La calidad, la propiedad o conjunto de propiedades inherentes a algo que permiten juzgar su valor, entendidas en el sentido de superioridad o excelencia1, son una verdadera exigencia social que adquiere hoy en día una importancia no conocida hasta el momento.
Recogiendo la definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de salud, entendida como “el estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades, en armonía con el medio ambiente”, resulta lógico que al ser precisamente éste el bien más preciado del individuo, un estado público como es el nuestro, en el que destaca el principio de solidaridad, haya prestado especial atención a esta cuestión en su legislación.
La salud es una demanda cada vez más exigida por parte del ciudadano que desea acceder al mayor nivel posible de calidad de vida en relación con aquella, debiendo los médicos ser conscientes de esta situación, actuando en consecuencia con mayor rigor en la prescripción, en la determinación de qué estrategias diagnósticas y terapéuticas resultan más indicadas, teniendo en cuenta los derechos de los usuarios2.
La calidad en los servicios médicos es, a su vez, una demanda social permanente que debe tener su repercusión en una parte tan importante del acto médico como es el que ahora tratamos.
El médico debe proporcionar a sus pacientes la mejor y más cualificada asistencia posible, como reflejo de un deber profesional y ético que engloba no sólo el aspecto técnico, sino también el económico como condicionante de la decisión sanitaria, no siempre vinculada a intereses coincidentes con los del paciente, sujeto principal de la atención sanitaria.
El estudio de las principales normas legales aplicables a este ámbito permite evidenciar la existencia de un binomio indisoluble de derechos y deberes aplicables a los dos agentes involucrados en el caso, el paciente/usuario del Sistema Nacional de Salud y el médico responsable de la prestación, destacando ahora entre todos ellos el referente a la autonomía personal de unos y otros (todo ello en consonancia con la intervención estatal en virtud de la inclusión de las normas institucionales al efecto).
Partiendo de la innegable relación entre la deontología profesional y la ley (derivada de una necesidad mutua, en tanto en cuanto aquélla requiere de ésta como elemento imprescindible para aplicar sus conclusiones a la sociedad, y el Derecho solo puede aspirar a realizar su fin último, la justicia social, si tiene una ética que respalde sus normas, sí cuenta con unos elementos mínimos, básicos y fundamentales, cuyo incumplimiento atente contra la paz social), el principio de libertad individual, considerada como uno de los logros de la modernidad, paradigma por antonomasia del ideario liberal, se configura en el campo de la filosofía ética de los siglos XVII y XVIII como la reivindicación de la libertad del individuo frente a un poder superior, teológico, estatal, social o jurídico.
En el campo de la bioética, el ejercicio de la autonomía representa la autoafirmación del enfermo frente al poder del médico y de la técnica.
El concepto derivado de los vocablos griegos autós (propio, por uno mismo) y nómos (regla, ley), se utilizó en principio para hacer referencia al autogobierno de las ciudades-estado de Grecia, extrapolándose posteriormente al ámbito particular de la persona, en el sentido de capacidad de libre decisión del individuo sobre sus propios intereses3.
Aplicándolo a la medicina, la facultad de elegir, tanto del enfermo como del Médico, entre las distintas alternativas diagnósticas y terapéuticas disponibles, según lo estimado más conveniente e indicado por ambos agentes en virtud de las particularidades del caso de que se trate, sopesando su validez y utilidad real, atendiendo a criterios de seguridad y eficacia.
Se ratifica así la ya referida relación entre las posibilidades de actuación de unos y otros en cuanto al derecho del usuario a la libre elección (“facultad de optar, libre y voluntariamente, entre dos o más alternativas asistenciales, entre varios facultativos o entre centros asistenciales, en los términos y condiciones que establezcan los servicios de salud competentes, en cada caso”)4, aplicado de manera funcional, práctica y operativa en el sistema del consentimiento informado (“conformidad libre, voluntaria y consciente de un paciente, manifestada en el pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada, para que tenga lugar una actuación que afecta a su salud”)4, y la facultad del médico de actuar libremente en la prestación de la asistencia de que se trate.
Entramos así en el tema que ahora nos ocupa: la libertad de prescripción.
La Ley 44/2003, de 21 de noviembre, de Ordenación de las Profesiones Sanitarias (BOE N.o 280, de 22 de noviembre de 2003), nos indica en su Título-I (“Del ejercicio de las profesiones sanitarias”), que según sus “Principios Generales” (artículo 4.5) “Los profesionales tendrán como guía de su actuación el servicio a la sociedad, el interés y salud del ciudadano a quien se le presta el servicio, el cumplimiento riguroso de las obligaciones deontológicas determinadas por las propias profesiones conforme a la legislación vigente, y de los criterios de normo-praxis o, en su caso, los usos generales propios de su profesión”5.
Es el Capítulo-II (“Principios Generales”) del Código de Ética y Deontología Médica de 1999 (Comisión Central de Deontología, Derecho Médico y Visado de la Organización Médica Colegial) (CEDM-99), en el que en su artículo 4.1 ya matizaba que efectivamente “La profesión médica está al servicio del hombre y la sociedad”, siendo el Capí-tulo-V (“Calidad de la Atención Médica”), el que recoge en el artículo 18.1 que “Todos los pacientes tienen derecho a una atención médica de calidad humana y científica”, matizando que por ende “El médico tiene la responsabilidad de prestarla, cualquiera que sea la modalidad de su práctica profesional, y se compromete a emplear los recursos de la ciencia médica de manera adecuada a su paciente, según el arte médico, los conocimientos científicos vigentes y las posibilidades a su alcance”6.
Se le reconoce así el derecho al facultativo de utilizar cuantos remedios conozca la ciencia médica y estén a su disposición en el lugar donde se realiza el tratamiento, de manera que su actuación quede ajustada a las circunstancias concretas del caso en el cual se produce la intervención, así como las inseparables incidencias en el normal actuar profesional en relación al autor, al acto médico y a las influencias de otros factores endógenos o exógenos, incluidos los dependientes de la misma Administración7.
Para algunos autores, el balance riesgo/beneficio ya no depende exclusivamente de la técnica a aplicar, si no que está condicionado especialmente por la calidad de la actuación del médico.
Entronca este planteamiento con el contenido en el artículo 20 de este mismo Capítulo V, que representa la base deontológica del tema que tratamos: “El médico debe disponer de libertad de prescripción y de las condiciones técnicas que le permitan actuar con independencia y garantía de calidad”; exponiéndose la responsabilidad aparejada a este planteamiento en lo tocante a que en el caso de que no se cumplan esas condiciones se deberá informar de ello al organismo gestor de la asistencia y al paciente, llamando la atención de la comunidad sobre las deficiencias que impidieren el correcto ejercicio de su profesión, bien fuere individualmente o por mediación de sus organizaciones8.
El sustento legal de este precepto bioético lo encontramos en nuestra propia Carta Magna (Constitución de 1978), en la cual se reconoce la libertad de ejercicio de profesión: artículo 35.1: “Todos los españoles tienen el…derecho al trabajo…y a la libre elección de profesión u oficio”9.
La independencia profesional, en cuanto a la prescripción, es una de las facetas de esta libertad en su aplicación al ámbito sanitario, entendiendo como tal la capacidad del médico de elegir entre las posibilidades terapéuticas disponibles la que más conviene a su paciente, tras haber sopesado el componente científico (su validez, seguridad y utilidad), sin olvidar los aspectos sociolaborales, económicos y deontológicos.
Evidentemente, la intervención del Estado en la prestación sanitaria (componente sociolaboral) y los propios dictámenes e instrucciones de las instituciones dependientes del mismo (encaminadas a fomentar y garantizar la calidad del servicio), condicionarán esta autonomía facultativa, si bien deberán respetar la misma libertad profesional (CEDM-99; artículo 37.2), en el sentido de que no resultan admisibles pactos o disposiciones que restrinjan esta legítima libertad de decisión facultativa.
Recíprocamente, el médico ha de secundar lealmente las referidas normas que tiendan a la mejor asistencia a los enfermos, quedando obligado a promover la calidad y la excelencia de su centro de trabajo (CEDM-99; artículo 37.1).
Obligación que incluye la de gestionar adecuadamente los recursos disponibles, incluidos los económicos (financiación pública), entrando así en el aspecto financiero de las decisiones sanitarias (componente económico), en cuanto a someter la libertad de prescripción a la ética de los costes, fundamentada en la moderación y la responsabilidad, con exclusión de cualquier tipo de incentivo que promueva la indicación de remedios de baja o nula utilidad terapéutica o de aquellos de precio más elevado con eficacia idéntica a otros más baratos. (CEDM-99; artículo 22.1 “No son éticos los procedimientos ilusorios o insuficientemente probados que se proponen como eficaces y el uso de productos de composición no conocida…”).
No se trata de que la Administración Sanitaria no controle e inspeccione la labor del médico a través de los organismos competentes, pero sí podemos afirmar que no resulta indicado que sea posible ordenar y dirigir la actuación facultativa mediante la valoración de la idoneidad de la prescripción, dado que esta cualidad para diagnosticar y fijar el tratamiento del enfermo constituye el aspecto básico y fundamental de su derecho a ejercer libremente su profesión.
Carece así de justificación científica la discriminación del paciente, en cuanto a la coartación de la libertad de prescripción por razones exclusivamente presupuestarias, debiendo la justificación ética de la actuación prevalecer sobre las mismas (componente deontológico).
Surge así un deber consecuencia de esta afirmación, consistente en poner en conocimiento de la Dirección las deficiencias de todo orden, incluidas las de naturaleza ética, que perjudiquen esa correcta asistencia, de tal forma que si no fueren corregidas se denunciará ante el Colegio de Médicos o a las Autoridades Sanitarias (CEDM-99; artículo 37.1).
Con el mismo espíritu se recogen los preceptos referidos a este efecto en la ya enunciada Ley 44/2003, de 21 de noviembre de Ordenación de las Profesiones Sanitarias. Artículo 4.7:“El ejercicio de las profesiones sanitarias se llevará a cabo con plena autonomía técnica y científica, sin más limitaciones que las establecidas en esta ley y por los demás principios y valores contenidos en el ordenamiento jurídico y deontológico”. Artículo 40.3.i: “Los servicios sanitarios de titularidad privada estarán dotados de elementos de control que garanticen los niveles de calidad profesional y de evaluación establecidos en esta ley de acuerdo con los siguientes principios: libertad de prescripción, atendiendo a las exigencias del conocimiento científico y a la observancia de la ley”.
La propia jurisprudencia del Tribunal Supremo (STS 29/05/2001 Sala de lo Contencioso Administrativo), afirma que “no se puede imponer al médico una determinada forma de actuación o de ejercicio profesional, desde el momento en que usando de su ciencia y prudencia puede actuar como estime conveniente, incluso aunque no coincida en su solución con otro u otros facultativos”.
En la misma línea doctrinal la STS 8/02/2006 Sala de lo Civil estima que “el médico en su ejercicio profesional es libre para escoger la solución más beneficiosa para el bienestar del paciente, poniendo a su alcance los recursos que le parezcan más eficaces al caso que deba tratar, siempre y cuando sean generalmente aceptados por la ciencia médica o susceptibles de discusión científica, de acuerdo con los riesgos inherentes al acto médico que practica, que tiene como destinatario la vida, la integridad humana y la preservación de la salud. El Médico es por tanto el encargado de señalar el tratamiento individualizado en función de la respuesta del paciente y de prescribir el uso o consumo de un medicamento y de su control, proporcionándole una adecuada información sobre su utilización”.
Según la “Encuesta de la Organización Médica Colegial (OMC) sobre los factores que intervienen en la calidad de la prescripción médica en España”10, realizada entre los meses de enero a julio del año 2004, el 74% de los médicos españoles consideraba que ejercía la medicina en un contexto de mucha o bastante libertad de prescripción.
Por el contrario, algo más de una cuarta parte de los facultativos españoles creía, de forma genérica, que su libertad de prescripción era poca o nula.
Todo lo manifestado y expuesto hasta el momento constituye la denominada ética de la prescripción, que desde SEMERGEN defendemos como una de las directrices básicas del profesionalismo (conjunto de valores, actitudes y comportamientos orientados al servicio del paciente y de la sociedad antes que en beneficio propio) que caracteriza nuestra visión de la ciencia médica como verdadera vocación plagada de retos, sacrificios y carencias.
La libertad de prescripción raíz de esta ética, y de la propia autonomía del facultativo, queda vinculada a la misma responsabilidad profesional (condición de ser responsable, de responder por las consecuencias de nuestros actos; de satisfacer el perjuicio causado cuando así lo exija la naturaleza de una obligación), lo cual supone que la aplicación de un medio terapéutico o diagnóstico debe ir precedida de una consideración de su validez científica, su idoneidad para un paciente determinado y su eficiencia11.
El médico asume los resultados de la atención prestada al paciente, por lo que la selección de las medidas diagnósticas y terapéuticas a aplicar no puede ni debe dejar de estar bajo su control en cuanto al referido estudio previo12.
No se trata de un comportamiento caprichoso ni de una muestra de arrogancia, sino de la aptitud para escoger, con ciencia y en conciencia, lo que se juzgue mejor para servir al paciente, en relación a las condiciones particulares de tiempo, persona y lugar (lex artis ad hoc).
Esta libertad no es por lo tanto en absoluto ilimitada; el facultativo como depositario que es de un bien público (la Sanidad) deberá utilizarlo de la mejor manera posible13.
Sin independencia de que para atender a los pacientes que se confían a sus cuidados y en concreto para establecer diagnósticos y prescribir tratamientos, no puede exigirse responsabilidad, resultando del todo contradictorio que un médico pueda desarrollar su labor asistencial ética y responsablemente, al tiempo que se le limita parte de su capacidad de decisión por factores tan variados como las medidas económicas de gasto sanitario, las injustificadas demandas de los usuarios o los propios incentivos monetarios.
Volviendo a aquella encuesta de la OMC sobre los factores que intervienen en la calidad de la prescripción médica en España, se estima que el 94% de los médicos considera que la calidad se relaciona más con la experiencia y el desarrollo profesional que con la existencia de incentivos directos por parte de las instituciones sanitarias.
El 60% de los facultativos cree que la existencia de incentivos en función de la consecución de ahorros en el gasto no es aceptable, y un 80% estima que dichos incentivos tienen un impacto poco o nada positivo sobre la calidad de su prescripción.
Esta libertad de actuación sanitaria es además de un derecho, un verdadero deber ético: el principal compromiso del médico hacia sus pacientes impuesto por la lealtad debida a éstos, y como tal quedó ya recogido en la Declaración de Nuremberg sobre la práctica de la profesión en los países comunitarios (artículo 57-3 del Tratado de Roma) del Comité Permanente de Médicos Europeos (CPME): “A todos debe garantizarse que el médico que consulten goza de total independencia tanto en el plano moral como en el técnico y que es libre en la elección del tratamiento”14.
En idéntico sentido se pronuncia la Declaración de Lisboa de la Asociación Médica Mundial sobre los derechos de los pacientes, al considerar en su principio 1.b (derecho a la atención médica de buena calidad) que “Todo paciente tiene derecho a ser atendido por un Médico que él sepa que tiene libertad para dar una opinión clínica y ética, sin ninguna interferencia exterior”15.
Es decir, la libertad de prescripción es también un derecho del paciente en lo tocante a ser tratado por médicos que tomen sus decisiones clínicas de manera autónoma sin interacciones externas16.
Derecho íntimamente relacionado con el referente a acceder a las prestaciones sanitarias en condiciones de igualdad efectiva.
Cuestión esta recogida en la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud; artículo 2.a: “Son principios que informan esta Ley: la prestación de los servicios a los usuarios del Sistema Nacional de Salud en condiciones de igualdad efectiva y calidad”.
Destacamos a este respecto el Auto de 8 de Mayo de 2001 del Juzgado de Vigilancia Penitenciaria n.o 2 de Madrid: “se considera vulnerado dicho principio, al indicarse un tratamiento farmacológico a un enfermo preso por razones exclusivamente economicistas, con carácter obligatorio y excluyente de otros fármacos mejores, por entender que es contrario al ordenamiento jurídico al suponer una discriminación del enfermo en cuanto preso, frente al enfermo en libertad”.
Correspondencia: A. Hidalgo-Carballal. Correo electrónico: hidalgocarballal@yahoo.es
Recibido el 23-11-2008; aceptado para su publicación el 28-11-2008.