Hemos leído con atención la interesante revisión de Álvaro sobre la competencia en demencia publicada en Neurología1, que se inicia con una aproximación a la filosofía y la legislación sobre el consentimiento informado (CI), en la que se alerta sobre el riesgo de que este supla aspectos fundamentales de la interacción médico-paciente y se entienda como un simple elemento «legal».
La obligatoriedad del CI del paciente como norma general ha sido valorada como una posible interferencia en la rutina clínica desde sus inicios hasta la actualidad, habiéndose destacado, por ejemplo, las dificultades que representa para la investigación en sujetos con demencia2,3. Sin embargo, Lidz, Appelbaum y Meisel ya señalaban en 1988 que el problema podía no ser la doctrina, sino la manera en que habitualmente se implementa2. Los cambios sociales preceden a los legislativos y desde los años noventa disponemos de leyes en comunidades autónomas como Canarias (11/1994), Andalucía (2/1998) y Cataluña (21/2000) que contemplan el consentimiento informado, culminando en la promulgación de la Ley 41/2002, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica4. Todas ellas persiguen dar respuesta a una problemática existente en la sociedad y así lo especifican en su exposición de motivos.
Cabe subrayar que la necesidad de establecer un marco normativo en las relaciones clínico-asistenciales persiste. Aspectos concretos de indudable interés en el campo de las demencias, como el uso de sujeciones físicas y farmacológicas, presentan aún a día de hoy una importante heterogeneidad, tanto en su prevalencia como en su procedimiento de aplicación5. La inquietud de la sociedad y los profesionales al respecto queda patente en la celebración de jornadas y elaboración de documentos de revisión y consenso por instituciones como el Colegio Oficial de Médicos de Barcelona (COMB)5 y continúa impulsando el desarrollo de legislación en nuestro entorno, como el Decreto Foral 221/2011, de 28 de septiembre, para el ámbito de los Servicios Sociales Residenciales de la Comunidad Foral de Navarra6. Esfuerzos legislativos como este, si bien pueden suponer un esfuerzo específico para los profesionales y aplicarse desde la perspectiva de la medicina defensiva en determinados casos, es de esperar que supongan modificaciones en la práctica clínica que redunden en beneficios para la seguridad del paciente y el respeto a sus derechos.
Sin olvidar la complejidad terminológica y conceptual de la palabra «competencia»7, el concepto de capacidad es una pieza clave en el ejercicio actual de la medicina. La necesidad de formación en la evaluación de la capacidad para todos los profesionales que trabajen con pacientes de edad avanzada ha sido repetidamente subrayada a nivel internacional8. Por ello, nos gustaría resaltar la contribución del artículo de Álvaro a la difusión de información de relevancia en la materia y a la homogeneización y estructuración de las exploraciones relacionadas con las competencias en demencia, especialmente en relación con la creciente importancia que se otorga a las evaluaciones actuariales9, en línea con el documento Sitges10.
La capacidad, tal y como se señala en el artículo de Álvaro, implica las funciones psíquicas superiores en su conjunto y su evaluación resulta en extremo compleja1, más aún si nos centramos en la capacidad jurídica (también abordada por la revisión). El legislador ha establecido la obligatoriedad de acordar el dictamen médico previo a la decisión sobre la incapacitación (artículo 759 de la Ley de Enjuiciamiento Civil11). En línea con los beneficios del abordaje multidisciplinar descritos en la literatura12, nos mostramos a favor de la incuestionable importancia de los especialistas en neurología en los casos de demencias1, así como la de otros profesionales, como psiquiatras o psicólogos. La práctica del médico forense, al que la ley otorga la función de asistencia técnica a juzgados, tribunales, fiscalías y oficinas del Registro Civil13, deberá tener en consideración la información de todos estos profesionales, así como toda aquella a la que por su cargo tenga acceso y la que obtenga de su exploración directa del presunto incapaz en su labor de asistir al juez.
En línea con la multiplicidad de informaciones que debe valorarse, Moye y Marson (2009)8 califican la evaluación de la capacidad como un área emergente en la práctica y la investigación, y concluyen que resultan necesarios estudios sobre la relación entre los modelos clínicos y legales de capacidad y la relación entre evaluación clínica y decisiones jurídicas. El objetivo de la valoración es ajustarse a las necesidades individuales del sujeto, identificando su necesidad de protección y manteniendo sus derechos en las áreas preservadas. En el contexto actual, tendente a evitar la incapacitación total, limitando la protección a las áreas con necesidades, resulta obligada una intensa colaboración interdisciplinar entre profesionales clínicos y del ámbito judicial, los generadores de políticas sociales y legisladores para abordar con éxito el binomio autonomía/protección. En esta línea de actuación, las iniciativas de colaboración están proliferando gratamente en nuestro entorno. Así, el documento Sitges10 ha resultado el punto de partida para el Observatorio sobre la Salud cognitiva, Autonomía y Competencia (OBSCAC), fruto de la colaboración entre la Sociedad Española de Neurología, el Consejo General del Poder Judicial, el COMB, la Fundación ACE del Institut Català de Neurociències Aplicades y la Obra Social de Catalunya Caixa14.
El abordaje de esta materia en la revista Neurología refleja el interés actual de los profesionales de esta especialidad por proporcionar una atención integral y de calidad a los pacientes que asisten y contribuye a los esfuerzos actuales de difusión de la cultura del respecto de los derechos de los pacientes.