“(…) y así, del poco dormir y del mucho leer se le seco el celebro de manera, que vino a perder el juicio1.”
En 1979, Magherini observó entre los turistas que acudían a Florencia una reacción psicosomática tras contemplar obras de arte de una extraordinaria belleza en la galería Uffizi. Al conjunto de síntomas característicos (taquicardia, confusión y alucinaciones) definió la psiquiatra italiana posteriormente como síndrome de Stendhal2, en honor al escritor francés de Nápoles y Florencia: una excursión desde Milán al Regio, el cual había descrito estas mismas sensaciones al visitar la Basílica florentina de la Santa Cruz. Parecido sobrecogimiento sería expuesto años más tarde por el novelista ruso Fiódor M. Dostoyevski en El Idiota, partiendo de su propia experiencia al hallarse frente al Cristo Muerto de Holbein en un museo de Basilea3.
Bajo la influencia de esta idea, en 2008 propusimos el término síndrome de don Quijote4 para designar aquellas transformaciones neuropsicológicas y/o cambios de comportamiento asociados con la lectura de una obra literaria, en honor al personaje de Cervantes, a quien la desaforada lectura de libros de caballería y de mitología grecorromana condujeron a un estado de enajenación mental merced al cual mudó su original identidad de Alonso Quijano por la del caballero don Quijote de La Mancha, persuadiendo a un labrador vecino suyo para que le acompañara en busca de aventuras, prometiéndole una ínsula en logrando su objetivo con el firme propósito de socorrer a los menesterosos del mundo y ganar fama eterna gracias a sus hazañas (fig. 1).
De acuerdo con esta definición, el síndrome de don Quijote puede variar en intensidad: desde el mero gozo provocado por una lectura dada, hasta una interpretación delirante provocada por la misma. Así, en sus formas leves, el lector referirá “un antes y un después”, careciendo sin embargo de repercusiones evidentes sobre su comportamiento. En sus formas moderadas, se apreciarán ya cambios conductuales en directa relación con dicha lectura, semejantes a los observados en algunos estudiantes de medicina que imaginan padecer aquellas enfermedades que han estudiado5. En sus formas graves, el lector sufrirá un trastorno de la percepción de lo real. Ejemplos extremos de tales casos serían el lector que asesinó a John Lennon inspirándose en el clásico de J. D. Salinger, El guardián entre el centeno, pasando por los suicidios relacionados con la lectura del Werther de Goethe, hasta llegar a las macabras interpretaciones fundamentalistas supuestamente inspiradas por La Biblia o, más contemporáneamente, El Corán (Nueva York, 2001; Madrid, 2004; Londres, 2005).
Sin embargo, idealmente un síndrome de don Quijote deberá caracterizarse por un delirio de intención noble; algo próximo a lo que el citado Salinger define como una paranoia al revés, esto es la creencia de que existe una conspiración para hacerle a uno feliz6. O, al menos, apartarse del viejo dicho popular “piensa mal y acertarás”, para dignamente enaltecer nuestro lado más altruista.
En el ámbito de las neurociencias, la obra ensayística para-científica de Cajal resulta pródiga en referencias al Quijote. En El mundo visto a los ochenta años, nuestro Cervantes de las ciencias alude a su trascendencia, proclamando igualmente su excelsitud, así como su gran capacidad de sugestión sobre el lector7. Retrospectivamente, el Quijote ha sido sometido a diversas interpretaciones médico–psiquiátricas, incluyendo una reciente revisión desde un punto de vista neurológico8. Podría argumentarse, en un lenguaje asimismo actualizado, que el de don Quijote es un delirio encapsulado, referido sólo a aquello concerniente y que atañe exclusivamente a todo lo que toca con la andante caballería. O que se trata simplemente de una reacción normal de alguien normal frente a un mundo anormal. Para Ortega y Gasset el problema no queda resuelto con declarar demente a don Quijote, y se refiere a la obra de Cervantes como “libro máximo” y “selva ideal”9. En cualquiera de los casos, nadie mejor que Cervantes para describir (también desde un punto de vista clínico), por boca de otro de los personajes, al protagonista de su novela: “(...) él es un loco bizarro (...) No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos1”.
Por otra parte, entre los escritores influenciados por esta vertiente médico-literaria cervantina, el mismo Shakespeare tituló uno de sus dramas perdidos La Historia de Cardenio basándose en la sub-trama quijotesca de el Roto, cuya enajenación sucedió a un desengaño amoroso. Asimismo el Quijote sirvió como principal fuente de inspiración en la construcción del protagonista epiléptico de el Idiota, considerando además el propio Dostoyevski a el Quijote como la creación más grande que ha dado el genio humano y su más profunda expresión del pensamiento10.
Pero acaso la mayor de las ironías de el Quijote Biblia Española (de acuerdo con Unamuno) sea la reconversión final de don Quijote en Alonso Quijano el Bueno. Recobrada la cordura, el hidalgo manchego esgrime un refrán (probablemente contagiado de su larga relación con Sancho Panza), por el que pretende disculparse y convencer a familiares y amigos del error de haberse proclamado el caballero don Quijote de La Mancha: “(…) vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño1”. Y tal vez sea este lúcido ejercicio de autocrítica y desdén manifestado hacia los libros de caballería, su ausencia de dogmatismo y el profundo humanismo destilado por cada capítulo de su historia, lo que hagan del Quijote el mejor ejemplo de un posible síndrome de Don Quijote, en el sentido de transformar a sus lectores en mejores personas.
PresentacionesEl presente trabajo, ampliado a partir una encuesta llevada a cabo en el contexto del reciente discurso de ingreso en la Asociación Española de Médicos Escritores y Artistas (ASEMEYA), ha sido presentado al XIV congreso de la EFNS celebrado entre los días 25 y 28 de septiembre en Ginebra.