¿CUANTAS VECES HEMOS SENTIDO LA AMARGURA DEL AISLAMIENTO Y LA VIVENCIA DE UNA SOLEDAD IMPUESTA?
Nuestros pacientes enfermos las viven a diario, muy especialmente los ancianos. El sufrimiento y la impotencia que producen estas vivencias se ven contrarrestados ejercitando un buen acompañamiento.
Este ejercicio implica: tiempo, empatía, saber escuchar, respeto y una presencia intensa, aunque no menos silenciosa; resumiendo, es el arte del saber estar ahí.
Para llegar a ello contamos con una amplia riqueza de recursos internos que nos permiten movernos con destreza en el cambiante mundo de las emociones.
Uno de esos recursos es la introspección, bucear en nuestro interior para lograr ser "el observador de uno mismo". Ello conlleva dedicarse un tiempo para saberse escuchar y reposar de todas las vivencias que empantanan nuestra vida cotidiana.
El descubrir y practicar estos recursos es lo que nos habilita para abrir las puertas al entendimiento, facilitando nuestro proceso de crecimiento y maduración.
Oportunidades para ello se nos presentan a diario si sabemos verlas y aprovecharlas en su justo momento.
Una de esas oportunidades aconteció en mi etapa de residente en el hospital. Allí vivencié mi primera experiencia de acompañar en su despedida de este mundo a una anciana que agonizaba en una cama de la Unidad de Vigilancia Intensiva (UVI). Para el personal de esta Unidad la situación era bastante ingrata, en el ambiente flotaba cierta tirantez y en la mente de todos estaba el "puro que nos habían colado".
¿Qué hacía una "abuela" con problemas tan crónicos muriéndose desde hacía varios días en una unidad de agudos? ¿Era la consecuencia de un error diagnóstico, administrativo o burocrático? Para casi todos estaba claro que aquel no era su sitio.
En la UVI se lucha por sacar adelante pacientes, se lucha contra la muerte, y esta anciana no tenía ninguna posibilidad de éxito terapéutico cuando ingresó allí.
Aquella mañana al pasar sala con los adjuntos me llamó la atención la agitación que presentaba esta paciente y pregunté a uno de ellos qué le ocurría, y me contestó: se está muriendo, ¿quieres acompañarla?, eso también es Medicina.
Estas palabras y la consecuencia de las mismas, que fue mi aceptación del reto, serían el desencadenante de una de las vivencias más enriquecedoras de mi carrera.
Cuando me acerqué a su cama me llamaron la atención los monitores, alarmas y vías que tenía. Así que me puse manos a la obra, quería controlar todas sus constantes vitales. En uno de los monitores se observaba su pulso, que cada vez era más lento.
La respiración agitada poco a poco fue siendo más pausada por la sedación.
Las ondas del electrocardiógrafo se iban desvaneciendo; parecía que en cualquier momento no iba a aparecer la siguiente.
La tensión arterial era imperceptible.
No quería que se me pasara ningún dato clínico ni farmacológico. Apliqué mis conocimientos técnicos, herencia de mi educación en la facultad de medicina y de las grandes sentadas frente al Harrison.
Me pregunté: ¿qué más tenía que hacer para acompañarla? Empecé a sentirme impotente y frustrada, en esa situación terminal de agonía de poco servían mis esfuerzos clínicos. Ahora entendía por qué esta anciana estaba tan sola, y por qué ponía nervioso al personal. Nadie quería cargar con semejante "puro" diagnosticado ya de "abueloma".
Permanecía en mi empeño de seguir a su lado y me di cuenta de que la técnica a usar debía ser diferente, no una acción intervencionista demasiado activa.
Aprendí a "saber estar ahí", de una forma silenciosa, pero intensa; intentaba sintonizar, intuir sus sentimientos, quería escucharlos aunque ella no respondiese a estímulos.
La anciana permanecía en su mismo estado, parecía que se resistía y la agonía era inacabable.
Caí en la cuenta de que al otro lado del cristal sus familiares estaban expectantes y ansiosos. Comprendí que quizás a ambos les gustaría despedirse. Mis compañeras de enfermería facilitaron el que fuesen posibles unos minutos de intimidad. Antes, por supuesto, el médico adjunto y yo asesoramos a los familiares para que el encuentro fuese lo más sereno posible.
La anciana suavemente expiró a los pocos minutos de haberse despedido. Quizás era lo único que necesitaba para sentirse totalmente confortable y poder "marcharse" de una forma apacible y tranquila.
¿Quién dijo que aquella UVI no era el sitio más indicado para esta paciente? Para mí y para algunos de los profesionales que estábamos allí esta anciana se encontraba en el sitio y momento apropiados para enseñarnos la gran lección del "saber estar ahí".
Al iniciar la práctica de este "arte", probablemente presentemos resistencias internas y la primera tentación sería la de salir corriendo.
La resistencia más importante y primaria que puede surgir en los profesionales es la de que nuestra implicación con el enfermo nos llevaría a un desgaste emocional del que muy a menudo se pretende huir.
Otra resistencia, y en contraposición elemento necesario para la práctica del saber estar ahí, es la falta de tiempo, realmente muy valioso para todos nosotros. Sería conveniente preguntarnos hasta qué punto utilizamos la escasez de tiempo como excusa para no implicarnos. Con esta actitud, en vez de progresar estaríamos dando un paso atrás, que debilitaría nuestro crecimiento profesional y personal.
Venciendo estas resistencias primarias conseguiríamos grandes ventajas:
La comunicación con nuestros pacientes sería mucho más fluida y abierta, aportándonos una mayor información y conocimiento sobre el mundo interior del paciente.
Contribuiríamos a desarrollar en nosotros mismos una especial "sensibilidad" que capta todos los matices sutiles, pero vitales para dar el adecuado apoyo emocional.
Con nuestra implicación conseguiremos una mayor colaboración y responsabilidad por parte de los enfermos en la resolución de sus problemas de salud.
Todo esto da como resultado final la satisfacción de intuir que tanto el médico como el paciente estamos haciendo las cosas bien.
Con este artículo quisiera rendir un pequeño homenaje a la "señora anciana" que se convirtió en un ejemplo viviente de sabiduría para los que quisimos estar cerca de ella.
Agradecer al personal de la UVI su implicación y al médico adjunto la posibilidad de acompañar a esta anciana.
Aprovecho la ocasión para invitaros a recordar una faceta más de vuestra vena artística y completar el saber hacer con el saber estar.