A finales de 2005 tuvimos la oportunidad de aprender de un paciente esquizofrénico que vivió loco y murió cuerdo.
Tenía 44 años. Soltero y sin hijos, residía en un hospital psiquiátrico desde hacía 7 años. Su desarrollo psicomotor fue normal. A los 16 años dejó los estudios para trabajar como mecánico de coches. Siempre fue un hombre extraño y solitario. Hizo el servicio militar sin problemas conocidos pero, al regresar, su comportamiento se tornó cada vez más excéntrico. A esto se añadió un consumo abusivo de alcohol, tabaquismo y conductas agresivas hacia sus padres, con quienes vivía. A los 30 años fue diagnosticado de esquizofrenia paranoide, pero su adherencia al tratamiento nunca fue buena.
Su primer ingreso psiquiátrico tuvo lugar a los 36 años. Fue entonces cuando se le diagnosticó una diabetes mellitus. El 1998 tuvo un nuevo ingreso psiquiátrico de media estancia, pero tras el alta, continuaron los problemas conductuales, los delirios, las amenazas, perdió definitivamente el trabajo y se decidió un ingreso de larga estancia en 1999, a la edad de 39 años.
Los primeros años fueron los más difíciles. Aislado del resto, casi autista, hablaba solo continuamente, no atendía a explicaciones y con frecuencia se mostraba hostil. No participaba en las actividades terapéuticas del hospital ni tenía salidas fuera del recinto. El fallecimiento de sus padres no pareció afectar a su estado de ánimo. Todos los días pasaba horas y horas circundando el mismo árbol del jardín, en cuyo alrededor, paso a paso, labró un pequeño sendero donde la hierba dejó de crecer.
Su discurso era disgregado e incoherente. No era posible mantener una conversación lógica con él. Tenía sintomatología psicótica productiva y la medicación antipsicótica, aunque le mantenía sedado, no consiguió reducir el núcleo delirante de su discurso. Tenía pensamiento mágico, delirios de perjuicio, de referencia y megalomaníacos. También se documentaron fenómenos de bloqueo y robo del pensamiento. Su medicación crónica era la siguiente: risperidona, 3mg dos veces al día; lormetazepam, 2mg en caso de insomnio; y metformina, 850mg dos veces al día.
Con los años, desarrolló un manifiesto deterioro físico. Salvo las infinitas vueltas a su árbol preferido, no hacía otro tipo de ejercicio, fumaba continuamente y era ajeno al precario control de su diabetes, que comenzó a complicarse con heridas e infecciones en los dedos de los pies. Después llegó la gangrena; primero de un pie, luego de la pierna, después del otro pie y finalmente de la otra pierna, siendo sometido a sucesivas y ascendentes amputaciones que le dejaron postrado en una silla de ruedas con dos muñones a la altura de las ingles.
Tras la última amputación, sufrió un cambio inesperado. Dejó de fumar, conversaba con los otros pacientes como nunca había hecho, miraba a los ojos cuando se dirigía a alguien, estaba triste y se lamentaba con frases como: “Para vivir así…”, “Vaya con la que me ha tocado…” y “¿Para qué vivir?” Los últimos cuatro días de su vida los pasó sumido en una profunda melancolía y sin delirio alguno. De pronto, observó que se sentía mal, que le dolía el abdomen y que no podía comer. Al día siguiente falleció a causa de un infarto mesentérico.
A don Quijote (fig. 1) le pasó algo comparable. Al final del libro (2ª parte, Cap. 74)1, “se le arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama”, recobró la cordura y renunció a su condición de andante caballero: “–Señores –dijo don Quijote–, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano”.
Antonio Saura. Dibujo dedicado a Eulalio Ferrer (2008). Figura reproducida con permiso2.
Alonso Quijano, otrora don Quijote, falleció tres días después.
Una de las cuestiones que más interés ha suscitado en la obra de Cervantes es por qué don Quijote murió cuerdo cuando vivió loco. Hay varias explicaciones. En las últimas páginas del libro, en efecto, don Quijote sufre unas fiebres y, tras un profundo sueño, despierta renegando de su condición de caballero andante y de los libros de caballerías. La decisión de Cervantes de enterrar a su personaje pudo deberse a la necesidad de impedir al autor o autores apócrifos editar un nuevo libro. Por otro lado, Cervantes veía cerca su final; cargado de problemas, pesares y deudas, y, sobre todo, enfermo, quizás optase por terminar con su protagonista y su obra maestra (31 de octubre de 1615) como proyección de su propio adiós (22 de abril de 1616). Otra posible explicación de la cordura final de don Quijote es que, en la medicina de entonces, se pensaba que cuando un loco recuperaba la cordura, su muerte estaba cerca, hecho que pudo conocer Cervantes y que utilizó como un canto del cisne, una coda sin da capo de la vida del ya cuerdo pero loco en el recuerdo, Alonso Quijano el Bueno3.
Proponemos que el epónimo “síndrome de Alonso Quijano” sea aplicado a aquellos enfermos que mejoran e incluso parecen sanar tan inesperada y fugazmente de su principal dolencia como presto les llega la muerte. Las enfermeras, siempre más cercanas a los pacientes, lo conocen bien; pregúntenles.