A partir de la epistemología social de Popkewitz, propongo una lectura en torno a dos problemáticas ligadas a los programas educativos compensatorios: una examina directamente cuestiones de representación y acceso de individuos y grupos a las prácticas educativas y sociales; la otra problemática está centrada en las normas y las diferencias imbricadas en la política educativa y en la investigación educativa de las últimas dos décadas, que dan por supuesto que los programas educativos compensatorios son una práctica para producir una sociedad inclusiva. Pretendo mostrar que hay un “doble gesto” en el reconocimiento de necesidades especiales y de poblaciones que requieren estrategias particulares para ser incluidas. Éste consiste en que el mismo sistema de argumentos que diferencia a los excluidos está formado por reglas, normas y valores, no dichos, de lo que es clasificado como “normal”, y que ambos son aspectos coexistentes de un mismo fenómeno, y no opuestos.
Based on Popkewitz's social epistemology, I propose a reading concerning two problems related to compensatory education programs: one directly examines issues of representation and access for individuals and groups to educational and social practices; the other problem focuses on norms and differences that have been incorporated in educational policy and in educational research over the last twenty years, which take for granted that compensatory education programs are a means of producing an inclusive society. I seek to show that there is a “double gesture” in recognizing special needs [persons] and groups that require particular strategies for inclusion. In this double gesture, the same system of arguments that differentiates excluded persons is made up by unwritten rules, standards, and values for what is classified as “normal,” and both are coexistent aspects of the same phenomenon, and not opposed.
De acuerdo con Dussel (2004), cada vez hay más señales de la necesidad de cuestionar los principios y los modos de razonamiento sobre “la escuela moderna”, ya que varios de ellos serían parte del problema antes que su solución. Las perspectivas críticas han mostrado que la escolaridad debe ser entendida como una práctica histórica que ha cristalizado en un marco institucional particular, contingente y en cierto modo arbitrario; este marco ha servido a múltiples propósitos, no necesariamente los proclamados por los sistemas escolares fraguados a partir de la segunda mitad del siglo XX, los cuales nos resultan tan familiares, tan “normales”. Más aún, diversos autores argumentan que incluso las nociones de “libertad” e “igualdad” han venido siendo redefinidas de tal forma que han llevado a la obediencia y a la exclusión social (Popkewitz, 1998, 2009; Tiramonti, 2001, entre otros). Por ello, cuestionar las causas de la extendida injusticia social y educativa probablemente deba comenzar por interrogar los “relatos sobre la inclusión”, es decir, la narrativa que sostiene que el crecimiento y el mejoramiento del sistema escolar moderno es la única manera de educar y democratizar las sociedades. Tal como observa Dussel (2004: 306), citando a Popkewitz, “la inclusión ha sido un proyecto político fundamental en sociedades que, paradójicamente, han excluido sistemática y categóricamente a grupos sociales”. Sin embargo, no se trata de menospreciar ni deslegitimar estas luchas, sino de la manera en que hemos concebido la inclusión, a menudo reducida sólo a la falta de acceso de ciertas poblaciones a la institución escolar (aquí resulta ilustrativo aludir a los programas compensatorios); poco o nada se dice de sus formas de participación ni del reconocimiento de sus singularidades y derechos, así como el doble gesto implícito en la forma de pensar este fenómeno, o como diría Popkewitz, este “sistema de razón”.
Categorías como diferencia, desigualdad o exclusión, que a menudo se emplean para quien no posee hábitos de estudio adecuados o no cuenta con las habilidades y condiciones para el aprendizaje, parecen neutrales y hasta posibles de mejorar. Sin embargo, de acuerdo con Popkewitz (2006), poco se reconoce que las habilidades o disposiciones que impiden “la inclusión” son narrativas de aspectos culturales relacionados con aquello que el niño debiera ser. Desde otro ángulo lo antedicho proyecta temores acerca de las personas que no cumplen con ese deber ser, y con ese futuro planeado.
Como espero mostrar en este documento, hay un “doble gesto” en el fenómeno del reconocimiento de “necesidades especiales” y de poblaciones que requieren estrategias particulares para ser incluidas mediante los programas compensatorios; consiste en que el mismo sistema de argumentos que diferencia a tales poblaciones está construido por normas y valores no dichos, es decir, se omiten características que son valoradas negativamente u omitidas de lo que es clasificado como “normal” (Popkewitz, 2006; 2009).
De este modo, propongo realizar una exploración del discurso de la inclusión, asociado a la equidad educativa y traducido en la lógica de las políticas y programas educativos compensatorios, así como en cierta parte de la investigación educativa en México en las últimas dos décadas. Para realizar esta tarea, primero doy una apretada síntesis de la perspectiva de la “epistemología social” de Popkewitz, así como de las herramientas conceptuales y el material utilizado. Enseguida, contextualizo brevemente la oficialización de los programas compensatorios en México y sus objetivos. Posteriormente analizo los programas compensatorios como “problemas de equidad” y como “problemas de conocimiento”; abundaré en esta trama debido a que ha sido la menos abordada. Cierro el texto con algunas consideraciones finales del recorrido realizado.
Sobre la perspectiva de análisisEn este trabajo seguiré ciertos planteamientos del investigador estadounidense Thomas Popkewitz, cuyo trabajo está emparentado con el pensamiento de Foucault, como lo reconoce él mismo. Sigo la tradición de “historizar”, esto es, “situar el conocimiento y [las] prácticas sociales en el contexto de las luchas [de] lo que clasifica, ordena y define los objetos del mundo” (Popkewitz, 2003: 176, nota 13). Tal tradición nuestro autor la denomina “epistemología social”, la cual contrasta con el historicismo de cuño norteamericano.2 En otro texto, Popkewitz dirá que su epistemología social se preocupa por “cómo los sistemas de ideas construyen, configuran y coordinan la acción a través de las relaciones y el ordenamiento de los principios que establecen. En este sentido, el conocimiento es un campo de prácticas culturales que tienen consecuencias sociales” (2003: 155).
Si bien la epistemología social desafía al “historicismo”, le subyace una paradoja, a saber: el actor de aquél es “descentrado”, más precisamente, “reintroducido mediante una desestabilización de las condiciones que limitan e interiorizan la conciencia y sus principios de orden”. De ese modo, se crea una gama de posibilidades para la acción a través de la dislocación de los principios de ordenamiento que definen nuestras subjetividades; es decir, se establecen “reglas de verdad”, contingentes, históricas y abiertas a la crítica (Popkewitz, 2003).
El investigador estadounidense ha “historizado” los patrones de pensamiento de la “reforma escolar” estadounidense, la formación de ciudadanía y el aporte que aquí nos interesa: las prácticas de inclusión/exclusión, entre otros temas. En este sentido, entendemos los programas compensatorios impulsados en México, especialmente desde la última década del siglo XX, como dispositivos remediales enfocados en la permanencia —y se sobreentiende que en la inclusión— del alumnado de la escolaridad básica, principalmente. Para dar cuenta de la inclusión/exclusión nuestro autor alude a una doble lectura de dos “problemáticas” involucradas: una “problemática de la equidad” y otra “problemática del conocimiento”.
Popkewitz habla de problemática “para llamar la atención sobre el conjunto de normas y estándares que ordenan aquello que es nombrado, visto, sentido y realizado para rectificar el problema de la exclusión social” (2006: 3). Desde esta perspectiva, la investigación se interroga acerca de quién se beneficia y a quién se perjudica, según el funcionamiento de los sistemas escolares, a través de la evaluación, el currículo, las prácticas de financiamiento, de recursos escolares, etc. Por lo tanto, la equidad como problema implica la inclusión y el aumento de la representación y el acceso de los individuos y los grupos perjudicados. Así, la inclusión y la exclusión se ven como categorías singulares y contrapuestas.
La perspectiva de la problemática de la equidad es un tratamiento parcial que debemos complementar, de acuerdo con Popkewitz, con lo que denomina la problemática del conocimiento, la cual “se ocupa de las reglas históricamente incorporadas que hacen posible la representación, y que ésta sea razonable para la acción” (Popkewitz y Lindblad 2005: 142). En otras palabras, la problemática del conocimiento se ocupa del conocimiento como práctica material (no sólo en términos de ideas y conceptos), sobre “cómo los sistemas de razón generan históricamente principios de diferenciación y división, a través de los cuales se construyen las representaciones de los actores y las normas de acción” (Popkewitz y Lindblad 2005: 144).
En ese sentido, al enfocarse en cómo la razón hace que el actor esté representado en la problemática de la equidad, y cómo ésta es determinada históricamente, las categorías y clasificaciones de los programas compensatorios y de la escolaridad funcionan como mapas que identifican aquello que es importante para prestar atención; es decir, un mapa que mediante distinciones y categorías, diferencia y divide a los objetos sobre los que se reflexiona y que orientan la acción. Se trata de “mapas” que no sólo ubican lo que hay “dentro” de la razón (por ejemplo, cualidades y disposiciones que el docente tiene que identificar, desarrollar y mantener en la enseñanza), sino que también “dicen” —por omisión— lo que está “fuera” de la razón (Popkewitz y Lindblad, 2005). Popkewitz da como ejemplo el pensar en un niño como un “sujeto que resuelve problemas” (2006: 4); ello implica crear un mapa mental acerca de qué es importante para diferenciar en su expresión oral o en sus actividades. Siguiendo con este ejemplo, el mapa del niño implica distinguir y prestar atención a ciertas cualidades, y no a otras.
En breve, buscaré abordar la problemática de la equidad y del conocimiento implicada en los programas compensatorios en México iniciados en la última década del siglo XX. Para ello se consultó material que ha descrito y evaluado estos fenómenos, tanto en el ámbito oficial como académico: planes educativos nacionales, así como una reducida parte (no representativa, sí significativa) de la investigación educativa nacional que discute las desigualdades educativas, ya que es en ese marco que se han configurado. Con ello se busca contribuir a “historizar” dichos programas, como un dispositivo construido para enfrentar las desigualdades en la escolarización de ciertas poblaciones en el nivel básico en México, mismos que al mismo tiempo que han generado cierta inclusión, también han propiciado exclusiones.
Antes de abordar el cometido principal, vale la pena una breve síntesis de las condiciones de posibilidad en la que surgen los discursos sobre los programas y las políticas compensatorias en el país, así como los rasgos principales de los mismos, que servirán de marco para el análisis posterior.
La sedimentación de los discursos sobre los programas compensatorios y la equidad en MéxicoA principios de 1990, empiezan a ser protagónicas en Latinoamérica nuevas formas de entender el papel de la educación en general, de manera que quedan al centro argumentos que hablan de la “transformación de las estructuras productivas” unidos a una “progresiva equidad social”, articulados a través de ideas como la expansión del conocimiento, asociado al progreso de las tecnologías de información y comunicación, así como al “desarrollo de la capacidad de aprender a aprender”, en un marco de adecuación institucional permanente. Estas ideas quedaron sintetizadas en un eslogan que fue título de un libro: “la educación y el conocimiento como eje de la transformación productiva con equidad” (CEPAL, 1992). Ello tuvo como antecedente más importante la reunión de 1990, llamada “Educación para Todos” (Jomtien, Tailandia), impulsada por organismos internacionales. Sin embargo, en el marco del modelo neoliberal latinoamericano, la propuesta de sostener la equidad como objetivo estratégico, junto con la competitividad económica, no se tradujo en proposiciones operativas concretas. Más aún, hubo “una disminución de las tasas de crecimiento económico y de incremento de la productividad, así como una distribución más desigual de los ingresos” (Torres y Tenti, 2000: 5).
Las reformas educativas de los años noventa se enmarcaron en procesos de reforma de los Estados latinoamericanos, en sintonía con los esquemas de políticas dominantes tendientes a la liberalización y la “competitividad”; con ello se buscaba hacer del mercado el eje de la estructura societal. En dicho marco, la lógica de la focalización para “el combate a la pobreza” se hizo presente en los programas de todas las áreas sociales de la región debido al agravamiento de la situación social y económica, y se dio paso a los programas compensatorios orientados por “principios de discriminación positiva a favor de los sectores más pobres” (IIPE, 2002: 85).
En México, como parte de la “transición” de los años noventa hubo cambios que convergieron con los movimientos internacionales y que reestructuraron el sistema educativo nacional. Por una parte, la firma en 1992 del Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica y Normal (ANMEB), entre el gobierno y el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), dio origen a varias “políticas de Estado”.3 En tal marco, el rezago o “atraso educativo” ocupó gran espacio en el diagnóstico del ANMEB y ratificó la política de atención para “zonas desfavorecidas”, o en situación educativa “crítica”, que ya marcaba el plan educativo nacional de 1989 (Chávez y Ramírez, 2006). En el ANMEB se observan las primeras huellas tendientes a sedimentar el discurso de la compensación en el campo educativo. Ahí se aludió explícitamente al papel de la SEP en su “función compensatoria entre estados y regiones”, especialmente destinando más “recursos a aquellas entidades con limitaciones y carencias más acusadas”. Asimismo, se planteaba diseñar y ejecutar “programas especiales que permitan elevar los niveles educativos en las zonas desfavorecidas o en aquéllas cuya situación educativa es crítica”. Tales programas buscarían mejorar “la eficiencia terminal de la educación primaria y reducir el analfabetismo en las zonas y entre los grupos de mayor atraso educativo” (DOF, 1992: 8).
Por otra parte, la política de fomento a la equidad educativa alcanzó rango jurídico nacional con la nueva Ley General de Educación (1993), que dedicó todo un capítulo al tema. En dicha Ley el Estado se comprometió con la reducción de las desigualdades educativas, encauzándolas por medio de programas compensatorios; asimismo, ese mismo año se modificó el artículo 3° constitucional para aumentar los años de educación obligatoria, que pasaron de seis a nueve años.4
Cabe destacar que los programas compensatorios no iniciaron en los años noventa, pues al menos desde la década de los setenta se hablaba de ellos en la investigación educativa mexicana, sobre todo del vecino país del norte (Estados Unidos) (Guzmán y Schmelkes, 1973; Muñoz et al., 1979, entre otros). De cualquier modo, desde entonces se les consideraba como un dispositivo preventivo y/o remedial para enfrentar el “rezago educativo” de ciertos sectores de la población. Si bien puede decirse que han cambiado en sus denominaciones y modos de intervención, incluso en sus formas de conceptualizarse, a partir de la última década del siglo XX se observa como el dispositivo oficial más importante para “igualar” o hacer más “equiparable” cierta distribución educativa, ya sea mediante insumos o diseños escolares alternativos (SEP, 1995; Weiss, 2002). El desarrollo de tales programas sucedió entre las décadas setenta y ochenta, pero en los años noventa podemos decir que se sedimentaron conceptualmente como parte de las políticas educativas, pues entre otras razones adquirieron rango constitucional en los artículos 34 y 35 de la Ley de 1993, dentro del apartado sobre “equidad”.
Los objetivos y metas de los programas compensatoriosEl Programa para Abatir el Rezago Educativo (PARE)5 marcó, en 1991, el arranque oficial de los programas compensatorios en México mediante el aporte financiero federal y un crédito del Banco Mundial. Los objetivos generales del PARE fueron: 1) propiciar la equidad en el acceso y la permanencia de los alumnos de educación primaria, garantizando el ejercicio del derecho a la educación de cada individuo; 2) incrementar los niveles de aprendizaje y el mejoramiento de la calidad de la enseñanza en aquellas regiones con bajos índices educacionales y en grupos con condiciones sociales y económicas en desventaja; 3) apoyar con recursos complementarios a los gobiernos de las entidades federativas con mayores rezagos educativos; y 4) fortalecer la organización y la capacidad de administración educativa (SEP, 1995).
Según Arzate (2011), un antecedente inmediato del PARE y de los programas de lucha contra la pobreza extrema fue el Programa Nacional de Solidaridad, donde destacan dos subprogramas: “Niños en Solidaridad” y “Escuela Digna”. Ambos tuvieron cobertura nacional entre 1988 y 1994, y en 1997 se convirtieron en parte de los “componentes” del Programa de Educación Salud y Educación (PROGRESA), el cual en 2002 fue denominado “Desarrollo Humano Oportunidades”, vigente hasta 2012.
Interesa hacer notar que el universo de atención de los programas sociales citados ha tenido gran coincidencia con el de los programas educativos compensatorios, aunque cabe reconocer que no son lo mismo y guardan entre ellos tanto semejanzas como diferencias. Me interesa destacar lo común de tales dispositivos, en especial la lógica focalizada de atención en ciertas poblaciones y su expectativa de que la escolarización es, per se, inclusiva. Así, el PROGRESA, en materia educativa, tuvo como objetivo apoyar la asistencia y permanencia en la escuela de los niños y los adolescentes de sectores pobres, particularmente los de zonas rurales marginadas; Oportunidades mantuvo los componentes de su antecesor, pero extendió su cobertura al bachillerato mediante becas para los estudiantes y amplió su radio de acción a zonas urbanas marginadas; el componente educativo de estos programas ha sido administrado por la Unidad de Programas Compensatorios del CONAFE desde su puesta en marcha (Chávez y Ramírez, 2006).6
La razón de ser de la compensación educativa en México ha sido el abatimiento del “rezago educativo”, significante incluido en todas las denominaciones de estos programas hasta 2012. De acuerdo con Chávez y Ramírez (2006), en sus distintas versiones, este combate ha abarcado dos grandes objetivos: a) la búsqueda de equidad en el acceso y la permanencia, es decir, la inclusión en la educación básica obligatoria, principalmente; y b) el incremento en los niveles de aprendizaje mediante el mejoramiento de la calidad de la enseñanza; aunque se ha reconocido más la realización de lo primero que de lo segundo (Muñoz Izquierdo, 1995; OCE, 1999; Weiss, 2002).
Se pueden mencionar otros tres rasgos comunes a los programas compensatorios mexicanos, que comparten con los realizados en Latinoamérica desde los años noventa: 1) son parte constitutiva de las reformas educativas realizadas en la región ante el incremento de la pobreza y la desigualdad; 2) estimularon proyectos locales (mediante diversas estrategias de focalización), como parte de la meta descentralizadora presente en todas las reformas nacionales; y 3) pretendieron desarrollar la participación de los beneficiarios de estos programas en su diseño y gestión, pero lo consiguieron sólo parcialmente o no lo hicieron (IIPE, 2002). De este modo, tales programas han estado dirigidos hacia localidades con “bajos índices de desarrollo socioeconómico y educativo”, o poblaciones en “pobreza extrema” o “en riesgo”, como a menudo se les ha identificado.
Los programas compensatorios como respuestas a la “problemática de la equidad”En términos generales, los objetivos, los componentes y la estrategia de intervención de los programas compensatorios se han mantenido a lo largo de más de dos décadas, aunque paulatinamente se han incorporado cambios; el más evidente es la extensión de la cobertura, y en menor medida, los criterios para seleccionar “beneficiarios” —el procedimiento de focalización— así como en el contenido y la operacionalización específica (Chávez y Ramírez, 2006).
Así, en el Programa para la Modernización Educativa, 1989-1994, en su diagnóstico, se aconsejaba: “concentrar prioritariamente los esfuerzos en las zonas urbanas marginadas, en la población rural y en la indígena” (PEF, 1989: 9). En el mismo sentido encontramos al PARE, así como sus versiones posteriores, a través de las cuales se canalizaron recursos en aspectos materiales (infraestructura física, materiales didácticos) y no materiales (especialmente capacitación de agentes educativos escolares) de la educación primaria rural (Torres y Tenti, 2000; Chávez y Ramírez, 2006). Por su parte, en el PROGRESA se anotaba que, “es imperativo que se orienten eficazmente a los hogares en pobreza extrema en las regiones marginadas del país.. para asegurar una clara focalización de sus acciones” (citado por Boltvinik, 2000: s/p). Finalmente, en los planteamientos del Programa Sectorial de Educación (PSE) 2007-2012, se anotaba que: “La exigencia de una educación de calidad ha de ser más radical y urgente en las escuelas donde se forman los alumnos provenientes de los sectores más desprotegidos y vulnerables” (SEP, 2007: 10).
Siguiendo con Popkewitz y Lindblad (2005), el análisis de los programas compensatorios alude explícitamente a la “inclusión educativa”. Esto lo podemos observar en el tejido de una serie de categorías; en mi caso distingo tres conjuntos en los documentos revisados:7 1) la inclusión económica, comprendida en dos sentidos: a) se demanda una distribución equitativa del presupuesto en la escala federal, estatal, municipal y entre los distintos niveles educativos y sectores sociales; b) en términos de los potenciales beneficios de la educación para que los sujetos se inserten en el mercado de trabajo, donde suelen entroncar temas de clases sociales y estratificación. 2) La inclusión cultural, relacionada principalmente con el acceso de las mujeres y niñas, y los grupos étnicos y religiosos a las escuelas. 3) Propiamente la inclusión al sistema escolar de niños y adultos, que adquiría al menos dos variantes: a) la inclusión geográfica debido a la dispersión de la población; y b) dado el énfasis sobre los resultados escolares en la mayoría de textos (más que en el ingreso y la permanencia), la inclusión se observa como el efectivo tránsito de los sujetos por el sistema escolar y su correspondiente credencialización.
Veamos algunos ejemplos académicos y oficiales donde se teje la inclusión en relación con las tres categorías anunciadas, teniendo en cuenta que suelen presentarse mezcladas en los textos, sobre todo en los que pretenden abarcar todas las dimensiones de la desi- gualdad, tales como planes o diagnósticos nacionales.
El artículo 34 de la Ley General de Educación (1993) explicitaba que:
…el Ejecutivo Federal llevará a cabo programas compensatorios por virtud de los cuales apoye con recursos específicos a los gobiernos de aquellas entidades federativas con mayores rezagos educativos, previa celebración de convenios en los que se concierten las proporciones de financiamiento y las acciones específicas que las autoridades educativas locales deban realizar para reducir y superar dichos rezagos.
Los trabajos, entre otros, de Martínez Rizo (2002) y Bracho (2002) claramente dan cuenta de la descripción de los incluidos y los excluidos a nivel nacional en relación con la entidad federativa de residencia o con los grupos de edad y el género, entre otras variables. Otro ejemplo es el texto de Mier y Rabell (2002), quienes miden la evolución de las desigualdades en la terminación de la primaria y el ingreso a secundaria de los niños mexicanos entre 1960 y 2000, enfocando tres tipos de desigualdades: por condición rural o urbana de la localidad de residencia, por sexo y por condición de hablante de un idioma indígena. Asimismo, el INEE, en su informe de 2007 sobre escuelas indígenas, educación comunitaria y telesecundaria, afirma que la desigualdad “es el sello distintivo” del sistema educativo mexicano, y que dicha desigualdad “se presenta en las oportunidades de acceso, en las trayectorias escolares, en los resultados de aprendizaje y, de igual forma, en las condiciones en las cuales se ofrece el servicio educativo a diferentes sectores de la sociedad” (2007: 17). Se dice también que el sistema escolar debe ofrecer educación a una población profundamente desigual, debido a las características socio- económicas de los alumnos, las condiciones escolares, o ambas.
Este rápido esbozo de la problemática de la equidad resulta dominante en los estudios nacionales. La mayoría parte del supuesto de que la correcta mezcla de políticas puede producir una sociedad totalmente inclusiva sin —al menos teóricamente— exclusión e ine- quidades, tales como las definidas por clase, género o etnia. Así, la investigación y las políticas educativas tratan a la inclusión y la exclusión como entidades separadas, y se proponen a menudo, como salidas adecuadas, teorías liberales o neomarxistas de la desigualdad y la estratificación social, aunque con agendas diferentes (Popkewitz y Lindblad, 2005).
De acuerdo con Popkewitz y Lindblad (2005), en los documentos citados la “problemática de la equidad” conceptualiza al Estado como un actor “soberano”, capaz de modular la inclusión de los grupos analizados bajo las categorías de género, etnia o clase, etc., mediante prácticas legales y administrativas. Sin embargo, debemos cuestionar tal lógica, pues podemos ilustrar las sombras que han acompañado, por ejemplo, la atención a los grupos étnicos, ya que desde los años sesenta el gobierno reconocía su falta de acceso a las escuelas nacionales (Latapí, 1964; Muñoz et al., 1979). Entonces se establecieron políticas y programas escolares, capacitación profesional, así como “escuelas indígenas”, para incrementar la participación de los grupos étnicos mexicanos en el sistema escolar. Sin embargo, hasta hoy, los propios datos oficiales muestran que han sido insuficientes y poco pertinentes —en términos culturales— a sus necesidades y aspiraciones.
Sin embargo, Popkewitz, al referirse a la “problemática de la equidad”, critica los esquemas de intervención social para modificar las condiciones sociales y a las personas, ya que en ello subyace una suposición de la investigación, la cual “postula que, una vez que los factores y sus mecanismos de inequidad se empiecen a vislumbrar, es posible que las políticas y programa más eficientes generen progreso”. Tal observación, sostiene el investigador, desconoce los límites de la investigación y de la planificación “para emancipar el futuro” (2009: 198-199).8
Los programas compensatorios como “problemática de conocimiento”Popkewitz y Lindblad anotan que la problemática del conocimiento se centra en “cómo los sistemas de razón producen las subjetividades que luego normalizan ciertas características y capacidades del individuo” (2005: 145). Esto sugiere repensar las formas conceptuales que utilizamos para organizar la investigación, pues no se trata de sólo sumar la problemática de la equidad y del conocimiento, sino de relacionar campos de interacción sobre los principios de inclusiones y exclusiones; estos principios, a su vez, están ligados con aspectos culturales acerca de quién es y quién debería ser el niño en cada contexto particular; con la dualidad de la expectativa del niño educado y el temor al niño no educado; y con la planificación (científica) del futro y los temores del presente.
Una línea superadora de las críticas a las políticas y los programas compensatorios educativos sugiere pensar nuevas formas de inclusión “integral” y la necesidad de pensar mecanismos e instituciones que eviten cristalizar las injusticias permanentemente. Se habla entonces de dar mejor formación docente y directiva a los sectores más pobres, más tiempo y mejores espacios y materiales, reducir progresivamente las desigualdades en los resultados a través de una oferta diferenciada según las necesidades de los alumnos, etc. (SEP, 2007; INEE, 2007; López, 2008). La visión integral probablemente sea una alternativa, pero no debe descuidarse la sombra que está implícita en toda política inclusiva: generan a su vez nuevas exclusiones en el mismo ejercicio de su realización. Abundo al respecto en lo que sigue.
A continuación exploro cómo las categorías y clasificaciones que subyacen en las políticas compensatorias en general, y en la escolaridad en particular, funcionan como mapas que diferencian y dan relevancia a ciertos puntos (y no otros) al “sistema de razón” que le da sustento. Las categorías identifican aquello que es importante para prestar atención, y permiten “mapear” distinciones de ciertos senderos y ocultar otros, esto es, lo que queda “fuera” de la razón (Popkewitz, 2006).
Lo anterior plantea cuestiones sobre la forma de construir el conocimiento de los programas compensatorios. Abordo, entonces, cuatro conjuntos de tramas asociadas donde se observa el sistema de razón que narra una “historización” de los programas compensatorios. Se parte de la hipótesis de que la inclusión/exclusión es un solo concepto, una relación conceptual tensa, y no una oposición, como la problemática de la equidad lo ha sostenido de modo dominante, tanto en los discursos oficiales como la mayoría de académicos: a) los programas compensatorios como un doble gesto de inclusión/exclusión; b) el silenciado estándar de la exclusión; c) esperanza y temor al niño no-educado y a las poblaciones peligrosas; y d) la planificación del futuro: creando exclusión mediante la inclusión.
Los programas compensatorios como un doble gesto de inclusión/exclusiónA menudo se dice, ante todo en el discurso oficial, que los programas compensatorios son un dispositivo para combatir las desi- gualdades escolares, un dispositivo de inclusión educativa. Sin embargo, también se han reconocido, especialmente en el ámbito académico, las limitaciones relacionadas con el sesgo “materialista”, así como su perspectiva focalizada, que entra en tensión con una perspectiva más integral de la problemática de las desigualdades; lo antedicho claramente apunta hacia una sombra de exclusión. De acuerdo con Duschatzky y Redondo (2000: 124), con la perspectiva focalizada como modalidad de “inclusión” se confiesa la exclusión (por omisión), es decir, “el fracaso de la utopía integradora que impulsó el nacimiento del sistema educativo moderno”; asimismo, quiebra el imaginario de la educación pública y se constituye en un poderoso dispositivo de regulación social.9
Desde otro ángulo, la focalización en las escuelas y en los alumnos “más pobres” promovida por las políticas compensatorias supone una individualización de la pobreza y con ello el riesgo de estigmatización, ya que sus destinatarios son interpelados en su condición de “pobres”, es decir, por lo que “no son”, por lo que “no tienen”, más que en su condición de ciudadanos (Duschatzky y Redondo, 2000); es decir, la focalización tiene efectos sobre las subjetividades y las identidades sociales que si de cierta manera o nivel consiguen incluir, en otro momento y/o nivel propician nuevas exclusiones (Kaplan y García, 2006). Se instala sobre los pobres cierta idea de “déficit cultural”, que a menudo el discurso gubernamental manipula mediante una “lógica de inducción” para que cada individuo pobre emule a los de clases medias o altas; asimismo, se (re)producen relaciones socio-políticas características del corporativismo y el clientelismo político (Rambla, 2006). Esto trae como consecuencia que, en lugar de favorecer a los beneficiarios de estas políticas, se les perjudica.
Podemos observar también el doble pliegue de la inclusión/exclusión de los programas compensatorios en el campo educativo en las categorías que se han formulado en relación con la clase, el estatus socioeconómico, o con la ubicación geográfica, las cuales fueron privilegiadas entre los años sesenta y ochenta del siglo XX (Aguilar, 2011); a estas categorías se sumaron, entre los años ochenta y noventa, la etnicidad (o según la literatura anglosajona, “la raza”), y el género (a menudo tratado como sexo); y más recientemente se han añadido otras categorías: discapacidad o necesidades educativas especiales, migrantes, jefas de familia, madres adolescentes, etc. En otras palabras, a medida que se han identificado ciertos grupos o categorías de poblaciones con miras a su inclusión, se han desprendido otros nuevos. Un ejemplo es el caso del “género”, que se abrió paso entre los años ochenta y se sedimentó durante la década del noventa del siglo XX, desplazando a la categoría de “sexo”, identificada desde los años setenta, y que permanece hasta nuestro días; durante los noventa el género se desdobló en grupos como madres adolescentes, mujeres indígenas, jefas de familia, niñas en situación de calle, etc. Es decir, a medida que emergió una categoría de población para incluir en el sistema escolar, posteriormente se fueron diferenciando nuevos grupos o individuos reconocidos como excluidos.
De acuerdo con Popkewitz (1998; 2003), debemos reconocer los “efectos de poder” que han implicado las categorías y usos de la investigación educativa; esto en relación con los conocimientos generados con la “gobernación” de las poblaciones consideradas “desi- guales” de parte de los gobiernos y los Estados a lo largo de la historia. Entre los principales mecanismos de dicha gobernación podemos citar las estadísticas, las cuales incorporan una causalidad práctica que es producto de la relación de orden entre sus categorías (un estándar y sus desviaciones). Asimismo, las estadísticas construyen “clases de personas, inventarios o perfiles de las personas que pueden ser gestionados”. Tales “clases de personas” producen biografías que no sólo acompañan a los grupos, sino que establecen la gobernabilidad de la acción individual y de su participación. En breve: “La fabricación de clases de personas y biografías es una práctica de gobierno en la construcción de inclusión/exclusión” (Popkewitz y Lindblad, 2001: 126, traducción propia).La escolarización como promesa sobre el niño del futuro yeltemor sobre “el niño no educado”
Las expresiones que generalizan compromisos públicos encarnados en los programas compensatorios, tendientes a encaminar y reparar las condiciones provocadas por la pobreza, la discriminación y el fracaso escolar, se establecen mediante sistemas comparativos de reconocimiento y diferencia. La cualidad comparativa está expresada en la yuxtaposición de expresiones tales como “todos los niños pueden aprender” y “nadie debe ser excluido”. Ambas encarnan un continuum de valores que normalizan las cualidades y las características del niño (Popkewitz, 2006).
Un ejemplo ilustrativo al respecto lo encontramos en el plan educativo del gobierno foxista, en el objetivo estratégico ligado a la calidad y el logro educativo, donde se propusieron: “Garantizar que todos los niños y jóvenes que cursen la educación básica adquieran conocimientos fundamentales, desarrollen las habilidades intelectuales, los valores y las actitudes necesarios para alcanzar una vida personal y familiar plena” (SEP, 2001: 129).
De este modo, la frase todos los niños y jóvenes actúa como un compromiso hacia un sistema equitativo. Ese todos personifica aspectos culturales tácitos acerca de las cualidades y características de un niño que parecen universales (es ahistórico y descontextualizado). Es tácito porque ese todos aparece en los discursos oficiales y de la investigación como si todos supieran a qué niño se alude. De hecho, cuando se habla de ese niño universal se alude (por omisión) también al niño que no alcanza las expectativas y logros: es el niño “en riesgo” o el excluido, el cual es objeto de intervención de los programas compensatorios por no ser como el niño universalizado, más precisamente, “normalizado” (Popkewitz, 2006).
Es posible considerar la esperanza y el temor en la política educativa y en la investigación educativa, en relación con los programas compensatorios y la equidad, al considerar narrativas acerca del éxito o el fracaso escolar. Con frecuencia, en ambos registros discursivos el niño que fracasa, el excluido, es el “pobre”, el indígena, quien no está motivado o quien no cuenta con la estructura familiar que le proporcione las herramientas necesarias para el desarrollo y el crecimiento. Por ejemplo, el Plan Nacional de Educación 2001-2006 se propuso, en su objetivo 1.3.1 sobre justicia educativa y equidad: “Canalizar recursos proporcionalmente superiores, con base en la inversión por alumno, a la población en condiciones de desventaja y en riesgo de fracaso escolar, para compensar las desigualdades sociales y regionales, para atender la diversidad cultural y lingüística y avanzar hacia la justicia educativa” (SEP, 2001: 130).
Palabras como pobres “en desventaja” y “en riesgo” pueden ser consideradas para comparar entre lo que está bien y es inclusivo, pero al mismo tiempo instauran lo que no es valorado y debe ser cambiado y, por lo tanto, excluido. Siguiendo a Popkewitz, hay normas tácitas acerca de las cualidades que valoran la etnia, la condición social y la motivación, etc., que se pretenden incluir. La dualidad está instalada en los discursos de la enseñanza y la compensación construyendo un continuum de valores que comparan, dividen y simultáneamente excluyen tanto como incluyen.
De hecho, con la puesta en marcha de los programas compensatorios se fue filtrando, a través de sutiles mecanismos, que el alumno “pobre” se instituyera como una identidad fija y homogénea. Como si ser pobre fuese la cualidad más relevante de los alumnos, como si se definieran casi exclusiva y excluyentemente por su condición social de origen. De este modo se instaló cierta idea de “déficit cultural” y cierto fatalismo de la pobreza, disecando las cualidades del “niño pobre” en una suerte de “naturalismo de la pobreza” (Kaplan y García, 2006); traducido al lenguaje escolar, se ha venido aludiendo a estas ideas como “poca estimulación”, “falta de hábitos e interés”, “dificultades cognitivas”, etc., entre cuyas consecuencias destacamos el riesgo de estigmatización de los “beneficiarios”, así como el consecuente impacto en la subjetividad de los mismos, ya que esto supone, en cierto modo, la asignación de una identidad tutelada, ligada a la lógica de la caridad y la asistencia; lejana de la exigencia y vigencia de derechos y de la constitución de ciudadanos (Duschatzky y Redondo, 2000).
Existe entonces un lado sombrío de la supuesta inclusión a la nación, a la “sociedad del conocimiento” y el estilo de vida del “cosmopolita inconcluso”, pues ha venido aparejada con lo que Popkewitz alude como “procesos de abyección” (2009).10 La esperanza en el ciudadano del futuro conlleva preocupaciones y ansiedades acerca del niño que no se ajusta a los modos de vida valiosos para las políticas educativas o para la investigación educativa.
De acuerdo con Popkewitz (2009), existen narrativas en curso que relacionan las esperanzas puestas en la educación como forma para luchar contra ciertos temores de degradación social y moral: altas tasas de pobreza, la fuerte desigualdad y el aumento de la criminalidad, etc. Así se mostraba en la literatura estadounidense a principios del siglo XIX, en las narrativas sobre la “cuestión social” estudiada por la Escuela de Sociología de Chicago. En la actualidad, las esperanzas y los temores son denominados utilizando las sutilezas de la terminología psicológica como: hábitos de estudio pobres, indisciplinados, desertores, “chicos-problema”; y términos sociológicos como delincuencia juvenil, pobreza, marginación y familias “disfuncionales” (Dussel, 2004; Popkewitz, 2006). La respuesta cada vez más generalizada que la escuela articula frente a estos excluidos se limita a pensar nuevas estrategias de motivación, nuevas pruebas para detectar y clasificar los comportamientos de quienes emergen como “problemáticos”. Convengo con Dussel (2004), sobre la hegemonía de la psicología educacional, como una versión que esencializa muchos comportamientos, y que ha despolitizado y deshistorizado dramáticamente la cuestión de la inclusión y la exclusión, al plantear que lo único que deben hacer los educadores es encontrar soluciones técnicas y diseños institucionales o curriculares actualizados.
El (silenciado) estándar de la exclusiónEn el apartado anterior mencioné que la escolarización ha sido una práctica para crear una sociedad a través de la formación del niño como sujeto universal. Pero el tipo de ciudadano imaginado por la escolarización no ha sido fijo, pues en otros tiempos generalmente se pensó como un productor (años setenta) luego como un consumidor (años noventa) y más recientemente coincide con lo que Popkewitz denomina un cosmopolita inconcluso. Popkewitz usa tal expresión para aludir al “estudiante permanente”, un modo de vida que nunca concluye en la toma de decisiones, así como en la búsqueda de conocimiento y la innovación (2009). Se trata de una particular tesis cultural acerca del niño que será capaz de actuar con virtudes tales como una ética cosmopolita universal, que respeta la diversidad, promueve el cambio y trabaja permanentemente para innovar, etc.; en resumen, una subjetividad percibida como la de un empresario potencialmente exitoso (2009).
De esta manera, se establece una suerte de “perfil deseable”, un estándar, que sirve de mecanismo no sólo para visualizar el futuro, sino para clasificar y comparar a los grupos e individuos que no “cumplen” con él. Un par de ejemplos donde se observan los rasgos del cosmopolita inconcluso en México los encontramos en los planes educativos nacionales más recientes. El plan del periodo de Fox (2000-2006) señalaba que en la educación básica se habrían de adquirir conocimientos fundamentales, habilidades intelectuales, valores y actitudes para vivir una vida plena, tanto familiar como individual, así como “ejercer una ciudadanía competente y comprometida, participar en el trabajo productivo y continuar aprendiendo a lo largo de la vida” (SEP, 2001: 129). Por su parte, en el programa calderonista se establecía que la escuela debería responder a necesidades y demandas de la sociedad del conocimiento y la globalización, para ello: “los alumnos han de encontrar las condiciones adecuadas para el desarrollo pleno de sus capacidades y potencialidades… su formación valoral y social; su conciencia ciudadana y ecológica” (SEP, 2007: 9). Asimismo, se hace un llamado a formar a niños y jóvenes
…para que interioricen el trato igualitario entre hombres y mujeres, el respeto a todas las diferencias sociales, económicas, políticas, étnicas y religiosas, así como para prevenir, encarar y resolver graves problemas de nuestro tiempo, como la drogadicción, la violencia, la inequidad y el deterioro ambiental (SEP, 2007: 10).
En lo citado podemos inferir el estándar del “buen” estudiante: es competitivo a escala mundial, es flexible e innovador, es demócrata y participativo en la vida social, tiene habilidades de resolución de problemas, cuida el ambiente, colabora y está implicado en un permanente automonitoreo y es activo para aprender durante toda la vida. La calidad del sujeto educado en esta visión es cercana a la que encarnaría un sujeto empresarial. Y es con ese modelo con el que se compara. De hecho, los elementos valorados como deseables lo hacen parecer “necesario”, más que deseable; incluso parece “inevitable”, pues de hecho se planifica “científicamente” para que ello suceda: ahí están las estadísticas y los informes, tanto nacionales como internacionales, que “demuestran” que la escuela está en el centro de la solución de los problemas sociales. Se infiere que los programas educativos compensatorios, en particular, y la educación en general, conducirán al desarrollo individual y al mejoramiento social una vez que los políticos y administradores de la educación consigan la combinación precisa de esfuerzos y recursos; el desafío sería encontrar el método y la organización adecuados para llevar a cabo estos principios.
En cierto modo, en los diagnósticos gubernamentales y académicos el discurso educativo compensatorio se presenta como redentor de los “males” que padece la sociedad actual; una suerte de mecanismo incluyente per se. Sin embargo, al establecer un estándar se instaura otra forma de exclusión de aquellos que no cumplen o no cumplirán con la norma, y con ello se tejen narrativas que encarnan los miedos y las fobias sociales.
La equidad educativa y la planificación: creando exclusión mediante la inclusiónSe mencionó que historizar sobre la equidad y los programas compensatorios es análogo a trazar un mapa que nos informa de las distancias, las diferencias y las rutas para ordenar los objetos del mundo para su escrutinio y/o intervención. En ese sentido, en los mapas de equidad se tejen categorías psicológicas de “desarrollo personal” e incluso social con categorías de “aprendizaje” y “habilidades cognitivas” en cruce con categorías sociales como “familias disfuncionales”, “indígenas pobres”, “niños marginados”, “en riesgo”, etc. Tal superposición de categorías sobre los niños y sus familias no son simples etiquetas económicas o sociales para pensar sobre las prácticas de enseñaza en las escuelas, sino que forman una constelación que construye las cualidades de rendimiento, afecto y competencia que habilitan el “éxito” o el “fracaso” escolar, así como las potencialidades de concluir (o no) los estudios. Tales constelaciones de ideas son funcionales en la medida que orientan la acción y trabajan sobre la subjetividad, el yo, mediante la distinción de lo que es normal (y por oposición lo que no lo es) en las habilidades y capacidades de cada niño en su calidad de estudiante (Popkewitz y Lindblad, 2005).
Los programas compensatorios constituyen la esperanza de una sociedad más equitativa e inclusiva, pero al mismo tiempo también el temor a la pérdida de “civilización”. En este sentido, a la escuela se le adjudica el cuidado del estudiante capaz de progresar y lograr felicidad individual, pero al mismo tiempo el reconocimiento de quienes fueron excluidos de ese progreso y felicidad, así como de las prácticas remediales que “rescatarán” a los que fueron excluidos (Popkewitz, 2006).
El gesto doble que observa a los “excluidos”, a menudo instaura una postura “redentora” a través de mecanismos de “planificación científica” que en muchas ocasiones desliza temores sobre esas poblaciones, temores sociales y morales sobre el modelo de sociedad proyectado y sobre el estándar deseable. Sin embargo, el proceso de conseguir conocimiento “que funcione” a los propósitos de la planificación de los excluidos es, al mismo tiempo, un proceso de abyección, ya que, paradójicamente, hasta la fecha los esfuerzos de planificación han sido más bien magros; lo que se constata es la permanencia, y en algunos casos, la creciente desigualdad, además de que se refuerza el proceso de exclusión. Esto en gran medida se explica porque no hay conocimiento total del presente para controlar lo que es y lo que debe ser, por lo que hay que prestar atención a los procesos de abyección y los sistemas de razón que los sustentan, para tener presentes sus limitaciones, los aislamientos y los confinamientos sobre las identidades que se ven afectadas (Popkewitz, 2009).
Blanco (2007: 7) ejemplifica bien lo anterior en su tesis doctoral sobre los aprendizajes de matemáticas y lectura de alumnos de educación primaria en México; mediante sofisticados modelos de regresión “multinivel” subraya que
[de] fallar en trasmitir estos conocimientos básicos no sólo disminuyen las posibilidades de desarrollo académico y, por lo tanto económico de los individuos; también afecta los aspectos más cotidianos de su vida, como realizar compras… en un nivel agregado, deteriora los niveles de equidad e integración social… y pone en riesgo el desarrollo.
Cabe destacar que en pocos documentos se hace explícita la idea del optimismo pleno sobre la ciencia, y del papel relevante signado a la educación para combatir las desigualdades y aumentar el desarrollo, pues más a menudo se hace de modo implícito, y más aún, se guarda silencio sobre las consecuencias de no seguir tales “sugerencias”.11 En ese sentido, queda latente una ola de miedos que, como expresa Blanco (2007), pone en riesgo la “integración social y el desarrollo”, o nos deja fuera de “la competencia” (SEP, 2007). Los miedos también aluden a que no se encuentre la combinación de políticas y programas que permita “rescatar” a los individuos y grupos en situación de exclusión; que la planificación gubernamental, así como los conocimientos académicos y de otra índole, no sean suficientes para conducir a las personas al “empoderamiento” prometido (SEP, 2007). Incluso en algunos casos el miedo es que no se tengan o destinen los recursos económicos para que las escuelas cumplan su función como espacios de aprendizaje, tanto en relación con los recursos económicos de las familias como del Estado (OCE, 2006; INEE, 2007), o de no contar con “condiciones mínimas de educabilidad” (López, 2008).
En suma, convengo con Popkewitz en sostener que las narrativas redentoras (académicas y oficiales) relacionadas con la construcción de ciudadanos cosmopolitas y felices, de hecho, contienen también prácticas y narrativas que excluyen. De tal modo, inclusión y exclusión no son conceptos opuestos sino mutuamente imbricados que deben ser tratados como uno que funciona como un doblez, habilitando y desalentando prácticas. La exclusión no sólo existe dentro de las identidades que incluyen, sino que de hecho se producen en la misma operación.
Consideraciones finalesEsquemáticamente puede decirse que la escuela ha sido —y es— depositaria de múltiples promesas con las que la modernidad ha quedado en deuda. Por un lado, la escuela es considerada un instrumento capaz de generar igualdad en una sociedad de desiguales, y por otro, se la hace responsable de sostener una sociedad basada en el mérito individual, es decir, selectiva, y con ello, en gran medida “reproductora” de la estratificación social (Tiramonti, 2007). Ambos sentidos, entre otros más o menos contradictorios, contribuyen a la definición de la escolaridad en la sociedad mexicana en la transición del siglo XXI; queda abierta, así, su discusión, su contingencia y su historicidad. De este modo, desplegué una lectura para desnaturalizar algunas formas de pensar y actuar, considerando que las políticas compensatorias pueden habilitar prácticas con eventuales efectos de exclusión.
En este sentido, abundé en algunos de los principios del “sistema de razón” que sustentan los programas compensatorios y las políticas que han venido acompañadas generalmente del término equidad, así como sobre parte de la investigación educativa que ha abordado dichos temas y problemas; en tales registros se cuestionaron algunos de sus límites y “dobleces” discursivos, para destacar, ante todo, que pudo ser de otra manera. Reitero que no se ha buscado descalificar los programas compensatorios o los programas de atención a poblaciones excluidas; mucho menos deslegitimar la lucha por conseguir una sociedad más justa o democrática. Lo que se ha buscado es desestabilizar el sentido común al respecto, así como presentar la construcción del conocimiento sobre tales temas como objetos de discusión, y con ello, sugerir otras posibilidades de cambio.
Se plantearon dos “problemáticas” ligadas a los programas educativos compensatorios: una examina directamente cuestiones de representación y acceso de individuos y grupos a las prácticas educativas y sociales, aunque a menudo elude principios de reconocimiento cultural y de igualdad de puntos de partida; la otra problemática está centrada en el conocimiento y se enfoca en principios imbricados en la política educativa y en la investigación educativa. De acuerdo con Popkewitz (2006), ambas problemáticas son complementarias, debiendo contextualizar en momentos concretos el mapa de las fronteras que las une y las divide. La problemática de equidad es necesaria en su enfoque de a quiénes benefició o desplazó, pero tal abordaje no es suficiente. Es parcial si no tiene en cuenta los sistemas de justificación mediante los cuales los objetos de reconocimiento y diferencia son construidos como sujetos de la política y de la investigación. Fue en este último rubro donde abundé y exploré una trama de cuatro hilos ligados a: la inclusión/exclusión, el estándar que ha configurado lo que el niño es y el que debe ser, así como los temores sobre el niño no-educado del modo esperado y los temores de la planificación educativa que van unidos a las expectativas de inclusión.
Las estrategias concretas en la búsqueda de lo que se ha dado en llamar “la sociedad del conocimiento” nos llevaron a indagar las distinciones que personifican la doble dimensión de esperanza en un ciudadano “cosmopolita inconcluso”, y el temor a diferentes tipos humanos que se han construido, en especial con el advenimiento de los programas compensatorios y sus estrategias de focalización: los “pobres”, los “beneficiarios”, los “marginados”, los “en riesgo”, etc., que a menudo encarnan modos de vida peligrosos, debido a que se sugiere que no son parte del “promedio”, o porque no lo serán. Asimismo, se cuestionaron los discursos de aquellos programas gubernamentales, y en general de los discursos educativos que se postulan como abiertamente emancipadores o “progresivos”, autoadheridos al servicio de “ideales democráticos” (Popkewitz, 1998), pero que no reconocen que mientras se han buscado formas de inclusión de poblaciones excluidas, de hecho, se han establecido procesos de “abyección” o emulación que generan nuevas formas de exclusión, incluso de las mismas personas que se pretende incluir.
Entonces, podemos concluir que la inclusión y la exclusión son procesos históricos y políticos mutuamente relacionados. Esto implica que inclusión/exclusión forman una relación tensa, no una oposición, ya que al manifestarse por “incluir” mediante los programas compensatorios y mediante la escolarización a un modo de vida que se considera “bueno”, o tal vez adecuado para “todos”, la tensión subyace. Estas ideas más o menos universalistas son parte del doble gesto implícito en la búsqueda de la “inclusión” y que a menudo han pasado desapercibidas. De este modo, mientras las narrativas teóricas hablan de igualar a los desiguales (o de incluir a los excluidos), las prácticas de equidad (inclusión) se ubican continuamente en un trasfondo que las hace simultáneamente de desigualdad (o exclusión).
Por lo antedicho debemos estar atentos a los “efectos de poder” que tienen las categorías que usamos y hacernos responsables de las mismas. Siguiendo con Popkewitz, quien nos permitió iluminar este itinerario sombrío: “En cierto sentido, las circunstancias de la vida no tienen soluciones perfectas y debemos considerar la doble cualidad de nuestras prácticas y tener humildad al comprometernos en la búsqueda guiada por la esperanza” (2006: 5).
La estrategia para estudiar algunos cambios involucrados con los programas compensatorios ha sido “historizar el presente”. Para ello ha sido significativo entenderlo como una construcción histórica, debiendo hacer su propia naturalidad extraña, contingente, y así, discutible su problematización. Siguiendo con nuestro autor, se trata de una doble estrategia del cambio: por un lado, una lectura crítica de las políticas compensatorias y sobre la equidad, para sugerir que pudo ser de otro modo; más aún, que puede ser de otro modo en el futuro. Por otro lado, presentar una mirada desestabilizadora acerca de ciertos “principios de razón” que subyacen al doble discurso de esperanza y temor sobre la exclusión/inclusión, así como sobre lo que es el alumnado que pasa por la escolarización y lo que debiera ser.
El autor agradece a los evaluadores de la revista, quienes con sus comentarios y sugerencias enriquecieron el documento. A Maru Rodríguez por permitirle conocer su trabajo. Agradece también los comentarios a una versión previa presentada en el III Congreso Nacional de Ciencias Sociales (1 de marzo de 2012), realizado en la Ciudad de México. Los yerros y omisiones son exclusivamente del autor.
La tradición historicista está centrada en el actor y en los acontecimientos del mundo como la última causa del cambio social, e incluso desprende que sin el actor se produce un mundo indeterminado que no tiene posibilidad de cambio. En contraste, a Popkewitz le interesa situar el conocimiento y las prácticas sociales como centro de dicho cambio, esto es, considera “el razonamiento y los principios que fabrican a los actores [como] los agentes del cambio” (2003: 155).
De acuerdo con Latapí (2004: 48), una política de Estado se caracteriza por su “continuidad a través del tiempo y de los cambios de gobierno”. En el caso del ANMEB Latapí alude a cuatro políticas de Estado ligadas a él: 1) la descentralización de la enseñanza básica; 2) la renovación curricular y la producción de materiales y libros de texto; 3) las reformas al magisterio; y 4) la participación social en la educación.
En 2002 se aumentó la obligatoriedad de tres años de “preescolar”, pretendiendo universalizarlo en 2009, pero no se ha conseguido; a ello se añadió el reciente incremento de la obligatoriedad —a partir del ciclo escolar 2012-2013— de tres años de escolaridad media superior, cuya universalización se proyectó para el ciclo 2021-2022. Se pueden consultar los cambios al artículo 3° y al resto de la Constitución en la página de la Cámara de Diputados: http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/ref/cpeum_art.htm (consulta: 27 de noviembre de 2014).
Este primer programa compensatorio comenzó su operación durante el ciclo escolar 1991-1992, desde las oficinas centrales de la Secretaría de Educación Pública, luego pasó al CONAFE. El PARE fue el primer programa de amplio alcance para combatir el rezago en la educación primaria; se dirigió a las entidades con los más altos índices de pobreza y los más bajos índices de eficiencia escolar: Chiapas, Oaxaca, Guerrero e Hidalgo (SEP, 1995; Chávez y Ramírez, 2006).
Chávez y Ramírez (2006), apuntan semejanzas entre el PARE y el programa Escuelas en Solidaridad (de 1992), del sexenio salinista (1988-1994), en especial en la definición —explícita o implícita— de los criterios generales de su diseño, entre otros, la atención de los sectores de “población más pobres” del país, mediante una atención “focalizada”, no “universalista”; ambos programas consideran a la educación como mecanismo fundamental para superar la pobreza intergeneracional, aunque en los dos casos se sugería que el “éxito escolar” dependía también de factores socioeconómicos.
Mi identificación de categorías difiere de Popkewitz y Lindblad en dos puntos: a) mi tercera categoría —la de inclusión educativa— la dan por supuesta; b) ellos identifican “la inclusión de los discapacitados”, cuya categoría ubico muy tangencialmente en la muestra de estudios seleccionada.
En la mayoría de sus textos Popkewitz toma distancia de las vertientes críticas de base hegeliana, ya que las considera como potencialmente peligrosas para la democracia, por la suposición progresista de la ciencia y por la escasa justificación histórica que la sustenta; es decir, según él es fácil evocar ejemplos donde los intelectuales, como expertos al servicio del ideal democrático, a menudo caen en suficientes contradicciones como para hacerlos sospechosos, tanto de su arrogancia profética como de su asignación como oráculos (2003).
Otra lectura crítica de la focalización es que a pesar de reconocer la supuesta transitoriedad de los programas compensatorios en el sector educativo, de hecho ha sido la estrategia gubernamental mexicana a lo largo de más de dos décadas y no se vislumbra que decline en el corto plazo, como lo apuntó el programa educativo calderonista (SEP, 2007). Tales programas han funcionado más para administrar recursos mínimos por parte del Estado, esto es, se han convertido en herramientas técnicas para administrar la pobreza, que es cada vez más generalizada (Arzate, 2011). Con ello el término “focalización” deja de tener sentido, pues según datos del CONEVAL (2011), en 2008, cerca de 45 por ciento de la población mexicana vivía en “pobreza multidimensional” (a secas); es decir, había 47.2 millones de personas con carencias en al menos uno de los siguientes rubros: educación, salud, seguridad social, calidad de la vivienda, servicios básicos en la vivienda y alimentación (carencias sociales), y un ingreso inferior a la línea de bienestar económico. Por esta sola razón resulta cuestionable la estrategia focalizadora; además, sus críticos han insistido en los elevados “costos de transacción”, así como los altos costos sociales de sus “errores de exclusión” (Boltvinik, 2010).
La abyección, dice Popkewitz, “es el aislamiento y la exclusión de cualidades particulares de las personas fuera de los espacios de inclusión. El proceso de abyección subyace en el reconocimiento que se le otorga a grupos excluidos para su inserción. No obstante, dicho reconocimiento diferencia y circunscribe, de manera radical, otro aspecto que es tanto deleznable como fundamentalmente diferenciado del todo” (2009: 20-21). Pone como ejemplo la categoría de inmigrante, la cual funciona para decir que no es “parte de”, pero es aceptable para su inclusión en ciertas actividades de poco prestigio.