Leo la editorial de Emilio Herrera1, que nos anima a «torcer el cuello al cisne»:
… «nuestra actitud debe retomar la rebeldía, la garra de los valores puros que inspiran la empatía y la entrega por aliviar a cada persona que sufre. Retomar el espíritu de pertenecer a una tribu que lucha por unos principios compartidos. Hemos de empoderar adecuadamente a la nueva generación».
Inicié mi convivencia con enfermos, con el sufrimiento y con la muerte, 30 años atrás al comenzar mi residencia de medicina interna en un hospital universitario de Buenos Aires.
Nuestro entrenamiento era eminentemente técnico, y pronto comprendí que ese no era el espacio para sostener las tormentas emocionales que vivía como médica novata. Nos transmitían que lo importante era diagnosticar y tratar las enfermedades, obtener habilidades diagnósticas y un manejo clínico eficiente. La empatía, la compasión y la humildad eran términos que rara vez se formulaban.
Eso implicaba que los jóvenes médicos pasábamos los días con personas que sufrían y morían y, sin embargo, no recibíamos ninguna formación para hacerle frente.
¿Qué reacciones defensivas se veían con frecuencia en el ámbito hospitalario frente a sensaciones dolorosas abrumadoras?
La más frecuente de las reacciones era el «síndrome tóxico del residente» caracterizado por el cinismo y la insensibilidad2.
Un ejemplo famoso es el de Samuel Shem, médico psiquiatra que publicó «La casa de Dios» en el año 1974. Allí narra lo que descubrió en sus años de residente, y recrea de forma cruel y cínica el funcionamiento de uno de los mejores hospitales norteamericanos. La presión, el miedo, la muerte, los fracasos, que se mezclan con el placer y la vida diaria. Habla de que «si quieres permanecer en el sistema, no puedes mostrar tu corazón» y de «lo duro que es ser auténtico y compasivo a la vez»2,3.
Compasión es una de las 3C, junto con competencia y comunicación; 3C que piden los pacientes a sus médicos4.
Poner énfasis en un modelo que fomente los valores humanitarios es el paradigma a cambiar en la formación del pre y posgrado. Es evidente que se le debe asegurar al médico en formación un conocimiento técnico óptimo, porque uno sin lo otro, no es de utilidad para el paciente ni para la sociedad. Pero siempre con la visión de que los enfermos quieren ser tratados como personas, no como enfermedades y quieren estar seguros de que su médico comprende los aspectos no médicos de su condición.
Hay muchas razones que explican ese declinar de la compasión a lo largo de la formación y de la práctica de un profesional de la medicina, y una de las razones principales es la educación que promueve la objetividad clínica, dándole todo el protagonismo a los aspectos técnicos y defensivos en desmedro de los aspectos humanísticos5.
Otra razón de dicho declinar es el sistema sanitario per se: si el sistema de salud es agobiante, es más fácil focalizar el cuidado médico en el aspecto técnico, que dejarse atrapar por la angustia que rodean a las situaciones límites de los pacientes.
La compasión se define como «un sentimiento de profunda simpatía y pesar por otro que es afectado por un sufrimiento, acompañado por un deseo de aliviar el dolor o eliminar su causa» (Webster 1989) La construcción de una alianza terapéutica incluye confianza del paciente hacia su médico y estos sentimientos están relacionados con el grado en que el médico utiliza y expresa empatía y compasión. Compasión no es sentir lástima, es una forma de sensibilidad acompañada de consciencia, atención y motivación. Hacer algo requiere «compromiso, coraje y sabiduría»6.
El pasado año, recibí una carta de la hija de Ramón, un enfermo que murió en la unidad de cuidados paliativos. En ella explicaba lo que su padre pedía de un médico: «Si tuviera que describirlo en una frase, diría que quiero que mi médico sea un buen médico y un médico bueno».