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Vol. 2013. Núm. 57.
Páginas 247-276 (enero 2013)
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Páginas 247-276 (enero 2013)
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La administración de la comunión de los indios en el Virreinato del Perú: un festín sin banquete
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Esperanza López Parada
Universidad Complutense de Madrid, España.
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Resumen

El calendario festivo religioso impuesto a los indios del Virreinato del Perú incluía la celebración del Corpus Christi, en la que participaban activamente, aun cuando no les era permitido un acceso pleno y libre a la Eucaristía, desde que en el I Concilio Limense se les prohibiera, salvo permiso de la autoridad competente. El problema inmediato que esta medida conllevaba tenía una importante dimensión argumentativa que pone de manifiesto el Tercer catecismo, traducido al quechua, y que planteaba el problema de cómo defender los beneficios eucarísticos y a la vez vedar la completa participación en los mismos. El presente estudio se dedica en particular al modo en que, hacia 1645, Francisco de Ávila, durante las misas celebradas el jueves y el domingo de ese año, abunda en explicaciones que concilian la paradoja emanada de las restricciones en la administración del sacramento.

Palabras clave:
Eucaristía
Retórica colonial
Sermones
Abstract

The religious calendar imposed to the natives during the Viceroyalty of Peru included the celebration of Corpus Christi, in which they actively participated, despite them not having full and free access to the Eucharist, since the i Lima Council forbid it, except when then competent authorities allowed. The immediate problem that arose from this measure had an important argumentative charge in the Third catechism, translated to quechua: how to defend the Eucharist benefits while preventing full participation. This study deals with the way Francisco de Ávila, in 1645, during mass that Thursday and the following Sunday, abounded in explanations to reconcile the paradox emanated from the restricted administration of sacrament.

Key words:
Eucharist
Colonial Rhetoric
Sermons
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I.

De notables consecuencias para la evangelización americana, la bula Altitudo Divini consilii, emitida en 1537 por el papa Paulo III, dispensaba a los indios de ayuno excepto en Cuaresma y, para que pudieran trabajar en sus chácaras, legislaba la reducción de su calendario festivo a los domingos del año y doce solemnidades de precepto, entre las que figuraba aquella que en Trento se calificó de “triunfo contra la herejía”: el jueves de Corpus Christi que en la ciudad del Cuzco se celebraba con particular regocijo.1

Bajo la advocación común del Santísimo Sacramento, guardado en la custodia que, por decisión de Isabel la Católica, debía repujarse en oro de las Indias para todas las procesiones del Imperio, la festividad del Corpus, desde un primer protocolo estipulado por el mismísimo Tomás de Aquino, enriqueció los procesos de representación como momento central de las conmemoraciones litúrgicas, al alcanzar en el virreinato peruano un alto grado de complicación que exigió legislación por parte de las autoridades,2 con la exhibición de danzas, alegorías, arcos y desfiles de incas, distribuidos por ayllus y panacas, al llevar sus insignias y coronas, vestir a la vieja usanza, transportar las andas engalanadas de sus cofradías o poner en pie complicados altares e inventos efímeros. El adorno de la ciudad entera con una decoración colorista y llamativa, que acudía ingeniosamente a los recursos locales para suplir carencias,3 y la combinación de la prescripción peninsular con tradiciones y ritualismos propios hacía de esta fecha una puesta en escena tan pretendidamente ecuménica como conflictiva, por dirimirse en ella otras implicaciones de carácter político o identitario.

Abercrombie observa para el protocolo de la celebración en Bolivia, durante la cual los cuerpos administrativos y sociales de la ciudad desfilan segregados según gremios (en el caso hispano) y origen (para los nativos), que al ser precisamente esta insistencia en las jerarquías estamentales la principal diferencia con el modo de procesionar del Viejo Mundo y lo que iba a provocar las manchas más deformantes del nuevo cuerpo político surgido en América.4 También para Carolyn Dean, la proximidad a la custodia en el orden del cortejo señalaba la importancia de las mundanas autoridades civiles en simbólica cercanía a las celestiales y sagradas.5

Es evidente, con todo su boato, que el Corpus participa en la semántica sagrada de la celebración barroca: una ostentosa exhibición de lujo simbólico que parece insinuar, en el desperdicio de ritual y significados, en la continuidad enajenante de una metáfora explotada al máximo, el sentido sacrificial conmemorado en ella.6 Si la fe creía propiciarse mediante la amplia exposición exaltada de sus principios, al despilfarro con que se desfilaba se le encargaba la misión estratégica de suspender a la audiencia, de captar su atención admirada, pero también de disuadir de cualquier intención crítica, de eliminar disidencias y reparos frente a un sistema que exhibía sus convicciones tan masivamente.7

II.

Sobre esta condición de convocatoria plural, a veces derivada en furiosa competencia de ornato y porte, dejó plástico testimonio la maravillosa serie de telas que, bajo el arzobispado del madrileño Diego de Mollinedo y costeada merced a la contribución de varios donantes, encargó la iglesia de Santa Ana para colgarla en sus paredes hacia 1675. En aquellas escenas pintadas, incas, cañaris, chachapoyas y etnias del entorno cuzqueño conviven con los nuevos mestizos, la población de procedencia africana y los españoles residentes. Las diferencias en rostros y complexiones, la variedad de armaduras y túnicas, los colores diversos de los uncus nativos, el contraste de las plumas irisadas en los tocados indígenas con el negro del hábito agustino, el sol dorado del pectoral inca, las casullas sacerdotales y la diversidad hermosísima con que la mascaipacha (con la borla y la corona) marcaba el linaje de los reyes conquistados conforman un complicado código visual cuyas claves, hoy perdidas, vuelven difícil la completa comprensión del multitudinario paisaje. Pero los pintores deben haber estado interesados en comprobar esta diversidad de público, cuando señalaron en las caras de sus retratados el tono de la sangre mulata o la palidez lechosa de la dama criolla, dentro de una escala de edades, clases, posiciones y razas menos cohesionada y armónica de lo que en principio pudiera suponerse. Y aunque los desfiles de reyes incas estaban perfectamente tipificados y no representaran una novedad,8 en este caso resultaban especialmente adecuados por mostrar la sumisión de todos los cuerpos (nobiliarios y serviles, autóctonos y españoles) a la representación comulgada de un Cristo que se entrega a los creyentes de la for -ma y figura más extrema posible.

De hecho, antes que la cristalización de una situación histórica, los lienzos se dividen entre diversas argumentaciones, “hablando densamente en diversas lenguas”,9 y se declinan como una gramática en proceso, una sintaxis abierta de yuxtaposiciones no resueltas o como paradigmas de rasgos diacríticos que funcionan desde su complementaria confrontación. Lo religioso se define en su oposición a lo profano; lo castellano frente a lo nativo; la nueva fe en contraste con las resistencias idolátricas; el poder civil contra el religioso; los corregidores versus los obispos; la nobleza inca en oposición a los pueblos preincaicos sojuzgados por ella; individualidades contra gremialismo: todo reunido bajo un misterio que pretende la universalidad de su mensaje.

III.

Así pues, nos encontramos ante una fiesta obligatoriamente integradora y vertebrada en torno a una conmemoración ecuménica cuyo sentido es la institución urbi et orbi de la Eucaristía, regalo de Cristo a la comunidad general de los creyentes que la celebraban como ninguna otra en el espacio religioso americano, subrayándola tanto dentro del calendario que Francisco de Ávila no puede resistirse a comentarla dentro del sermón que le dedica. Muy por encima de las demás, los cristianos en todos lo pueblos se alegran en Corpus y “limpian las calles, visten las paredes, hazen altares, echan flores por el suelo, tocan las trompetas, repican las campanas y adornan las Iglesias”: “[…] i todos hombres i mugeres se visten sus ropas i vestidos nuevos, sazonan sus comidas; i de los demas pueblos se congregan en este. Suenan danzantes y las mozuelas hazen cachuas i todos van en la procession lleuando sus Santos, i dan de comer o combidan los huéspedes”.10

Pero más allá del folclore, la conmemoración, con su ampulosidad y minucia, debía servir para medir la destreza virtuosa de los participantes, al exigir cierta competencia en la observancia de sus enigmas por parte de nuevos cristianos “ya bien enseñados en la Fe” (nos dice también Ávila)11 tras haberse adiestrado en las fechas previas de la Resurrección, Ascensión o Pentecostés. Parte de la relevancia de la fiesta se cifró en esta consideración de grado de maestría de la conversión indígena, el paso a un nivel más alto dentro de la carrera meritoria de su catequesis. Y dada la oscuridad teológica de lo celebrado, la institución del Santísimo Sacramento en la Última Cena, las discusiones sobre la capacitación nativa para su comprensión fueron en este punto especialmente comprometedoras.

De hecho, la prédica al nativo en torno al sacramento de la comunión ocupa un delicado capítulo en el debate de sus aptitudes para ser evangelizado e ingresar en una práctica verdadera, debate que había enfrentado ya a Las Casas y su tratado De unico vocationis modo omnium gentium ad veram religionem con el de Acosta que lo dudase en el De Procuranda Indorum Salute. Para José de Acosta, la torpeza indígena componía conversos inválidos, no más racionales que el animal o el etiope, capaces apenas de recibir el bautismo. Desde su intervención en el “Proemio de los Sermones” del Tercero Catecismo, Acosta decía holgarse en condescender “con los bajos para ganarlos en Dios, que no de subirse en cosas altas —cosas exquisitas— para cobrar opinión de sabio”. Católicos disminuidos, dueños de una desmerecida persuasión retórica (persuasión llana, ni sutil ni razonablemente fundada que dicho catecismo se encarga de catalogar entre las más básicas),12 explicarles a los indios más de lo que pueden entender y en estilo levantado, como si predicasen en alguna corte o “universidad”, conduciría a la traición o al desacato. Su preparación, reducida a aprender de memoria algunas nociones imprescindibles, implicaba, en consecuencia, la simplificación de la redacción de la homilía a un discurso básico de preguntas y de parábolas, por parte de “Apóstoles y Predicadores” que, “como nubes que llueven el agua de la doctrina celestial”, no ofusquen en ningún momento la tierna mentalidad aborigen, “porque tratar a Indios de otras materias de la sagrada Escritura, o de puntos delicados de teología, o de moralidades y figuras, como se hace con Españoles, es cosa por ahora excusada y poco útil, pues semejante manjar sólido, y que ha de menester dientes, es para hombres crecidos en la religión cristiana”.13

Se inaugura, de este modo, la recomendación en el uso de una oratoria triturada y asimilable, como suave papilla infantil en la terminología invocada por el propio sínodo limense. “Papitas de niños”, “viandas delicadas” califica aquél a estos sermones para indios, con una imagen que hizo fortuna entre los predicadores posteriores y que encontramos redundantemente en la homilética de Francisco de Ávila. Valga un ejemplo en su sermón para la fiesta que nos ocupa:

[…] así como cuando vos, mujer, tenéis un hijito tierno y que ha poco que nació, que aun no tiene dientes ni puede mascar: a éste. […] Claro está que le dais, y debéis darle, el pecho para que mame la leche y eso es su comida. […] Y vosotros hasta ahora sois como hijos tiernos que todavía estáis al pecho de la Santa Iglesia, nuestra madre, porque aun no creéis con firmeza lo que os enseña. […] Por esta causa la comida, que os hemos de dar para vuestra alma, ha de ser como leche y cosa que podáis tragar.14

Aconsejada, por tanto, en cuanto obraría una nutrición sencilla en los delicados estómagos de un público aniñado y fácil de atragantar con más sofisticados ingredientes, e inserta precisamente en los sermones dedicados a la comida eucarística, esta diluida retórica provoca sin embargo gruesas —y a mi modo de ver empachosas— analogías con la alusión a degluciones favorecidas de un misterio que, en toda su plenitud, se juzga indigesto para las básicas dentaduras indígenas.

La leche mamada a los pechos de una protectora Iglesia madre, que se preocupa por su correcta alimentación, pero a la vez les prescribe una teológica dieta blanda, se asegura mediante el principio del decoro retórico que pedía no exceder nunca las posibilidades intelectivas de la audiencia. Se trataba de, calibrando éstas, proceder por grados en la complejidad del adoctrinamiento, para demostrar primero que hay un Dios (como aconseja fray Luis de Granada en su “Breve tratado en que se declara la manera que se podrá proponer la fe a los infieles”) (1584), en segundo lugar cuáles son “sus grandezas”, y sólo después ofrecer los complejos pilares de la fe cristiana.

El escueto tratadito en que esto se explicita nada tenía que ver con el Ecclesiasticae rhetoricae,15 que Granada había compuesto para las audiencias ya cristianizadas de la vieja Europa: constituirá, por tanto, un intento de aligerar la oratoria allí desplegada y volverla más funcional en su aplicación a las nuevas catequesis como un ejercicio casi moderno de adaptación al receptor según sus habilidades y su retentiva.16

En realidad el texto, con el que Granada concluye su Introducción al Símbolo de la Fé, consta de diez capítulos en los que se insiste en no explicar a los que quieran convertirse de manera inmediata “los misterios del cristianismo, porque no creen aún, sino que hay que llevarlos por la vía de la racionalidad a demostrarles que hay un Dios sobre todas las cosas”. Los grandes dogmas del cristianismo se expondrán más tarde, cuando ya se esté en posesión de una fe asentada.17 La propuesta emana de Trento y es acorde con los consejos sinodales en esta materia, pero lo interesante es que el “Proemio” del Tercero Catecismo consigna asimismo una catequesis por grados de complejidad, lo quedemuestra en este punto concreto la difusión y empleo del tratado de Granada en el Nuevo Mundo.

Toda esta precaución catequética obligará a utilizar, como vías especialmente pedagógicas, la amplificatio y la evidencia; esto es, la presentación de casos y situaciones ejemplares que hagan más asequible los puntos abstrusos de la doctrina. Si los jesuitas abusaron de esos componentes, de nuevo las recomendaciones tridentinas refrendarían su empleo y los púlpitos de las parroquias de indios escucharán la mayor variedad de eso que Manuel Pérez llamará “cuentos del predicador” indiano.18 Asistimos entonces al despliegue de toda una oratoria, antes que demostrativa, de mostración y evidencias, un discurso de situaciones aleccionadoras y de exempla contundentes que vuelve plásticos y visibles los secretos no abordables del catecismo cristiano. Asistimos igualmente a esta imposición de prudencia en la exposición de los mismos a mentalidades pueriles que se pudieran ver sobrepasadas por sus enigmas.

IV.

Por tanto, en esta alteración de la oratoria clásica al servicio de la predicación a los infieles radica el cambio rotundo que introduce, según Jean Luc Nancy, el cristianismo, en cuanto conjunto de verdades que se imponen por encima de su discurso, en cuanto plenitud de figuras o imágenes demostradas en la mismidad de su presencia.19

La forma retórica de dicho cambio viene marcada por la parábola que, lejos de implicar la simplicidad argumental, encierra una alta ingeniería persuasiva, al ser la expresión por antonomasia, ratificada, en primer lugar, por su mesías; una manera preclara, por consiguiente, de la doctrina misma que a través suyo va a proponerse. Además, en segundo lugar y por su sistema implícito de exposición, en ella viene a articularse una vía de verdad que se certifica al representarse, sin aditamentos lógicos añadidos.

No se trata, insiste Nancy, de necesitar voces proféticas que nos aseguran la fiabilidad de una revelación, sino que ésta se prueba a sí misma en la inmediatez de su fábula. No hay en ella significados ocultos o alegorizados, no supone tampoco un hermenéutico descifrado del misterio: la parábola es una historia que se da a ver (y a creer) en la diafanidad de su primer sentido. En ella, interpretación e interpretado se vuelven idénticos y marchan de la mano en el secreto único en que se cifra esta identificación.

Cuando se le pide a Jesús que explique su preferencia por las parábolas, él especifica que en realidad éstas están destinadas a aquellos a quienes no es dado conocer los enigmas del reino de los cielos, es decir, aquellos que “miran sin ver y escuchan sin oír”. Después de esa afirmación, podríamos pensar que la parábola se define como la mejor y más oportuna vía pedagógica para el aprendizaje de los no instruidos. Al menos así se entiende en la retórica religiosa del xvii: un procedimiento básico para la declaración de los principios más oscuros y difíciles a los iletrados.

Sin embargo, Jean Luc Nancy sospecha que en ella se encierra algo menos dispuesto que un recurso escolar y que no procede como una pedagogía de la figuración (de la alegoría o de la ilustración), sino todo lo contrario, como el rechazo o negación de toda pedagogía. Vendría a ser una imagen que alcanza su sentido de expresión y para cuya captación no habría procedimiento ni escala aprendida sino el hecho fáctico de lo que se impone a través de su sola literalidad. De otro modo expresado: no hay más allá en la fábula de la viña o del hijo pródigo, sino un relato que alcanza significación de la relación misma. Insistamos: una parábola no se niega ni argumenta, tampoco se contradice o se pone en duda; es un relato dramáticamente directo que no tiene ni contraparte ni continuidad ni retórica, y se dirige a aquellos que ya la esperaban o se hace entender por los que ya lo entienden. Es el lugar donde lo revelable y lo revelado coinciden en la forma de la revelación, en la cecité de un aquí mostrado.

De ce fait, la parabole est loin de se laisser rabougrir dans la formule d’une allégorie. Elle participe elle-même du don de la vue et de cet en plus assuré à ceux qui ont déjà. Dans la parabole, il y a plus qu’une figure, mais il y a aussi –comme en sens inverse— plus qu’un sens premier ou dernier. Il y a un surcroît de visibilité, ou plus précisement il y a un double surcroît de visibilité et d’invisibilité.20

De acuerdo con esto, la mejor parábola es la custodia dorada que contiene un dios vivo y dado a ver a los creyentes en la fiesta del Corpus: pura discursividad expuesta y directa que no permite más alegoría que su propia clausura, que no permite más fábula que éste su hacerse en presente, en la deixis inmediata de un ahora sin calificativos. Reunión quiasmática de lo intangible en la tangibilidad corriente de la hostia, entre la imagen ofrecida y la mirada no hay “imitación sino participación, participación del ver en lo visto y a la vez en lo invisible que no es sino aquello que se mira”.21

Los sermones de las homilías a los indios enuncian esta inmediatez repetida y contrapuesta de un Cristo encerrado en cuerpo y alma bajo la sustancia transfigurada del pan, y hacen radicar en este misterio, realizado cada vez y cada Corpus, la extrañeza solemne de que la celebración se reviste. Marcada por esa condición de prodigio cumplido ante los fieles en tiempo presente, las homilías americanas subrayarán esa culminación en directo de una trascendencia, la concurrencia aquí de una lejanía actualizada en el dogma festejado que se distingue por esa peculiaridad de otros momentos litúrgicos:

Dios hermanos es grande —celebra Fernando de Avendaño en su “Sermón XIV”— y a∫si ∫us obras ∫on grandes, y que el entendimiento de los hombres no las puede comprehender. En e∫te Sacramento del altar e∫tà iesv christo Dios y hombre verdadero, el mismo que e∫tá en el cielo: y no e∫tá allí por figura y ∫emejança, ∫ino verdadera y realmente, y a si le adoramos todos los Chri∫tianos hincados de rodillas, y hiriendo el pecho, y a∫si lo has tu de creer firmemente, y adorar a Dios viuo, que e∫tá encerrado en aquella ho∫tia, que levanta el Sacerdote quando dize Mi∫∫a, y en aquel Caliz con agrado (…). Y para que e∫te mi∫terio ∫e confirme, muchas vezes han vi∫to hombres ∫anctos alli la forma de IESVCHRISTO y de ∫u carne y de ∫u ∫angre.22

V.

El propio Cicerón en De inventione ya había dividido las pruebas argumentales en aquellas que proceden demostrando algo y aquellas que son su propia argumentación. El elemento probatorio podía articularse entonces de las dos formas: “aut necessarie demonstrans”, “aut probabiliter ostendens”.23 La Eucaristía pertenecería a las segundas, al darse a ver a sí misma sin recurrir a mayores comprobantes.

Por consiguiente, en el caso de este sacramento lo que se ofrecía como relato dentro del sermón era su propia constitución durante la Última Cena: la parábola de cuándo, cómo, con qué palabras Cristo se ofrece con esa forma de sacrificio máximo, en la seguridad de que esta historia, traducida al quechua, tendría que imponerse a través de la fuerza de convicción que arrastraba la donación misma. Dios entregándose en el centro de la celebración de la misa, ¿no era suficiente prueba oratoria como para despertar la dormida adhesión del pagano? ¿No era también uno de esos inconmensurables de la doctrina que, por su misma energía, debía conmover el espíritu del recién convertido? Si este punto entraba en colisión con la normativa de claridad y sencillez, se pasó por alto en la medida en que la persuasión pareciera alcanzarse a veces mejor a través de la emotividad, cuyas virtudes catequéticas el propio y reticente Acosta ensalzara, seguro de que lo no barruntado por el intelecto nativo podía suplirse con el concurso de su sentimentalidad. Se trataba entonces de agitar ésta mediante llamados al afecto e impresionantes escenas emotivas.24

El misterio tremendo se defendía con apóstrofes, oraciones exclamativas, interpelaciones directas y apelación a las lágrimas del creyente, insistiéndose en una presencia activa del Jesús sacramentado en la hostia consagrada, en su dación conmovedora e íntegra a aquellos que se instituían, mediante la aceptación de esa dádiva, en sus verdaderos discípulos. Por el camino de esta expresividad estimulada se rozaba muchas veces el oxímoron inescrutable o la proposición abstrusa en la que Luis Jerónimo de Oré escora el “Quinto cántico” de su Symbolo Catholico Indiano:

Quando murio Christo en la cruz, no se aparecia ni descubria la Diuinidad, sola la humanidad aparecia y padecia, pero la Divinidad estaba escondida. Más en esta hostia no se descubre ni aparece la humanidad ni la Diuinidad. Estando con realidad aqui, eres verdaderamente Dios Escondido. Escondese Iesus nuestro Señor en la hostia, para que nosotros los Christianos le busquemos.25

Radicando la grandeza de la festividad en esta condición doble de manifiesta ocultación (“porque en las demás fiestas aunque son de Dios, y de sus santos, no tienen lo que ésta”),26 el Corpus se crecía, por tanto, en la deixis exaltada de una divinidad que está aquí y a la vez se esconde. A partir de esa presencia inconmensurable ante los fieles, quod erat demonstrandum ahora en las iglesias peruanas, lo que debía explicarse no consistía tanto en el misterio mismo (evidenciado mediante la pura exposición de su imposible) como en la razón protocolaria de la interdicción de comulgar que pesaba sobre el indio bautizado: la oratoria sagrada dirigirá entonces sus esfuerzos argumentativos, de la explicación no plausible del sacramento al razonamiento de su vigilada praxis.

VI.

Realmente lo paradójico de la fiesta del Corpus y de su poder de convocatoria en tierras andinas no residirá en las aguas turbulentas de disensiones interétnicas que alteran una paz sólo de superficie, tampoco en el discurso que pretendía enseñarla a nativos legos, sino en esta profunda contradicción con que se aplicó. Festividad multitudinaria en plazas y calles que culminaba con misa en la catedral y la consagración de un pan y un vino cuya comunión no se administraba a los indígenas, el Corpus se contradecía en la restricción discriminatoria de aquello mismo que festejara.

Salvo decisión interpuesta del vicario o autoridad competente, el I Concilio de Lima en 1551 prohibió la administración del sacramento a los indios, una prohibición levantada parcialmente durante el transcurso del segundo, hacia 1567, para no contradecir la legislación tridentina que obligaba a recibirlo al menos por Pascua o en peligro inminente de muerte. En la vida diaria, esta participación nativa en la comunión, en la que serían pioneros los jesuitas, produjo fuertes denuncias, encendidas oposiciones “de personas graves y religiosas”,27 y pecados de escándalo que, en su Ritual, Pérez Bocanegra recomienda evitar, concediéndosela al reciente cristiano, incluso si, a todas luces, pareciera mucho más oportuno negársela. Avendaño precisa que en algunos lugares comulgan los buenos indios y nos aclara que estos serían los indios ladinos, los yanaconas y miembros cofrades de alguna hermandad, “porque son buenos Christianos […]: Hazed todos lo mismo, y comulgareys”.28 El remedio de crear una cofradía y sufragarla como mérito para acceder a la Eucaristía aparece también aconsejado por Francisco de Ávila en su Tratado de los evangelios: cofradía, eso sí, bien provista con su libro, su caja, su mayordomo, sus velas y aceite y las misas cantadas que, debidamente asistidas por todo el pueblo, aseguren la salvación costeada de sus asistentes.29

Pero, desde luego, la nómina de estos comulgantes indígenas permite pensar que el sacramento se administraba de acuerdo con consideraciones de rango político: eran los adscritos al nuevo orden, colaboradores con él (incas castellanizados con dinero para sanear las arcas de la iglesia, integrados al servicio del ejército o esclavizados en las encomiendas), aquellos a quienes Avendaño les reconoce tal derecho. Y probablemente los propios afectados lo entendían así, cuando montaban comuniones paralelas en tanto medida de rebeldía, o bien secundaban las restricciones en proclividad con el régimen. Guamán Poma por ejemplo reclama la excomunión como castigo contra las borracheras indígenas y el consumo de coca.30 Y también, cada vez con más contumacia de lo que desearían los sacerdotes, el indio a medias convertido comulga sustancias alternativas en una especie soterrada de contrafacta de la misa legal, cuya abundancia permite sospechar el deseo y la ansiedad de mímesis, despertados en torno a la vedada eucaristía. Un jesuita, Francisco Patiño, es testigo de que a las puertas de la ciudad los hechiceros remedan con tortas de maíz una ceremonia simétrica a sus huacas.31 Y en una misión cercana a Potosí, —describe Juan Estenssoro Fuchs— el “mismo Patiño había constatado, dos años antes (1637), un culto al apóstol Santiago vinculado al consumo de un cactus alucinógeno”.32

[…] del corazón de la achuma, que es un gran cardón de su naturaleza medicinal, hazia que cortasen una como ostia blanca y que puesta en un lugar adornado de varias flores y hierbas olorosas, y la achuma con sartas de granates y quentas que ellos más estiman, era adorada como Dios. Persuadidos que allí estaba escondido Santiago (asi llaman al rayo), danzaban y baylaban delante de ella, ofrendabanle plata y otros dones; luego comulgaban, tomando la mesma achuma en vevida que les privaba de juicio.33

La explicación de esta mímesis no se agota con la constatación, a todas luces insuficiente, del sincretismo explícito entre ritos nativos y ritos implantados. Hay nuevos elementos de debate a partir de esa primera mezcla con las prácticas imperiales. Porque, instalada básicamente en el circuito de estas últimas, nos informa sobre todo de los desviados resultados en la prédica cristiana. Los receptores nativos han entendido qué significa el acto compartido de la comunión de la misa pero no su carácter regulado y jerarquizado, tampoco la exclusividad de las esencias que intervienen y la categoría divina del sacramento: ahora los infractores prefieren comulgar con el cuerpo (más próximo para ellos) del apóstol Santiago, transformado en el fruto extasiante de la achuma.

VII.

La prohibición más drástica de administración del Sacramento a los indígenas la encontramos expuesta y articulada por Bartolomé Álvarez en el “Memorial” que dirige a Felipe II hacia 1588. Allí no sólo reprocha a los jesuitas su propensión a repartir la comunión entre los nativos, sino que argumenta su inadecuación a recibirla desde planteamientos tan antiecuménicos como prácticamente irresolubles.

El contraste es aún más brutal si comparamos la belicosidad expositiva de este predicador en Charcas con la convicción novohispana, de la importancia que la Eucaristía tendría en una mejor integración del salvaje a la nueva vida ordenada del Imperio católico. Así, el franciscano en México fray Juan Bautista de Viseo afirma no necesitar el comulgante una firme y probada devoción para acercarse al altar, ya que aquel supremo regalo, obtenido comulgando, se encargará por sí mismo de estimularla. Por lo cual, la lógica inmadurez religiosa del autóctono “no es razón de privarles de tanto bien”, al contrario, supone un argumento más para permitir actuar a la bondad de esta excelsa cena crística.34

Bartolomé Álvarez no es igual de concesivo. Su radical inquina al indio comulgante se ve predispuesta y acicateada además por la animadversión que siente hacia los competentes y entrometidos jesuitas, a los que él llama “teatinos”, que marchan por Perú y bautizan sin tregua y confiesan sin rigor. La cuestión permanecería en un debate menor entre órdenes, si no fuera porque las razones que Álvarez aduce operan como un obstáculo tenaz e irrebatible, tan definitivo que incluso pone en cuestión la evangelización global de las nuevas tierras.

VIII.

Si atendemos a que Pablo del Prado en su Directorio espiritual, todavía en el año de 1650, incorporaba numerosas oraciones para la comunión espiritual indígena, junto a recomendaciones sobre la exclusión de la efectiva,35 no parece probable que se alcanzara nunca una normalización del hecho, al menos en el virreinato peruano.

Sin duda, el III Concilio no había arreglado las cosas. Al contrario, más bien se hizo testigo de la contradicción vigente, ya que en los sermones traducidos al quechua de su Catecismo, se introdujo lo que a todas luces era una pregunta retórica, pero dimanada como naturalmente de la negación: ¿cómo defender los beneficios eucarísticos y a la vez vedar la completa participación en los mismos? Problema éste que ocupa el corazón de las prédicas y que exigirá del sacerdote todo un ejercicio de habilidad oratoria, hasta el punto que continúa centrando la homilética de indios en el xvii y reproduciéndose literalmente en los tardíos sermones del criollo Avendaño: “Decirme heys, pues Padre, ¿cómo a nosotros, los Indios, no nos dan ese Sacramento, siendo Cristianos bautizados? IESV CHRISTO no mandó que a todos se diese su cuerpo? No dijo que el que no comiere de él morirá para siempre?”36

Aparte de que el astuto cambio de lugar de la partícula negativa —del no morir para siempre de los que comulgan al morir seguro de los que no lo hacen—, añade rotundidad a la admonición, los sermones que se dedican a enunciar el sacramento incrementan intencionadamente lo incomprensible de su asunto, la porción más oculta y oscurantista del enigma, mediante anacolutos, oxímoros, aporías, aprioris y toda la mecánica estilística de la retórica de lo inconmensurable, incurriendo en excesos dialécticos, arriesgadas similitudes, y argumentaciones contrarias que, circulando entre la exaltación y el nefas, revelen por un lado la condición transformadora de la Eucaristía y por otro cimienten sin resquicios su veto razonado. Lo interesante es que el propio predicador parece consciente de la dureza alegórica y casi mostrenca en que, para sostener estas dos finalidades, la oratoria de indios incurre. Ávila se siente obligado a dulcificar las connotaciones y avisar de que, sin matarlo previamente, el sacerdote u otro comulgante cualquiera comen con reverencia lo que no deja de entrañar su poco de escándalo, “porque terrible cosa es comer un hombre a otro, entero i viuo”.37

IX.

Por tanto, la homilía del Corpus debe desplegar una compleja, una doble ingeniería de la mirada, ingeniería dialéctica y de trampantojo, reclamando a sus cristianos nuevos la adhesión fideísta a un Jesús figurado en la circularidad de la hostia y la intelectiva traducción permanente de una en el otro, pero a la vez la aceptación de una prohibición que impide el pleno acceso a lo creído. La ambivalente maquinaria pretende por un lado generar expectación y deseo, al argumentar prodigios; por la otra, justificar sus ordenados esquemas de conducta, razonando interdicciones. Veámoslo en todo lo intrincado de este proceso dúplice.

El sacerdote pide de su doctrina indígena calidades de hermeneuta sagaz que vea al Mesías cristiano bajo las especies consagradas, como veríamos al “mesmo Rey”, aunque estuviera frente a nosotros no “de la propia manera”, sino “envuelto y rebozado con una capa, que le cubriera”.38 Puesto que la cuestión se presta a traslaciones heréticas y a mudanzas de riesgo, se trata de proceder con exquisita cautela y de estimular en los catecúmenes una competencia de traductores avezados que pueden, en efecto, descifrar un significado, la carne de Cristo, en un significante como la forma consagrada en la que se nos comunica. De otro modo, se despierta el fantasma de lo que para Bertonio en su Arte y gramática de la lengua aymara supondría el empleo incorrecto de la administración eucarística, si el cuerpo transustanciado ahí acelera procesos desviados de comprensión, estimula oscuras connotaciones por parte del salvaje y hasta prácticas perversas en el interior incontrolable de sus casas, que Bertonio no se atreve ni a insinuar:

y no es menos necessario —nos recomienda— sauer muy bien la lengua para dar a entender a los Indios el altissimo mysterio de la missa, como en aquella pequeña figura de pan que alli se muestra se encierra el Rey de los cielos para que no se junten a la Iglesia, como suelen juntarse a sus casas de supersticiones, si no que sepan adorar alli a su criador y redentor, pedirle lo que han menester para sus almas y cuerpos y, si son capaces, sepan con la debida fe y deuocion receuir aquel inefable Sacramiento.

X.

Desde esa exigencia de una correcta hermeneusis receptora, la mecánica expositiva del misterio procederá, sin embargo, complicando esa primera alegoría que ya es el sacramento en sí y levantando, a partir de la transposición o metáfora que diseña (Cristo como pan, Cristo como vino de vida), pequeños cuadros análogos o imágenes desplegadas que el sermón repasa, interroga y responde, proporcionando a su vez lemas y exégesis individuales, produciendo tablas emblemáticas o series de empresas, cada una de las cuales proponga a los ojos interiores de la fe los imposibles de esta cena mística: dios se da a comer al hombre “por modo y traza tan inefable”;39 dios cabe pequeño y total en el círculo de consagrado trigo; dios está entero, en cuerpo y alma, bajo las especies del altar; dios no se reparte en las porciones divididas de aquella, sino que se da único y unido como el sol se refleja, todo él, en los fragmentos de un espejo roto, artículos básicos del barroquismo sacramental a los que la Symbolica del jesuita Jacobo Boschio da cumplida catalogación gráfica.

La puesta en pie de esta serie de fases del relato eucarístico, desplegadas en un abanico de virtualidades a cada cual más oscura —¿qué es esto, por ejemplo, de un dios fraccionado e igual en cada una de sus propias fracciones?—, tiene como escenario el cuerpo de Cristo: un Cristo espectáculo de prodigios, un gran señor de imposibles juegos consigo mismo que, lejos de aproximarse a sus doctrinantes, se desvanece en el ramillete de dogmas-malabares cuyo fin último consiste no tanto en la producción de presencia, como en la explotación de las posibilidades sorpresivas de la imagen en calidad de primer motor teológico.

Al trabajar con la semántica de la digestión, y apelar a una especie de “piedad gastronómica”, multiplicando toda una metafórica de la transubstanciación divina bajo la sustancia humilde de la harina, con efectos “reales en la somática del cristiano consumidor”,40 el Sacramento se acoge a una fenomenología contradictoria, a una dinámica de lo inescrutable y a la retórica pleonástica de la más pura tradición religiosa barroca, consciente de provocar el “dulce” pavor de percibir que tanto “se encierre en pan tan breve”.41

Por este camino, sin aminorar un ápice las consecuencias de una puesta en escena tremendista, se acerca la homilética de indios a la predicación común y letrada en los púlpitos peruanos, hasta desactivarse por un instante la brecha instaurada entre una y otra, cuando la oratoria a criollos y españoles, despegada de problemas prácticos, hilara el tejido culterano de la fineza crística en los sermones de José del Aguilar o hallase retorcidos enjambres de analogías en la prosa de Espinosa Medrano. ¿Qué hace Jesús, por ejemplo, en la “Oración Panegírica al Augustísimo Sacramento” en Cuzco por el Lunarejo bajo el perfil ingrato de una murena en beso de amor con la culebra/alma, que acude a esa unión oceánica tras haber vomitado sus pecados en forma de veneno en la orilla del mundo?

La murena, pece destinado a las delicias, es el Cuerpo de Cristo en el plato eucarístico […]. Bien, mas, ¿quién será la víbora? Quién sino el hombre pecador. Genimina viperarum, los llamaba el Bautista, engendros, viboreznos. ¡Oh fealdad serpentina del pecado! Solicita la víbora o pecador a esta Murena; pero es allá por una Pascua. Sílbale, que silbo de víbora es el susurro de la confesión secreta […]. Vomita todo el veneno de sus culpas por la penitencia […], con que es admitida a los brazos de esta Murena, entrañándose con el cuerpo de Cristo en unión íntima de corazones y ayuntamiento estrecho de espíritus por la Sacramental Comunión.(I)

XI.

Si nos detenemos en un auto como El dios pan que, firmado por Mexía de Fernangil, elige el género de la égloga en tanto vía de convicción evangélica o de soberbia exposición pedagógica y pone en escena la conversión del pagano Damón tras asistir a la celebración de un Corpus Christi con todas y cada una de sus aporías, nos encontramos rebasado ampliamente el límite de lo bizarro que un misterio como el de la Última Cena, explicado a legos, podía permitirse. No es éste el lugar para discutir la adscripción teatral de la obra o su condición más bien irrepresentable.42 Lo que no cabe duda es de su voluntad aleccionadora respecto a uno de los asuntos teológicos centrales en la época: algo de lo que ofrece señales la conformación dialogada de la pieza y su utillería de imágenes o emblemas con los que volver plásticas las difíciles verdades expuestas, recursos ambos (óptica, diálogo) que recomendara el Tercer Concilio como vía preferente de adoctrinamiento.

Poco a poco, mediante la contemplación de altares levantados por el Corpus en una ciudad que podríamos identificar —en lo argentino de sus referencias— con la Potosí, productora de plata, y gracias a la persuasión de las razones planteadas por el cristiano Melibeo, el pastor Damón acaba convencido de la superioridad y grandeza de una religión que brilla con el sacrificio sacramental de su figura máxima. Pero la obra reduce la analogía entre la Comunión con la hostia consagrada y el dios Pan del título a la sola homofonía del nombre. Y, al contrario, como arrepentida de la audacia, apenas explota las concomitancias derivadas, quizá por ser la deidad griega una figura hedonista y epicúrea, vinculada a una naturaleza sensual y a un caos sin ley, como fijará de modo rotundo Baltasar de Vitoria en su Primera Parte del Teatro de los dioses de la gentilidad.43 En cambio, las posibilidades de otras alegorías no se pasan por alto cuando María se vuelva una Ceres católica que amasa y hornea, en el amor de su virgíneo vientre, la nueva y salvadora hogaza mística de su hijo y mesías.

Esta es su madre, reina de años tiernos

que huella a los infiernos: esta ha dado

este pan amasado, cual convino

al mundo: amor divino ha de cocello.44

Los cambios acelerados bajo los cuales se nos presenta Cristo en la obra hacen de él una figura proteica, capaz de transformaciones inusitadas a la medida de antiguos politeísmos conspicuos y hasta procaces, sin que la operación eucarística disimule ahora su proximidad con una antropofagia sagrada en la que “comiendo pan divino”, se coma “carne y sangre viva/ y en un bocado (se) reciba/ al gran Dios que es uno y trino”.45

Pero en concreto uno de esos altares de la obra coloca en enigma la figura de un águila que enfrenta sus polluelos con la luz de un sol cegador.46 De igual forma la Iglesia utiliza la potencia lumínica de la hostia para descubrir y reprobar, a su lumbre, “quien viene dudando: y por su hijo/ eligiendo al que fijo en la fe santa/ no se turba ni espanta”.47

El jeroglífico enseña entonces una nueva condición, inquisitorial y probatoria, del Sacramento, razón de cautela para el indio de escasa fe, débilmente preparado, y una poderosa característica de la Comunión que impone sus condiciones de acceso y mide la propiedad de su reparto, confortando a los buenos pero deslumbrando al “hereje ciego en su malicia”.

O gran Dios Pan que canto ¿cómo alumbras

tus hijos y deslumbras los ajenos?

Tus rayos de lo llenos, los Calvinos

dio por adulterinos y a los vanos

y torpes luteranos, Melanctones

hugonotes, sajones y otros tales.48

La muy hábil retórica de la propuesta permite integrar una mecánica altamente segregadora en la definición teológica del sacramento que se convierte efectivamente en marca, pero en marca de escisión por la que el cuerpo de Cristo discrimina a sus comensales. Cuando ya San Agustín había defendido la libre disposición de los sacramentos a los fieles, la concesión del pan consagrado se veta con medidas que emanan del propio misterio y que se elevan a parte intrínseca del mismo, al operar ahora con una inusitada y automática capacidad selectiva. Y no es sólo que se precisen ciertas condiciones para comulgar, sino que la Eucaristía en sí sirve para la comprobación y refrendo de la pertinencia del creyente que a ella, como a un sol examinador de verdad doctrinaria, se aproxime sin la preparación acertada.

Come a Dios en pan el justo

y a Dios come en pan el malo

al justo es vida y regalo

y muerte y pena al injusto.49

Podíamos pensar con Jean-Marie Schaeffer que esta tensión bipolar de una imagen, capaz de imantar al espectador con la promesa de plenitud gloriosa de Cristo y a la vez de vedar y restringir su acceso, de regular y regir su propia visibilidad, pertenece de modo inherente a nuestro pensamiento del cuerpo: un cuerpo de seducciones oximorónicas, que mantiene su atracción en el juego permanente de no ofrecerse nunca del todo. Ahora bien, es eso quizá lo más perturbador, junto con la autogestión de que el sacramento de la comunión se dota: la idea de una religión regresada a través de la paradoja de su dogma central al poder contradictorio de los misterios de la materia. En el episodio de la encarnación —nos dice Schaeffer—, y asimismo en el de la resurrección o en este de la eucaristía, “la noción misma de imagen se halla conmocionada, al desvanecer, al evaporar la semejanza” para exaltar la vocación comunitaria de la carne transubstanciada y dada a comer.50 ¿Qué tipo de espiritualidad es ésta que contraviene su propia regla de trascendencia, por ella instituida, para incurrir en su nombre en formas matéricas de representación física? Y, por otra parte, no estamos hablando de un cuerpo cualquiera sino de uno digerido, salivado, masticado, un cuerpo en la manera más primaria e instintiva de apropiación por el estómago.

XII.

Cierto cuadro que encargara la nobleza indígena de Lima para solicitar su ingreso en la Inquisición hacia 1700, donde se representa el pan eucarístico dentro del corazón dadivoso de un pelícano desventrado, desvela la multiplicación de implicaciones con que este laberinto ecuménico se revestirá en el receptor nativo, al embutir sus alegorías en una semiótica a cada paso más aderezada, porque el pelícano era ya un antiguo emblema de Cristo que ahora redoble su referencialidad, abriéndose para alojar la custodia cuyo cristal transparenta el nombre de aquél en la hostia consagrada. Es interesante percibir que un simbolismo ajeno e impuesto, previsto mucho antes en el bestiario crístico medieval, es reutilizado aquí y devuelto al poder por los recién convertidos, cuando se trata de convencer con sus mismas armas para ser admitidos en su circuito.

Pero, además, el ejemplo nos ilustra de cómo el sermón pastoral peruano no ahorra al indígena ninguno de los aspectos complejos del dogma. Pareciera que, en lo relativo a este punto, no importara ya aquel requisito del decoro retórico sensibilizado hacia la capacidad de su receptor. Al contrario, se intentaría impresionar hasta el estupor a una atónita audiencia, a la que se alarma insistiendo en que el comulgante come verdaderamente del cuerpo del Mesías y bebe de su sangre. Aunque la comunión de la Sagrada Forma sepa a pan —“aunque huela a pan, aunque harte como pan”, reincide Ávila—,51 su metamorfoseada esencia contradice la información de los sentidos e incluso manaría sangre, si fuera odiosamente partida, acuchillada o profanada. El sacerdote relata entonces en quechua el horrísono caso del judío que la martirizara sometiéndola a sacrílegas manipulaciones, ejercidas en realidad sobre la torturada carne de un Cristo ubicuo, fractal y por segunda vez crucificado bajo su piel más frágil:

Lleno el enemigo de toda maldad, y rabiosa yra –nos asusta Palomino–, tomó el cuchillo de la cozina, con el qual acostumbraua despedazar la carne, y trabajó de cortar en partes la benditissima Hostia. Pero el Sacrosanto cuerpo de nuestro Señor, siempre quedando entero, quanto mas le heria, la gloriosa hostia mas entera y hermosa aparecia. Toma (no contento de lo hecho) una lanza y daua con un animo feroz de lanzadas a la inmaculada hostia, de la qual salian arroyos de sangre que regauan el suelo; y el corazon mas duro que diamante.52

El caso o parábola, una especie de ficción histórica sobre la transubstanciación de la misa que, con su concurso, fija popularmente lo que había oficializado el Concilio de Letrán (1215), se contaba habitualmente a los cristianos europeos desde una primera localización en 1290 en una casa judía de la Rue des Jardins en París, pasando por versiones fechadas en Bruselas (1369) y Nassau (1477) hasta su ilustración en el políptico del Palacio Ducal de Urbino por Paolo Uccello entre 1467 y 1469, bajo el título del “Milagro de la hostia”.53 Pero no esperaríamos nunca encontrar este segundo asesinato fabulado “de las especies sacrificiales” católicas inserto en uno de los sermones de Roberto Belarminio y traducido al quechua para las homilías del Perú por Jurado Palomino. La parafernalia cruenta de la puesta en escena, las tremendas connotaciones antisemitas en las que el público indio no tenía porqué participar, traslada el odio medieval centroeuropeo por el pueblo deicida hacia espacios en los que el aberrante sacrilegio cumpliría otra finalidad: se trataba quizá de generar la suficiente precaución en los oídos nativos que, al inducir un terror sagrado alrededor del misterio eucarístico, secundara la lógica de la prohibición dictada. Porque era cierto que la Eucaristía figuraba como una cuestión nuclear del plantel dogmático de la Iglesia a la que no debía acercarse el neófito indígena sin incurrir enun pecado mayor: “Que aquel Sacramento requiere aparejo en el que le ha de recebir: y sino está aparejado como conuiene, antes se convierte en muerte por su culpa”.54

La doble condición de la comunión, como un farmacon platónico, una medicina que sana a los limpios y envenena a los culpables —disposición dual de las drogas con la que el Tercero Catecismo ya la comparaba— suma nuevos abismos intelectivos al inefable de la Eucaristía: desde su cárcel de trigo, un dios escondido y polimorfo causa un mayor daño, un daño hasta la muerte, a los que lo devoran sin la devoción debida, sin la fe solicitada, sin propósito de enmienda o con una burla sacrílega.55

Es cierto que los indios no eran ajenos a estos procesos de semiosis contradictoria, a esta oposición polisémica de rasgos, es cierto también que esta última condición era una disposición general en la comunión de americanos y peninsulares y una advertencia crucial, muy útil para desencadenar un más fundado temor. La propuesta de una oscuridad culterana, como componente importantísimo de la prédica evangélica, pero también de toda oratoria ideológica y reguladora, empezaba a obtener un sitio de privilegio en los púlpitos indianos. El más reputado sacerdote de la época, Antonio Viera, subraya el valor de lo ininteligible, de lo absurdo sobrecogedor, para mantener sujeto el corazón de los legos y gravar sobre él el poder de los imperios, el dominio de los cuales depende de que no se manifiesten sus misterios ni se rompa la cortina de sus mayores enigmas.

La oratoria pastoral barroca se apuntará entonces a los beneficios de esta “gramática de la desaparición”, este “régimen de lo incomprensible”, un mecanismo de claroscuros expositivos que, insinuando lazos con la muerte, engendra una estética de suspense con la que capturar al espectador en el poder encantatorio de un sostenido secreto. Ahí radica además la lógica de vedar la total integración en el mismo: asegurarse de su nunca completo acceso produce una jerarquía natural entre los participantes, distribuye minuciosamente el poder entre los que lo administran, asegura todo la seducción vibracional de esta estructura mágica que selecciona a sus adeptos y que se aproxima, con todos sus fantasmas, a la modernidad espectral de nuestra contemporánea virtualidad sin objeto.56

En cualquier caso, sabemos que esta política admonitoria del Corpus obtuvo resultados abundantes que refrendaron la inserción beneficiosa de altas dosis de tremendismo en una catequesis ya no necesariamente diáfana. Incluso contamos con las huellas de una recepción defectuosa del sacramento que lleva al indio a abstenerse voluntariamente de lo que la Iglesia vedaba en la retórica homilética: “Aunque en esto de la Comunión les ha puesto nuestro Señor un temor y concepto muy grande, que aun ofreciéndosela a algunos que parece podrían recebilla, no se atreven y no la piden sino los que están bien instruidos en los misterios de nuestra Fe”.

Es Arriaga el testigo, en su Extirpación de idolatrías, de esta consecuencia extrema de las prácticas de predicación que, disparadas más allá de lo que se pedía de ellas, conducen al celoso y extremo cumplimiento de un sustancial recorte, mediante ese definitivo y aceptado “festín sin banquete” en el que los indígenas optan por no participar.

El presente estudio forma parte del Proyecto de Investigación del Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España con referencia FFI2012-37235FILO.

Esta bula seguía a la bautizada como Sublimis Deus, que había declarado oficialmente la dignidad humana de los indígenas: de ahí la relevancia de ambas en la concepción religiosa del Nuevo Mundo y su enorme influencia, si bien, por razones de disensión con el Patronato, Carlos V prohibiera la aplicación canónica de ésta en concreto. Al respecto, véase J. I. Saranyana [dir.], Teología en América Latina. Desde los orígenes a la Guerra de Sucesión (1493-1715), vol. I, Madrid-Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 1999, p. 101.

En 1573, el virrey Francisco de Toledo establece por ejemplo en su quinta ordenanza (título 27) limitar la participación de cada parroquia de indios a sólo dos o tres bailes por celebración. Para las relaciones entre poder y celebración véase Fernando de Armas Medina, “La jerarquía eclesiástica peruana en la primera mitad del siglo xvii”, en Anuario de Estudios Americanos, núm. 22, 1965, pp. 673-703; Teatrum mundi: entramados del poder en Charcas colonial de Eugenia Bridikhina, Lima, Instituto Francés de Estudios Andinos, 2007; Ignacio Arellano y Robin Ann Rice [eds.], Doctrina y diversión en la cultura española y novohispana, Madrid-Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2009; Jaime Valenzuela Márquez, Las liturgias del poder: celebraciones públicas y estrategias persuasivas en Chile colonial, 1609-1709, Santiago de Chile, Dibam, 2001, entre otros.

El franciscano Jerónimo de Mendieta relata cómo en el Virreinato de Nueva España “… lo que les falta de tapicería suplen con muchos ramos, rosas y flores de diversos géneros, que las produce esta tierra en abundancia. […] las yerbas olorosas juntamente con espadañas y juncia, sirven para tender por el suelo, así de la iglesia como de los caminos por do ha de andar la procesión, y encima de las yerbas van sembrando flores. Estos caminos de la procesión tienen enramados de una parte y de otra”. Citado por Nelly Sigaut, “La fiesta de Corpus Christi y la formación de los sistemas visuales”, en La fiesta. Memoria del IV Encuentro Internacional sobre Barroco, Pamplona, Fundación Visión Cultural/Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2011, pp. 125 y 126.

Véase Thomas Allen Abercrombie, Pathways of Memory and Power: Ethnography and History among Andean People, Madison, Wisconsin, The University of Wisconsin Press, 1998.

En Los cuerpos de los incas y el cuerpo de Cristo. El Corpus Christi en el Cuzco Colonial, Lima, Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2002, p. 25.

Judith Farré Vidal, “Ostentación y ejemplo en la fiesta novohispana. A propósito del Festivo aparato en la canonización de San Francisco de Borja (México, 1672)”, en Miguel Donoso Rodríguez [ed.], Mundos trasatlánticos: trabajos y diversiones. Monográfico de literatura colonial, Santiago de Chile, GRISO/Pontificia Universidad Católica de Chile, 2012 (Monográfico del Taller de Letras, Número Especial 1), pp. 153-164.

Para la representación religiosa barroca y para el ejercicio de persuasión que comportaba su dispendio y boato en toda la colonia, además del estudio precursor de Antonio Bonet Correa “La fiesta barroca como práctica del poder”, en Diwan, núms. 5-6, 1979, pp. 53-85. Interesa también el trabajo de Solange Alberro, “Los efectos especiales en las fiestas virreinales de Nueva España y Perú”, en Historia mexicana, vol. 59, núm. 3, 2010, pp. 873-875 y los de J. J. García Bernal, El fasto público en la España de los Austrias, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2006, Karine Périssat, Lima fête ses rois (xvie-xviiiemes siècles): hispanité et américanité dans les cérémonies royales, París, L’Harmattan, 2002; Samuel H. Webb, Blessed Exces: Religion and Hiperbolic Imagination, Nueva York, State University of New York, 1993, y Serge Gruzinski, “El Corpus Christi de México en tiempos de la Nueva España”, en A. Molinié [ed.], Celebrando el cuerpo de Dios, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1999, pp. 151-173.

“Los reyes incas con su cohorte y símbolos del poder fueron un tema recurrente de las fiestas coloniales andinas. Aparecen ya en el recibimiento hecho al virrey Toledo en el Cuzco en 1572, en el que desfilaron cuatro incas al frente de los cuatro suyus del Tahuantinsuyu y representaron también una serie de batallas demostrativas, siguiendo un modelo ya tipificado en esta época también para las fiestas limeñas”. Pilar Latasa, “Escenificación del poder episcopal en Charcas: fiestas en la entrada del arzobispo Borja (1636)”, en Donoso Rodríguez, op. cit., p. 193.

Carolyn Dean, Los cuerpos de los incas y el cuerpo de Cristo. El Corpus Christi en el Cuzco Colonial, Lima, Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2002, p. 92.

Francisco de Ávila, Tratado de los evangelios que nuestra madre la iglesia propone en todo el año desde la primera dominica de Aduiento, hasta la vltima Mi∫∫a de Difuntos, Santos de E∫paña, y añadidos en el nuevo rezado. Explica∫e el Evangelio, y ∫e pone vn ∫ermon en cada vno en las lenguas Ca∫tellana, y General de los Indios de∫te Reyno del Perù, y en ellos donde dà lugar la materia, ∫e refutan los errores de la Gentilidad de dichos Indios, Lima, Imprenta de Pedro de Cabrera, 1648, t. II, p. 22.

“…así después de auer celebrado la Resurreccion del Señor, su Ascensión a los cielos, la venida del Espíritu Santo, y la Fiesta de la Santísima Trinidad, cuando deben los Cristianos estar vien enseñados en la Fé, entra haciendo la Fiesta de Corpus Christi y ésta es la fiesta de oy”. Ibid., p. 17.

El Tercer Concilio examina los modelos de persuasión indígena y advierte que “con los Indios no sirven razones muy sutiles, ni los persuaden argumentos muy fundados. Los que mas les persuade son razones llanas y de su talle y algunos similes de cosas entre ellos usadas”. “Proemio”, Tercero catecismo y exposicion de la doctrina christiana por sermones: para que los curas y otros ministros prediquen y enseñen a los indios y a las demas personas conforme a lo que proveyo en el Santo Concilio Provincial de Lima el año pasado de 1583, Lima, en la oficina de la calle de San Jacinto, 1773, s/p.

Merece la pena reproducir la cita más ampliamente: “[…] otros por ostentación en lugar de llover mansa lluvia que se empape en la tierra, y fructifique, son como aguaceros que espantan, y enturbian los flacos entendimientos. Hase pues de acomodar en todo a la capacidad de los oyentes el que quisiera hacer fruto de sus sermones o razonamientos. Y siendo como son los Indios, gente nueva y tierna en la doctrina del Evangelio, y lo común de ellos no de altos y levantados entendimientos ni enseñados en letras, es necesario lo primero: que la doctrina que se les enseña sea la esencial de nuestra fe […] como son las cosas que se contienen en el catecismo o cartilla, porque tratar à Indios de otras materias de la sagrada Escritura o de puntos delicados de teología o de moralidades y figuras, como se hace con Españoles, es cosa por ahora excusada y poco útil, pues semejante manjar sólido, y que ha de menester dientes, es para hombres crecidos en la religión cristiana”. Ibid., s/p.

Ávila, op. cit., t. II, p. 18.

Retórica eclesiástica (1576), Barcelona: a costa del obispo de Barcelona, c. 1770.

“This little work was intended to guide missionaries in their efforts to propagate Christianity among the peoples of the East and West Indies. As such, the Breve Tratado represents an early effort to consider how unfamiliar inhabitants of exotic lands might be persuaded to accept the Christian faith”. D.P. Abbott, Rhetoric in the New World. Rhetorical Theory and Practice un Colonial Spanish America, Columbia, South Carolina Press, 1996, p. 11.

Luisa López Grigera, “Apuntes para un estudio de la tradición retórica en Hispanoamérica en el siglo xvii”, en Kohut, Kart y Sonia V. Rose [eds.], La formación de la cultura virreinal, t. II. El siglo xvii, Frankfurt-Madrid, Vervuert/Iberoamericana, 2004, p. 70.

Véase Los cuentos del predicador. Historias y ficciones para la reforma de costumbres en la Nueva España, Madrid-Frankfurt, Universidad de Navarra-Iberoamericana/Vervuert/Bonilla Artigas eds., 2011.

Jean Luc-Nancy, Noli me tangere. Essai sur la levée du corps, París, Bayard, 2003.

Ibid., p. 15.

Al ser traducción arreglada o apañada por mí, vierto la exactitud del original: “Entre l’image et la vue, ce ne pas imitation, c’est participation de la vue au visible et du visible à son tour à l’invisible qui n’est autre que la vue elle-même ‘La methexis dans la mimesis, c’est sans doute l’un des énoncés du chiasme gréco-juif où se noue l’invention chrétienne.’”, Luc-Nancy, op. cit.

Fernando de Avendaño, Sermones de los misterios de nuestra santa fe católica: en lengua castellana y la general del Inca: impugnanse los errores particulares que los indios han tenido, Lima, Iorge López de Herrera, 1649, p. 11.

Marco Tulio Cicerón, De inventione, México, unam, 2004, t. I, p. 44.

“The preacher in the New World, like any Christian orator, must fulfill the Ciceronian (and Agustinian) three-fold duty to teach, to please and to move. The responsibility of the missionary is finally, as much rhetorical as theoretical: the audience must be persuaded. Acosta says that the experience has shown that ‘these Indians (like other men) are usually persuaded more by moving their emotions than by reasoning’. Thus, it is ‘important in the sermons to use those things which provoke and awaken the affections, like apostrophes, exclamations, and other figures taught by the art of oratory’. Acosta advocates a plain and simple style of preaching, but he does not favor a style so austere that the captivation of the emotions is jeopardized”. Abbott, op. cit., p. 73.

Luis Hieronymo Oré, Símbolo Católico Indiano, en el qval se declaran los mysterios de la Fe…, Lima, Antonio Ricardo, 1598, p. 112.

De nuevo es Ávila el que marca y diferencia de este modo la fiesta del Corpus: “porque aquí está en ella el mismo Iesu Christo Señor nuestro en Cuerpo y Alma, hecho Hombre y está su misma Diuinidad”. Ávila, op. cit., pp. 11-21.

Así lo recoge Gerónimo Ruis Portillo en su llegada al Cuzco: “Han sido también los nuestros ynstrumentos para que se dé el Santísimo Sacramento a los naturales, así hombres como mugeres, aviendo capacidad y disposición quando lo manda nuestra santa madre Iglesia, en las fiestas de pascua o las demás principales del año, y que se lleve el viático a los que están in articulo mortis, cosa que a los principios pareció muy nueva, y la contradijeron con todas sus fuerzas personas muy graves y religiosas”. Citado por Estenssoro Fuchs, Del paganismo a la santidad. La incorporación de los indios del Perú al catolicismo, 1532-1750, Lima, Instituto Francés de Estudios Andinos, 2003, p. 229.

“…que por ser Indios no os desecha Dios: antes os llama, y os quiere mucho nuestro Señor IESV CHRISTO. Muchos indios ladinos yanaconas, y cofrades comulgan…”. Avendaño, op. cit., p. 14.

“Para esto aueis de procurar hazer una cofradía que se llame del Santissimo Sacramento, tener vuestro libro, caxa, mayordomos, cera, azeite, i todo lo demas; i que cada mes os diga el Cura una Misa cantada en que se halle todo el pueblo; i todos juntos pedir alli a este Diuino Señor, que os ayude, os alumbre, para que seais buenos Cristianos i os libre de todos los errores passados i os de una buena muerte”. Ávila, op. cit., t. II, p. 26.

“Que el sacramento de la comunión no se le puede dar a ningún yndio ni a ninguna yndia ci no fuera muy útil, escogido, que de su uilla boluntad lo pida muy cristianamente o questé en la ora de la muerte arrepentido de sus pecados o a de ser prouado que en su uida sea borracho ni que aya prouado chicha, uino, coca en la boca, porque con la chicha y uino y coca, estando borracho, ydulatra y peca mortalmente y se matan entre ellos”. El Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno, ed. de John Murra y Rolena Adorno, trad. de Jorge L. Urioste, México, Siglo xxi, 1980, p. 785.

Guamán, con su perspicacia, descubre el negocio que ciertos sacerdotes hacen en las parroquias, obligando a los fieles a fundar cofradías, a dar servicio en la iglesia e imponiéndoles la comunión por la fuerza dentro precisamente de este pasaje citado, uno de los momentos más duros de la crítica de su Nueva Corónica.

“Luego el sacrosanto sacramento del altar remedan también con astucia y desverguenza de los sacerdotes los quales llaman feligreses y les dizen mirad cómo los Viracochas, esto los españoles, ofrecen pan y vino a su Dios y el pan y vino se convierten en su carne y sangre, así las tortas de mais y chicha que ofreceis a nuestro Dios está él mismo y toda su mitad. Danles luego parte del sacrificio comulgándolos en ambas especies porque su vivir es beber, diciendoles que el adorar a sus idolos no es pecado por ser sus dioses como xrto de los españoles”. “Carta Annua de 1639-1640, firmada por Nicolás M. Durán, citado por Estenssoro, op. cit., 233n.

Ibid., p. 234.

“Annua de 1637, firmada por Antonio Vázquez”, citado por Estenssoro, op. cit., 235n. Es importante insistir en la diferencia como Estenssoro anota: “El término sincretismo es una vez más insuficiente. Por un lado, la forma en que se refugia la entidad a la que se rinde culto no es directamente el santísimo sacramento, aunque muy parecida; por otro, la entidad que adoran los indios la definen como Santiago y no como una antigua divinidad pero cuando éste, que en la tajada de achuma está escondido, cobra forma en la visión adopta la del raya, la del antiguo Illapa confirmándonos que lo que prima es una manera de disyunción aunque el término se vuelve también insuficiente para englobar el fenómeno”. Loc. cit.

Fray Juan Bautista de Viseo, Advertencias para los confesores de los naturales [1600], trad., pres. y notas de Verónica Murillo Gallegos, México, Los libros de Homero, 2010, p. 127.

De hecho, Pablo del Prado recomienda al indígena, que asista a misa, esta especie de comunión ficticia: “Y quando comulgare el Sacerdote, comulgarás tu espiritualmente, con gran deseo de recebir el Santísimo Sacramento, con lo qual recebirás gran prouecho”, en Directorio espiritual en la lengua española y Quichua general del Inga, Lima, Luis de Lyra, 1650, p. 26.

Avendaño, op. cit., p. 12.

Ibid., t. II, p. 18.

Ibid., p. 17.

Ávila, op. cit., t. II, p. 18.

Versiona aquí la manera altamente descriptiva con Rodríguez de la Flor se refiere a la Eucaristía en su estudio De Cristo. Dos fantasías iconológicas: “…el cuerpo místico del Hijo de Dios se habría mezclado en su día con la materia alimenticia más vulgar, operando en su ser una transubstanciación propiamente eucarística; a través de ella, al final, lo que se expresa en la construcción histórica de esta metaforología unitiva es una suerte de ‘piedad gastronómica’. Esfera metafórica y alta invención poética, que trabajó en su día con la semántica de la digestión y deglución del mismísimo cuerpo de Cristo: lo que alcanzaría a tener unos efectos reales en la somática del cristiano consumidor del cuerpo y la sangre ‘reales’ de su dios”. Fernando Rodríguez de la Flor, De Cristo. Dos fantasías iconológicas, Madrid, Abada Editores, 2011, p. 145. Para la cuestión del barroco hiperbólico, es importante también Webb, op. cit.

Diego Mexía Fernangil, “El dios Pan”, en Rubén Vargas Ugarte [ed.], De nuestro antiguo teatro. Colección de piezas dramáticas peruanas de los siglos xvi-xvii y xviii, Lima, Milla Batres, 1974, p. 55.

Para esta cuestión y toda la bibliografía que ha despertado, resulta imprescindible el artículo de Rodríguez Garrido al respecto, donde, con la claridad que le caracteriza, demuestra fehacientemente la imposible teatralización de la pieza que, pensada probablemente para su lectura, trasladaría elementos de la égloga pastoril y virgiliana dentro de su adaptación renacentista por Garcilaso. Todo ello no impide que el texto sitúe referencias a su tiempo y su lugar y ofrezca en momentos de exacerbación antiidolátrica la convicción de su autor en una religión menos represora que persuasiva mediante el ejemplo y la compasión.

Valencia, Herederos de Crisóstomo Gañís, 1646.

Mexía Fernangil, op. cit., p. 56.

Ibid., p. 55.

“Encima aquella nube/ ¿un águila no sube? Su polluelo/ no encarama hasta el cielo y lo examina/ […] Como el águila prueba, por su hijo/ al polluelo que fijo al sol mirare/ y no lo deslumbrare llumbre tanta/ Así la iglesia santa, sus ensayos/ hace a los puros rayos desta lumbre/ por ver si se deslumbra, duda o niegue/ quien a este pan se llegue, reprobando/ a quien viene dudando: y por su hijo/ eligiendo al que fijo en la fe santa/ no se turba ni espanta; porque luego/ queda el hereje ciego en su malicia”, ibid., pp. 58 y 59.

Ibid., p. 59.

Loc. cit.

Loc. cit.

Jean-Marie Schaeffer, Arte, objetos, ficción, cuerpo. Cuatro ensayos sobre estética, pról. y trad. de Ricardo Ibarlucía, Buenos Aires, Biblos, 2012, p. 107.

“[…] esto hace dios con su poder i deuaxo de aquella apariencia de pan está esse su cuerpo: esto no lo vemos, pero hemoslo de creer assi, porque es verdad i el mismo Dios lo manda. De manera que, aunque huela a pan, aunque sepa a pan y aunque harte como pan y paresca pan, ya no es pan sino el Cuerpo i Carne de Christo Dios”. Ávila, op. cit., t. II, p. 26.

Ibid., p. 120.

Jean-Louis Schefer, L’Hostie Profanée. Histoire d’une fiction theologique, París, pol, 2007.

Avendaño, op. cit., p. 12.

“[…] Porque si los toma de burla o por cumplir y sin propósito de dexar sus pecados, en lugar de recibir gracia y salud del alma, recibe mayor daño y condenación. Como la medicina si no la toma el enfermo como conviene, en lugar de hacer provecho hace daño y aun le suele matar”. “Sermón X”, Tercero Catecismo, op. cit., p. 120.

Tomo esta idea de proximidad barroca con lo que Serge Margen llama la actual “sociedad espectral”. La société du spectral. s.l., Nouvelles Éditions Lignes, 2012.

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