El problema de la representación del pasado en las crónicas de la conquista de México ha ocupado el centro de los estudios literarios coloniales hispanoamericanos. La frontera difusa entre historia y ficción, la pregunta respecto de qué dicen estos textos que son, las distintas tradiciones discursivas han generado el debate en las últimas décadas. Un caso paradigmático lo constituye la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo: texto central y versión pregnante de la conquista de México, su ambigüedad genérica, su peculiar enunciación, su uso del detalle, la constante afirmación de la verdad de su discurso han llevado a caracterizarla como “realista” y a ubicarla en la génesis misma de la novela latinoamericana. Ahora bien, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de “realismo” en la Historia verdadera? Dedico estas páginas a dilucidar esa pregunta.
The past and the different ways in which it is represented in Latin American Early Chronicles of the Conquest of Mexico has been a central issue in Latin American Colonial Studies in the last few decades. The ambivalent limit between fiction and history, the way in which these chronicles pronounce themselves, the different discursive traditions that constitute each plot are crucial. In this context, the True history of the Conquest of New Spain by Bernal Díaz del Castillo emerges as a paradigmatic case, especially regarding the way in which it is enunciated, the polemics that constitute its plot, the constant reference to the “true history” it is supposed to tell. Due to these dimensions, this Chronicle has been characterized often as “realistic”. The question we seek to answer in this article is: what do we really mean when we say that the True history… is a “realistic” text?
Introducción1
Cuando en arte y literatura decimos que el objetivo es “mostrar las cosas como realmente son”, no ponemos punto final a una controversia, sino que la iniciamos Raymond Williams
Cronista que “ve la realidad tal cual es”;2 escritor “realista”;3 texto de “lozano vitalismo”, cuyos últimos apartados “se abren con una realista descripción del desencanto que se apodera de los conquistadores al no encontrar los montones de oro con los que habían soñado”;4 autor de una “narración tosca, ingenua y verídica”;5 fundador, junto a Hernán Cortés, “de una literatura histórica realista, profundamente terrena”;6 prosa articulada “con un realismo y una intensidad auténticamente españolas”;7 crónica en la cual “el componente realista está tan logrado, que leerla es casi como contemplar o sentir lo relatado, lo evocado”.8 Las citas hasta aquí enumeradas (y podríamos continuar ad náuseam) ponen de manifiesto algo que hasta ahora parecía ser sólo un rumor de incómodo y curioso lector: exhiben que, a lo largo de los años (al menos desde comienzos del siglo pasado), ni la filología, ni la crítica ni la historia se han privado de caracterizar la labor del cronista Bernal Díaz del Castillo y la naturaleza de toda su Historia verdadera en términos de realismo y de representación verdadera de un pasado efectivo, real. Claro que estas afirmaciones no son privativas de sus editores ni de sus primeros críticos: en buena medida recogen una forma mayoritaria de pensar las crónicas de la conquista de México en particular y las crónicas de Indias en general. Prefiguran así formas de leer que conciben las crónicas como textos fundantes del Archivo mexicano (y latinoamericano), o bien las inscriben como origen de la novela en el continente, o las recuperan como sabrosa versión de una conquista colectiva, seducidos por la voz de un cronista que alterna entre el yo narrador-protagonista y el nosotros de soldado, en movimiento que parece recuperar a los no escuchados, a los olvidados, esos “constructores de la Tebas de las siete puertas” que citaba Bertolt Brecht y que interpelan de manera intensa al lector contemporáneo.9
Producidas en un contexto de máxima variabilidad y crisis como fue el siglo xvi, las crónicas de la conquista de México funcionaron como respuesta a la experiencia de lo nuevo y al orden colonial posterior, definido por reacomodamientos y cambios.10 Empero, esta interpelación de la historia no fue igual para todos los sectores de la “sociedad fractal pos conquista”:11 los lugares de enunciación válidos, los saberes requeridos, la relación con la retórica y con las distintas tradiciones genéricas contribuyen a constituir textos conformados en la certeza performativa de lo escrito, en el reclamo de un “lugar dicente”,12 en la reconstrucción de una memoria vinculada a una escritura trabajosa y sutil. Como ya ha sido largamente apuntado, el cronista español (o europeo: occidental en cualquier caso) no mira con ojos nuevos el “Nuevo Mundo” ni narra despojado de modelos. Por el contrario, las posibilidades mismas de la escritura se juegan en un ajustado manejo de tipos discursivos variados (el discurso legal y forense, el discurso bélico, el discurso bíblico y escatológico, el relato de viaje, las novelas de caballerías, incluso ciertos tópicos o motivos de la épica), acorde con un ideal historiográfico específico que, en el ámbito español, tiene un texto señero en Del arte de hablar de Juan Luis Vives.13
En este contexto, uno de los mayores debates, de larga data y actualizado en función de la conquista del Nuevo Mundo, atañe a la legitimidad de la enunciación y, por tanto, de ciertas “historias verdaderas” que producen su verdad a fuerza de convocarla en la escritura. Buena parte de la polémica que articula este corpus se organiza en torno a este par saber letrado/experiencia (y testimonio de esa experiencia) entendido de manera antitética. Allí, los textos afirman su verdad del relato de los hechos, y el cronista afirma escribir “con la ayuda de Dios, muy llanamente, sin torcer a una parte ni a otra”.14 El énfasis en lo verdadero es tan acentuado en relatos de soldados y testigos varios (desde Hernán Cortés hasta fray Bartolomé de las Casas, pasando por Gonzalo Fernández de Oviedo, Francisco de Aguilar, Andrés de Tapia y, claro, nuestro Bernal Díaz) que lecturas contemporáneas y posteriores sostienen sus mismos argumentos, persuadidas por la abundante captatio benevolentia y la afirmación de veracidad, basada en la autoridad de la primera persona enunciadora, en su valencia escritural y legal.
Es en virtud de estas afirmaciones que propongo retomar una perspectiva literaria para pensar los modos diversos de concebir la representación, así como atender a la insistencia con que se acude a “lo real” (e incluso al “realismo”) para caracterizar las crónicas de la conquista en general y la de Bernal Díaz en particular. Ocurre que, si el realismo estético convoca preguntas acerca de la representación de lo real (y de las distintas definiciones de lo real en contextos diversos) y acerca de la verdad como problema de representación, las crónicas de la conquista de México de tradición occidental, en su aparente anacronismo, actualizan la vigencia de estos interrogantes. Si, como ya lo ha señalado Eric Auerbach (y Hayden White, a partir de su concepto de “realismo figural”),15 la literatura occidental puede ser interrogada a partir de la pregunta por el realismo, y si las concepciones en torno a éste varían diacrónicamente e incluso difieren en relación con los distintos contextos, en este trabajo me propongo pensar una de las modulaciones de la representación (y de la mirada crítica), a partir de un caso paradigmático que, en buena medida, funciona como metonimia de las posibilidades y los límites de la escritura cronística (tema más complejo aún en la medida en que, en el siglo xvi, las fronteras entre literatura e historia eran difusas e imprecisas, y en que nuevos discursos históricos y nuevas formas literarias, como la novela moderna, comenzaban a gestarse).16
Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de “realismo” en la Historia verdadera? Una lectura diacrónica de las aproximaciones críticas señaladas al comienzo muestra que la referencia al realismo bernaldiano remite, en verdad, a un número limitado de estrategias o recursos narrativos, por lo cual dice más acerca del crítico y lector contemporáneo que respecto de esta crónica. En las distintas caracterizaciones es posible distinguir cuatro dimensiones: la afirmación por parte del narrador-cronista de estar representando la verdadera historia (y que presupone dar acabada cuenta de lo real, en la trama polémica que la articula); la recurrencia del detalle anecdótico o “minucia” (para usar un término de la época) en su ilusión referencial tanto como en su significación de lo real; la pregnancia de las imágenes, en especial de batallas y enfrentamientos varios, y el lugar de la narración en la conformación de un discurso histórico, memorialista y reivindicativo. En este marco entiendo que la Historia verdadera constituye un caso testigo de las transformaciones discursivas, producto de los profundos cambios sociales y culturales que el Nuevo Mundo convocó, y que como tal, puede ser interrogada desde las preguntas que el realismo literario plantea respecto a las posibilidades de la representación, a la cercanía y concomitancia con el origen de la novela moderna, al uso y sentido del detalle en la trama histórica, a la conformación de un nuevo público y un nuevo tipo de escritor, entre otras posibilidades.
Acerca del realismo en la Historia verdadera: confusiones y precisionesLa Historia verdadera de la conquista de la Nueva España se propone como inscripción y despliegue memorialista de una experiencia, la conquista de México, por parte de uno de sus protagonistas, el soldado medinense Bernal Díaz del Castillo. Viejo conquistador, Bernal Díaz llegó a Cuba a los 19 años, participó en dos expediciones previas (las de Hernández de Córdoba y la de Gri-jalva) antes de unirse a las huestes cortesianas en 1519, y acompañó al capitán Hernán Cortés en todas sus expediciones, tanto triunfantes (la conquista de México) como fallidas (las Hibueras, en 1524).17 Años después, cuando ya es acomodado encomendero y vecino de la ciudad de Guatemala, decide encarar la escritura de su verdadera historia, tanto para contestar las historias de cronistas oficiales e historiadores (Francisco López de Gómara entre los más vilipendiados), como para solicitar bienes, reconocimientos, honores, más encomiendas, dejando, además, memoria de lo pasado.18 En este sentido, la Historia verdadera tiene carácter performativo: serviría como documento probatorio de méritos propios y, presentada ante la Corona española, en su valor de verdad, permitiría alcanzar los bienes deseados.19 Ahora bien, si esto es cierto para la génesis de la Historia verdadera (la primera copia se termina en 1568 y es enviada a España en 1575), la escritura y reescritura a la que su autor la somete a lo largo de las décadas siguientes, hasta el momento de su muerte a los 84 años, exhiben la conformación de una imagen de autor y una función-autor que concibe la Historia verdadera como morral de la memoria, como representación del pasado, como bien en sí misma.20
Ya en el siglo xx, la Historia verdadera (y las crónicas de Indias en general) ha sido recuperada como origen de la literatura latinoamericana contemporánea, en especial por escritores vinculados a la literatura del boom: Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes. De hecho, Fuentes declara a Bernal Díaz “nuestro primer novelista”, constructor de una “épica vacilante” entre la historia y la ficción;21 entre los poetas americanos Pablo Neruda llega a caracterizar la Historia verdadera como “una larga novela del mejicano Bernal Díaz del Castillo”, tal como indica Verónica Cortínez.22 En cuanto a la crítica, en 1948, por ejemplo, Alfonso Reyes aludió al valor literario de estas crónicas;23 décadas más tarde, Enrique Pupo-Walker y Roberto González Echevarría establecen las líneas de continuidad entre las crónicas de Indias y la literatura latinoamericana del siglo xx, desde los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega, los Diarios de Colón o los Naufragios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, hasta Los pasos perdidos de Carpentier, Cien años de soledad de García Márquez o El naranjo de Fuentes, entre muchos otros.24
Si las crónicas de Indias, en su vacilante articulación de lo histórico y lo literario (vacilación propia de la época, que no era concebida en términos de confusión sino como posibilidad de una escritura, por demás altamente reglada por concepciones doctas) habilitan esta línea de continuidad, las adjetivaciones acerca de la naturaleza de estas novelas in nuce no se hicieron esperar. En este sentido, la Historia verdadera, esa crónica extraña por su ambivalencia genérica, por su pretensión memorialista totalizante, por su constante apelación a las tradiciones literarias (fábulas y novelas de caballerías, por ejemplo) e históricas (las historias clásicas de Salustio o Paulo Iovio),25 conduce entonces a retomar nuestra pregunta inicial, ¿de qué hablamos, o mejor, de qué queremos hablar cuando hablamos de realismo en la Historia verdadera y, por extensión, en las crónicas de Indias de los siglos xvi y xvii?26
Una solución teórico-metodológica sería adscribir a las concepciones de cierto “realismo de larga duración”,27 o a las propuestas por Erich Auerbach respecto de las posibilidades de leer la literatura occidental en función de este modo específico de la representación.28 Tentadora y pertinente en términos diacrónicos y contextuales, sin embargo tal perspectiva ha sido usada de manera inadecuada para pensar estas crónicas, cuya génesis radica en cierta confusión entre realismo y reflexión acerca de la representación de lo real, problema habitual respecto a la caracterización de la literatura realista, tanto histórica como contemporánea, más recurrente y más confuso aún en la Historia verdadera, que afirma paso a paso estar representando lo real tal como fue experimentado, y que ancla en esa experiencia (y en esa rememoración de la experiencia) su valor de verdad. Sin embargo, al intentar profundizar en estas afirmaciones, se llega a la conclusión de que se ha caracterizado la Historia verdadera como “realista” leyendo de manera literal las afirmaciones de su autor y confundiendo lo real con lo verdadero y ambos con la narración de lo acaecido. Pongamos un ejemplo: el autor. Yo, Bernal Díaz del Castillo, regidor desta ciudad de Santiago de Guatemala, autor desta muy verdadera y clara Historia, la acabé de sacar a luz, que es desde el descubrimiento, y todas las conquistas de la Nueva España, y cómo se tomó la gran ciudad de México. […] Y a esta causa digo, e afirmo, que lo que en este libro se contiene, va muy verdadero, que como testigo de vista me hallé en todas las batallas e rencuentros de guerra. […] Y demás desto, desque mi Historia se vea, dará fee, e claridad dello; la qual se acabó de sacar en limpio de mi memoria, e borradores en esta muy leal ciudad de Guatemala.29
La jugosa cita, que pertenece al prólogo del primer manuscrito, pone en escena los supuestos y las certezas de los que parte el autor (como se denomina a sí mismo Bernal Díaz) que constituyen la base y el sostén de la Historia verdadera. Los tópicos son varios: la relación entre experiencia, escritura y verdad; la polémica entre el saber letrado del historiador docto y el testimonio de los protagonistas; el valor de verdad y la legitimidad del discurso histórico según sea producido por unos u otros: temas que están en discusión en ese momento y en los que la Historia verdadera toma clara posición. Lo que permea este prólogo, como certeza y como existencia cierta (aunque pasada) es lo real entendido en su carácter exterior y preexistente al texto, como parte de una experiencia que se vive primero y se traduce e inscribe, en la memoria y en la escritura, luego. Es lo real concebido como verdadero lo que habilita y justifica la escritura.
Más allá de las distancias ciertas, existe una dimensión que se extiende al menos hasta la novela realista decimonónica: la presuposición del carácter objetivo, cognoscible de la realidad. Claro que, en los siglos XVI y XVII, esto no podía ser de otra manera: suponer la subjetividad de lo real para estas crónicas sería incurrir en un inútil anacronismo, erróneo o de escasas posibilidades explicativas. La relación es más sutil y compleja, en la medida en que la experiencia misma del encuentro con el Nuevo Mundo (o su descubrimiento o su invención) es piedra de toque de la conformación de una nueva concepción de sujeto y de una pregunta por lo real que se está reconfigurando con la Modernidad. Con ella vuelve a plantearse también el interrogante acerca de las posibilidades de representar lo real, más aún cuando éste adquiere caracteres difícilmente transmisibles según los modelos y géneros anteriores: las crónicas medievales, las novelas de caballerías, las fábulas, la épica.
Si al hablar de “realismo” se alude en verdad a un determinado tipo de relación entre literatura y realidad, es la pregunta acerca de las características de esta relación la que nos conduce nuevamente a las crónicas de Indias en la medida en que el siglo xvi en Occidente es un momento en el cual la noción de lo real y de la representación se está modificando, de la mano de los cambios en la noción de “experiencia”.30 Página a página, la Historia verdadera alude a dos tipos de experiencia, disímiles y unidos diacrónicamente en la figura del autor Bernal Díaz: la experiencia de la guerra y la conquista, por un lado, y la experiencia de la escritura, por otro. Así, se pone en escena uno de los tópicos de la época, en el que incurre el propio Cervantes: el sujeto que se constituye entre la pluma y la espada. De la mano de la emergencia de una nueva noción de “sujeto”, vinculada al concepto de “individuo”, estas dos dimensiones se reúnen en la voluntad escrituraria, memorialista e historiográfica de numerosos protagonistas, convertidos así en enunciadores privilegiados en virtud de su experiencia de primera mano. Una vez más: las modulaciones del discurso legal, la convención de veracidad del narrador-protagonista (viajero también), la primera persona enunciadora y veraz de la probanza de méritos y el testimonio afirmando la falta de mediación entre el discurso y “lo real”. Llama la atención, no obstante, que llevadas por el pacto de lectura que esta crónica propone y por su carácter intrínsecamente persuasivo, algunas aproximaciones críticas adjudiquen valor de verdad o mayor credibilidad al narrador de la Historia verdadera respecto de otros cronistas que le son contemporáneos. En cierta medida, lo que está detrás de algunas posiciones acerca del supuesto realismo de la Historia verdadera es la noción de “lo real” que la crónica misma afirma y, en cambio, lo que falta es una reflexión respecto a esa idea de “lo real”, que suele ser tratado como algo transhistórico: nuevamente, la preg-nancia del paradigma representacional, ahora inscrito en la mirada de la crítica. Por eso, es preciso ajustar estas consideraciones en función de una lectura dia-crónica e histórica del concepto de “lo real”.
En primer término, y para volver al trabajo pionero de Auerbach, la concepción de “lo real” sufre una inflexión crucial a partir de la Modernidad, de un concepto “figural” en la Antigüedad y la Edad Media, asociado a la cosmovisión cristiana, hacia un concepto causal, que enfatiza el rol (y la responsabilidad) del sujeto entendido en términos de individualidad.31 Ya desde otra colocación, explica Raymond Williams que, en el siglo xvi, “lo real” como concepto presenta dos acepciones: es lo opuesto a lo imaginario, es decir, “lo tangible, palpable o fác-tico”, por un lado, y es lo opuesto a lo aparente, entendido entonces lo real como “la calidad verdadera o fundamental de alguna cosa o situación” por otro.32 Estas concepciones persisten en los siglos xviii y xix, momento en que se enfatiza el sentido de lo real como “experiencia concreta”.33 Ambas están presentes en las afirmaciones de Bernal Díaz acerca de su verdadera y clara historia y de los hechos muy verdaderos que afirma narrar. Así, la verdad de su discurso radicaría en el relato de lo real pasado (por acaecido), entendido como experiencia concreta, tangible, vivida además por el mismo cronista, quien luego brinda testimonio, tanto a través de su memoria y de sus palabras como en su propia corporalidad: las referencias a las marcas, cicatrices y huellas que la conquista ha dejado en el cuerpo propio funcionan como índice (en su sentido de señalamiento pero más específicamente de contigüidad) de lo vivido, logrado, sufrido.
Entonces, si la experiencia es presentada en términos de acontecimiento pasado, en el discurso de capitanes y soldados también es construida como saber acopiado, no en los libros sino en el propio cuerpo, en la propia memoria. La re-currencia de índices, deícticos, remembranzas en primera persona conforma ese saber y reclama un nuevo estatuto para la escritura del letrado no docto: la verdad de lo real tangible o afirmable como pasado; el realismo de una textua-lidad que se afirma en la supuesta representación de lo real para legitimarse. Se conforma así lo que denomino una “retórica del cuerpo”, que subraya la experiencia del actor y testigo, y los peligros enfrentados: heridas, muerte y la siempre latente posibilidad del sacrificio humano y la antropofagia. En la incesante polémica que la estructura, la Historia verdadera construye su verdad en una confrontación en torno a los cuerpos y a las marcas que las batallas han dejado en ellos. Esta “escritura corpórea” también busca seducir a los lectores de diversas épocas, con una deliberada construcción de la figura del soldado esforzado, valeroso, pobre y poco reconocido, que debe seguir batallando incansablemente a lo largo de toda su vida.34
Por otra parte, en su definición experiencial y corporal, estas escenas colocan la Historia verdadera en otra dimensión, el relato de viaje. En efecto, lo que caracterizaría buena parte de esta crónica así como las dos primeras cartas cortesianas (al menos) es el relato del viaje de conquista, el énfasis en la experiencia y en la verdad de lo contado y la referencia permanente al transitar, en constante cruce con el relato histórico. Como elemento común a los relatos de viaje coloniales del siglo xvi —tanto a los textos que pueden englobarse casi por completo en dicha categoría como a las secciones incluidas en el cuerpo mayor de una crónica o relación, tal como ocurre con la Historia verdadera o las Cartas de Relación— se presenta la experiencia corporal del Nuevo Mundo, el muchas veces brutal enfrentamiento con la novedad, y el tesonero impulso de dar cuenta por escrito de este desplazamiento.35 Si estas historias, enlazadas a partir de un “pacto referencial” tácito, declaran narrar la verdad de los hechos,36 esa verdad debe atravesar numerosos escollos: la traducción, la modificación, la metamorfosis que el lenguaje implica; la experiencia radical de la otredad que la escritura convoca; el tamiz de dos posiciones distintas de sujeto, que la modelan en los trabajos de la memoria y en las escarpadas geografías del olvido.
Pero la Historia verdadera no se limita a afirmar la representación de lo verdadero por real, sino que presenta múltiples instancias de reflexión metatextual acerca de los contenidos de la escritura, el orden de la trama, la multiplicidad de agentes y factores que inciden en el relato, en la transmisión, en la organización textual. Se trata de características propias de este narrador, vinculadas con la forma del relato oral, pero que también remiten a aquello que Barthes, siguiendo a Jakobson, denomina “shifters de organización”, y que significan lo real en una descronologización que señala la enunciación.37 En todos ellos es común la preocupación acerca del saber decir en relación con los saberes doctos y acerca de saber transmitir en relación con la complejidad del recuerdo y de lo experimentado. Resuena aquí un punto en común con ciertas vertientes que piensan el realismo literario en los siglos xix y xx: la idea de que la realidad misma ha cambiado y por tanto es necesario redefinir las formas que podrían dar cuenta de ello. En el siglo xvi, la hiperbólica experiencia del encuentro con el Nuevo Mundo, que conduce a la transformación de las concepciones de sujeto, experiencia, historia, naturaleza, espacio, tiene su correlato en el tremedal que azota a los discursos histórico y literario como eran concebidos hasta entonces.
Por lo demás, a esta pretensión de verdad objetiva se le impone el complejo proceso del encuentro con la novedad. Lo nuevo es aquí lo otro, lo inesperado, lo abominable y lo cruento pero es, sobre todo, lo maravilloso, lo inverosímil. Para narrarlo, el enunciador suele acudir al relato de viaje, por un lado, y a las imágenes propias de las novelas de caballerías. Con esos parámetros, relata las batallas o describe la ciudad de Tenochtitlán, en una rememoración que actualiza una imagen fabulosa, matizada por el recuerdo de la posterior destrucción: Y desde que vimos tantas cibdades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calcada tan derecha y por nivel como iva a México, nos quedamos admirados; y dezíamos que parecía a las cosas de encantamento que cuentan en el libro de Amadís […] Y no es de maravillar que yo lo escriva aquí desta manera, porque ay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas ni vistas, ni aún soñadas, como víamos […].38
El narrador trabaja con una materia confusa y heterogénea, a la que somete al proceso de apropiación, reducción, asimilación y analogía propio de todo relato, para dirigirse a un destinatario receloso, lejano, poderoso, incrédulo (en términos del poder metropolitano), o bien heterogéneo, “curioso”, tal como lo plantea la Historia verdadera. (Recordemos que el prólogo del Manuscrito Guatemala de la Historia verdadera, por ejemplo, comienza del siguiente modo: “Notando estado cómo los muy afamados coronistas antes que comiencen a escrevir sus istorias hacen primero su prólogo y preánbulo, con razones y retórica muy subida, para dar luz y crédito a sus razones porque los curiosos le-tores que las leyeren tomen melodía y sabor dellas”.)39 Estas historias exceden la obligación y la auto-defensa: en ellas anida la fe en la letra y en la capacidad de la lengua para contar el mundo, sin olvidar la conciencia de la limitación de la expresión escrita, que Bernal Díaz reitera en la Historia verdadera y asimila a su falta de latines. (Continúa dicho prólogo: “Y yo, como no soy latino, no me atrevo a hazer preánbulo ni prólogo dello, porque a menester, para sublimar los eroicos hechos y hazañas que hezimos cuando ganamos la Nueva España […] para podello escrivir tan sublimadamente como es dino fuera menester otra elo-quencia y retórica mejor que no la mía”.)40 Por tanto, esta crónica no debe ser leída solo como un medio para alcanzar un fin (poder, gloria, fama, dinero, encomiendas) ya que es en sí misma testimonio que alberga el espacio utópico de un encuentro, en la rememoración de aquello que “agora todo está por el suelo, perdido, que no ay cosa”, como escribe Bernal Díaz respecto de Tenochtitlán.41
Así, en más de un sentido, las crónicas de Indias pueden ser pensadas como textos en los que el yo comienza a mostrar, de manera incipiente, la crisis de este momento de clivaje en la historia, momento de pasaje del mundo medieval al mundo moderno, estrechamente atravesado por la experiencia de la conquista del Nuevo Mundo. En esa línea, la Historia verdadera pone en escena una primera persona entregada a la experiencia de la escritura, donde el detalle y la extensión también se relacionan con la dimensión del placer, la comprensión a través del relato y el recuerdo. Esta primera persona omnipresente actualiza el trabajo de una autodefinición desplazada: la remembranza, las circunstancias de enunciación, el orden mismo del relato imponen una reflexión, más o menos explícita, en torno de la configuración del yo.
El detalle de una Historia verdadera: significado y verosimilitudOtro de los elementos que ha justificado la calificación de la Historia verdadera como “realista” es el uso extendido y peculiar que hace del detalle menor, anecdótico, superfluo. La profusión de estos elementos es tal que conforma el tono mismo de la Historia verdadera, su sabor, su potencia narrativa… desde la perspectiva de la crítica contemporánea. En efecto, para la escritura de la historia docta, de la época, el detalle (o “minucia”, como se la llamaba entonces) constituía un error, algo que sobraba en el texto y que debía ser recortado en función de cierto decoro, de raíz renacentista, y del “orden y concierto” (locución habitual en las crónicas e historias de la época) con que toda historia debía presentar su trama.
Por ejemplo, afirma el historiador Francisco López de Gómara en el prólogo a su Historia de la conquista de México “El romance que lleva es llano y cual agora usan, la orden concertada e igual, los capítulos cortos por ahorrar palabras, las sentencias claras aunque breves. He trabajado por decir las cosas como pasan”.42 Frente a la relación de asimétrico (y astuto) vasallaje que las Cartas de relación establecen, o ante la insistencia en la primera persona y en la experiencia como autorización de la escritura en la Historia verdadera, la Historia de la conquista de México se adscribe al orden, la brevedad, la concisión. No basta con narrar la novedad o la supuesta extrañeza del referente: el principio que rige las historias gomarianas establece que la verdad histórica es accesible en virtud de una determinada forma, en ajuste a ciertas reglas retórico-argumentativas. Si “toda historia deleita”,43 el énfasis en la forma reclama un lugar especial para la Historia de la conquista de México, anclando tanto en su tema como en su tratamiento (o mejor dicho, en la articulación entre ambos), el lugar central que debería corresponderle entre las historias de las Indias. En cambio, para el “autor” Bernal Díaz, el detalle concreto es el soporte mismo de la verdad de su texto, entendida ésta como representación de lo real pero también como verosimilitud en términos de lógica genérica y relación intertextual.44 Si con la tópica del relato de viaje a mano, ante escenas representadas como maravillosas o intransferibles Bernal Díaz acude al Amadís, buena parte del tiempo apela a la memoria del detalle como sostén del “haber estado allí” y como valor agregado de su crónica, enfrentada a las historias de quienes nunca viajaron al Nuevo Mundo. Entonces, el detalle se convierte en parte esencial de la polémica con otros autores, subraya lo elidido u olvidado: conforma, en su hiperbólica acumulación, la justificación de la Historia verdadera en tanto memoria.
Por otro lado, es preciso atender al detalle en tanto “efecto de realidad”,45 hay que tener en cuenta que, para el siglo xvi, ni todo detalle es superfluo, “lujo” o “escándalo”, ni toda “notación insignificante” significa lo real.46 En cambio, es posible compartir la tesis de que, si en la estructura general del relato todo significa, el detalle aparentemente superfluo tiene una clara función: denotar lo real, en términos de lo que se propone el discurso histórico; significar lo real, en términos del discurso literario, aunque las diferencias entre ambos sean cuestionables o difusas. De hecho, Barthes diferencia el detalle superfluo del detalle concreto, asignándoles distintas funciones en el discurso histórico o literario, y en relación con la descripción o con la narración. La Historia verdadera, a caballo entre ambas formas discursivas y acudiendo tanto a la descripción como a la narración (entre los tópicos, figuras y motivos del discurso bélico y el relato de viaje), utiliza el detalle para responder a cierta exigencia referencial que sostiene la verdad, la legitimidad y, por tanto, la potencia performativa, otra de las inflexiones del discurso histórico en su articulación entre enunciado y enuncia-ción.47 Por otro lado, el detalle entendido en términos de denotación de la experiencia conforma el sustrato del testimonio y constituye un bien diferencial, piedra de toque de la expansión del discurso histórico que se propone la Historia verdadera. Si no es posible hablar de una conciencia de “ilusión referen-cial” en estas crónicas (ilusión, por otra parte, articulada específicamente con los usos de la descripción en la novela realista decimonónica, que el propio Bar-thes diferencia de la descripción en la Edad Media), sí puede hablarse de un efecto de lectura que, al mirar la Historia verdadera en su inflexión literaria, recupera su potencia testimonial en virtud de la significación de lo real que el detalle prosaico configura.
Confluye aquí, en su literalidad, en su capacidad para evocar cierta “representación pura y simple de lo real”,48 esa retórica del cuerpo a la que hice referencia más arriba. “Cuerpo-texto que destruye el cuerpo-carne pero se monta en él para transformarlo, para sustituirlo”,49 en la Historia verdadera el cuerpo (propio y de los indígenas) es omnipresente, define incluso el ritmo, la respiración del relato, las digresiones, la caracterización de los personajes, la materia de la memoria. Esta representación de la corporalidad, esta retórica del cuerpo, es el andamiaje que sostiene la forma de la historia.50 Dicho modo de la memoria y el discurso incluye pero excede la disputa acerca del saber sostenido en la experiencia. A medida que los cuerpos avanzan en el territorio y en el relato se constituyen en piedra de toque en la selección de la materia narrada, definiendo identidades propias y ajenas. En el caso español, a partir del nombre propio; en el caso indígena, la mayoría de las veces retratados como pura corporalidad amontonada, innúmeros cuerpos extraños, opacos al sentido, privados de individuación. Si en la Historia verdadera, la memoria es experiencia sensible, la corporalidad es cifra de esa experiencia. Ya lo hemos mencionado: el cronista ancla en el nombre propio y en su cuerpo, viejo y ajado, la factura de ese “libro muy verdadero”.51 El proceso de escritura anuda cuerpo (materialidad) del texto y cuerpo del soldado, en una memoria sensitiva que se “presentifica” en un trazo firme, o bien crispado, o sensible. Bernal Díaz borra, corrige, tacha, interlínea: reproduce en el papel la lógica de un desplazamiento que, a pesar de la fuerte impresión de linealidad abonada por las cartas cortesianas, no dejó de ser difícil, oscuro, indefinido e incluso circular algunas veces.
Los cuerpos que habitan la Historia verdadera viven y mueren en la doble temporalidad de lo enunciado y de la enunciación. Los “compañeros muertos” son convocados en virtud de la escritura, adquieren una nueva materialidad: la sintagmática corporalidad de la palabra escrita. Papel y tinta proponen una gama cromática acorde con la sustancia del relato: el color claro del papel, los dos tipos de tinta (negra y rojo pardo) de interlineados y tachaduras.52 Al ahondar la metáfora: la tinta negra se compone de “sales de hierro y humo”,53 años después, el aliento de la batalla es soporte literal de lo pasado. La Historia verdadera, en su corporalidad de manuscrito y de libro, es “un cuerpo cierto, ese cuerpo cierto sobre el que, según Barthes, parece que los árabes cifraban el valor del texto, en ese cuerpo cierto pero excesivamente incierto porque no reproduce un cuerpo real y sin embargo tampoco es irreal”.54
Realidad-irrealidad, certeza-incertidumbre, dirección-dispersión: pares antitéticos que han definido el avance conquistador primero y el relato después. Así, el discurso histórico que esta crónica contribuye a decantar pretende ser respuesta, síntesis, coherencia aunque, en la multiplicidad de experiencias e imágenes narradas de distinta manera se descubre como recorte, elipsis, jerar-quización. Con mano firme o temblorosa, con mirada clara en el pasado y ciega en el presente (“Y porque soy viejo de más de ochenta y quatro años y e perdido la vista y el oír”),55 el narrador de la Historia verdadera se aferra a una memoria poderosa y a una memoria lastre. El autor Bernal Díaz no es, claro está, Funes, el memorioso; anacrónicamente, lo emula y supera: consciente de los límites del texto (del papel, de la tinta, de la inviabilidad de un manuscrito eterno), los reta, los asedia, los expande.
Esta voluntad escrituraria y memorialista reproduce la lógica del avance por territorio mesoamericano. Con distinta intensidad, en cada uno de los capítulos de la Historia verdadera se actualizan cansancios, fatigas y peligros, desengaños y ambiciones. En la escritura, la tinta roja o negra trae la reminiscencia del en-frentamiento; las palabras del narrador subrayan la constante voluntad de avance y de conquista, allí donde se hermanan con la lógica del soldado. “Lo que en ellas nos pasó diré adelante”;56 “digamos cómo Cortés en(…)ió a Guatemuz men-sageros rogándole por la paz, y fue de la (…)nera que diré adelante”.57 Del primero al último capítulo se reitera el sintagma “y diré adelante”, que marca un pulso continuo, deteniéndose sólo dos veces: ante la escritura letrada de Gó-mara, Illescas y Jovio y, hacia el final del prólogo de la primera edición, ante la inevitabilidad del olvido. Leamos la última frase del último capítulo: Y después de esto pasado, han corrido otros tiempos, que dicen los curas y dignidades de esta santa Iglesia de Guatemala, que no dejó renta el obispo don Francisco Marroquín, de buena memoria, para hacer la procesión que se solía hacer, y así está ya todo olvidado de tantos años que a esta parte ya pasados.58 Y después de esto pasado, han corrido otros tiempos: subrayo la frase porque expresa la carnalidad del relato basado en la experiencia. La contraposición temporal inicia la nostalgia, conforma la textura del relato; esos tiempos que corren también son los propios, la vida vivida y sus huellas en un cuerpo cuyas limitaciones definen la posibilidad de la escritura.59
Más allá de las afirmaciones de verdad y realidad en las que el texto incurre a cada paso; más allá del detalle (en sus usos narratológicos, retóricos y polémicos); más allá de cierta mimesis entendida como artificio y concebida tanto en sus limitaciones como, en especial, en sus posibilidades, ¿en qué medida puede decirse que la Historia verdadera y las crónicas de Indias de tradición occidental que constituyen el horizonte de formaciones discursivas con las que se discute y en las que se abreva representa lo real? Es claro que no en términos del realismo entendido en sentido restringido, como manifestación estética vinculada a la novela; tampoco en su conformación de “tipos promediales”,60 aunque en el entrecruzamiento de niveles a los que Auerbach aludía, la Historia verdadera otorgue un lugar principal a lo cotidiano, lo menor y, por tanto, junto con buena parte de los textos de esta temprana Modernidad, abra el camino hacia el realismo moderno. Si algo en la representación de la realidad (pasada pero también presente, por elipsis o contraposición, entre gloriosas conquistas y prosaico orden colonial posterior) puede ser caracterizado como “realista” es en virtud del “deseo de lo real” que la Historia verdadera pone en escena y que, en términos de Hayden White, define el discurso histórico y diferencia su tipo narrativo. Al mirar nuestro corpus desde esta perspectiva, volvemos a encontrarnos en la encrucijada entre el “discurso de ficción (imaginario) y el discurso histórico (referencial)”.61 Ahora bien, esta encrucijada cambia de sentido si concebimos el “‘discurso de lo real’, en el cual podría incluirse la historia, en relación con ‘el discurso de lo imaginario’ o el ‘discurso del deseo’”, como indica Hayden White.62 Lo interesante en estas formulaciones es que dichos planos no se presentan como contrapuestos sino que se entrelazan en “el deseo de lo real”. Así, el discurso histórico “hace deseable lo real, convierte lo real en objeto de deseo y lo hace por la imposición, en los acontecimientos que se representan como reales, de la coherencia formal que poseen las historias”.63 Trama y tropología confluyen para significar lo real y al mismo tiempo señalarlo, en una operación de construcción textual que, no obstante las afirmaciones inmanentistas con que el Bernal Díaz narrador-cronista discute su objeto, interpela a los “curiosos lectores” en función de una expectativa, un deseo y una fuerte estetización (más poderosa aún en la medida en que se la niega a cada paso). Así, deseo, realidad, coherencia, sentido constituyen sintagmas que soportan la escritura en las crónicas, y encuentran su legitimación en la historia como formación discursiva, en la historia como institución ampliamente vinculada a la expansión imperial, tal como señalaba Nebrija respecto a la lengua.64
En su articulación con la concepción de lo real en términos causales, la historia, tal como se está escribiendo en el siglo xvi, articula una trama de explicaciones, condicionamientos, causas, efectos, a través de un discurso tanto narrativo como argumentativo, que no deja de exhibir el “gusto por el efecto de lo real” —aunque sea incapaz de leerlo en esos términos—, avalado por el “prestigio del sucedió”, como afirma, con cierta ironía, Barthes.65 En este marco, el referente vuelve a ingresar para otorgar legitimidad o fiabilidad al texto, en esa relación que construye un significado pero que también lo expulsa para denotar cierta deseada contigüidad entre el signo y su referente. En virtud de ese “deseo de lo real”, los textos se pueblan de shifters de escucha y shifters de organización,66 definiendo un tipo discursivo (el discurso histórico) especialmente preocupado por la articulación entre enunciación y enunciado, como una contigüidad que debe ser “presentificada” en la escritura. Si en la Historiaverdadera lo “real” brinda pertinencia y especificidad al discurso, lo autobiográfico y lo testimonial aportan otras inflexiones, en las cuales el yo protagonista se entrecruza con el yo narrador y el yo autor, exhibiendo, en sus palabras, en sus cicatrices, la también deseada monumentalidad de una memoria que parece querer hacer presente lo pasado, revivido como glorioso, en una trama que, en sus límites, se tiñe de nostalgia.
“Las formas transmisibles, no del saber o de la sabiduría de un hombre, sino sobre todo su vida vivida —y esa es la materia con que se hacen historias— sólo son adquiridas al morir”, afirma Walter Benjamin.67 La muerte atraviesa toda la Historia verdadera: como motivo, como temor, como asombro o recuerdo u oficio. La muerte del enemigo en batalla; el espanto ante la muerte mesoa-mericana: la “crueldad feroz y antinatural” de los tlaxcaltecas contra los mexicas o la muerte ritual, en el sacrificio.68 La muerte inscrita en las paredes de los templos; los compañeros muertos y el relato como mandato para el sobreviviente: “E gracias a Nuestro Señor Jesucristo que me escapó de no ser sacrificado a los ídolos e me libró de muchos peligrosos tranzes para que agora aga esta memoria e relación”.69 La cercanía de la propia muerte, en un texto que también funciona como testamento. Innúmeras formas de la muerte, hilos de diversos colores que, junto al asombro, la maravilla, el triunfo, la nostalgia, tejen la trama épica de esta verdadera historia.
“Porque soy viejo de más de ochenta y quatro años y e perdido la vista y el oír, y por mi ventura no tengo otra riqueza que dexar a mis hijos y decendien-tes, salvo esta mi verdadera y notable relación”, afirma Bernal Díaz en el prólogo a su último manuscrito.70 El cronista Bernal Díaz no miente ni recurre a la falsa modestia aquí; exhibe, en cambio, una relación artesanal con su tema, recrea una escena de escucha, define su legado: esa descendencia en la que también podría incluirse al lector contemporáneo. Por eso decide “dar razón de mi patria y dónde soy natural y […] qué año salí de Castilla y en conpañía de qué capitanes andube militando y dónde agora tengo mi asiento y vivienda”.71 Escenifica, de este modo, el arte de narrar. Ante la cercanía de la propia muerte, el cronista postula una sabiduría, la posibilidad de pensar la propia vida como un todo a partir de un hecho que le da sentido, y al que el relato confiere sentido: la conquista de México. El enunciador se convierte, entonces, en narrador, “aquel hombre capaz de dejar consumir completamente la mecha de toda su vida en la dulce llama de la narración”.72
Quisiera agradecer a los profesores Martín Kohan, en cuyo seminario se fue gestando la idea central de este artículo; Leonardo Funes, que me hizo valiosos comentarios críticos y bibliográficos respecto de la noción de “realismo” y a mi colega Rodrigo Caresani, de la Universidad de Buenos Aires, quien leyó con presteza y aguda mirada una versión preliminar de este texto. La profesora Susana Zanetti, maestra insobornable, me guió hace ya muchos años hacia la historia bernaldiana, y fue ejemplo y sostén durante más de una década. Su fallecimiento constituye una pérdida irreparable para la literatura y la cultura latinoamericanas.
Genaro García, “Prólogo”, en Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, Secretaría de Fomento, 1904, p. LXI. Salvo indicación contraria, todas las cursivas son mías.
Ramón Menéndez Pidal, “¿Codicia insaciable? ¿Ilustres hazañas?”, en La lengua de Cristóbal Colón, Madrid, Espasa Calpe, 1942 (Col. Austral).
Carmelo Sáenz de Santa María, “Introducción crítica a Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo”, en Revista de Indias-CSIC, año 26, núms. 105-106, Madrid, 1958, p. 340.
Julio Caillet Bois, “Bernal Díaz o la verdad en la historia”, en Revista Iberoamericana, vol. XXV, núm. 50, julio-diciembre de 1960, p. 199.
Irving Leonard, “Conquistador y cronista: Bernal Díaz del Castillo”, en Ensayos y semblanzas: bosquejos históricos y literarios de la América colonial, trad. de José Utrilla, México, fce, 1990, p. 53.
Guillermo Serés, “Vida y escritura de Bernal Díaz del Castillo”, en Literatura: teoría, historia y crítica, núm. 6, 2004, p. 20.
Bertolt Brecht, “Preguntas de un obrero que lee”. Tomo esta cita mediada por la lectura peculiar que de estas voces, desviadas y representativas a un tiempo, hace Carlo Ginzburg en la introducción a su bello libro El queso y los gusanos, trad. de Francisco Martín, Barcelona, Muchnik, 1991, p. 7.
José Luis Martínez sistematiza este corpus, producido en su gran mayoría en el siglo xvi (aunque algunos textos alcanzan el siglo xvii, como las Obras históricas de Fernando de Alva Ix-tlilxóchitl, por ejemplo). Las define a partir de su referente, “el choque que ocurrió, de 1519 a 1521, entre el mundo indígena y el mundo español” y las organiza de acuerdo con un criterio mixto, que atiende tanto a la pertenencia de sus autores como a cuestiones genéricas, de allí que aluda a lo testimonial, los enjuiciamientos, las versiones peninsulares, las relaciones vinculadas con la conquista espiritual e incluso las imágenes de la conquista. “Las crónicas de la conquista de México. (Un resumen)”, en Historia mexicana, vol. 4, núm. XXXVIII, 1989, pp. 677-699. Si bien el debate en torno a la clasificación de las crónicas ha sido intenso, en especial en las tres últimas décadas, y aunque no es objetivo de este trabajo dar cuenta de estas polémicas, sí me interesa recuperar, para el ámbito mexicano, la clasificación de “crónicas de tradición occidental” y “crónicas de tradición indígena” que proponen Rosa Camelo, José Rubén Romero Galván y Patricia Escandón en sus volúmenes sobre historiografía mexicana. José Rubén Romero Galván [coord.], Historiografía novohispana de tradición indígena, México, UNAM-IIH, 2003; Rosa Camelo y Patricia Escandón [coords.], Historiografía mexicana. La creación de una imagen propia. La tradición española, 2 vols., México, IIH-UNAM, 2012. En cuanto a las distintas tipologías, remito a dos textos ya clásicos: el estudio de Francisco Esteve Barba, Historiografía indiana, 2ª ed. corregida y aumentada, Madrid, Gredos, 1992, y el capítulo de Walter Mignolo, “Cartas, crónicas y relaciones del descubrimiento y la conquista”, en Luis Íñigo Madrigal, Historia de la literatura hispanoamericana. Tomo I: Época colonial, Madrid, Cátedra, 1982. Un abordaje crítico de estas perspectivas, articuladas con la retórica y la tropología del relato de viaje, la propusimos junto a Jimena Rodríguez en “¿Crónicas, historias, relatos de viaje? Acerca de los nuevos estudios coloniales hispanoamericanos”, en José Pastormerlo [coord.], Actas del VII Congreso Internacional Orbis Tertius, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 2010.
Así las caracteriza el historiador francés Serge Gruzinski “La conquista no produjo automáticamente sociedades coloniales. Tanto en el Caribe como en Nueva España o luego en el Perú, la invasión europea generó formas sociales extrañas que llamaremos ‘fractales’. Estas surgieron en una época de transición entre las antiguas sociedades prehispánicas y las futuras sociedades coloniales. Dichas formas se caracterizaron por su aspecto caótico y su inestabilidad, por sus mutaciones imprevistas y su heterogeneidad”. Serge Gruzinski, La colonización de lo imaginario, trad. de Jorge Ferreiro, México, fce, 1995, p. 151.
Walter Mignolo propone el análisis de los “sujetos dicentes” y sus papeles sociales, es decir, aquellos aspectos que hacen “al decir (al sujeto dicente), lo cual trae consigo los roles o papeles sociales (quienes están en condiciones de decir qué) y de las formas de inscripción (cuál es la materialidad en la cual se inscriben los actos dicentes)”. Walter Mignolo, “Decires fuera de lugar: sujetos dicentes, roles sociales y formas de inscripción”, en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, vol. XXI, núm. 41, Lima/Berkeley, 1995, p. 20. Esos roles sociales inscritos en la discursividad ponen de manifiesto el esfuerzo por organizar nuevos modos de la identidad en un orden colonial temprano, en permanente reacomodamiento o mutación.
Remito aquí a la famosa frase de Antonio de Nebrija, que en el prólogo a su Gramática sobre la lengua castellana (publicada en Salamanca en 1492) afirma que “siempre la lengua fue compañera del Imperio” (ed. Literaria de Carmen Lozano, Madrid, Real Academia Española-Galaxia Gutenberg, 2011, p. 12).
Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Manuscrito Guatemala), edición crítica de José Antonio Barbón Rodríguez, México, El Colegio de México/Universidad Nacional Autónoma de México/Servicio Alemán de Intercambio Académico/Agencia Española de Cooperación Internacional, p. 3. A lo largo de este trabajo utilizo esta edición, a la que considero definitiva.
Véanse Eric Auerbach, Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, trad. de I. Villanueva y E. Imaz, México, fce, 2006; Hayden White, Figural Realism. Studies in the Mimesis Effect, Maryland, Johns Hopkins University Press, 1999. Volveremos sobre estas perspectivas en el próximo apartado.
La distinción entre historia y ficción que comienza a gestarse en la Modernidad; la posibilidad de caracterizar de una u otra forma a los distintos textos coloniales ha ocupado a la crítica tra-dicionalmente, y en el especial desde los años ochenta del siglo pasado, a partir de los debates del Quinto Centenario. Se trata de una discusión no profundizada aún, que muchas veces se ha mostrado estéril en sus conclusiones; no obstante, en la búsqueda de límites y definiciones resulta útil la caracterización de estos textos como discursos narrativos, lo cual los acerca al discurso de la ficción tanto como al de la historia, y cuya imprecisión los mismos cronistas aprovechan para usar los textos para el reclamo, el testimonio o la construcción de una memoria. La perspectiva que aquí propongo para leer la Historia verdadera, y que busca salir de la trampa de la antítesis ficción-historia, articulando ambas formas, es deudora, de distintas maneras, de las preguntas planteadas por Verónica Cortínez, Memoria original de Bernal Díaz del Castillo, México, OAK, 2000, y por Oswaldo Estrada, La imaginación novelesca. Bernal Díaz entre géneros y épocas, Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2009 (Col. Nuevos Hispanismos).
Las aproximaciones biográficas a Bernal Díaz son numerosas. Entre las más recientes, remito al minucioso trabajo de José A. Barbón Rodríguez, op.cit., pp. 3-45. Mientras escribía este texto se produjo en México un debate, tan falaz como astuto en cuanto estrategia de mercadotecnia, en torno a la escritura de la Historia verdadera y a la existencia misma del soldado-encomendero Bernal Díaz, a partir de la publicación del libro de Christián Duverger, Crónica de la eternidad, México, Taurus, 2013. Si bien sus argumentos han sido minuciosamente refutados por cronistas e historiadores de la talla de José Joaquín Blanco, “Duverger y la negación de Bernal”, en revista Nexos, México, 1º de abril, 2013 y Hugh Thomas, “Una nueva historia de una conquista vieja”, en Letras Libres, México, junio de 2013, pp. 31-34, cito el debate para subrayar la escasa utilidad de la noción de “autor empírico” a la hora de pensar las operaciones que constituyen un texto, y la necesidad en cambio de centrarse en los problemas de la representación en sí, cuya densidad y complejidad persiste más allá de modas intelectuales y académicas, y de tretas de mercado.
La Historia verdadera ha sido planteada por su autor como producto del disgusto y airada respuesta a la versión de López de Gómara. En los cruces y embates que a lo largo de todo el libro le dedica al historiador se observan con claridad no sólo las justificadas críticas sino también un malestar acentuado que hace pensar en motivos subyacentes. Si bien es cierto que en el eje de la polémica se halla una concepción diversa de la historia así como una clara contraposición entre testimonio y retórica, también lo es que otras razones pueden estar permeando esta disputa; entre ellas, una velada polémica con fray Bartolomé de las Casas, directa o a través de las referencias a Gómara. Véanse Ramón Iglesia, “Las críticas de Bernal Díaz del Castillo a la Historia de la conquista de México de Francisco López de Gómara”, en Tiempo, núms. 6-7, México, 1939, pp. 23-28; Robert Lewis, “Retórica y verdad: los cargos de Bernal Díaz a López de Gómara”, en Merlin H. Forster y Julio Ortega, De la crónica a la nueva narrativa mexicana, México, Oasis, 1986, pp. 37-47; Rolena Adorno, “Discourses on Colonialism: Bernal Díaz, Las Casas and the Twentieth Century Reader”, en Modern Language Notes, t. II, núm. 103, 1998, pp. 239-258.
Su derrotero ha sido exhaustivamente expuesto por sus editores Sáenz de Santa María, op. cit. y Barbón Rodríguez, op. cit. La primera versión permanece en España y será objeto, con interpolaciones y transformaciones, de la primera edición, conocida como “Remón” (porque remite a su editor, fray Alonso Remón, de la orden mercedaria) en Madrid, en la Imprenta del Reyno, en 1632. (No se conserva el manuscrito original). Mientras tanto, en Guatemala permanece una copia, versión en la que Bernal Díaz trabaja hasta el final de sus días. Sobre esta versión (en verdad, sobre la copia fotográfica cedida por el Gobierno de Guatemala al Gobierno de México) se basa Genaro García para su edición de 1904; luego es retomada por numerosas ediciones en el siglo xx, en particular la de Joaquín Ramírez Cabañas para Porrúa, que también se ve favorecida por el fundamental (aunque inconcluso, debido a la Guerra Civil española) trabajo de Ramón Iglesia, uno de los principales críticos de Bernal en la primera mitad del siglo pasado. Distintas versiones de la historia bernaldiana son referidas por historiadores y cronistas contemporáneos a Bernal, como Alonso de Zorita (Sáenz de Santa María, op. cit., p. 31) y Diego Muñoz Camargo (loc. cit.); también fray Tomás de Torquemada menciona haber conocido a Bernal en Guatemala y lo califica como “hombre de todo crédito” (citado en Sáenz de Santa María, op. cit., p. 32). Más tarde, el relato del soldado es incorporado como fuente documental en las Décadas de Antonio de Herrera. No obstante, en especial en relación con las denostaciones de Antonio de Solís y la interpolación mercedaria que se “descubre” en el siglo xviii, la Historia verdadera es caracterizada como un texto menor hasta el siglo xix, cuando el historiador inglés William H. Prescott la recupera como una de sus fuentes principales y la define como “uno de los más singulares libros que puede ser hallado en cualquier lengua” (“one of the most singular [book] that is found in any language”; citado en Caillet Bois, op. cit., p. 200).
El problema de la autoría es vasto y no puede ser agotado aquí. Categoría muy usual en los estudios coloniales, suele definir al sujeto que produce el texto o a su colocación textual explícita. No obstante, el concepto de “autor” está históricamente marcado y su sentido (y su función) cambian de acuerdo con el contexto. Pensar estas crónicas en términos de su “función autor” permite eludir varios de sus efectos de persuasión y de sus reclamos de bienes, tierras, encomiendas, reconocimientos para centrarnos en el tipo de texto que configuran y en el tipo de relación que se establece con el destinatario: el rey Carlos V en las cartas cortesianas, los “curiosos lectores” en la Historia verdadera. No obstante, en términos del universo legal, jurídico e institucional que enmarca estos discursos, estas crónicas pertenecen aún a una cosmo-visión que mucho tiene de medieval, en especial en la relación de vasallaje con el rey y con instituciones como la monarquía y la Iglesia. Respecto de la función-autor véase el ya clásico trabajo de Michel Foucault, “¿Qué es un autor?”, en Nara Araújo y Teresa Delgado (selección y apuntes introductorios), Textos de teoría y crítica literarias. Del formalismo a los estudios pos-coloniales, México, UAM-Unidad Iztapalapa/Universidad de La Habana, 2003, así como las críticas de Roger Chartier en “Figuras del autor”, en El orden de los libros, Barcelona, Gedisa, 2000. He profundizado el análisis de estas inflexiones, en especial respecto de la Segunda carta de relación de Hernán Cortés en mi trabajo “Subjetividad y autoría: algunas reflexiones desde el discurso colonial”, en Revista Especulo. Revista Electrónica Cuatrimestral de Estudios Literarios, núm. 40, Madrid, Facultad de Ciencias de la Información-Universidad Complutense, noviembre de 2008.
Carlos Fuentes, “Épica vacilante de Bernal Díaz del Castillo”, en Valiente mundo nuevo, México, fce, 1990, p. 71.
“La crónica primitiva no corresponde por sus fines a las bellas letras, pero las inaugura y hasta cierto instante las acompaña”. Alfonso Reyes, Letras de la Nueva España, México, fce, 1948, p. 46.
Estas hipótesis han sido desplegadas en varios de sus trabajos; los más acabados y representativos son Enrique Pupo Walker, La vocación literaria del discurso histórico latinoamericano, Madrid, Gredos, 1982 y Roberto González Echevarría, Mito y archivo, México, fce, 2000.
Al respecto, véanse Reyes, op. cit.; Ramón Iglesia, “Bernal Díaz y el popularismo en la historiografía española”, en Semblanza de Bernal Díaz del Castillo, México, fce, 2000; Roberto González Echevarría, “Humanismo, retórica y las crónicas de la conquista”, en Roberto González Echevarría [comp.], Historia y ficción en la narrativa hispanoamericana, Caracas, Monte Ávila, 1984.
Parafraseo el trabajo de Sandra Contreras, “Discusiones sobre el realismo en la narrativa argentina actual”, en revista Orbis Tertius, año XI, núm. 1, 2006, que, si bien reflexiona sobre la literatura argentina contemporánea, me ha servido, en más de un sentido, para alumbrar estas aproximaciones sobre el realismo de las crónicas.
María Teresa Gramuglio, “El realismo y sus destiempos en la literatura argentina”, en Noé Jitrik [dir.], Historia crítica de la literatura argentina, “El imperio realista”, Buenos Aires, Emecé, 2002, t. 4, p. 14.
Recordemos que, en Mímesis, Auerbach propone una lectura de la literatura occidental (al menos, de un corpus azarosamente seleccionado y, al mismo tiempo, representativo) a partir de la representación de la realidad, como se afirma ya desde el título. No obstante, más allá de algunas consideraciones metodológicas (y autobiográficas) en el epílogo; la propuesta de Auer-bach consiste en entrar directamente a los textos y desenrollar allí, en cada caso y en cada contexto, el meollo del problema. Para ello se basa en la concepción aristotélica de la mímesis en términos de imitación, aunque sin incurrir en el común error de considerar la imitación como reflejo o artefacto acrítico de representación. En sus análisis detallados, Auerbach enfatiza los cambios y desplazamientos de la noción de lo “real” de la Antigüedad y la Edad Media hacia la Modernidad, y propone para ésta la ruptura o confusión de los niveles de representación: lo alto, sublime, elevado, en una dimensión (y para ciertos géneros), lo prosaico, cotidiano, práctico, “derribando así la antigua barrera estilística”. Auerbach, op. cit., p. 523.
Explica al respecto el estudioso José Antonio Maravall: “Como hombre de la época, este español del siglo xvi que pasa a América, que posee, ante las nuevas cosas que presencia, tantos motivos para dudar del testimonio tradicional, para rebelarse contra el principio de autoridad en la ciencia, para estimar su tiempo sobre los antiguos, proclama ya como principio del saber la experiencia. La experiencia supone no sólo la autoridad de los hechos, sino la confianza en aquel que los contempla. Los escritores americanistas del siglo xvi que cuentan al resto de los europeos lo que en aquellas nuevas tierras presencian, aducen con propio orgullo el título de su experiencia personal”. José Antonio Maravall, Estudios de historia del pensamiento español. Tomo II: la época del Renacimiento, Madrid, AECI, 2001, p. 376.
Respecto a la noción de “realidad” del cristianismo antiguo y medieval afirma Auerbach que “la conexión entre episodios no es imputada a una evolución temporal o causal, sino que se considera como la unidad dentro del plan divino, cuyos miembros y reflejos son todos episodios; su unión terrenal inmediata y recíproca tiene escasa significación y su conocimiento es muchas veces ocioso para la interpretación”. Auerbach, op. cit., p. 523.
Tomo la noción de “escritura corpórea” del trabajo de Margo Glantz, “Ciudad y escritura: la ciudad de México en las Cartas de relación de Hernán Cortés”, en Borrones y borradores, México, Ediciones del Equilibrista, 1992, p. 21.
Al respecto véase el trabajo de Jimena Rodríguez, Conexiones transatlánticas, México, El Colegio de México, 2010.
Sigo a Philippe Lejeune cuando afirma “todos los textos referenciales conllevan […] lo que yo denominaría pacto referencial, implícito o explícito, en el que se incluyen una definición del campo de lo real al que se apunta y un enunciado de las modalidades y del grado de parecido a los que el texto aspira”. Philippe Lejeune, “El pacto autobiográfico”, en Anthropos, Suplemento “Autobiografía”, núm. 29, 1991, p. 57.
Respecto de las marcas de la oralidad en la Historia verdadera (en cuanto a recursos de construcción textual y legitimación de la enunciación) véase el trabajo de Cortínez, op. cit., en especial el capítulo III, “Memoria y lenguaje”, pp. 171-220 y el análisis de Sarah Beckjord, Territories of History, cap. 4, “History and Memory: Narrative Perspective in Bernal Díaz del Castillo’s Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Pensilvania, Pennsylvania University Press, 2007. De Roland Barthes, “El efecto de realidad”, en El susurro del lenguaje, trad. de C. Fernández Medrano, Barcelona, Paidós, 1994.
Explica Barthes, op. cit., que la verosimilitud no depende del referente ni de lo real supuestamente representado por el lenguaje, sino que está dado por ciertas normativas respecto a la representación. En el caso de estas crónicas, vinculado a lo que es expresable —concebible— en cada género, aún a pesar de que las nociones acerca de lo fantástico, lo fabuloso y lo posible están siendo revisadas en la época.
Roland Barthes, “El efecto de realidad”, en El susurro del lenguaje, trad. C. Fernández Me-drano, Barcelona, Paidós, 1994.
De hecho, en un trabajo fundamental María E. Mayer explica que en los siglos XVI y XVII “el concepto y función del ‘detalle’ estaba siendo objeto de una revisión, y que ésta acarreaba problemas de diverso tipo: no sólo narratológico sino también retórico, de poética histórica, metodológico, etcétera” “El detalle de una ‘historia verdadera’: Don Quijote y Bernal Díaz”, en Bulletin of the Cervantes Society of America, núm. 14-2, 1994, p. 95.
La noción de “corporalidad” está históricamente marcada y su definición varía de acuerdo a su contexto. El cuerpo tendrá usos y funciones diversas en las distintas sociedades, concepciones que enfrentan —una vez más— a españoles e indígenas en esta conquista. Preciso es destacar que el cuerpo en la Edad Media tiene sentidos muy distintos al cuerpo moderno: en términos generales, una relación diferente con lo natural, una estrecha vinculación con lo grotesco y lo festivo, imbricado en el sistema de imágenes de la cultura cómica popular, llamado por Mijail Bajtin, “realismo grotesco”, en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais, trad. de Julio Forcat y César Conroy, Madrid, Alianza, 1994, p. 23. Es resultado de “una mezcla confusa entre tradiciones populares paganas y referencias cristianas”. David Le Breton, Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, 1995, p. 29, parte de las cuales funcionan como sustrato de la forma en que cuerpos propios y ajenos son percibidos en estas crónicas, con especial acento en la Historia verdadera.
Respecto a la tinta utilizada en el manuscrito Guatemala, explica Carmelo Sáenz de Santa María que “el experto Barrow describe las calidades de las dos tintas usadas en el manuscrito: una elaborada con sales de hierro y negro de humo, y la otra con una solución de índigo. Estas dos tintas se diferencian a lo largo del manuscrito por su coloración negra o rojo pardo. […] Hay que anotar que los interlineados suelen ser de tinta diferente que el cuerpo del texto, y que los folios que señalaremos como indiscutiblemente bernaldianos utilizan tinta negra, así como la mayoría de los interlineados y tachaduras”. “Introducción”, en Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Madrid, Consejo de Investigaciones Científicas, 1982, p. XIV.
Recordemos que Bernal Díaz termina su manuscrito gracias a la ayuda de su hijo Francisco, de cuya mano sería, además, el prólogo del Manuscrito Alegría, tal como lo afirma Carmelo Sáenz de Santa María, “Importancia y sentido del Manuscrito Alegría de la verdadera historia de Ber-nal Díaz del Castillo”, en Anales de la Sociedad de Geografía e Historia, Guatemala, vol. XXXII, núm. 5, 1958, pp. 15-27.
Para la caracterización de los “tipos promediales” en relación con la novela realista decimonónica y sus debates en el siglo xx remito a Georg Lukács, Significación actual del realismo crítico, México, Era, 1958.
Así lo caracteriza Blanca López de Mariscal, Relatos y relaciones de viaje al Nuevo Mundo en el siglo xvi, Madrid, Ediciones Polifemo/Tecnológico de Monterrey, 2004, p. 14.
Señala Michel de Certeau que la escritura de la historia es una “práctica ambiciosa, activa, incluso utópica, ligada al establecimiento continuo de campos ‘propios’ donde se inscribe una voluntad en términos de razón” fuertemente unida a la escritura. Michel de Certeau, La escritura de la historia, trad. de Jorge López Moctezuma, México, Universidad Iberoamericana, 1993, p. 19. Por eso, se define como una heterología (estudio sobre el Otro) que es también un estudio sobre sí mismo; define también un modo del yo historiador que construye su autoridad (su lugar propio) en virtud de lo excluido. En este dilema, también la ficción sería “el Otro reprimido del discurso histórico” en la medida en que el segundo trata de lo verdadero, y la primera trata acerca de lo real, en un modo de representación que no necesariamente debe ser realista o mimético (es más, que muchas veces dista de serlo en su afán por construir su referente. Hayden White discute estas concepciones decerteausianas en su artículo “Ficción histórica, historia ficcional y realidad histórica”, incluido en el volumen del mismo título, Buenos Aires, Prometeo, 2010.
Walter Benjamin, “El narrador”, en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, trad. de Roberto Blatt, Madrid, Taurus, 1991, p. 198.
Tomo la frase entrecomillada de la Segunda carta de relación de Hernán Cortés, op. cit., p. 135. Desde una perspectiva histórica, un destacado acercamiento a esta escena y su vínculo con la representación del Otro y los límites de la mirada cortesiana véase Inga Clendinnen, “Fierce and Unnatural Cruelty: Cortés and the Conquest of Mexico”, en Stephen Greenblatt [comp.], New World Encounters, Berkeley, University of California Press, 1993.