transgresor, es decir, que el quebrantamiento era tanto de orden civil (delito), como espiritual (pecado).
En este sentido y distinguiéndose de las demás, la rebelión de Lope de Aguirre no se circunscribió al aspecto económico-reivindicativo ni a liquidar a su comandante como hicieran tantas otras, sino que fue mucho más allá, al atreverse a romper con la Corona de Castilla y proclamarse, por así decirlo, “independiente”, una situación absolutamente insólita y sin precedentes hasta ese momento en los nuevos dominios.
Traspuestos los límites, se trazó un fin: “reconquistar” el Perú y liberarlo de la metrópoli. Los sediciosos empezaron por proclamar una “nueva monarquía”, cuya cabeza sería don Fernando de Guzmán, un hidalgo sevillano que, por proclamación de sus compañeros, se convirtió en “rey de Perú, Tierra firme y Chile”. Pero no bastaba con “entronizar” a un nuevo soberano, Aguirre estaba convencido de que el éxito de la empresa sólo se aseguraría si toda su gente se emancipaba o “desnaturaba” de Castilla, negando el vasallaje a Felipe II y repudiando su autoridad, es decir, rompiendo formal y legalmente los vínculos que los ligaban a su rey y señor. En términos jurídicos, era la única manera de sentar las bases de una monarquía independiente y alterna a la castellana en las Indias.
Empero, en la madrugada del 22 de mayo de 1561, Aguirre tomó la decisión de dar muerte al insípido “rey” Fernando de Guzmán, pues se había enterado de los tratos que tuvo con sus capitanes para traicionarlo. La eliminación de Guzmán derivó en otros cauces. Aguirre descartó en adelante el establecimiento de un reino paralelo y se decidió a asumir personalmente el control de la expedición, a cuyos efectos se autodenominó “Fuerte caudillo de los Marañones”. En su nuevo proyecto, los conquistadores —ahora organizados en un tipo de “república” o cuerpo político a cargo de un jefe— serían los encargados de todo. El virreinato sería “reconquistado” y escindido de Castilla para que lo gobernaran los “desposeídos”, como el propio Aguirre. Todos participarían activa y proporcionalmente en el reparto de las riquezas de un territorio que sería “reconquistado” por ellos.12
LOS MOTIVOS DE AGUIRRE: CONTRAIMAGEN DEL MUNDOA esta altura de sus proyectos, Aguirre se dedicó afanosamente en poner por escrito los motivos de su rebelión y a manifestar sus intenciones de “desnaturamiento”, lo que hizo en tres cartas sucesivas.13
La primera, del 8 de agosto de 1561, fue escrita en la isla de la Margarita, luego de enterarse de la deserción de varios de sus “marañones” que habían sido comisionados para apoderarse de un navío del provincial dominico fray Francisco de Montesinos, así que la misiva la dirigía al prelado y a los fugitivos que se habían puesto bajo su amparo. En sus líneas refuta que él y sus leales puedan ser considerados traidores, explica a Montesinos las razones de su alzamiento y le exhorta a pasarse a su bando y en cuanto a los renegados que lo habían abandonado, les recuerda que son culpables de una doble traición: el asesinato de Ursúa y el juramento al “príncipe” Guzmán, por lo que no alcanzarían jamás el perdón real. Y de paso se expresa burlonamente de que “a los traidores Dios les dará la pena y a los leales el rey resucitará. Aunque hasta ahora no veo ninguno resucitado; el rey ni sana heridas ni da vidas”.14 Y, finalmente, convencido de que no había vuelta atrás ni salida posible, cierra su texto con la expresión: “César o nihil”, lo que claramente daba a entender que o triunfaba en su intento o sucumbiría en él.15
Su segunda y más célebre carta, redactada entre la salida de Burburata, el 20 de septiembre de 1561 y la llegada a Valencia, el 14 del mismo mes, iba destinada a Felipe II y en ella queda de manifiesto su desconocimiento de la figura del rey, puesto que suprime la fórmula protocolaria para dirigirse al monarca, “Vuestra Majestad”, y la reemplaza por un simple “tú”.
Las líneas le comunican a Felipe que él y sus marañones habían determinado salir de tu obediencia, y desnaturándonos de nuestras tierras que es España, y hacerte en estas partes la más cruda guerra que nuestras fuerzas pudieren sustentar [por] no poder sufrir los grandes pechos, premios y castigos injustos que nos dan tus ministros que, por remediar a sus hijos y criados, nos han usurpado y robado nuestra fama, vida y honra que es lástima, ¡Oh rey!, y el mal tratamiento que se nos ha hecho.16
Los temas importantes de esta misiva son tres: la denuncia del mal gobierno en manos de oficiales y delegados corruptos; la avaricia e indolencia de los ministros eclesiásticos y, finalmente, la manifiesta injusticia de un monarca que no ha logrado recompensar la fidelidad de sus auténticos vasallos y, en consecuencia, la ruptura del vínculo con él.
De lo primero, denuncia la perversidad de la administración, encabezada por el virrey Cañete, “malo, lujurioso, ambicioso tirano”, quien “premió” a los hombres que combatieron la rebelión de Hernández Girón con persecuciones y castigos. Según Aguirre, si los hombres de armas leales se hubieran pasado al bando insurrecto, Francisco Hernández Girón se hubiera convertido en el rey del Perú.17 Los oficiales reales, “malos, que de cierto lo son […] llaman servicio [a] haberte gastado ochocientos mil pesos de tu real caja para sus vicios y maldades”,18 y encima, se comportan con los demás con soberbia inaudita, pues “quieren que donde quiera que los topemos, nos hinquemos de rodillas y los adoremos […]”. Contra ellos alerta al soberano: “no fíes en esos letrados tu real conciencia, que no cumple a tu real servicio descuidarte, que se les va todo el tiempo en casar hijos e hijas” y en acrecentar sus haciendas personales.19
La contraparte de autoridad “espiritual”, la Iglesia misionera, no sale mejor parada: es tan grande la disolución de los frailes en estas partes, que conviene que venga sobre ellos tu ira y castigo, porque ya no hay ninguno presuma de menos que de gobernador. Mira, mira, rey, no les creas lo que te dijeren, pues las lágrimas que allá echan delante de tu real persona, es para venir acá a mandar. Si quieres saber la vida que por acá tienen, es entender en mercaderías, procurar y adquirir bienes temporales, vender los sacramentos de la Iglesia por precio; enemigos de pobres, incaritativos, ambiciosos, glotones y soberbios; de manera que, por mínimo que sea un fraile, pretende mandar y gobernar todas estas tierras. Pon remedio, rey señor, porque de estas cosas y malos ejemplos, no está imprimida ni fijada la fe en los naturales; y, más te digo, que si esta disolución de estos frailes no se quita de aquí, no faltarán escándalos. […] a ningún indio pobre quieren absolver ni predicar; y están aposentados en los mejores repartimientos del Perú, y la vida que tienen es áspera y peligrosa, porque cada uno de ellos tiene por penitencia en sus cocinas una docena de mozas, y no muy viejas, y otros tantos muchachos [...].20
Aunque nunca lo puso por escrito, un testimonio afirma que Lope “tenía jurado de no dejar a vida ningún fraile, salvo mercedarios”;21 más adelante volveré sobre este asunto. Quizá el mal comportamiento de los eclesiásticos lesionaba su escrupulosa conciencia cristiana, ya que aseveraba que él y su gente observaban rigurosamente la “fe y mandamientos de Dios enteros, y sin corrupción, como cristianos; manteniendo todo lo que manda la Santa Madre Iglesia de Roma”. Y a tal punto llegaba su celo, que temiendo que la “herejía” luterana de Alemania que había amenazado a España con sus “vicios” se arraigase en las Indias, ordenó la inmediata ejecución de un alemán de su tropa, a fin de cumplir al pie de la letra la norma de “que todos vivan muy perfectamente en la fe de Cristo”.22 Y prometía mantenerse fiel a su catolicismo: “en ningún tiempo, ni por adversidad que nos venga, no dejaremos de estar sujetos y obedientes a los preceptos de la [Iglesia]”.23
Finalmente, está la cuestión más importante: la desaparición de los derechos y obligaciones mutuas entre rey y vasallo, vínculo de tradición medieval. Y esto obedecía a que —en el concepto de Lope de Aguirre— Felipe II había faltado a su compromiso de hacer justicia y recompensar los servicios de sus más leales súbditos: los conquistadores. Y así lo expresa, “por no doler del trabajo de estos vasallos, y no mirar lo mucho que les debes”,24 no ha quedado más remedio que “alcanzar con nuestras armas el precio que se nos debe, pues nos han negado lo que de derecho se nos debía”.25 En su caso personal, a lo largo de veinticuatro años había prestado “muchos servicios en el Perú en conquista de indios, y en poblar pueblos en tu servicio, especialmente en batallas y reencuentros que ha habido en tu nombre, siempre conforme a mis fuerzas y posibilidad, sin importunar a tus oficiales por paga, como aparecerá en tus reales libros”.26
De todo ello, la única ganancia que había sacado era quedar “lastimado y manco de mis miembros en tus servicios, y [mis] compañeros viejos y cansados en lo mismo”. Según Aguirre, el soberano prosperaba a costa del sudor de tanto hijodalgo y sin ningún trabajo, a nada comiendo el sudor de los pobres. De esos y otras cosas de esa suerte que el rey hace, recibe Dios gran deservicio […] mira, mira, rey español, que no seas cruel a tus vasallos, ni ingrato, pues estando tu padre y tú en los reinos de Castilla, sin ninguna zozobra, te han dado tus vasallos, a costa de su sangre y hacienda, tantos reinos y señoríos como en estas partes tienes…[por ello] rey y señor, que no puedes llevar con título de rey justo ningún interés de estas partes donde no aventuraste nada, sin que primero los que en ello han trabajado sean gratificados.27
Desengañado, le decía a Felipe estar perfectamente al tanto de “cuán cruel eres, y quebrantador de fe y palabra: y así tenemos en esta tierra tus perdones por de menos crédito que los libros de Martín Lutero”.28 Y todavía más lejos, descalificando al monarca y a todos sus homólogos: “ni hago caso de vosotros [los reyes], pues os llamáis siempre menores de edad, y todo hombre inocente es loco; y vuestro gobierno es aire”.29 Una casta irremisiblemente condenada: “por cierto lo tengo que van pocos reyes, porque sois pocos; que si muchos fueran, ninguno podría ir al cielo, porque creo que allá serían peores que Lucifer, según tenéis sed y hambre y ambición de hartaros de sangre humana”.30
Hasta este momento, ningún conquistador ni oficial civil o eclesiástico indiano se había dado el lujo de dispensar semejante tratamiento al soberano de España; ningún vasallo se había atrevido a juzgar así su gobierno, facultad privativa de la divinidad. Por tanto, y como se dijo en otra parte, los actos y palabras de Aguirre configuraban delitos de lesa majestad, porque iban contra la cabeza política de la república cristiana, la persona del rey, amén de ser sacrílegos en tanto que atacaban al vicario de Dios sobre la tierra.
El 22 de octubre, Lope alcanzó Barquisimeto (en la actual Venezuela), para espanto de unas autoridades incapaces de combatirlo. Se evacuó el pueblo y el gobernador Pablo Collado repartió perdones reales por docenas, en la esperanza de que los feroces marañones se acogieran al indulto. Aguirre estrujó los papeles y se sentó a escribir su tercera carta.
Sus líneas escupen desprecio por los conquistadores que se pliegan a los designios de los letrados del rey en vez de liquidarlos, y son “hombres chicos y grandes pues consienten entrar un bachiller donde ellos trabajaron y no matarlos a todos pues son causa de tantos males”. De los indultos reales vuelve a mofarse: al presente [e incluso] en artículo de la muerte y después de muerto, aborrezco el tal perdón del rey […] los perdones […] no llegan al primer nublado [no obstante que] fuera enojo particular o deservicio que yo hubiera hecho a V. M. [Y aun cuando] pareciera que nos pudiéramos conchabar […] no hay para que tratar esto pues es niñería, y pues yo, no soy hombre que he de tomar atrás de lo que tanta razón comencé, especialmente siendo mortal como soy […].31
Si alguna vez —en el alzamiento de Sebastián de Castilla en 1553— salvó el cuello al aceptar la amnistía, en esta ocasión, como se ha señalado, estaba dispuesto a ir hasta el final. Más allá de la posibilidad de terminar en el cadalso, también estaba el riesgo de que, en su calidad de hijodalgo, tuviera que arrostrar una intolerable muerte civil, castigo deparado a los delitos de lesa majestad. que [mejor] venga V. M. con dos nominativos a poner leyes a los hombres de bien [y] no me trate de perdones porque mejor que V. M. se lo puede perdonar, pues el rey acabó [con valerosos soldados-conquistadores y] con sus perdones al cuello ahorcó […]. [y que el gobernador] apriete bien los puños que aquí le daremos harto que hacer, porque somos gente que deseamos poco vivir.
Poco tenían ya que perder: los hombres habían sufrido “de ellos cojos de ellos sanos por los muchos trabajos que hemos pasado en el Perú y cierto hallar tierra por miserable que fuera”, y se habían convertido en “tristes cuerpos que están con más costurones que ropas de romero”. En cuanto a sus vidas, “hacemos cuenta que vienen de gracia, según el río y la mar y el hambre nos han amenazado con la muerte, y así, los que vinieren contra nosotros hagan cuenta que vienen a pelear contra los espíritus de hombres muertos”. La jornada del Amazonas ha forjado su “derrota, pasando todas estas muertes y malas venturas en este río Marañón […] lago tan temeroso y río tan mal afortunado [donde no hay más] sino que desesperar”.32
De estas tres cartas, además, pueden entresacarse sucintos perfiles autobiográficos que dan cuenta tanto de la idea que Lope se había forjado de sí mismo, como de los valores y paradigmas de una época “dorada” que se esfumaba a ojos vistas. [Soy] Lope de Aguirre, mínimo vasallo, cristiano viejo, de medianos padres, hijodalgo… [en mi] mocedad pasé el mar océano a las partes del Perú, por valer más con la lanza en la mano, y por cumplir la deuda que debe todo hombre de bien. [Porque] el que no es más que otro no vale nada […]. [Alabo a los] amigo[s] de las armas y ejercicio[s] militar[es]… la cumbre de la virtud y la nobleza [que] alcanzaron los nuestros mayores con las espadas en las manos […].33
En su desesperada empresa puntualiza claramente la meta de su rebelión: emancipar el Perú de Castilla y seduce a sus hombres con el compromiso de distribuir entre ellos el poder y riqueza si logran el éxito. Hay evocación a un pasado mítico que puede restablecerse en Indias, pues a cambio de la buena fe, la fidelidad y apoyo de su gente al proyecto, le jura que “har[á] que salgan del Marañón otros godos que gobiernen y señoreen a Pirú como los que gobernaron a España”.34 A los conquistadores despojados y mal retribuidos por el espurio rey castellano que han decidido unirse a la rebelión justiciera para hacerse de su legítima recompensa que es el Perú, les aguarda una promesa similar a la que encontró Castilla de sus ancestros góticos: legitimar su preeminencia sobre los demás reinos hispanos y hacerse del poder necesario para cumplir la misión divina de recomponer la unidad de la “monarchia del reyno de España” que los infieles musulmanes habían disgregado.35
LA FRAGILIDAD DE LAS INSTITUCIONES POLÍTICAS PERUANASLas novedades en la rebelión de Aguirre, esto es, el “desnaturamiento” y la formulación de un proyecto de un reino independiente en el Perú,36 constituyeron respuestas harto insólitas a los desarrollos específicos en el proceso de conquista y a la orientación de la política regia (1538-1560).
En los tiempos de Aguirre la fama de las fabulosas riquezas de los reinos de México y Perú recorría el orbe, lo que fue un poderoso señuelo para que muchos habitantes de la Península se trasladaran a las Indias, pretendiendo emular a los grandes conquistadores. Los despojos del imperio inca dieron a varios súbditos castellanos la oportunidad de acumular considerables fortunas y de volverse a sus tierras como importantes señores; otros más, enriquecidos de igual manera, decidieron quedarse en América y vivir con comodidad. Podían vivir el sueño señorial de tener “casa poblada”, es decir, una morada grande donde entrasen y saliesen criados, deudos, amigos; donde hubiera mesa generosa para muchos huéspedes; una esposa española, sirvientes indígenas y esclavos negros, una gran caballeriza; además de tierras para siembra y ganados, ropas finas y una regiduría en un cabildo.37
Sin embargo, la mayoría de los aventureros se quedó en la ensoñación, pues no logró hacerse de caudales, ni alcanzó encomiendas; de hecho, hacia 1540 y aun años después, el número de encomenderos en el gran Perú (hoy Perú, Bolivia y Ecuador) jamás rebasó los 500, indudablemente una minoría de la población blanca.38
En los años inmediatos a la Conquista el otorgamiento de encomiendas fue responsabilidad de los capitanes-gobernadores o del virrey, no de la Corona. Los miembros de la expedición de Cajamarca que capturaron a Atahualpa, fueron los primeros beneficiados de las concesiones; Francisco Pizarro y sus sucesores concedieron las mayores y mejores encomiendas de la zona central a sus parientes, servidores y paisanos de Trujillo, Extremadura. Por largos años esta élite encomendera monopolizó el poder político y de los recursos, a través de matrimonios y otros vínculos sociales.
Más tarde, las guerras entre pizarristas y almagristas modificaron la lógica de los repartos. Por métodos violentos, los primeros se hicieron de las más apetecibles, y los segundos, como perdedores, fueron despojados de las suyas. En 1548, sofocada la rebelión de Gonzalo Pizarro, Pedro de La Gasca redistribuyó las encomiendas entre quienes se habían destacado en dicha campaña; el reparto benefició a los antiguos capitanes pizarristas —que, en principio y paradójicamente habían sido traidores al rey— y fue en menoscabo de los que realmente habían combatido al insurrecto.
Como natural reacción a estas políticas contrahechas, en los años subsecuentes y hasta 1555, el Perú fue escenario de un conjunto de motines, alzamientos y rebeliones de tamaño y alcances diversos. Entre las más señaladas se cuentan la de Sebastián de Castilla y Egas de Guzmán Francisco y la de Hernández Girón. Y aun cuando en 1556 se designó a un nuevo virrey, marqués de Cañete, éste no redistribuyó ni adjudicó un número significativo de encomiendas como había hecho La Gasca, ni tampoco recompensó a quienes habían combatido a los sublevados. En realidad, fueron contados los beneficiarios de encomiendas y todas las vacantes revirtieron a la Corona. Así pues, para 1560 más de la mitad de las encomiendas aún estaban en manos de sus originales poseedores o bien, en las de sus hijos.
Luego de que las grandes civilizaciones indígenas fueron conquistadas y sometidas, y sin que las restantes expediciones hubieran encontrado otros asentamientos de similar desarrollo u opulencia, las posibilidades de un rápido enriquecimiento o de movilidad social se cancelaron para quienes aspiraban a ellos, en tanto que la poderosa casta encomendera permanecía como un núcleo cerrado y de muy difícil acceso. Además, entre 1535 y 1548, desembarcó en el Perú un grupo de notables relacionados con la alta aristocracia que, junto con los letrados y oficiales reales, levantaron una sólida muralla social, donde se estrellaban las aspiraciones de otros pretendientes más modestos.
Antes de que se pusieran estos cercos, en los años treinta, las posibilidades de acomodo para el peninsular recién arribado, fuese o no pobre, eran varias y estaban abiertas, aun cuando su ámbito se circunscribiera al ejercicio de una profesión u oficio, al desempeño de algún empleo asalariado (mayordomo de encomenderos, hombre de armas) o al establecimiento de pequeñas empresas mineras, agrícolas o mercantiles. Cualquiera de estas actividades le permitía prosperar, aunque no le granjeaban prestigio ni le prometían el encumbramiento social, que era a lo que casi todos aspiraban. Y como ganarse el sustento no parecía ser suficiente, las fuentes contemporáneas y aun otras posteriores, afirman que una buena parte de la población masculina peninsular en el Perú estaba integrada por sujetos “turbulentos” y “ociosos”, que andaban en pos de prebendas o recompensas fáciles.
Sin embargo, puede haber exageración en ello. Es probable que un porcentaje considerable de población hispanoperuana se mantuviera de sus actividades productivas y que aumentara de forma constante, pero no puede descartarse la presencia de otro grupo de descontentos, viandantes sin ocupación definida, que por lo general eran soldados de fortuna y que constituían un serio problema para las autoridades del Perú.39
De éstos echaron mano los reclutadores de tropa, primero para las exploraciones y entradas de conquista y luego para las guerras civiles y las sediciones. El que algunas empresas resultasen fallidas no desalentaba a los aventureros, que volvían a alistarse en otras nuevas, aun cuando se tratara de una vida plagada de peligros y de un círculo vicioso. Por ello y para liberar la presión que estos hombres ejercían sobre los recursos, la población y la estabilidad del reino, las autoridades frecuentemente organizaban expediciones de descubrimiento y conquista, a las que denominaban “descargue de tierra”.
Desde Francisco Pizarro en adelante, los representantes del rey permitieron las entradas en todas direcciones del Perú, más con el deseo de desembarazarse de estos indisciplinados espadachines que de realmente ocupar o poblar nuevos territorios. La expedición de Gonzalo Pizarro (1541) al País de la Canela fue la última de grandes dimensiones cuyo fin era encontrar riquezas similares a las del Inca; y, como bien se sabe, fracasó. Pese a ello, todavía hubo pobladores ricos que se animaron a patrocinar y encabezar jornadas de conquista, en las que se alistaron veteranos de las guerras civiles y de otras diversas expediciones, que aún se ilusionaban con la potencial riqueza.
Ciertamente, la política fue exitosa al desarraigar y dispersar por un vasto territorio a estos fermentos de sublevación, pero quienes acababan por pagar las facturas eran los comandantes de las nuevas entradas, pues al desengañarse sus hombres de que las tierras halladas pudieran brindarles abundancia de bienes o metales u otros recursos para labrar fortunas, se enfurecían y no era nada extraño que se alzasen contra quienes los capitaneaban. Éste fue el caso de la expedición de Ursúa, que culminó con la rebelión de Lope de Aguirre y si el episodio alcanzó tales extremos de violencia y trágico desenlace fue —como bien apunta Lockhart— en razón de que el Perú “hispánico” estaba muy distante y que su influjo era bastante restringido40 como para remediar los males.
Pero no paraban aquí las cosas; a las quejas y denuncias de Aguirre contra la estructura de control político no les faltaba razón. Y es que los oficiales reales y letrados, cuya consigna era estabilizar e “hispanizar” los territorios conquistados, no cumplían adecuadamente con su misión. Y lo peor —en opinión de los afectados— era que habían desplazado de las posiciones de poder a los conquistadores-encomenderos.
Los primeros representantes de la Corona en el Perú fueron empresarios-administradores que, descontentos con las escasas riquezas que ofrecía la América central, organizaron expediciones comerciales a la tierra del Inca, a fin de obtener ganancias con la venta de caballos, armas y esclavos a los soldados de fortuna.41 Aun cuando, en teoría, estos letrados-oficiales habían de representar al orden, sería más apegado a la realidad afirmar que eran oportunistas, que buscaban honores y preeminencias y que no vacilaron en liderar huestes cuando se desataron las guerras civiles.42
Y lo que apuntaba Aguirre respecto de la corrupción de los clérigos —sin creer que se tratase de un fenómeno general—, también apunta a la precariedad del marco institucional de la primera Iglesia peruana. Por alguna razón, acaso personal, Lope la emprendía en particular contra los religiosos, pero lo cierto es que también abundaban los clérigos, de quienes se decía que eran más codiciosos y enviciados que los primeros, con el agravante de que podían vagar libremente y sin control para “ganarse el sustento”.43 De tal suerte que en las décadas inmediatas a la Conquista se afincó en el Perú una banda de sacerdotes mercenarios que se enriqueció con gran celeridad y que pronto regresó a la Península.44 Empero, tampoco faltaron doctrineros que permanecieron en la tierra, aprovechando su posición para sacar ilícita tajada del trabajo y del tributo indígenas.
Por una razón u otra, la misión fundamental de la Iglesia, la conversión de indígenas, quedaba relegada a un segundo plano; en principio, porque los encomenderos desatendían la obligación de conseguir y sustentar a un misionero que se ocupara de sus encomendados, pero también por la presencia de ministros inapropiados y poco dispuestos. Si a ello se suma el inicio de los desmanes con las guerras civiles, el cuadro es completo, pues, a querer que no, los eclesiásticos también se vieron envueltos en ellas, ora como mensajeros y mediadores de paz, ora como capellanes, confesores y apoyo moral de los rebeldes.
Esta situación irregular de la Iglesia peruana dio lugar a que entre 1551 y 1552 el arzobispo de Cusco, fray Jerónimo de Loaisa, convocara la reunión de un sínodo, que con el tiempo se conocería como el I Concilio Limense.45 Se atendió en él prioritariamente a la disciplina eclesiástica, a la enseñanza de los indios y a la administración pastoral en general. Al menos nueve constituciones de este Concilio atañían a los deberes de los ministros: se les ordenaba residir en sus doctrinas y administrar gratuitamente los sacramentos, al tiempo que se les prohibía llevar salarios excesivos, enredarse en tratos y contratos con seglares, tener en casa mujeres y participar en descubrimientos, entradas y expediciones punitivas.
Pero los mandatos no necesariamente tenían efectos reales en la práctica y mucha de esta gente de sotana continuó procediendo libremente y ganándose la vida de cualquier modo. En primer término, porque los curatos y las capellanías —puestos dotados de ingresos fijos— eran escasos y de corto estipendio, y en segundo, porque la autoridad y el ascendiente de los obispos sobre el clero eran más bien restringidos.
Los clérigos que lograban hacerse de algunos medios movían su dinero continuamente a través de préstamos, inversiones en bienes raíces o en ganado, y también se convertían en socios de compañías mercantiles y de otras empresas. La situación se facilitaba por los vínculos y redes que forjaban en su actividad profesional, y que también resultaban de vital importancia en el momento de cobrar las deudas y empréstitos.46 Del lado de los frailes, el sustento provenía de la posesión corporativa de inmuebles urbanos o rurales, de tierras de labor (donadas o compradas), de la titularidad de algunas encomiendas y del hábil manejo de las rentas que éstas generaban. Los religiosos también aprovechaban la mano de obra de la gente de sus doctrinas para algunas granjerías.
Queda aún por explicar la actitud favorable de Lope de Aguirre hacia la Orden mercedaria. Ésta fue una de las primeras corporaciones religiosas que arribaron a Perú para la empresa evangelizadora y —junto con la de los dominicos— rápidamente adquirió preponderancia e influjo social, pues ambas tenían encomiendas en diversas partes del territorio. Dedicados por voto a la redención de cautivos, los mercedarios podían hacer colectas de fondos, así que no eran mendicantes ni recibían subsidios de la Corona. Todo esto les daba margen al desarrollo de ciertas actividades mercantiles limitadas, sobre todo la compraventa de caballos para uso personal y la concesión de pequeños préstamos, aunque lo cierto es que se inmiscuían en negocios mayores. Quizá los más de 20 años que Lope de Aguirre dedicó en el Perú a la doma de potros, o como decía, en “hacer caballos suyos y ajenos”,47 le haya dado ocasión de tratar de cerca a los hermanos de la Merced y de hacer contratos o de entablar relaciones más personales con ellos.48
Este panorama general del estado de algunas de las más señaladas instituciones de los primeros años de la dominación española en el Perú, revela la debilidad de las estructuras y las distorsiones presentes en las correas de transmisión del poder. Si la vinculación y comunicación de la Nueva España con la metrópoli era difícil, para el remotísimo Perú las cosas eran todavía más complicadas. De ahí, indudablemente, la tolerancia y el disimulo de la Corona respecto al estilo personal de gobernar de Pizarro que, por malo que fuese, se consideraría preferible a no tener ningún género de control sobre el territorio. Paradójicamente, el mismo factor de la distancia hizo que los conquistadores-encomenderos alentaran sueños de autonomía, como bien lo pusieron de manifiesto las guerras civiles y el ciclo de motines y rebeliones que por más de treinta años tuvieron en jaque a la Corona de Castilla.
La soberanía y autoridad de la Corona aparentemente se reinstauraron con el arribo del marqués de Cañete, pero en realidad fue el régimen del virrey Toledo (1569-1581) el que logró diseñar y aplicar políticas eficaces que sentaron las bases de un auténtico orden político y social en el Perú.49 La consigna prioritaria de Toledo fue someter de una vez y para siempre a la casta conquistadora, a los indómitos soldados de fortuna, como Lope de Aguirre, el autonombrado “fuerte caudillo de los marañones”.
COLOFÓNEl halo que irradia la vida de Aguirre y su rebelión dio y seguirá dando pie a la polémica. Las fuentes que se ocupan de él y sus actos —desde las primeras relaciones coetáneas hasta las obras actuales— no arriban a consensos de ninguna especie, más allá de mostrar fascinación y curiosidad por el análisis de cada faceta. De ahí que Lope haya sido objeto de tratamiento desde los más variados ángulos y disciplinas: la literatura, la psicología, el cine, el mito, la leyenda. Miradas que a veces se entrecruzan y se funden.
Sin embargo, casi todos dirigen su atención a lo violento e inusitado de sus acciones. Así se le delineó en principio el perfil de un réprobo, una suerte de demonio, que intentó subvertir la república cristiana, un orden político de inspiración divina. Para sus contemporáneos, Aguirre no fue sino un criminal de lesa majestad que se atrevió a desafiar a su monarca y que no titubeó en masacrar y vejar a quienes se opusieron a sus proyectos.50 Mucha de la literatura posterior lo ha tachado de ambicioso, de iluso o de loco, una especie quijotesca, tardía y estrambótica. No obstante, mi parecer es que la “gesta” de Aguirre debe enfocarse en un horizonte rigurosamente histórico, mediante el análisis de su ideario y de los valores de la cultura política de su tiempo.
En el Perú de la primera mitad del siglo xvi se llevó a efecto un complejo proceso de incorporación política, administrativa, judicial, fiscal y cultural al imperio hispánico. Si en las primeras tres décadas la representación de poder recayó en la fuerte presencia de los conquistadores-encomenderos, en la segunda mitad del siglo se erige y consolida un marco institucional de letrados-oficiales que encarnan la jurisdicción regia. A Aguirre le tocó vivir esta etapa, aquella en la que Felipe II desplegó los mecanismos necesarios para impedir el afianzamiento y perpetuación de un régimen señorial en ultramar que beneficiara a los viejos conquistadores.
El rechazo de los conquistadores-encomenderos a esta política se manifestó de diversas formas, tanto por la vía legal y moderada (representaciones, peticiones, denuncias, quejas), como por la ilícita (desacatos, conspiraciones, motines y rebeliones). El objetivo común era repudiar la palmaria injusticia que el rey cometía con ellos al privarlos de algo que asumían como su derecho: el poder y las rentas.
A su juicio, la actuación del monarca quebrantaba el sentido tradicional y consuetudinario de la justicia y los vínculos ineludibles de la relación de vasallaje, porque los despojaba de sus legítimas recompensas. Esta situación no sólo atentaba contra sus intereses materiales individuales, sino que —aún más grave—, también recibían con ello daño moral y lesión a sus privilegios y honra.
El ideario político de Lope de Aguirre quedó plasmado en las referidas tres cartas que dirigió respectivamente a un religioso, a un gobernador y al propio rey de España. Textos que pueden clasificarse en el marco del alegato jurídico o testimonial y que, en consecuencia, no pueden ser imparciales (si es que algún texto de cualquier época y autoría verdaderamente lo es). En ellas el autor expresa su propia percepción de la realidad, la forma en que él se la representaba, los significados que le atribuía y las modalidades en las que la interpretaba. Y esto no puede considerarse una obra de ficción o de locura; con mayor propiedad, se diría que lo que él forjó fue una contraimagen, una imagen “en negativo”, o invertida respecto de lo que veía desarrollarse en su presente.
He traído a colación las afirmaciones anteriores, porque me parece que ciertas valoraciones de algunos autores actuales, y en particular de críticos literarios,51 debieran matizarse. Ellos suelen tipificar a los testimonios de los hombres de armas y cronistas de la época del descubrimiento y conquista como obras de “invención” o de “creación” y no como escritos históricos que arraigan en los hechos.
¿Qué habrá que decir de las cartas de Lope de Aguirre? En principio, que sus líneas plasman acontecimientos puntualmente acontecidos y de sobra documentables –como puede comprobarse confrontando otros manuscritos, testimonios y crónicas contemporáneas. Segundo, que la contraimagen que él tenía de la organización de su mundo no era la de un demente, sino su propuesta personal y voluntaria ante la pérdida y la desilusión; el afloramiento desbordado de la añoranza de un orden de cosas en el que creía con sinceridad y fervor (la cosmovisión medieval, los valores y actitudes nobles, señoriales y caballerescos). Tercero, que las consiguientes acciones de Aguirre, por crueles e inauditas que se les considere, fueron quizá un último y desesperado recurso para asirse de una realidad que se le desmoronaba entre las manos y que —como acaso él mismo intuía— no habría de volver jamás.
Sobre esta temática, véanse Marcel Bataillon, “La rébellion pizarriste, enfantement de l’Amérique espagnole”, en Diogène, 43, Paris, julio-septiembre 1963, passim; Guillermo Lohmann Villena, Las ideas jurídico-políticas en la rebelión de Gonzalo Pizarro. La tramoya doctrinal del levantamiento contra las Leyes Nuevas en el Perú, Valladolid, Casa-Museo de Colón/Universidad de Valladolid, 1977, passim; Ana María Lorandi, Ni ley, ni rey, ni hombre virtuoso. Guerra y sociedad en el virreinato del Perú. Siglos xviyxvii, Barcelona, Gedisa, 2002, passim, y sobre todo para una visión global de la rebelión pizarrista, Gregorio Salinero, La trahison de Cortés. Désobéissances, procès politiques et gouvernement des Indes de Castille, seconde moitié du xvie siècle, Paris, l’Université Paris I Panthéon-Sorbonne/Presses Universitaires de France, 2014 (Collection Le Nœud Gordien).
De la influencia de la geografía fantástica en el imaginario de los conquistadores trata Irving A. Leonard, Los libros del conquistador, trad. de Mario Monteforte, Gonzalo Celorio y Martí Soler, México, fce, 1996, p. 15 y ss., y p. 59 y ss. Respecto de la leyenda de Omagua y El Dorado véase Emiliano Jos, La expedición de Ursúa al Dorado y la Rebelión de Lope de Aguirre, según documentos y manuscritos inéditos, Huesca, Talleres Gráficos Editorial V. Campo, 1927, cap. 3 y passim.
Ursúa tenía prestigio: había fundado dos ciudades, pacificado indios y reprimido a negros cimarrones. Más datos sobre él en ibid., p. 37 y ss., y Lope de Aguirre y la rebelión de los marañones, ed., introd. y notas de Beatriz Pastor y Sergio Callau, Madrid, Castalia, 2010, p. 7 y ss.
Los pormenores de la expedición en Jos, op. cit., passim, que continúa siendo uno de los estudios imprescindibles entre la vasta bibliografía sobre el tema.
Demetrio Ramos, “Lope de Aguirre en Cartagena de Indias y su primera rebelión”, en Revista de Indias, año xviii, núms. 73-74, Madrid, julio-diciembre de 1958, p. 539, y Beatriz Pastor, El discurso narrativo de la conquista, La Habana, Ediciones Casa de las Américas, 1983, p. 386 y ss.
Gonzalo Pizarro (Trujillo, España, ca. 1510-Cuzco, virreinato del Perú, 10 de abril de 1548), medio hermano de Francisco Pizarro y protagonista importante de la Conquista del Perú y de las guerras civiles. En 1544 lideró la rebelión de los encomenderos locales contra la Corona castellana y sus Leyes Nuevas (1542) —que, al tiempo que creaban el virreinato peruano, proscribía la encomienda, su perpetuación y los servicios personales de los indios. Luego de liquidar al virrey Blasco Núñez Vela y durante los 4 años (1544-1548) que duró la rebelión, Pizarro fue la máxima autoridad en el Perú. Sin embargo, Felipe II envió al clérigo Pedro de la Gasca (Ávila, 1493-Sigüenza,1567) para sofocar el alzamiento. Su capacidad negociadora y los indultos reales lo dotaron de un ejército con el que venció a los rebeldes. Pizarro fue ejecutado en abril de 1548. José Antonio del Busto Duthurburu, Pizarro, 2 vols., Lima, Petroperú-Ediciones Copé, 2000, passim; Lorandi, op. cit., p. 95 y ss.
Ibid., y El Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los Incas, pról., ed. y cronología de Aurelio Miró Quesada, 2 vols., Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985, vol. i, Libro iv, capítulo xli. Vale la pena señalar que el padre de El Inca, Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas, fue uno de los primeros conquistadores del Perú. Formó parte de las huestes de Francisco Pizarro y participó al lado de Gonzalo en una expedición para domeñar la resistencia indígena. En la famosa batalla de Jaquijahuana, en la que Gonzalo fue derrotado y decapitado, Sebastián decidió de último momento pasarse al bando del representante regio, Pedro de la Gasca, con lo cual no sólo salvó la vida y la reputación, sino aún más importante, dio inicio a la desbandada de las huestes gonzalistas. La información que ofrece El Inca resulta interesante en función de que creció en el seno de la élite encomendera en Cuzco —fue educado junto a los hijos mestizos e ilegítimos de Francisco y Gonzalo Pizarro—, sin que por ello relegara la herencia noble e incaica de su madre. De ahí que el célebre cronista, siendo aún niño, haya descrito a Gonzalo de una forma muy benevolente, recalcando el hecho de que no fue una persona perversa, arrogante ni avara.
De las tres cartas, la que Aguirre dirigió a Felipe II fue la más famosa y reproducida debido a ciertos argumentos que se mencionan en la nota 27 de este texto. Las otras dos —junto con diversos documentos y relaciones inéditas— quedaron en el Archivo General de Indias, y durante mucho tiempo pasaron inadvertidas para los investigadores. En 1927, en el transcurso de la elaboración de su tesis doctoral, Emiliano Jos hizo en ese repositorio una búsqueda detallada y encontró una serie de papeles valiosos para la historiografía “aguirrista”. La mayoría de los documentos que copió y extrajo por vez primera, han servido de base para las siguientes obras y ediciones que tratan sobre la rebelión de Aguirre. Jos, op. cit., p. 5 y ss.
Ibid., pp. 93 y 94. Esta frase bien podría aludir a los poderes taumatúrgicos de los reyes, sin embargo, aun cuando Felipe reafirmó su poder real siempre que tuvo ocasión, lo cierto es que nunca intentó conferirle un halo místico. La monarquía de Castilla y de España deliberadamente rechazó gran parte de los símbolos de poder que eran utilizados por otras monarquías, como Francia e Inglaterra. Los soberanos castellanos no proclamaron tener algún poder para curar enfermedades y no disfrutaron de rituales particulares en el momento de su nacimiento, coronación o muerte. En suma, la imaginería del poder mágico estuvo claramente ausente en España. Henry Kamen, Felipe de España, trad. de Patricia Escandón, 12a ed., Madrid, Siglo xxi editores, 1998, pp. 241 y 242. Cfr., con las visiones de la majestad real que ofrecen Antonio Feros, El duque de Lerma. Realeza y privanza en la España de Felipe III, Madrid, Marcial Pons, 2009, p. 145 y ss., y John H. Elliott, El conde-duque de Olivares. El político en una época de decadencia, trad. de Teófilo de Lozoya, 6a ed., Barcelona, 1991, p. 213 y ss. Para los poderes taumatúrgicos véase Marc Bloch, Los reyes taumaturgos: estudio sobre el carácter sobrenatural atribuido al poder real, particularmente en Francia e Inglaterra, trad. de Marcos Lara, México, fce, 2006.
Ibid., pp. 120 y 121. Ninguna otra rebelión anterior —ni las guerras civiles del Perú, ni siquiera la rebelión pizarrista— había cuestionado la soberanía del rey de Castilla sobre las Indias, como hizo Aguirre. Ésta fue la razón por la que los autores dieciochescos y decimonónicos consideraron —anacrónicamente— que su revuelta constituyó el primer movimiento separatista de América y que incluso Simón Bolívar intentara publicar la carta en un periódico insurgente a fin de impulsar y motivar la lucha independentista de los criollos.
Desde la primera mitad del siglo xv se desarrolló una abundante historiografía de tintes políticos procastellanos que buscaba salvar la contradicción entre la unidad que esa monarquía propugnaba y la evidente pluralidad de los reinos hispanos. La solución fue una reconstrucción histórica que remitía dicha formación ideal a la época de los godos, cuando se consideraba que se forjó la monarquía de España. El neogoticismo de esta historiografía intentaba legitimar la prerrogativa de Castilla de volver a reconstituirla por encima de los otros reinos de la Península. Distintos escritores y cronistas castellanos reivindicaron que el verdadero heredero del reino visigodo —a través de una línea ininterrumpida— era el rey de Castilla y, por ello, sólo a él podría considerarse Rex Hispanie. A partir de los Reyes Católicos el desenvolvimiento de esta historiografía castellanista se intensificó y afirmó que la restauración de la monarquía de España entrañaba la recomposición del imperio godo. Esto era el culmen de una empresa que legitimaba la posición de Castilla —Hispania— como nueva dueña del título imperial. La monarquía de los Austrias, sobre todo Carlos I y Felipe II, aumentarían el poder expansivo y la superioridad del nuevo imperio y la muestra de ello eran su dilatada dimensión y presencia en Indias, África, Filipinas y Portugal. Pablo Fernández Albaladejo, Fragmentos de Monarquía. Trabajos de historia política, Madrid, Alianza Editorial, 1993, pp. 62 y 63.
Por cierto de distinta significación al ideario autonomista de fines del siglo xviii y las primeras dos décadas del siglo xix.
James Lockhart, El mundo hispanoperuano, 1532-1560, trad. de Mariana Mould de Pease, México, fce, 1982, pp. 32, 285 y 286.
Ibid.,p. 21. Para 1536 la cifra de españoles era de 2 000; a mediados de 1540, entre 4 000 y 5 000; y en 1555, unos 8 000.
Por estas razones, los españoles comenzaron a utilizar el sustantivo “bachiller” como sinónimo de “embustero”. Ibid., p. 84.
Véase Primitivo Tineo, Los concilios limenses en la evangelizacion latinoamericana, Pamplona, Universidad de Navarra, 1990, passim.
No eran sólo los mercedarios y los dominicos quienes tenían bienes negocios; los agustinos eran muy conocidos propietarios de bienes de capital, e inclusive llegaron a invertir en un navío. Los franciscanos, menos propensos al usufructo pues no disponían de encomiendas, eran dueños de casas de alquiler. Lockhart, op. cit., p. 75.
David Brading, Orbe Indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, trad. de Juan José Utrilla, México, fce, 2003, p. 152.
Para las diversas interpretaciones de Aguirre y su rebelión, véase Eduardo Ayala Tafoya, Los vasallos rebeldes del rey de España: el caso de Lope de Aguirre, México, 2012 (Tesis de licenciatura en Historia, ffyl, unam), pp. 6-8.
Por ejemplo, Beatriz Pastor señaló que las apreciaciones y acciones de Aguirre se basaron en una “vivencia personal y trágica” de la realidad. Para esta autora Lope fue un rebelde “angustiado y anacrónico”, un alienado solitario con una “percepción irracional” de la problemática de su época. Así, según Pastor, sus cartas no presentan la realidad tal como es, sino una visión distorsionada y tergiversada de ella. Además, afirma que los textos de Lope son los “documentos precursores del barroco español” por la expresión del sentimiento de desilusión y por las contradicciones. Por último, también cree encontrar en el discurso de Aguirre la emergencia de la conciencia criolla que lo asemeja a Los infortunios de Alonso Ramírez. Véase Ángel Delgado Gómez, “Introducción biográfica y crítica”, en Hernán Cortés, Cartas de Relación, Madrid, Castalia, 1993, pp. 55 y 56; Pastor, El discurso narrativo…, pp. 438-447 y de la misma autora “Lope de Aguirre el loco: la voz de la soledad”, en Revista de crítica literaria latinoamericana, año xiv, núm. 28, Lima, 2° semestre de 1988, pp. 159-173.