Edward Said, uno de los fundadores de los estudios poscoloniales, señalaba ya en su libro Orientalismo (1978), que las interpretaciones en Occidente del mundo oriental y, fundamentalmente, de lo que de manera genérica denominamos “árabes”, agrupadas bajo el nombre de orientalismo, eran sobre todo un ejercicio de fuerza cultural y no una ciencia sobre Oriente que pudiera ser enmarcada en un aula, un libro o un manual. El orientalismo era así — y lo sigue siendo casi cuarenta años después de publicado dicho libro— un conjunto de represiones y limitaciones mentales más que una doctrina positiva que explique la cultura del Oriente. Pero lo importante a comprender es que estas nociones que pasan por representaciones “científicas” han influido tanto la visión de Occidente sobre Oriente como la de los mismos orientales sobre sí mismos. Se trata, a fin de cuentas, de una visión política sobre la realidad cuya estructura acentuaba —y acentúa— la diferencia entre lo familiar y lo extraño.
Es ésta una visión política que busca la creación de una geografía imaginaria y de “orientalizar” lo oriental. Es, pues, un campo de conocimiento definido políticamente y no de manera científica. Campo lleno de prejuicios que busca además reducir las visiones de un mundo complejo y muy variado desde un punto de vista y una referencia espacial eurocéntrica. Lo demuestra el hecho de que a nadie se le ocurriría crear un campo de conocimiento similar llamado “occidentalismo” (Martínez Assad 2013, 58, 62, 75).
Valga esta breve introducción como preámbulo al libro que nos ocupa, el último del Dr. Carlos Martínez Assad, cuya obra incluye copiosos libros históricos, artículos y novelas, los cuales he leído con atención en los últimos veinte años.
Se trata de un libro enjundioso en intención y extensión, en forma y fondo. Un libro en trece partes o capítulos distribuidos en cuatrocientas cuarenta páginas casi a renglón seguido. Su intención queda resumida en el subtítulo “El regreso de los árabes a la historia”. Esta intención, por supuesto, constituye muchas intenciones a la vez. Los árabes regresan a la historia porque ahora son vistos desde Occidente como actores y no como sujetos pasivos—lo que nunca han sido— de sus propios destinos nacionales y regionales.
Los árabes también regresan a la historia porque esta historia es cada vez más colectiva y menos eurocéntrica, en gran medida gracias al impacto y extensión de los medios de comunicación y de las redes sociales, como lo demuestra el uso de éstos en la Primavera Árabe. Es decir, que lo local regresa al protagonismo histórico gracias a lo global. Pero además, los árabes también regresan a la Historia con mayúsculas, a la disciplina científica como tal, pues el libro busca develar las cortinas eurocéntricas que, a manera de telones de teatro superpuestos, se han construido desde una lógica colonialista para simplificar, empobrecer y satanizar la compleja realidad de los mundos árabes desde el Renacimiento hasta el siglo xxi. Tal parece que la historia de los árabes y musulmanes, vista desde el Occidente cristiano, ha sido una larga serie de escenografías dibujadas sobre telones que se van cambiando conforme envejecen para justificar una permanente intención colonial, las guerras y la expoliación de los recursos, desde las Cruzadas hasta las actuales guerras de Iraq y Siria.
Libros como éste son raros no sólo en México sino también en América Latina, ya no digamos entre los historiadores, siempre preocupados por el propio país, sino incluso entre nuestros internacionalistas y científicos políticos que al cruzar las fronteras se preocupan sobre todo de nuestras relaciones con América del Norte y ocasionalmente con América Latina. Los Cuatro Puntos Orientales se ocupa con claridad del mundo árabe desde el mundo árabe, lo reflexiona desde dentro, en sus raíces, su cultura, su historia y su realidad social y política. El libro arranca con una reflexión sobre el tiempo, señalando que el tiempo de la cultura islámica es diferente al de la tradición judeocristiana, desde que comienza en el año 622 de la era cristiana con la huida de Mahoma de La Meca y Medina. En el tiempo islámico no existen nuestros milenios y, como dice el autor, la celebración del milenio es la exageración de la cultura judeocristiana que se afana en ver hacia adelante, dejando atrás el pasado. Así pues, para musulmanes, judíos, budistas o indios americanos, los milenios no significan el fin de la historia ni el triunfo del capitalismo occidental, que sólo terminó en la mente de Francis Fukuyama; por eso las décadas recientes de historia árabe que condensa el libro muestran un presente que sería incomprensible sin la larga duración.
En el siglo xxi Oriente está en todas partes, y si bien los cuatro puntos cardinales, como podemos leer en cualquier diccionario, se definen en esencia etimológica por la palabra latina “cardo” (la calle que iba de Norte a Sur en las ciudades romanas), los cuatro puntos orientales los acompañan y apuntan a la presencia de Oriente en todas las direcciones de la cultura global de ese siglo. Este libro aporta la evidencia de que la última década ha vuelto a poner a los países árabes en el centro del mapa mundial y los ha regresado a la Historia. Quizás el rasgo más difícil y desgarrador de su retorno es el que se puede observar desde la política, la guerra y la violencia, centralizadas por los atentados del 11 de septiembre a las torres gemelas de Nueva York, la persecución maniquea de Osama Bin Laden y las guerras en Iráq y Afganistán por el control del petróleo y los recursos estratégicos de la región.
Al igual que los cuatro puntos orientales, son cuatro los temas que articulan los primeros ocho capítulos del libro si los leemos de manera transversal. Los primeros dos son la guerra y la política, entre los cuales se establece un eje en torno al cual gira el análisis de la guerra de la intolerancia en Iraq, sostenida con las mentiras reiteradas del régimen de George W. Bush, el trasfondo de la guerra de Israel contra los Palestinos y la incierta y contradictoria situación actual del régimen sirio, donde se observa la lucha entre una dictadura republicana y laica contra la promesa de otra dictadura islámica. Como todos sabemos, la venganza por el ataque a las torres gemelas y el pretexto de la búsqueda de Osama Bin Laden y el Al-Qaeda provocaron el bombardeo, la invasión y una guerra sostenida en Iraq que ha dejado al país en ruinas y en virtual estado de guerra civil, además de dejar al mundo árabe en crisis. El libro muestra con claridad que el verdadero trasfondo de la invasión fue el petróleo y que el peor y más insostenible pretexto que pudieron encontrar fue Bin Laden, más enemigo que amigo de Hussein y del régimen Iraquí. El efecto perverso, al igual que antes en Irán, fue el de acabar con una república laica y abrir el paso al fundamentalismo islamista, contra el que muchas de las fuerzas modernizadoras del mundo árabe habían luchado a lo largo del siglo xx, desde los logros iniciales del régimen de Atartuk en Turquía. Punto a favor para Estados Unidos y las potencias europeas que indirectamente han logrado —por el momento— un mayor control de los abastecimientos petroleros, pero punto en contra a mediano y largo plazo por abrir la puerta y empoderar a los movimientos musulmanes fundamentalistas que promueven una guerra santa, ofensiva o defensiva, contra Occidente. Fundamentalismo que, como bien muestran la violencia y la sangre, está haciendo más daño en el mismo Oriente que en Occidente.
Dentro de este eje de política y de guerras, el libro toca con puntualidad lo que a manera de eufemismo no deja de llamarse “el problema” palestino, desde que comenzó con la creación del Estado de Israel recién terminada la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad, en que la onu le ha otorgado reconocimiento internacional a Palestina en 2011 y 2012, aunque en un ambiguo punto entre Nación y Estado. La escisión del movimiento nacionalista palestino y los enfrentamientos entre Hamas y Fatah también ocupan al autor, que busca clarificar el entreveramiento entre los intereses políticos y religiosos que subyacen a los grupos internos de poder dentro del movimiento palestino. Hace lo propio también con el caso de Líbano, donde han actuado los grupos guerrilleros palestinos además de los propios, como el movimiento de Hezbolá, la falange cristiana, las milicias de Gemayél y las fuerzas políticas sostenidas por la vecina Siria. Pocas historias de violencia y guerras tan confusas hay como las que se pueden observar en Líbano desde la década de 1970, pues todos estos grupos que se enfrentan a Israel y a Estados Unidos también se encuentran enfrentados entre sí por principios religiosos o por la simple búsqueda del poder. El hecho es que su debilidad y su división apuntalan la presencia de los intereses occidentales y locales, del propio Estado judío, en la región árabe.
Los otros dos puntos que establecen un eje transversal a lo largo de estos ocho capítulos son los de la migración y la identidad. En efecto, como es bien sabido, desde antes de la desintegración formal del Imperio Otomano después de la Primera Guerra Mundial para reducirse a la actual Turquía, toda la región de la que se ocupa el libro era conocida como la Gran Siria, parte del Máshreq, deformación castellanizada de la palabra árabe Al-Mashriq, lugar por donde sale el sol o Levante. Los actuales Siria, Líbano, Palestina e Israel eran parte de él. Las luchas nacionalistas de los cristianos libaneses, los intentos de recuperar la autoridad del Sultán de Damasco y las reivindicaciones étnicas, religiosas y territoriales de los diversos grupos como chiítas, sunitas, maronitas y drusos, y en lo que entonces era territorio turco, de kurdos y albaneses, generaron una sostenida represión turca que desde fines del siglo xix fue vaciando la región y creando un nuevo sujeto social: el migrante árabe. La creación de las nuevas naciones después de la Segunda Guerra Mundial tendió a retener a la población, pero fue por muy pocos años, pues la creación del Estado de Israel acarreó una situación de guerra regional prolongada, luchas internas y golpes de Estado que se han exacerbado aún más la última década, como podemos observar en las revoluciones de la llamada Primavera Árabe. El corolario, por supuesto, ha sido más migración.
Las oleadas imparables de millones de inmigrantes después de un siglo no sólo no disminuyen sino que son cada vez más intensas y nos llevan de frente al cuarto punto, que es el de la identidad. Si las luchas al interior de los países se dan por —o tomando como pretexto— la identidad religiosa y nacional, por si se es musulmán, chiíta o suunita, por la forma en que se interpreta el Corán, como se considera a Alá, o bien, si se es maronita, ortodoxo, druso o católico, ¿qué queda de ello cuando todos se ven obligados a irse? Ni el nacionalismo ni la religión son inamovibles y dependen mucho de las oportunidades económicas y de las libertades políticas. La mayor aceptación de los migrantes en otros países promueve una mayor transformación y las identidades se mantienen pero van perdiendo su contenido y carga política, funcionales en el país de origen. Incluso las identidades religiosas en países distintos se ven reducidas en la mayor parte de la gente al ámbito confesional. Nunca se deja de ser árabe, claro, ni musulmán ni cristiano, pero las dobles y triples identidades, en especial en la primera y segunda generación, se vuelven cosa común en el mundo globalizado.
Como decía Amin Maalouf en Identidades Asesinas, “la identidad no se nos da de una vez por todas sino que se va construyendo y transformando a lo largo de toda nuestra existencia” (2001, 31). Nada como la migración pone en la balanza la identidad, y en especial la identidad árabe tan politizada y estigmatizada en los imaginarios occidentales, sin considerar que la identidad está integrada por múltiples pertenencias; en distintos países el “nosotros” de mis compatriotas a veces está lleno de gente con la que no tengo nada que ver, mientras que el “ellos” de los receptores puede estar lleno de gente con la que me siento como un igual. Como decía Marc Bloch, “los hombres son más hijos de su tiempo que de sus padres”.
Pero es en la cultura y no en la guerra donde se puede observar la dimensión más profunda y real de Oriente, la universalidad y el nosotros que existe dentro de los otros. En el libro se realiza un breve recorrido por el cine y la música árabe contemporánea como puente entre Oriente y Occidente. Este puente en algunas ocasiones ha sido constructor de identidades engañosas y cómplice del orientalismo, aunque sea de una manera maravillosa como en la ópera Aída, de Verdi, en coautoría con Auguste Mariette; y en otras ocasiones ha sido de entendimiento y en sentido opuesto, como las recientes grabaciones de la música de Mozart en Egipto con instrumentos árabes. El cine árabe, en cambio, destaca por su alto contenido político enfocado en la imposible convivencia y aceptación de los otros, en las migraciones, las guerras y los desencuentros. La esencia del cine árabe queda resumida en el epígrafe de Jean Luc Godard que el autor hace al capítulo “Nuestros días en el cine”: “en 1948 el pueblo judío alcanza la ficción, el palestino el documental”.
La literatura es la manifestación cultural más impactante. No por nada los últimos veinte años han sido las décadas de la literatura árabe con el reconocimiento de escritores tan profundos y talentosos como el egipcio Naguib Mahfuz (El callejón de los milagros), premio Nobel de Literatura 1988; el turco Orhan Pamuk (Me llamo rojo, El libro negro y Estambul. Memorias y la ciudad), Nobel de Literatura 2006; y el libanés Amín Maalouf (León el Africano, Samarcanda, Identidades asesinas, Las cruzadas vistas por los árabes, y más recientemente, Orígenes), Premio Goncourt 1993 y Príncipe de Asturias 2010.
El autor pasa minuciosa revista a la literatura y dedica lo que a mi parecer es uno de los capítulos más hermosos del libro, el de “La narrativa del Oriente occidentalizado entre Maalouf y Pamuk”, donde se recupera a los autores ya citados, al igual que a otros escritores como el kurdo Yaşar Kemal con su famoso personaje de El halcón; el albano Ismail Kadaré (El general del ejército muerto y El Nicho de la vergüenza); el sirio Rafik Schami (Viaje entre la noche y la mañana y Narradores de la noche); o el también libanés Rabih Alameddine con su maravilloso libro El contador de historias.
Estos escritores se han alimentado del dolor, la revuelta, la violencia y el amor que se desprenden de las imposibles, sangrantes y profundas relaciones humanas y sociales que se han dado en estos países desgarrados por más de un siglo de guerras, migraciones, ausencias y desencuentros. Sus libros son los ladrillos con los que se construye con más claridad y fuerza la habitación intelectual donde se refugia la cultura árabe contemporánea. Es en sus novelas donde podemos comprender la universalidad y humanidad de la cultura árabe más allá de sus referentes étnicos y de sus fronteras actuales. La literatura nos acerca a la verdadera esencia del hombre, sea de Oriente u Occidente, y por ello no sólo en este capítulo sino a lo largo de todo el libro, Martínez Assad recurre a los personajes y diálogos de las obras de estos escritores para ejemplificar en pocas palabras la política, la guerra y el conflicto que han asolado y arrasado a las familias de Líbano, Palestina, Siria e Israel, a albanos, kurdos y turcos, ciudadanos todos del mundo.
El mérito final de este extenso libro, si precisara de alguno más, es un llamado a la aceptación de la diversidad y del entendimiento entre culturas. Su visión del mundo árabe nos ofrece no sólo una mejor comprensión del “otro”, sino de uno mismo. Ya Octavio Paz lo había dicho en Piedra de Sol: “Para que pueda ser he de ser otro / Salir de mí, buscarme entre los otros / Los otros que no son si yo no existo / Los otros que me dan plena existencia”.