Buenas tardes. La primavera acaba de comenzar, y espero que eso traiga algo del buen humor que necesitaremos porque vamos a trabajar sobre un tema muy complicado, que es la evaluación de los académicos. Todos los que estamos en esta mesa hemos opinado en diversas ocasiones acerca de ese tema. Recuerdo especialmente la última vez que estuve con el Dr. Eduardo Ibarra, una persona muy querida por todos nosotros; él dijo algo así como “la evaluación llegó para quedarse, y no se va a ir”. Eso quiere decir que hay que ver cómo la podemos modificar, cómo hacer que efectivamente nos sirva.
Sobre la evaluación de los académicos hemos dicho muchas cosas, pero sobre todo hemos hablado de los efectos perversos que tiene; de cómo la evaluación se constituyó en la política central del gobierno de la república en materia de educación superior, y cómo a través de la evaluación se transformó la vida académica de las universidades, particularmente las públicas.
No me voy a detener más porque es un tema que particularmente me representa pasión, pero sí quisiera decir dos cosas: este número de Perfiles Educativos es un volumen especial que surge de una inquietud del Seminario de Educación Superior de la UNAM, en donde hemos tenido presente, sistemáticamente, el problema de la evaluación de los académicos. Hace algunos años se escribió una obra bastante completa que se tituló La academia en jaque,2 en donde participamos todos los miembros del Seminario. Uno de los problemas de la evaluación que abordamos ahí fue el de la desinstitucionalización a las universidades, que después fue retomado por muchos analistas, pero que surgió justamente de la preocupación por la evaluación de los académicos.
Susana garcía salordMe sorprende gratamente que haya venido tanta gente a compartir con nosotros la presentación de este número. Les agradezco mucho su presencia y confío en que al término de las exposiciones podamos tener un espacio de intercambio de pareceres.
Acerca del origen del número quisiera agregar que le dedicamos este número a Eduardo Ibarra porque aparte de ser un queridísimo colega, fue uno de los que de forma más sistemática se ocupó del tema de la evaluación; sin embrago, tengo la impresión de que hemos leído más la crítica que Eduardo hizo a todos estos sistemas, que las ideas que, junto con Luis Porter y Daniel Cazés, propuso para el futuro: es decir, que tenemos más presente el aspecto crítico de su obra que el aspecto propositivo.
El ánimo de la revista, el interés de este número es justamente convocar a descentrar el tema de los efectos de la evaluación, que han sido tan estudiados por muchos colegas. Si ustedes ven los estados del conocimiento del Consejo Mexicano de Investigación Educativa (COMIE), se podrán dar cuenta de que éste es un tema que empezó a cobrar presencia a partir de 1990 y fue profusamente abordado de manera casi permanente. Lo que nos interesaba con el número especial de Perfiles era justamente tomar por un hecho que los resultados de investigación sobre los efectos de la evaluación en estos 30 años son ya no sólo contundentes, sino también reiterativos.
En ese sentido, la propuesta es concentrarnos ya no en lo que ha sucedido, sino en qué es lo que tenemos que hacer, lo que hay que mover para poder cambiar. En el número de Perfiles hay propuestas interesantes que interesa comentar. Por ejemplo, hay un texto de unos colegas argentinos donde plantean cómo en su país se logró mantener la presión por un salario digno, y por consiguiente los estímulos no llegaron a representar, como sucede hoy en México, un porcentaje tan alto respecto del ingreso de los pocos académicos que tienen acceso a esos estímulos. En Argentina lograron impedir que se estableciera una relación orgánica entre la evaluación y la distribución de dinero, sin embargo, muchos de los efectos que encontramos en México ellos los están viendo allá. Ese trabajo advierte que los problemas que trae aparejada la “evaluación” que hoy se desarrolla en el ámbito académico, no están ligados solamente al vínculo perverso entre evaluación y distribución de recursos económicos.
El otro punto que me interesa plantear es que una premisa básica para poder empezar a pensar cambios es reconocer que en estos 30 años no se ha hecho evaluación académica; lo que se nombra hoy como evaluación académica es, en realidad, recuento curricular. En mi opinión, habría que empezar por llamar a las cosas por su verdadero nombre.
En ese sentido quisiera retomar la propuesta que plantea un grupo de colegas de pasar del recuento curricular a la evaluación diagnóstica y formativa, con la cual yo no estaría muy de acuerdo; no soy especialista en evaluación, y no sé muy bien cómo delimitar la cuestión de la evaluación formativa como para poder afirmar, como lo dijo el Dr. Ángel Díaz Barriga en la mesa anterior, que sólo hay cinco textos sobre este tema. He estado indagando sobre una estrategia de organización y de evaluación del trabajo académico que son los portafolios y me he encontrado con una bibliografía muy amplia. Lo que quiero plantear es que habría que ver cómo estamos delimitando la evaluación formativa y la evaluación diagnóstica para poder empezar a pensar un cambio.
Y para cerrar las coordenadas, quisiera plantear que el otro punto para la cuestión del cambio es dejar de pensar en evaluación del desempeño y empezar a pensar en evaluación del trabajo académico. Es decir, no centrar la evaluación en las personas, sino en el trabajo. Por supuesto que el trabajo lo realizan las personas, pero es muy diferente focalizar el interés en lo que se está haciendo y cómo se está haciendo, a centrarse en qué es lo que está haciendo tal o cual investigador en concreto. La convocatoria del número de Perfiles se propone, justamente, provocar este tránsito del recuento curricular a la evaluación diagnóstica y formativa, se la llame como se la llame. Justamente esa es una de las cuestiones que está sobre la mesa: las distintas maneras de nombrar este proceso que tiene el propósito de instaurar la reflexión acerca del trabajo cotidiano. Es decir, volver la mirada y volver el interés hacia el corazón del trabajo académico, que es lo que realizamos todos los días, ya sea de investigación o de docencia.
Entonces, como ya se había dicho, la convocatoria es a pensar cómo podemos cambiar la situación actual de la evaluación de la educación. Y el punto sería pensar qué estamos haciendo los académicos en ese sentido, porque nos situamos como sometidos a una política pública externa a la universidad que llegó para quedarse. Si en las universidades se encuentra, supuestamente, el cerebro, la conciencia crítica de la nación; si somos nosotros los que tenemos que enseñar la crítica, la adecuación, la imaginación, la intuición, etc., ¿cómo lo vamos a hacer, cómo vamos a producir conocimiento nuevo, cómo vamos a formar profesionales críticos, si nosotros nos asumimos como sometidos a una política que nos perjudica en todo?
La idea sería, entonces, plantear la necesidad de cambio, la discusión sobre qué cambiar, y en esa discusión enfocarnos en qué pasa con nosotros los académicos que nos asumimos como sometidos a estos lineamientos de política pública.
Humberto muñozSusana pone sobre la mesa un asunto crucial, porque el tema de la evaluación es político. Ciertamente hay muchas propuestas de cambio, aunque no necesariamente en la dirección en la que ella se refería. Sí que hemos hecho propuestas; sí que hemos estado en el pleito. Sin embargo, como se señalaba en la mesa 1 acerca de las famosas mediaciones, algo pasa entre las propuestas que hacemos en la academia para cambiar la evaluación académica, y quienes toman las decisiones e implementan políticas de evaluación sobre la academia. Hay ahí un círculo muy complicado que no hemos podido romper y que sería una de las cosas que tendríamos que plantearnos, en el sentido de constituirnos en un sujeto político para cambiar este sistema de evaluación; no hemos tenido la suficiente fuerza, no la hemos demostrado, o no la hemos podido construir, para hacer modificaciones que, como ya hemos dicho en reiteradas ocasiones, nos permitan avanzar positivamente en la producción y trasmisión del conocimiento.
No obstante, es muy gratificante ver tanta gente joven en este evento porque aunque no cuento con evidencia empírica para sostener lo que voy a decir, intuyo que las generaciones jóvenes han internalizado más este tipo de procesos de evaluación que los que ya tenemos una larga trayectoria de vida en las universidades. Es por ello que buena parte del llamado político es a que la gente joven tome conciencia de lo que está pasando para que hagan sus propias reflexiones, sus diálogos y debates en dirección del cambio. Una de las cosas que a mí me impresiona muchísimo es que los comités evaluadores fueron formados por académicos que aplican instrumentos elaborados en otras dimensiones de la vida institucional, y por lo tanto funcionan como verdugos. Los evaluadores castigan a sus colegas, a los que conviven cotidianamente con ellos. Y, además, está el asunto de la competencia insana, que nos hace darnos codazos todo el tiempo. En este proceso intervienen, entre otras emociones, el miedo: los académicos vivimos con la angustia y el miedo de cómo iré a salir en la evaluación, con la preocupación de si me van a bajar en el SNI, y de que todo el mundo se enterará de que me bajaron de nivel. Y lo mismo con el PRIDE y los demás programas de estímulos. Además, los resultados de las evaluaciones llegan a un conjunto de funcionarios, para llamarlos de la manera correcta, que son quienes diseñan los instrumentos de evaluación, y que cada vez piden más y más cosas, y que cada vez leen menos, porque es imposible tener 800 expedientes, de cinco cajas cada expediente, para evaluar en un semestre. Algo está fallando ahí y tiene que ver con cómo actúan las instituciones, cómo producen símbolos que nosotros tomamos y a partir de los cuales generamos identidades que van contra los intereses mismos de una vida académica productiva.
Romualdo lópez zárateA algunos de nosotros nos ha tocado vivir la transformación del sistema de educación superior de los setenta a la fecha. Y como hay muchos jóvenes me gustaría recordar algo de lo que ha sucedido y que yo creo que tiene que ver con los cambios que ha experimentado la evaluación de los años setenta para acá.
Primero una acotación que me parece importante es que cuando hablamos de los académicos, generalmente nos referimos a los de tiempo completo definitivo. Pero los académicos son más de 350 mil en el país y en su mayoría atienden al nivel licenciatura. La mayor parte de los 400 mil egresados anuales de las licenciaturas en México son atendidos por profesores de tiempo parcial. En su origen, los profesores de tiempo parcial eran profesionistas que iban a la universidad a aportar sus conocimientos; ahora los profesores de tiempo parcial son profesores de tiempo parcial en cinco o seis instituciones. Les llamamos profesores de tiempo repleto, porque cubren 40 horas de clase en diferentes instituciones. Entonces, cuando hablamos de los académicos, y de la evaluación de los académicos, no le dedicamos suficiente atención a un sector muy importante, que son estos profesores. Nuestras reflexiones se orientan, generalmente, a aquellos que hemos hecho de la academia una profesión, es decir, que vivimos para ella y de ella, y que prácticamente estamos nada más en función de las actividades académicas.
En los años setenta, un profesor titular podía comprarse un coche nuevo con dos meses y medio de sueldo. Ahora un profesor titular de la UNAM, de la UAM, o de cualquier institución, necesita el equivalente a seis o siete meses de sueldo para comprarse un coche más o menos de las mismas dimensiones o características. Yo entré como ayudante de profesor a principios de los setenta en la UNAM, y con el sueldo que tenía podía comprar dos mil periódicos al mes, eso equivaldría a comprar ahora dos mil Reformas al mes, es decir, veinte mil pesos. El sueldo de un ayudante es actualmente de alrededor de cuatro mil pesos. Estas comparaciones tienen sentido porque en aquel entonces nosotros aspirábamos a una carrera académica, ingresábamos con la expectativa de ir subiendo poco a poco; nos evaluaban para poder alcanzar el siguiente escalón. La evaluación era difícil, pero nos animaba mucho poder llegar al siguiente nivel. Y otra cosa: una característica que a mí me parece fundamental en la explicación de la evaluación es que los ingresos que teníamos eran estables: un profesor titular tenía su sueldo para toda la vida; no tenía que demostrarle, más que a sí mismo y a sus pares, que estaba trabajando, para tener un sueldo por los siguientes años. Ahora tenemos que demostrar ante un conjunto de personas cada tres o cuatro años, o cada año, que necesitamos un sueldo adicional. Es decir, teníamos seguridad en el ingreso, cosa que ahora no se tiene.
En los setenta, en la época de la expansión, los académicos no teníamos mucha antigüedad, que es un aspecto que pesa (después de cinco años de trabajo, la mayor parte de las instituciones otorga un 2 por ciento adicional sobre el sueldo por cada año de antigüedad. Los que tenemos 30 o 35 años de servicio, tenemos un 70 por ciento de sobresueldo, que es significativo). En los setenta eso no pesaba tanto porque todos nos estábamos incorporando, y sin embargo teníamos un sueldo digno que nos permitía, por ejemplo, gastar la tercera parte en un departamento digno. Ahora es imposible que la tercera parte del sueldo de un ayudante le dé para un departamento. Con la devaluación de 1982 nuestros sueldos se fueron hacia abajo, de manera que para mantener un nivel de vida como el que estábamos acostumbrados en los setenta, tuvimos que buscar complementos por otros lados. Los profesores de la universidad que éramos definitivos de tiempo completo tuvimos que buscar dónde conseguir un poco más para poder pagar las deudas que habíamos contraído al comprar el coche, o al construir una casa o para la manutención de los hijos. Entonces tuvo lugar un éxodo muy importante de los investigadores que dio lugar al Sistema Nacional de Investigadores en 1984. Uno de los objetivos de SNI era otorgar un sueldo adicional para retener a los investigadores en las universidades.
Es sabido que los años ochenta fue la “década pérdida” en México; la crisis apenas daba para mantener el empleo en las instituciones, entre ellas las universidades, pero sin mayores estímulos o incrementos del salario en correspondencia con la inflación. Nuestros sueldos se fueron para abajo. A fines de los ochenta, profesores de la UNAM, de la UAM y de otras instituciones que seguimos de ingenuos trabajando en la universidad comprendimos que no era justo que los que estábamos dedicados a la universidad ganáramos lo mismo que los que estaban de tiempo completo, pero trabajando afuera. Era necesario un esquema de diferenciación salarial para que quienes estaban comprometidos con la institución tuvieran un sueldo distinto de los que apenas paraban de vez en cuando en la universidad. Esto se unió a una política pública sensible, desde mi punto de vista, a esta exigencia. Y ¿cómo podía establecerse este criterio de la diferenciación, sino mediante una evaluación de lo que hacía cada profesor? Esto con la intención de que se generara un incremento adicional para quienes así lo merecieran. Este incremento adicional sería anual, de manera que cada año los profesores tendrían que demostrar su compromiso con la universidad, es decir, tendrían que demostrar que merecían el incremento.
Algunos de nosotros consideramos que ésta sería una medida temporal, que se pondría en práctica mientras mejoraban las finanzas públicas, y que después podríamos aspirar a un incremento tabular digno, como lo teníamos en los setenta. Pero este patrón no se modificó, y desde los noventa hasta la fecha seguimos con un esquema de evaluación cuyo objetivo, al menos es una de las interpretaciones que yo tengo, fue resarcir el poder adquisitivo de los académicos. Es decir, el objetivo era fundamentalmente económico: tienes que demostrar que trabajas para que se te dé un dinero adicional. La evaluación ligada al recurso económico. En su momento algunos de nosotros estuvimos de acuerdo con esa medida, pero después de 24 años ha demostrado tener efectos cada vez más negativos en nuestro quehacer. Y el efecto más pernicioso que yo puedo percibir en mi institución, y en muchas otras instituciones, es que está afectando la ética del trabajo académico. Nos estamos sometiendo a una mercantilización de nuestra actividad; nos han sometido a un esquema de productividad para demostrar que tenemos derecho a un salario adicional, y no tanto por la importancia de nuestro quehacer.
Más de la mitad de los profesores de tiempo completo definitivos se incorporaron a la universidad después de los años noventa; para ellos la evaluación es el único referente que conocen, y creen que el esquema que tenemos es la única manera de evaluar al personal académico. Pero en mi opinión este esquema ya ha demostrado efectos perniciosos para nuestro trabajo y, por lo tanto, es necesario darle un giro, so pena de que continuemos con esta situación.
Quiero terminar con una anécdota que puede mostrar otro aspecto de la evaluación del trabajo académico. Hace poco un grupo de alumnos me fue a ver, en relación a alguno de esos procesos de auscultación en los que debemos participar con vistas a la selección de candidatos para algún puesto de autoridad. Así que los alumnos llegaron conmigo y me preguntaron: “Oiga, fíjese que en el departamento son 80 profesores de tiempo completo definitivo; en ese departamento hay 60 doctores; de los 80, 50 están en el Sistema Nacional de Investigadores. Y eso ¿en qué nos favorece a nosotros, los alumnos de licenciatura? Porque vamos al departamento y no hay nadie. Vamos a los cubículos de los profesores de tiempo completo definitivo, y no están. Y queremos que nos asesoren y ¿a quién recurrimos? Van, dan su clase y se van a hacer su investigación”.
En noviembre del año pasado nos juntamos nueve instituciones que también nos habíamos reunido en 1999, 15 años antes. En respuesta a la pregunta ¿qué ha pasado en nuestras instituciones?, algunas universidades del interior nos decían, “bueno, y cuando consigamos los estándares que nos ha fijado la política pública, de que sean doctores del SNI con cuerpos académicos y con redes, ¿después qué va a seguir?”. Mi respuesta era que todos esos requisitos los cumplían algunos departamentos de la UAM, sin embargo, seguía sin resolverse el problema de la formación de profesionales. Eso significa que hay que hacer cambios.
La ANUIES lo ha retomado con toda precisión: es necesario, se afirma en un documento de la Asociación,3 un cambio en las políticas públicas, ya que al tomar decisiones desde las actuales políticas estamos poniendo en riesgo la formación integral de nuestros estudiantes y nuestra ética de trabajo. En la reunión que tuvimos en noviembre, un profesor decía que es cada vez más frecuente la constitución de pequeñas empresas académicas dentro de los académicos. Un investigador con su esposa y un amigo forman una empresa, de manera que cada vez que uno escribe un artículo incluye a los otros dos. Esto es lo que valoran la política pública y el SNI. Si hay que formar doctores, los formamos, ¿en cuánto tiempo quieren? ¿En cuatro años? En cuatro años los sacamos. Estamos, como lo ha dicho Manuel Gil Antón, y como lo decía Eduardo Ibarra, en riesgo de pervertir el trabajo cultural y la formación integral que nos corresponde dar a nuestros alumnos; en riesgo de perder nuestra dignidad como académicos. Necesitamos nuevas formas de evaluación.
Humberto muñozQuisiera apuntar algunos datos, porque también me gustan las estadísticas: en números redondos, hay 350 mil profesores de educación superior en el país, de los cuales entre 80 y 90 mil son profesores de tiempo completo. De los profesores de tiempo completo alrededor de la mitad son doctores, y de esos doctores de tiempo completo 20 mil son miembros del SNI, es decir, son evaluados por el sistema, por el PROMEP y por los programas internos de desempeño, esto es, por el estatuto particular que rige el mundo de la carrera académica en las universidades. Es un sistema de una complejidad enorme, que implica un cúmulo de exigencias. Y efectivamente estos sistemas han generado jerarquías. En una universidad pública estatal en México significa tener un rango muy alto: a los investigadores que están en el SNI los tratan muy bien, son muy cuidados con ellos, entre otras cosas porque conforman uno de los indicadores de evaluación de la propia institución. En su presentación en la mesa anterior, Ángel Díaz-Barriga fue muy enfático al mencionar, y yo coincido plenamente con él, que hay que evaluar a las instituciones, no a los individuos. Tenemos que avanzar hacia allá. Ésta es una propuesta que venimos armando desde hace mucho tiempo y que creo que hay que retomar ahora. Una de las preocupaciones que tengo con este asunto de la diferenciación por los sistemas de evaluación es la distancia: Romualdo López Zárate habló ampliamente de este asunto, y hay que decirlo con toda claridad: existe actualmente una distancia enorme entre los profesores de alto nivel académico y los jóvenes que están entrando. No puede ser que hoy a un joven doctor que llega del extranjero, que es incorporado en una planta académica, le paguen 25 o 39 por ciento de lo que gana un académico de carrera de alto nivel. Ahí hay un punto crucial que me parece que tenemos que tomar en cuenta para ver este asunto de la evaluación y de los programas de estímulos.
Ronda de respuestas a las preguntas del públicoSusana garcía salordResponderé a dos preguntas: la primera es si los académicos estamos sometidos a las formas de evaluación o amarrados a los ingresos que se perciben por vía de la evaluación. La segunda: ¿cuáles son los caminos para construir la ciudadanía de los y las académicas?
La cuestión del sometimiento no se refiere sólo al dinero. La exposición de Monique Landesmann apuntó algo muy interesante, que es cómo esto se ha ido incorporando en la vida académica y en las actividades de los académicos, de manera que se ha convertido en un referente identitario. Ya hemos hablado de la manera como se presentan los grupos de investigación, que nos dice mucho de las personas, pero dicen lo que hay que decir hoy para mostrar una ubicación en cierta jerarquía. Yo creo que este referente identitario se ha abigarrado, por decirlo así, tanto en la parte económica como en la simbólica, es decir, en lo que concierne al prestigio de los símbolos actuales de reconocimiento, es decir, la pertenencia o no a ciertas escalas y qué posición se ocupa en ellas. Desde mi punto de vista no se trata solamente de dinero, aunque es un factor importante; también procura la felicidad, pero lo paradójico es que no procura satisfacción en el trabajo. Por eso pienso que es una situación muy compleja. Hay que resolver el problema del salario digno, pero también hay que resolver lo otro, que tiene un alto grado de dificultad.
Con relación a los caminos para construir la ciudadanía de los y las académicas, creo que algo que está afectando aquí, y desde siempre, es la colegialidad. Es el caso del ejemplo de Monique Landesmann y su unidad de investigación multidisciplinaria, donde el proceso de construir colegialidad se vio interrumpido. Desde mi punto de vista tenemos que apuntar hacia la construcción de colegialidad. El trabajo intelectual no es individual, es colectivo. Se requiere crear pequeñas unidades no formales, pero sí articuladas a un interés de trabajo compartido. Que la colegialidad se conforme a partir del trabajo cotidiano en pequeños grupos de trabajo. Esa sería para mí la posibilidad de lograr algún tipo de fortaleza y de motivación relacionados con nuestro quehacer y que no tiene que ver con el dinero, ni con el prestigio y el reconocimiento en sí mismos. Es recuperar el sentido del trabajo, que es por lo que estamos todos; es la opción de quienes decidimos trabajar en la universidad.
Romualdo lópez zárateMe preguntan dónde están las alternativas entre la política hegemónica que proviene del exterior y las prácticas internalizadas por los propios actores de la academia; qué podemos hacer internamente. Me parece que lo mejor que podemos intentar es la evaluación colegiada. Dar el salto de la evaluación individual en la que descansa la mayor parte de las evaluaciones, porque creo que se ha podido demostrar que los supuestos que dieron lugar a la evaluación individual no se han cumplido. Voy a mencionar tres nada más: el primer supuesto es que un sistema de incentivos dirigido a los individuos, por sí solo aumenta la calidad de los productos y de las actividades de los académicos. Y ya vimos, después de 20 años, que no sucedió así. El segundo supuesto es que las prioridades decididas por los académicos fortalecen en automático a la institución, cosa que también ha demostrado no ser cierta, ya que las instituciones a veces se convierten en lugares no para los académicos, o no necesariamente para los académicos, sobre todo en algunas disciplinas. Y el tercer supuesto es que el acceso a los ingresos no contractuales estaría dirigido a un grupo de profesores con alta productividad y madurez en sus trayectorias, que se harían cargo de organizar al resto de los académicos, lo cual tampoco se está cumpliendo: cada vez hay mayor dificultad para conseguir que los académicos se ocupen de los puestos académico-administrativos de la universidad.
Yo creo que nos vamos a enfrentar, nada más, a dos aspectos que no mencioné en la exposición anterior, que son nuevos y que van a tender a adquirir mayor relevancia: uno es, como dijo Pablo Milanés, que “el tiempo pasa… y nos vamos poniendo viejos”. Los esquemas de evaluación no toman en cuenta la edad, por lo tanto nos piden lo mismo a los de 70 que a los de 30 años, y la curva de la edad pesa. Además, no hay mecanismos diferenciados en función de la edad, y esto debería de tomarse en cuenta, porque la posibilidad de contribución varía también con la edad. El promedio de edad de los académicos en la UAM es de 56 años. De los tres mil profesores que hay en la UAM, sólo 11 son menores de 30 años. Esto representa un problema para el recambio generacional. Urge que nos hagamos cargo de esto, porque muy pronto no vamos a poder atender a la juventud.
Humberto muñozComo ustedes ven, el tema de la evaluación de los académicos da para mucho. Igual que en la mesa anterior, hay muchas aristas, muchos ángulos, subjetivos y objetivos, que están puestos en este asunto. Para cerrar yo quisiera darle las más cumplidas gracias al Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación por haber permitido este evento de hoy, y particularmente por la publicación de este número de Perfiles Educativos.
Con motivo del número especial de Perfiles Educativos “La evaluación en educación superior”, se llevaron a cabo dos mesas de debate, la primera de ellas con el tema de la evaluación educativa (la cual apareció en el número precedente) y la segunda con el tema de la evaluación de los académicos, transcripción que ahora publicamos. La presentación se llevó a cabo el 20 de marzo de 2014, en la Casa de las Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México, México D.F.
Investigador titular de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)-Instituto de Investigaciones Sociales. Doctor en Sociología por la Universidad de Austin, Texas. Es coordinador del Seminario de Educación Superior de la UNAM y co-organizador del evento que se transcribe.
Investigadora titular de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)-Instituto de Investigaciones en Matemáticas Aplicadas y en Sistemas (IIMAS). Doctora en Antropología. Coordinó, junto con Mario Rueda Beltrán, el número especial de Perfiles Educativos del cual se ocupan estas líneas.
Rector de la Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Azcapotzalco. Doctor en Ciencias de la Educación. Cuenta con una larga trayectoria académica; entre los temas de su interés están: educación superior, gobierno universitario y financiamiento de la educación.
Imanol Ordorika (coord.) (2004), La academia en jaque. Perspectivas políticas sobre la evaluación de la educación superior en México, México, UNAM-CRIM/Cámara de Diputados-LIX Legislatura/Miguel Ángel Porrúa, col. Conocer para decidir.