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Vol. 24. Núm. 2.
Páginas 213-216 (enero 2013)
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Reseña de libros
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Alejandro Higashi
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa
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Resulta difícil encontrar, en el ámbito de la crítica literaria, libros verdaderamente arriesgados: a menudo, se trata de estudios académicos un tanto mecánicos en los que el autor, luego de presentar su hipótesis, nos conduce, sin apenas demorarse, hacia su comprobación; en los casos de los libros con un perfil más historiográfico, el meollo está en ajustar de modo orgánico los acontecimientos del contexto social, político, literario, etc., que puedan ayudar a comprender mejor los contenidos del texto. Pocos libros, sin embargo, se proponen ofrecer una aventura intelectual genuina en la que el crítico teje y desteje la madeja delante nuestro para ofrecer, con honestidad y asombro, una perspectiva viva del complejo material de estudio: el poema. Este libro de Evodio Escalante representa bien el lance intelectual donde, pese a su tamaño más bien compacto (apenas poco más del centenar de páginas), se advierte el desarrollo de un pensamiento sintético y maduro, dispuesto a sugerir ideas y, en la misma proporción, a arriesgarse por caminos originales para entender el contexto poético y filosófico detrás del Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta y con ello el poema mismo; a veces, incluso, en varias direcciones al mismo tiempo.

De hecho, su naturaleza intrépida se nos devela desde las primeras páginas cuando en un Prefacio (9-10), breve y anecdótico, Evodio Escalante recuerda cómo, a principio de los años ochenta, Rubén Salazar Mallén le preguntó durante una tertulia improvisada: “¿Y qué opina usted del Canto a un dios mineral?”, a lo que Escalante respondió: “No puedo opinar porque no entiendo el poema” (10). Este sentimiento de impotencia es el que dejan los grandes poemas; recordemos que, como nos cuenta José Pascual Buxó, el canario Pedro Álvarez de Lugo, muerto en 1706, “leyó y releyó muchas veces” el Primero sueño de sor Juana “y, al final, confesó ‘ingenuamente’ haberlo entendido muy poco”; considerando que eran muchos los lectores que naufragarían también en ese “oscuro laberinto y continuado enigma”, terminó por redactar una Ilustración al sueño de la Décima Musa de varios folios (Sor Juana Inés de la Cruz. El sentido y la letra, 2010, 260). La anécdota de la tertulia en casa de Salazar Mallén me parece fundamental para descifrar el estilo y estructura de todo el libro que nos propone Escalante, análogo en muchas cosas a la Ilustración de Pedro Álvarez de Lugo: se trata de un ejercicio hermenéutico en el que, desde una compleja trama de referencias filosóficas asequibles a Cuesta durante los años de redacción del poema y desde pistas que continuamente se criban del otro poema imprescindible de la literatura mexicana, Muerte sin fin, de José Goros-tiza, el crítico explica lira a lira el poema completo. Según este plan, el libro se divide en un capítulo instrumental con los conceptos básicos que permiten al lector entender el sentido y la intención del poema (“Introducción. Bases filosóficas del poema”, 11-34), al que le siguen cuatro capítulos más, de acuerdo a la organización en cuatro secciones advertida en las 37 liras del poema, división propuesta por el mismo Escalante desde 1988 y que confirma ahora, como una composición musical iniciada con un allegro moderato, seguida por un scherzo hasta un adagio angustiante y concluida con un allegro triunfal, con partes simétricas, todas de 9 liras salvo la final, con 10 (“Un paseo por el mundo fenoménico”, 35-43; “El Narciso de la inmovilidad”, 45-52; “El poder de la roca”, 53-68; “El señor del tiempo”, 69-90). El libro tiene dos finales complementarios: un “Epílogo” (91-93) donde Escalante da una ligera muestra de los problemas que conlleva la interpretación de un poema inacabado y un “Apéndice. ‘Monsieur Teste’ a prueba” (95-102), en el que revisa y evalúa críticamente los principales argumentos sobre la “leyenda negra” de Cuesta y del Canto a un dios mineral.

En “Introducción. Bases filosóficas del poema” (11-34), Evodio Escalante une los tres hilos de las grandes madejas que considera fundamentales para entender el origen y los alcances de este poema filosófico: Heidegger, Nietzsche y Muerte sin fin de Gorostiza. La presentación es gradual y va de la mera conexión anecdótica entre Jorge Cuesta y cada uno de estos universos (las traducciones a las que Cuesta pudo acceder para conocer a Heidegger, su admiración por la obra de Nietzsche expresada en algunos trabajos y su identificación con sendos tramos de su biografía, o los paralelos del Canto con otro gran poema filosófico como Muerte sin fin), hasta la formulación de conceptos complejos (tan complejos como la propia personalidad del autor analizado) que serán cardinales después para entender los principales argumentos del análisis. Uno de ellos, tomado de “El arte moderno”, será el de “irracionalismo objetivo”, una concepción crítica del ser como un desplazamiento de toda concepción individualista y que el propio Escalante, a partir de una lectura atenta de la obra de Cuesta, define como “una deposición (o incluso, si puedo forzar la nota, una ‘deyección’) del sujeto moderno, un abandono radical de todo subjetivismo en favor de un objetivismo a cuyo amparo desamparado (si se me permite el oxímoron) tendría que discurrir la existencia contemporánea” (21). Se trata de una concepción del ser artístico que Escalante enlaza con la “muerte del autor” como una forma de trascender en el lenguaje, lo que para Cuesta representaría una experiencia a la postre aniquiladora: “la ‘muerte del autor’, en dado caso —escribe Evodio Escalante—, no habría que tomarla como un enunciado filosófico, abstracto, de tipo especulativo, sino como una experiencia rigurosa y a la vez devastadora a partir de la cual el poeta puede concebir y escriturar su obra, concibiéndose a sí mismo como un ‘puente’ entre el presente y la incierta (pero no menos inevitable) posteridad” (23).

En “Un paseo por el mundo fenoménico” (35-43), Escalante revisa las primeras nueve liras como un marco general, en el que se presenta la percepción del mundo exterior y, de forma simultánea y en una progresión azarosa, diferentes estados de conciencia del yo lírico, expresados en la fórmula complementaria veo y deseo. Escalante presenta la mirada como una forma del espacio mismo y al “ser ahí” heideggeriano (o “estar ahí”, en una traducción más afinada) como la estructura fundamental del ser, progresivamente develada a lo largo de estas nueve liras para convertirse, hacia la séptima estrofa, en un “ser ahí” que deja de “estar” y se transfigura en una descripción impersonal del mundo y de los procesos intelectuales y espirituales del individuo de origen. La roca se convertirá en un zigoto, transformado por su propia conciencia material y, en cierto sentido, violado al despertar de su inconciencia material a su conciencia material en un trayecto salpicado continuamente por la violencia del hecho (en la página 42, Escalante se refere incluso a “una violación ‘impersonal’”). En “El Narciso de la inmovilidad” (45-52), se presenta el análisis de la siguiente sección, estrofas 10 a 18, titulado “Los engaños de la fjeza”; aquí, el Narciso de Cuesta no se deleita en el disfrute de su propia belleza, sino en el de su ser inmutable, en un scherzo que arranca con un simulacro de permanencia existencial artificioso y artero que sirve para develar con mayor fulgor, liras después, la ineludible transformación del ser como destino último. En “El poder de la roca” (53-68), la lectura de las estrofas 19 a 27 permite a Escalante presentar otras estaciones de este viaje desde y hacia el ser, donde la roca y la obra de arte intentan esculpir el espectáculo de un momento en la búsqueda desesperada de su perduración. La sección es un adagio preñado de angustia, “un bloque de experiencia en la que el sujeto que habla se coloca de cara ante la aniquilación permanente de la sustancia del universo” (55). Ante el vértigo que le produce esta contemplación, el ser terminará por refugiarse en la memoria más profunda, aquella memoria reprimida que no llega a la conciencia, historia “muda” que Escalante propone debería entenderse desde la homonimia (“muda” y “mudada”, silente y transformada) como un contenido que se ajusta a su continente sin que compartan una verdadera identidad (Escalante, con cautela, apuesta por una conciencia femenina en un cuerpo masculino). En “El señor del tiempo” (69-90), Escalante nos muestra el allegro triunfal que sustituye la angustia ante la fugacidad esencial de la materia, donde el mutismo previo da paso al ascenso del lenguaje y al fiat creador, en forma de canto poético (liras 28 a 37). La frustrada unión de la materia y el espíritu inicial se consolida en el lenguaje y en su capacidad para nombrar las cosas hasta conquistar la temporalidad por medio de los nombres.

La estructura del libro apuesta por plantear problemas, pero no por una solución única. De ahí que el desenlace de los capítulos previos sean dos re-flexiones distintas, pero complementarias: por un lado, la precaria fijación textual de un texto “condenado a existir en una forma que me gustaría llamar coloidal”, fijado por “los editores (y, en su caso, los críticos)”, pero desarticulado de inmediato por “el sentido que siempre encuentra bifurcaciones” (92); por el otro, la posibilidad, pese a la voluntad explícita del crítico por apartarse de ella, de interpretar este proceso transformador desde la biografía del poeta y los episodios más conocidos: la homosexualidad, la locura, el intento de emasculación y el suicidio. Ambos finales son adecuados para un trayecto lleno de sobresaltos y desvíos: la inestabilidad textual y el flujo constante del sentido nos recuerdan que toda crítica es un esfuerzo por estabilizar algo que, en esencia, resulta inestable; la compleja vida de Cuesta avanza en paralelo con la complejidad de su obra poética y si una no explica a la otra, al menos resulta obvio que se entrecruzan más de una vez.

Metafísica y delirio representa una inmersión en el oscuro laberinto del Canto a un dios mineral, visto desde sus propias leyes poéticas, pero sin descartar un rico y sugestivo contexto filosófico que atraviesa el poema y lo nutre con nuevos sentidos. Un pertinente prólogo a uno de los poemas más herméticos de la literatura mexicana moderna que ilumina muchos de sus recintos más oscuros y conduce al lector de galería en galería para mostrarle que, todo aquello que en la oscuridad parece un enigma irresoluble, a la luz de la intención filo-sófica se transforma en el teatro de sombras de un espíritu sensible y delicado; sombras proyectadas sobre un escenario intelectual, aunque su origen resulte muy distinto. Si el Canto a un dios mineral representa un ejercicio magistral de inteligencia poética, el de Evodio Escalante propone una fuerza semejante, pero de signo contrario: las maniobras hermenéuticas para comprenderlo y fundar, sobre el nicho de la intelección, el del disfrute poético. Como señala el mismo Escalante en las primeras páginas de su estudio, “la verdad del goce es, sin dilación alguna, la verdad de la comprensión” (10).

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