El artículo recoge las propuestas filosóficas de la hermenéutica que pueden ser sugerentes para el pedagogo y el profesor, a sabiendas de que la filosofía propone y los especialistas en el campo en cuestión modifican, rechazan y aceptan. Las reflexiones de Gadamer, Eco, Deleuze, Ricoeur (Aristóteles, Schiller y Huizinga como antecedentes) y Hannah Arendt son planteadas como orientación, ya que reactualizan antiguas teorías pedagógicas mediante el diálogo, la conversación y el reconocimiento del alumno, no su desprecio. Estas reflexiones son contrarias al monólogo conferencista y a la perversión de los profesores. Con el ludismo cultural, que presupone el amor y la justicia, se pretende la rebelión del ser humano contra el homo laborans, hundido en el automatismo de cierta vaciedad maquinal, para reorientar su trabajo hacia la creación y la vida, esta última como creación y autocreación.
This article reflects the philosophical proposals of hermeneutics which may be helpful for pedagogues and teachers, in the knowledge that philosophy proposes whilst the specialists in the field in question modify, refuse and accept. The reflections of Gadamer, Eco, Deleuze, Ricoeur (Aristotle, Schiller and Huizinga as background) and Hannah Arendt are mentioned as guidance, since it updates ancient pedagogic theories by way of dialogue, conversation and the recognition of the student, rather than disdain. These reflections are contrary to the speaker’s monologue and to the perversions of the teachers. Through cultural playfulness, which presupposes love and justice, the intention is to promote the rebellion of the human being against the homo laborans (working man), drowned in the automatism of a certain mechanical emptiness, to reorient their work towards creation and life, the latter being understood as creation and self-creation.
De niña elegí mi campo de trabajo: sería bombera. Cuando me enteré que era un oficio prohibido para las mujeres, nació mi feminismo. Los bomberos no requerían más que una educación escolar básica. Yo detestaba la escuela, sus temas nunca me fueron atractivos, excepto cuando las normalistas realizaban sus lúdicas prácticas. Qué harta estuve de los intermitentes regaños de profesoras amargadas sobre mi críptica culpabilidad infantil. No escuchaba, ni preguntaba.
Ahora tampoco estoy tranquila, porque soy docente, no pedagoga. La única alusión directa de la hermenéutica europea a este campo es cuando Paul Ricoeur menciona, muy de paso, a Paulo Freire.
Pedagogía no es Filosofía. Sin embargo, la interdisciplina es el camino del enriquecimiento recíproco.
Me sería imposible no participar con especialistas en los campos de la educación y la instrucción. Yo sólo enuncio abstracciones y ellos discurren su pertinencia e impertinencia; sus límites y las técnicas de su aplicación, si las hay (¿Froebel redivivo?). Por ejemplo, si existieran los peligros de la ludopatía y cómo llevar a la práctica las sugerencias filosóficas.
El filósofo es el salvaje que descubre unas prácticas, fuente de poder, y las ofrece a quien puede usarlas. El pedagogo juzgará la funcionalidad de las prácticas propuestas por el filósofo, su funcionalidad o disfuncionalidad.
Me limitaré a destacar al respecto categorías de Gadamer, de Ricoeur y de Hannah Arendt, cuya propuesta antropológica aún no se ha explorado en México. Espero salir airada de mi discurso para que los pedagogos digan: ya lo intuía, ¿cómo lo aplicaremos?, ¿qué ajustes se requieren en la didáctica? O tal vez esto no sea más que un sueño.
Dialogando con grupos de niños, adolescentes y adultosLas diferencias en las prácticas que requieren estos niveles es abismal; empero, su médula son los discursos del docente y la recepción o escucha de los alumnos: que se haga diáfana una teoría oscura mediante la analogía (proporcional y de atribución, con metáfora) con las cosas que se tienen a la mano, y los conocimientos y las creencias más o menos comunes del alumnado.
Empero, la crisis social, como un sacacorchos, ha metido su tirabuzón en la mente de todos: el bullying ha dejado huellas traumáticas profundas.
El diálogo, base de la comprensión, consta de fases: 1) una más acústica o receptiva, que aspira a aprehender los significados y sentidos del discurso ajeno. La más dura, cuando es necesario escuchar un alegato que, por regla general y desafortunada, se externa con pedante solemnidad; 2) la fase de las preguntas acerca de qué se ha hablado, las contradicciones de tal discurso con los alumnos, y las preguntas de éstos acerca de la finalidad u orientación del contenido instructivo que se ha escuchado (incluyendo la sinceridad del estudiante que dice: no entendí, profesor, ¿quiere repetírmelo?); y 3) la fase de apropiación de informaciones, que en la historia personal y colectiva supondrá aceptaciones y rechazos, según los prejuicios o anticipaciones (según la precomprensión) de las cuales nadie puede desprenderse, ni siquiera un párvulo.
El docente, al hablar, instruye, aunque no siempre educa. La relación no es inversamente simétrica.
He padecido en manos de instructores que me llenaron de pánico: no sabían educar y, por lo mismo, no asimilé las informaciones que me transmitieron, y no comprendí. Frente al anacrónico magister dixit (al menor síntoma de rebeldía, era castigada de cara a la pared), fui una estudiante que pretendió disimular el terror que me infundían los profesores, ídolos de la sabiduría, para quienes la verdad es siempre suya. Semejaba que estos genios del mal me disparaban un balazo en los oídos. Bullying del dominio social sobre el de personas.
Aprobé gracias a los salvavidas teóricos que memoricé en fechas próximas a los exámenes (a veces elaborando acordeones que colocaba en el forro de mi abrigo, que llevaba fuera la que fuese la temperatura ambiente). ¿Usar la sinceridad que ataje la hipocresía y los falsos papeles redentores y solemnes de eruditos a la violeta (que creen saberlo todo), no es un buen comienzo de la educación?
El diálogo real, dicen Gadamer, Ricoeur y Bajtín, entre los más citados, es una idea nodal y guía de la hermenéutica. Sucede entre hablante y escucha (una aclaración, Gadamer llama “conversación hermenéutica” a la que ocurre cara a cara). Conversación o diálogo es reciprocidad, reconocimiento mutuo (Ricoeur, 1995), o actitud dispuesta a “dejarse decir algo” (Gadamer, 1992: 335).
El sujeto dialogante desea saber y sabe que no sabe: afirma sus limitaciones, lo cual vale tanto para los educandos como para el educador. El intercambio de opiniones es cognoscitivo e ideológico, y está jerarquizado entre el que sabe y el que aprende algo, aunque en una situación dialógica los papeles del hablante maestro y del escucha alumno no deben ser rígidos, sino en su devenir, reformularse. El uso de metáforas ayuda a la iconicidad o apoyo de los sentidos. Maestro y alumno parten del deseo de aprender.
El aprendizaje se da por familiarización, con las reiteraciones que supone relacionar la información nueva con lo ya explicado (se apela a la memoria). En el diálogo cara a cara, y en menor escala durante la lectura (ambas hablas discursivas), así como en los cuestionamientos, a veces por incomprensión, el diálogo no es unitario, sino que va cambiando hasta que finaliza.
El diálogo sostiene la dinámica de la oralidad, en cuyo marco se mezclan palabras con sonidos, exclamaciones, gestos, entonación, o bien, además, donde se actualizan las inscripciones (textos escritos, monumentos, estelas, utensilios de uso…), los cuales, si se convierten en discurso explicativo, superan el olvido, la mudez.
El discurso entre textos e intérpretes diferidos, o de otra época, cuando ha desaparecido su autor y sus destinatarios más inmediatos, queda vacío de particularidades egocéntricas; está destinado a cambiar, a reformularse en parte, a completarse, a ser analizado desde sus efectos, y el profesor debe estar atento a esta arma educativa. ¿Por qué se frustra el diálogo, cuando se usa la sinceridad y no se ofende?
Los actos del habla oral o escrita, conocidos como speech acts, son entendidos debido a que portan una semántica, a que existen medios de contextualización para profesores y estudiantes (que somos históricos), y existe el sentido, lo más importante: “Lo noético es el alma del discurso” (Ricoeur, 1995: 32). En las clases presenciales, el acto elocutivo (qué se dice) implica la orientación de producir en el oyente un cierto acto mental (acto perlocutivo).
En cada caso, el diálogo de boca a oído finaliza; no así en la Vertehen y en la Erklären (comprensión y explicación), dupla nunca cerrada en las inscripciones o en los escritos. Es decir que los textos de hace mucho tiempo, por ejemplo un cuento maravilloso tradicional, apelan a una lectura interpretativa de los lectores o grupo de alumnos que oyen. El sentido del texto (lo noético) puede servir de guía para el horizonte en que se encuentran los destinatarios. El cuento de Joan del Os describe muy bien las estaciones pirenaicas, el doblez de los utilitaristas pragmáticos y cómo en ciertos momentos, digamos de un infarto, parecemos muertos, bajamos al inframundo por un pozo y, sin embargo, logramos volver, igual que lo hizo Orfeo.
Los escritos rebasan la función de mostrar y trascienden la referencia particular: la escritura “cuenta con un mundo” y no con una situación (Ricoeur, 1995: 48). Un mundo son las referencias abiertas por la descripción. El discurso inscrito alude a un mundo posible y a una manera de orientarse en él; a un proyecto o forma de estar en la Tierra con sus modalidades, que el hermeneuta adapta a su vida (Ricoeur, 1995).
Diálogo y reconocimientoAceptar una “estructura dialógica” parece una manera de transgredir la soledad (Ricoeur, 1995: 29). Por ende, el “acontecer del diálogo” abarca la comunicación, las referencias, ilusorias o no, de un mensaje, y sus facetas emotivas y vitalmente indispensables en el intercambio (Ricoeur, 1995: 30), que se interna receptivamente en los modos de pensar y sentir de la alteridad. Es “ganar un horizonte” (Gadamer, 1992: 375) que permite brincar la estrechez de los panoramas individuales.
Los estudiantes de cualquier nivel han de ser reconocidos como una personalidad que debe formular cuestionamientos. El mayor indisciplinado debe ser tratado igual, en principio, que los demás (a veces son los mejores “ayudantes” del profesor; a veces son enfermos irredimibles).
Gadamer y Ricoeur juzgan que la Ilustración y sus seguidores han sobrestimado el papel de la razón, de lo consciente, en la comprensión, en desmedro de lo no-consciente y los afectos, como si éstos no fueran empáticamente comprensibles para un profesor.
Al atender no las redundancias y lo concordante, sabido con anticipación, sino a lo novedoso, sobreviene la comunicación enriquecedora de las diferencias, de lo transitorio de cada generación y de cada individuo.
MonólogoLo contrario al diálogo es cuando no se trata de entender los mensajes. Se detecta porque las preguntas son aparentes, porque sólo tienen una respuesta o verdad; el discurso no está abierto a la discusión. Una pregunta está abierta al “así o de otro modo” (Gadamer, 1992: 439), es decir, a que lo escuchado confirme o no las presuposiciones; la precomprensión o los prejuicios con que el niño o el adulto se anticiparon en la comprensión (los pre-juicios no forzosamente son arbitrarios, y sustentan el acto de entender). Sobre el monólogo, Eco (1995) recuerda la leyenda del monológico Califa que ordenó la destrucción de la Biblioteca de Alejandría porque o los libros dicen lo mismo que el Corán y, por lo mismo, son superfluos, o dicen algo distinto y, por lo mismo, son falsos y perjudiciales (en la praxis, el dominio es monológico e inapelable).
Los consensos o disensos han de someterse a discusión (Gadamer, 1992), y ésta progresará si los hablantes se reconocen autoridad en el asunto del que hablan (si sólo se oyen absurdos, el profesor ha de eliminarlos con un papirotazo no ofensivo). El acuerdo relativo no es igual a que se comparta el punto de vista y sus prácticas derivadas.
Monologan los contrarios que no se escuchan porque no conceden ningún valor a las creencias ajenas ni, consiguientemente, respetan la autoridad del otro, aunque siempre alguien sabe más que su contraparte en un campo del saber, o en una práctica. El texto a discutir también es seleccionado porque se supone que retiene algo más —o distinto— del asunto en cuestión, es decir, se le reconoce autoridad.
Si se logra imbuir una cierta disposición hermenéutica en el discípulo, se llega a lo que Gadamer llamó “fusión de horizontes” (1992: 375). Aun coincidiendo con Gadamer, me atrevo a decir que “fusión” no es un término afortunado, porque se asocia espontáneamente con cuerpos sólidos derretidos que pierden su anterior individualidad.
Regreso a los matices del diálogo: no implica concordancia, sino un comprenderse, un encuentro de horizontes que abarca coincidencias y discrepancias, o ambas. En esto miro con simpatía, aunque sólo en parte, la hermenéutica de la sospecha que expuso Habermas (1988): Gadamer, dice, confunde autoridad y autoritarismo; se basa en una falacia que reconoce dogmáticamente la autoridad del antecesor, perpetuando tenazmente el dominio que apabulla los motivos y razones del alter rebelde. El aparente acuerdo puede ser en el engaño, en la falsa retórica y, de esta manera, perpetúa el poder tiránico.
Gadamer (1992) enfatiza que comprender es entenderse en la cosa y aceptar la opinión ajena como tal, sin hacerla valer o desacreditarla de antemano; pienso tratando de comprender qué se dice, por qué se dice, cómo se dice y para qué.
En las aulas es menester hilar fino sobre las ubicaciones, la contextualización de las preguntas y respuestas, evitando la usual retórica farsante: un fondo no abierto al debate. Y evitar tanto la ingenuidad del profesor en unos casos (es preferible que confiese su ignorancia y se dé un plazo para cubrirla), como su cinismo.
Éste es un futurismo que planteo a sabiendas, sin embargo, de que no hemos alcanzado una comunidad orgánica, o sociedad de libres.
Adicionalmente, esto irá ocurriendo poco a poco: un cambio inmediato del papel fuerte del profesor, frente a la ignorancia del débil alumno, generaría anarquía en la enseñanza. En los comienzos del curso, el docente tiene más poder y más conocimientos que los alumnos que dirige (y que en parte lo dirigen); debemos aceptar que el profesor establece las prohibiciones, las reglas del juego, la igualdad de derechos y las oportunidades en pro de la cohesión social. Es una especie de tribunal que cita la justicia en caso de violencia entre partes; igual que el juez es la bouche de la justice (Ricoeur, 2000), es el tercero que ha de colocarse al margen del conflicto y a favor de la convivencia. La norma de los premios, una estrella en la frente, una alabanza desmedida, los castigos, un regaño humillante en público, son métodos de estímulo y respuesta nulos y degradantes. De lo que se trata es de establecer en el aula una suerte de ciudadanía ideal anticipada, es decir, lo más democrática posible, y justa.
Ahora bien, tratar a cada estudiante dispuesto al diálogo como un fin y no sólo como un medio, zona limítrofe entre la ética y la estética (Bajtín, 1982) y, por lo tanto, de la educación, hará de esta labor un placer porque aflorarán las preocupaciones que enriquecen y refinan lo intuido.
La apertura honesta es rara; sin embargo, existe la mentira defensiva. Además, dentro del plexo de patologías que el profesor encara, se halla el problema del mentiroso exhibicionista, aquejado de una neurosis en fase inicial o adelantada. No es obligación del maestro sanarla, pero sí abrirse a la explicable falta de autoestima del “inquieto”, del “petulante” y del mitómano compulsivo. Entonces, estos educandos encontrarán en el aula la inter-subjetividad, rebasarán el abandono, se enterarán de lo nefasto del desprecio. O quizá una situación al tenor influya en una futura conducta que se centre en los principios del placer (sublimado) que, sin necesidad de falsedades, al menos aminorarán su caída vertical en la confusión de lo real y de las culpas ficticias. Esta sabiduría práctica, la virtud de la prudencia, interpretada también por Gadamer y Beuchot, ha de guiar la decisión sobre lo singular en un clima de conflicto: el reprendido tiene el derecho de narrar su versión y su grado de responsabilidad o de violencia insociable.
En el magisterio hemos de aceptar que el alumno es poseedor de cualidades, porque ignorarlo o sermonear únicamente respecto a sus faltas es el aterrante “desprecio”. Para rebasarlo también hemos de seguir el ritmo evolutivo del aprendizaje en cada ser humano. ¿Esto es o debería ser posible? Huelga decir que importan mucho los tonos, las actitudes, los modos de comunicar un mensaje y la presencia constante de la ética en clase.
J.L. Austin, escribe Ricoeur, divide el discurso en el “acto locutivo” —lo que dice alguien—, el cual entraña una “fuerza” o un compromiso, que llama “acto elocutivo” —lo que hace el hablante al hablar: promete, amenaza, exhorta, convence, aconseja, seduce, constata, ordena, asevera. Esta intencionalidad toma cuerpo en marcas lingüísticas como adverbios o tiempos y modos verbales que a veces se explicitan: “pregunto que…”. Agrego que en lo oral también se explicitan actitudes. La ilocución implica una expectativa: el que ordena espera ser obedecido; el que enuncia dialógicamente espera un intercambio de ideas con sus sentimientos adherentes. A los efectos del acto de hablar, Austin los llama “acto perlocutivo” (en el entendido de que la interpretación sobre la orientación ilocutiva puede malentenderse: tener efectos como no obedecer, no dialogar…). El discurso entraña, además, un “acto interlocutivo o elocutivo”: el hablante se dirige a otro hablante de la misma lengua, que en la inscripción, en la escritura y en otras manifestaciones fijadas, acaba siendo para quienes las puedan leer (Ricoeur, 1996).
Los acontecimientos del habla apelan a quien atiende el mensaje, descubre qué le dice, cómo le dice y para qué lo hace; con qué convicciones, a favor y en contra de quién o de qué. También los interlocutores van captando la sinceridad, insinceridad, el disimulo y la violencia que contradice lo dicho con la acción.
El fin de estas digresiones hermenéuticas es evitar la masificación para que empiecen a emerger de las aulas sujetos que van forjando su libertad a pesar del dominio; y a pesar de las amarguras que carga el magisterio debido, en México, a sueldos miserables y a un sindicato neoliberal coludido con las autoridades gobernantes y con el gran capital.
Hemos de sobrepasar la perversión, que Gilles Deleuze, en su reseña “A propósito de Michel Tournier, o el mundo sin el otro”, lo define como un “otroicidio”, un “asesinato de posibles” (Deleuze, 1989: 318).
Los posibles iluminan los ángulos de la cuestión que se enseña, sobre la que se dialoga y sobre la que se espera una respuesta.
Los posibles asuntos pertinentes al nivel escolar han de llevar, en parte, la ruptura de expectativas unidireccionales. Las preguntas, en manos de un buen profesor, son un reto para el gozo colectivo.
Lo unívoco: las fórmulas taxonómicas consagradas, las leyes sobre los minerales, las piedras, entidades repetitivas y predecibles, y el lenguaje ostensivo (entre seres capaces de comprender, y con las funciones sensoriales normales) no se discuten, a menos de que haya una aportación novedosa.
Muchos avances se plantean en el diálogo, si bien balbucientemente, desde temprana edad y de manera contraria a una sociedad autómata. El profesor debe favorecer la formación de sujetos potencial y realizadamente creativos, que estén convencidos de que nadie tiene la última palabra ni el conocimiento cabal de algo: el toma y daca del diálogo es la espiral hermenéutica que puede salvar esta Tierra en la actual fase crítica, con una anomia o enfermedad grave para todo por lo que vale la pena o se necesita para vivir.
Educación lúdicaA medida que avanza la historia, el término “juego” es cada vez más estigmatizado. Se opone a “trabajo” en tanto aquél se piensa como un comportamiento de sobreabundancia que no se destina a obtener bienes satisfactores para la supervivencia: se realiza debido a una plenitud de fuerza (Schiller, 1989).
Tal es una parte, no el todo, del ludus, el cual establece lo permitido y lo prohibido, mezcla creatividad y reglamentación en una actividad fundamentalmente gozosa. El juego cultural establece un trato laxo con el tiempo, un presente creativo que dura —tiempo de duración e intemporalidad vivida momentáneamente— sin que presuponga la conciencia reflexiva de que se está gozando.
Lo lúdico cultural parece que nos libera de las obligaciones; pero, en contra de Aristóteles, Schiller (1989) y Huizinga (1984), no creo que esté liberado de las capacidades de la existencia (cuando somos niños, jugando aprendemos las coordinaciones fina y gruesa, qué es el cálculo, cómo debemos actuar socialmente…). No es un lujo que anula sus resultados, a diferencia de la labor, como ya se dijo. Tampoco es un comportamiento periférico, ni una manifestación ocasional que interrumpe las acciones responsables y productivas; no es un pasatiempo para un rato de ocio, sino una conducta humana básica.
En la infancia, al jugar arraigamos habilidades, disposiciones y gozos de manera inocente y liberada de culpas; de adultos lo hacemos con sentimientos de culpa. Schlegel aseguró, con sobrada razón (son palabras de Froebel [2005], en La educación del hombre), que el juego es el medio educativo del niño por excelencia, y el comportamiento no necesariamente pueril que exige que revivamos el espíritu juguetón que llevamos adentro. Continúa siendo una de nuestras conductas básicas, un medio terapéutico para nuestra felicidad.
El ideal de que vivamos trabajando lúdicamente señala que “juego” y “trabajo” los hemos alejado, porque el segundo se considera un castigo, lo trabajoso. Si el profesor sostiene que aprender es un juego, en cualquier asignatura, el alumno entenderá que durante las clases habrá vaivenes entre la seriedad y el entusiasmo alegre, y que, como la fiesta comunal, el juego requiere la participación de todos, porque es un devenir que retorna, se repite y va avanzando. El juego, como las artes, desautomatiza la percepción, predispone a que el participante preste atención, y que a veces ésta flote. Por eso, en la enseñanza, las reiteraciones nunca sobran.
Ocasionalmente los juegos son competitivos, aunque la relación no es simétrica; pero hay competencias que son porfía (Eris en griego), envidia que no acalla las disensiones reales, ni las descentra, ni las sublima. Es menester que el educador evite las humillantes competencias y, en la medida de lo posible, encauce el exceso de energía hacia la invención y las habilidades individuales, aprovechando las tradiciones comunes a los grupos que enseña o educa.
Aquí asoma la realidad, que puede ser un enorme inconveniente: tanto el profesor como los padres son imitados; los sátrapas dejarán una huella cognoscitiva y práxica nefasta: el docente y los parientes no pueden querer actuar como si fueran niños, ni tampoco como enemigos de la infancia.
Homo faber y homo laboransAdentrémonos en algunas observaciones sobre la etapa que nos ha tocado vivir y que han captado la antropología filosófica.
Desde la industrialización, el capitalismo ha sustituido al homo faber, o de discurso y de acción, con efectos sociales imprevisibles, por el homo laborans (Arendt, 2005), el que fabrica, construye y llega al fin previsto y previsible de su obra. El mérito de los inicios del movimiento laboral fue haber luchado contra la sociedad como un todo; libraba “una batalla completa” (Arendt, 2005: 241) desde el poder.
En esta conmovedora situación el obrero acabó perdiendo el poder político y pasó a ser una parte de la fábrica, la que, según el dominio, ocupa el máximo lugar en la vida activa. Nació, pues, el homo laborans, cuya acción se orienta a la fabricación de algo para el consumo, de utensilios que cubren necesidades y generan otras necesidades falsas. Ser homo faber aliviaba y alivia el dolor de lo mecánico-laboral, de lo maquinizado, para erigir un mundo de hechos socio-políticos con voluntad de durar.
La Modernidad instauró al homo laborans marginalizado de las relaciones comunales. Ha advenido el fenómeno de la inhumana pérdida del poder de la polis y la vitalidad, o espacio público que agrupa en el discurso y en la acción.
El desarraigo y la superficialidad mercantil han generado el azote de la soledad, típica de las personas a partir de la revolución industrial hasta hoy; forman parte de la experiencia diaria en un proceso implacable que parece un escape suicida de la realidad (Arendt, 2005), según se ha denunciado a partir del existencialismo hasta las corrientes filosóficas de la actualidad.
Esta soledad se agudizó con la ruptura de instituciones políticas y de (algunas) tradiciones sin suplirlas con ninguna novedad comunitaria. El aislamiento es la condición de la soledad en que el sí mismo acaba destruyendo al yo, es decir, la auto-confianza y la auto-estima de quien sólo mira en la escena las hambrunas y el desempleo. Los alumnos con miedo terrorífico a perder la compañía de sus familiares, amigos y condiscípulos.
Este caos anímico atroz nació cuando las guerras mundiales exportaron el sufrimiento de la industrialización, o técnica destructiva de la auto-productividad, tan bien ilustrada por Chaplin en Tiempos modernos: una personalidad aparentemente insignificante que nunca fue masa.
Este entorno trata de fabricar marionetas consumistas, “borregos” políticos, masas, y la burocracia aumenta exponencialmente; como Kafka describe en El castillo, ejemplifica Hannah Arendt: la sociedad anónima, sin rostro, valora a K. como ser prescindible en un mundo sin libertad, donde ninguna acción de lucha socializante tiene el sentido político de la unión de fuerzas en pro de la comunidad.
Durante el siglo XX se intentó eliminar la espontaneidad vital para maquinizar a la especie, para que sus reacciones fueran siempre iguales y predecibles.
Quien no se moviliza cuando la tiranía lo amenaza, no estará nunca vivo. La tiranía, y en su extremo el totalitarismo, fueron la radical negación de la libertad, de las pulsiones e instintos, de la compasión, y sólo se aceptó la redención del ser humano robotizado y obediente. Por lo mismo, el profesor se queja de la falta de espontaneidad de sus estudiantes.
Durante la fase colonialista la burocracia ejerció la dominación exterior, funcionó como gobierno por decreto. El racismo y la burocracia se interrelacionan en la etapa posterior. Actualmente, un burócrata típico disfruta la acumulación de su dominio y la destrucción del otro. Somos producto de un pensamiento racista, se ha negado nuestra humanidad, y las huellas de las conquistas y colonizaciones son profundas e intermitentes. Si no ofrecemos trabajo al estudiante graduado, ¿cómo podemos exigirle la conducta adecuada en el aula?
Si pensamos en la etapa colonial y el pangermanismo, concluimos que el nazismo y el bolchevismo estaliniano deben mucho al “pan-esclavismo”. Los esclavos fueron de diferentes adscripciones y lenguas para que no se rebelaran. El Tercer Reich se encargó de quitar la información a las poblaciones y de negarle radicalmente sus tradiciones, afectando su estima.
Un colofón que, no obstante, aún se presenta en el denigrante espíritu de conquista, porque a los habitantes de las periferias no se nos reconoce salvo por relaciones de influencia o amistades. Alumno y profesor oscurecen lo social y comunitario en sus caravanas a Europa y a los Estados Unidos, donde muy pocos, poquísimos, filósofos o pedagogos escuchan a los no-sajones.
La falta de estima colectiva se debe a que no hemos recibido el reconocimiento; nos desconocen e ignoran. Los colonizados hemos quedado descritos en una invención estigmatizante o en un silencio que nos nulifica: el emblemático desprecio ha conllevado y conlleva la nulificación. El profesor ha de luchar reconociendo, y explicar que cada quien es un identificable alter necesario para el “ser con” que es el ser humano. Los numerosos reclamos y los actos centrípetos, personalizados, llegarán a lo centrífugo, o colectivo, y no viceversa.
La exclusión del dominio, brincándose las diferencias, nos manda a un infinito indiferenciado. Quienes se afirman como polos de desarrollo regentes, son una figura compacta de lo negativo, dice Hegel, un para sí que, según metáfora de este filósofo, “devora” al otro. Cuidado. La lección que deben intuir los escolares es que si otros los ignoran, quienes pierden son los dominantes, los otros narcisistas.
La masa está fuera de sí cuando no se recupera a sí misma. Entonces atribuye al tirano amo económico-político, o al profesor, la humanidad, la inteligencia que se niega a sí misma. El reconocimiento recíproco sobrevendrá cuando el señor, sea el caso del profesor, experimente en sí, y en contra de sí, lo que le infringe el dominado. En las aulas se ha de educar al individuo para que niegue el “reconocimiento unilateral y desigual” del dominante (Hegel, 2003: 118).
Los tiranos profesores y burócratas de la educación se vinculan a sus dominados por el terror, encadenándolos, subyugándolos, poniéndolos bajo de sí. A veces llegan a quitarlos del mapa y del tiempo, y si no llegan a tanto, es porque los necesitan. Para mantenerlos bajo sus botas, nublan la articulación entre el mentor y sus potenciales discípulos.
Homo faber es homo vivoEl ser humano está hundido en la vida, en la auto-producción llena de mutaciones no predecibles. Debido a la inevitable condición, natural y cultural, de ser sociales y de ser históricos, los humanos deben adentrarse en lo diferencial, y desearlo. No es solución dejar de asumir las alteridades o las diferencias que genera el proceso vital; es tanático aislarse. Tampoco soluciona nada y sí empeora todo el nihilismo, así como el escepticismo radical, que encumbra como iguales la multiplicidad de diferencias, ya sean las favorables a la comunidad, como las del antisocial. Ambas actitudes desaparecen lo que es real y positivo para la conciencia, derrumbando el mundo del aula en el “vértigo” del “desorden” (Hegel, 2003: 126). Las mentalidades duplicadas que aceptan las opciones excluyentes A y B, falaces y posiblemente verídicas, caen en las contradicciones de una desventurada conciencia en confusión.
Para superar las confusiones, el deber marca empeñarse en ser comunitario, y no buscar el reconocimiento, sino depurarse a sí mismo. Como la serpiente que se come la cola, Hegel y Ricoeur dicen que el sujeto que se ha depurado positiva y socialmente pasa por encima de la tanática envidia y de la dominación tiránica. Deviene ejemplo para la especie humana: se va alejando de los intríngulis de las negatividades egocéntricas y del fuera de sí a favor del otro, o los otros. Paul Ricoeur (2006) destaca la disimetría y la alteridad superada (o cercana) con el otro. Adapto su alegato: impulsa las comunidades estudiantiles en reciprocidad.
Lo más notable es que los individuos buenos y comunitarios —los excepcionales— no son conscientes de su proceder y su tendencia a la mutualidad, alejada del pragmatismo mercantil, de la política corrupta y de la deseducación: entregan nada más por entregar. Otros gozan su generosidad, su faceta universal y genérica, en palabras hegelianas.
Las “almas bellas” no reciben nada a cambio dentro de la red de corruptelas y tiranías que privan. Tales bellas personas se frustran porque la injusticia, la maldad y hasta su sí mismo los consideran, por ser una figura no peligrosa, como desaparecidas en su singularidad; constituyen lo olvidable. Creen que su acción es normal y que no es notable históricamente porque en los medios de comunicación y en la cotidianidad se habla de la maldad y raramente de la bondad comunitaria. Sin embargo, tales “almas” abren una esperanza en la cual perderá su aplastante vigor el para sí, o el ser egocéntrico y vacío, y el fuera de sí, o que se autodesprecia.
Preguntan Arendt y Ricoeur ¿la maldad es un hueco idiosincrásico?, ¿el para sí alguna vez realiza aportaciones duraderas a favor de las comunidades?, ¿es un hueco vacío de sociabilidad? La maldad se detectará, como siempre, por las diferencias entre discursos y acciones personales.
El homo faber es el hombre con un notable impulso vital que abarca el ser en la reciprocidad, el yo como nosotros en cada caso. Es el meollo profundo de la humanidad que actualiza lo ontológico. El homo faber, sociable y comunitario, espontáneamente hace suyo el alleloi, “del uno al otro”.
El profesor faber irá borrando las salidas ególatras, la repuesta alejada de razonamiento (no sabe, pero contesta, en dicho popular), la ignorancia de los alumnos.
En estos tiempos de crisis mundial, de guerras inacabables, de tiranías y totalitarismos, de pueblos masificados y pusilánimes, no hemos de perder la esperanza: la educación es un punto luminoso y un termómetro de cómo podemos ir liberándonos, en tanto homo faber que vive, y cuyo comportamiento imitarán los alumnos, si y sólo si, el mentor sabe reconocer el nivel de conocimientos y la sensibilidad como seres únicos, como personas útiles y valiosas de sus discípulos. No formemos víctimas que tenderán a ser victimarios.
El perdón y la promesaAcabemos este viaje por la hermenéutica con unas ideas que recogen varias de las inquietudes expresadas en estas páginas.
Si es verdad que el profesor ha de ejercer la coerción autorizada y eficaz, su acción y sus discursos se ubican con demasiada frecuencia en la zona intermedia entre la pretensión de rehabilitar y la tentación de intimidar. Las normas o reglas de la clase, establecidas desde sus inicios, no sólo deberían obligar a la obediencia exterior del pupilo, sino procurar que se asimilen sus derechos y límites, porque, de ser obligatorios sin más, de poco servirán. Tales reglas no han de impedir al alumno intervenir; no han de cortar su libertad, a veces en ciernes, ni aun en el caso de los imputados en alguna ocasión. Claro que sí se reglamenta todo, y se ejerce el monopolio de las represalias y la maldición de la ley, como dijo San Pablo.
Las normas, obligadamente generales y abstractas, presentan obstáculos a los casos particulares o casuística, y esto porque conllevan interpretación. La regla de oro —no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan— y el segundo imperativo kantiano —tratar al otro como un fin y no sólo como un medio— son la llave de la sociabilidad y, por consiguiente, de la educación.
El castigo hace sufrir (a un individuo normal). Ha de ser equitativo o proporcional a la responsabilidad del delito para que se repare, en un nivel aceptable, el estado anterior al conflicto. Lo equitativo del castigo supone que se intenta reinstalar al infractor en la comunidad del aula.
Dice Ricoeur (2006) sobre el Estado, lo que aplica también al maestro, que nunca ha de imponerse la violencia del estigma: nunca se ha de hacer caso omiso de la tríada discontinua y aleatoria de sanción, rehabilitación y perdón (término que en este caso no tiene connotaciones religiosas).
Una vez que llega el fin del castigo, se ha de apelar a la confesión creíble de arrepentimiento (no a las farsas acostumbradas). La confesión sincera abre el sendero a la desgracia superada; es el cambio cualitativo de la lamentación vacía a la esperanza. La imputación tiene que desaparecer bajo la solidaridad, es decir, en el riesgo compartido de que el grupo de contendientes ha aceptado la perspectiva comunitaria en el aula. La confesión de alguien que obró mal, y la promesa de que enmendará el camino (la promesa falsa se detecta porque acción y discurso se contradicen), son una pista para el cambio de castigo a igualdad del infractor con el grupo. Tal es la llave de oro para el verdadero educador.
El desarrollo de un año lectivo también es un acto de rehabilitación en un tiempo limitado; la aplicación de la venganza del profesor, imitado por los niños y adolescentes, deja una mancha duradera en la estima de los señalados como nocivos. Generalmente los padres inculpan al profesor y se desentienden de la educación de sus hijos, entonces la esfera tremendista será que el chico tarambana se vanagloria de haber seguido el camino agresivo del mal, que acostumbra a ser más notado y citado que el bien. La indignación infantil y su venganza no son, o no deberían ser, propias de los adultos. Es una práctica que se enrarece mediante la acumulación de violencias y la falta de madurez en la educación.
Dando prioridad a la práctica y al discurso de los atacantes y del atacado, brota la convivencia soportable que ha sido presionada por el reconocimiento de “no me matarás” física, emocional ni intelectualmente.
La súplica de los señalados con dedo flamígero es que no pierdan la aceptación o el reconocimiento del grupo (los niños se imitan en sus prácticas crueles).
La justicia correctiva cuando es, en palabras de Arendt y Ricoeur, “amorosa”, puede engendrar una espiral ascendente: la balanza sopesa con equilibrio, esto es, trata casos semejantes con desinterés, contra los abusos, las corrupciones, las envidias, y mediante el respeto a la norma o regla enfocada de manera elástica y perentoria.
Amor es un dinamismo de la satisfacción contra el descontento, la alegría de ser con otros y no estar en la angustiosa soledad; la alegría de sentirse satisfecho y no melancólico: es como un himno lleno de analogías que se significan mutuamente y ascienden. El amor es Eros, complementación, es hermandad y, en su extremo más alto, es el don del perdón (de reserva) mediante el cual el regañado o castigado recupera la estima de sí mismo: el “yo puedo” (Ricoeur, 2006: 314). Habiendo confesado la violación de la convivencia en el aula, el alumno adquiere entonces el compromiso de las palabras inviolables y de los actos performativos consecuentes con el discurso.
Hannah Arendt (2005) comparó la actitud magnánima y benevolente con el juicio estético, que también es político. La expresión escueta del gusto —“x me gusta”— deja constancia de haber orientado la experiencia subjetiva hacia la dimensión social. Significa la ávida búsqueda de encontrar las afinidades, la comunión, las coincidencias (que no se detienen en sus aspectos cognoscitivos o históricos, aunque los supongan).
Nada compromete más que el espontáneo gusto en busca de la comunidad. Nada compromete más la educación que el intercambio en dirección a la vida compartida. Nada señala más al profesor nefasto que su odio vengativo y su sociable insociabilidad (son palabras de Kant) siempre violenta o tiránica.
Los secretos no confesadosEn el fundamento, hundido en las profundidades de estas líneas, he ponderado veladamente el amor y la justicia, a sabiendas de que existe una desproporción inicial entre ambas: el castigo es la agresión que incita, al menos en los inicios, a la aversión o el odio.
Ahora bien, las propuestas de la hermenéutica son la invitación sincera, al menos por mí, de que el profesor y el investigador de la pedagogía busquen las mediaciones prácticas entre ambos extremos que, sin duda, siempre serán frágiles y provisionales.
Después de las prohibiciones en clase, de la oposición de la libertad del mentor a la del pupilo, de la necesaria imposición de normas (el asesinado diría Hegel), llega el acuerdo y la formación (Bildung) que va labrando en la piedra la dimensión dialógica que permite acceder a otros puntos de vista, intentar borrar algunas manchas o males, dando seguridad, ayuda y el anhelado permiso social para liberar la bondad creativa.
Si desaparecen el diálogo, el juego no mercantilizado, la justicia y el sentido moral en las aulas, la educación seguirá por el mal derrotero que yo padecí.
El don, la gracia afectiva nunca se entierran. En la primaria únicamente amé a una maestra; hoy la escuela lleva su nombre, y yo recuerdo su cara de general en la batalla, como si fuera un caramelo escondido tras aquella fachada.
Quizá los usos poéticos extremadamente polisémicos del término “amor” han obnubilado los derroteros de los “científicos” de la educación. Únicamente queda apelar a su intuición humanística.
El amor compensa los malos ratos de la justicia. ¿Es factible que nuestro amor por el estudiante fructifique? ¿Cómo el amor, tan escurridizo y lleno de culpas, puede atajar el odio destructivo?
Una medida básica del conocimiento, analizada por la hermenéutica, es la narración. Tal vez lograremos que en forma de cuentos, orales o escritos, por el alumno o los alumnos, se transparente su yo consciente y su yo no consciente.
La experiencia del texto libre que llevó a cabo mi hijo, desde el parvulario hasta el sexto año de primaria, fue echado por la borda porque distraía el plan de estudios de la SEP (era una clase libre y fuera de horario).
En tales relatos no se busca una identidad sustancial incambiable; pero tampoco negamos, a las colectividades y a los individuos, una finalidad a sus aspectos sociables.
Asimismo, la anagnórisis es un paso de siete leguas en la formación del maestro y del alumno.
El nivel estratégico en que deben operar estas confesiones narradas es la intención ética, entendiendo por ética el deseo de mejorar las instituciones que compartimos con y para los otros.
¿Todo lo anterior es el sueño de que los maestros restituyan la atención por el que aprende en una comunidad de hombres libres?
Soñar no es malo, ni los comportamientos límites en las nefastas condiciones sociales destructivas, apocalípticas, en que hemos estado durante la centuria próximo pasada, al tenor de guerras intermitentes, y la actual centuria.
Las ideas de Gadamer, Ricoeur, Beuchot, y de todos los profesores que han seguido esta línea filosófica en la Universidad Pedagógica Nacional, han sembrado una semilla que únicamente pueden regarla los pedagogos.
Los enfoques de los filósofos mencionados apenas empiezan a dar pequeños brotes. Deseo que tengan una perspectiva sugerente, porque la filosofía de la educación ha estado bastante encallada en los últimos tiempos.
Un poeta expresó una recomendación aplicable a la ruta que deben seguir los docentes y los pedagogos, y una felicitación a los buenos profesores e investigadores de la educación: Por el lugar mejor de tu persona, donde capullo tórnase la seda, fiel de tu peso alternativo queda, y de liras el alma te corona (Hernández, 1960: 62).
Doctora en Filosofía. Profesora-investigadora de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)- Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas, y Facultad de Filosofía y Letras. Líneas de investigación: obras de José Joaquín Fernández de Lizardi; literatura mexicana y latinoamericana del siglo XIX; filosofía de la historia, estética y hermenéutica. Publicaciones recientes: (2010, coord. general), José Joaquín Fernández de Lizardi. Obras, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Filológicas (CD-ROM); (2006), La estética en México. Siglo XX, México, FCE/UNAM-Facultad de Filosofía y Letras.