La infancia es una etapa especialmente vulnerable a situaciones estresantes, tales como el maltrato. El maltrato infantil es un factor ambiental adverso, capaz de trastocar el proceso del neurodesarrollo y condicionar la maduración cerebral del menor, desembocando en unos déficits cognitivos persistentes incluso en la vida adulta. El perfil neuropsicológico de niños maltratados se caracteriza por problemas de atención, memoria, lenguaje, desarrollo intelectual, fracaso escolar y elevada prevalencia de trastornos internalizantes y externalizantes. Fallos en los procesos de neurogénesis, mielinización, sinaptogénesis y poda neuronal, así como los posteriores daños en el hipocampo, amígdala, cerebelo, cuerpo calloso, hipotálamo y corteza cerebral son la base neurobiológica sobre la que se asienta dicho perfil cognitivo
Childhood is stage that is vulnerable to stressful situations, such as abuse. Childhood maltreatment is an adverse environmental factor that may disrupt the neurological development and determine child's brain maturation, leading to cognitive deficits persistent in adulthood. The profile of maltreated children profile features problems in attention, memory, language, and intellectual development, school failure, and high prevalence of internalizing and externalizing problems. Disruptions in neurogenesis, myelinization, synaptogenesis, and neuronal pruning processes, as well as subsequent damage in hippocampus, amygdala, cerebellum, hypothalamus, and cerebral cortex, are the neurobiological physiopathological basis of the said cognitive profile.
La infancia es una etapa evolutiva crítica para el desarrollo del individuo. El maltrato infantil supone un factor ambiental estresante (Touza-Garma, 2001), susceptible de interferir en el desarrollo del sistema nervioso central del niño, afectando a su funcionamiento actual y posterior (De Bellis, 2005; Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). Alteraciones cerebrales de tipo funcional y estructural, parecen explicar el funcionamiento neuropsicológico futuro en personas víctimas de abusos durante la infancia (Davis, Moss, Nogin y Webb, 2015).
La Organización Mundial de la Salud (OMS, 2014) define el maltrato infantil como los abusos y la desatención de que son objeto los menores de dieciocho años. Incluye todos los tipos de maltrato físico o psicológico, abuso sexual, desatención, negligencia y explotación comercial o de otro tipo, que causen o puedan causar daño a la salud y desarrollo físico o mental, la dignidad del niño, o poner en peligro su supervivencia, en el contexto de una relación de responsabilidad, confianza o poder. Independientemente de los tipos de maltrato (tabla 1), a todos ellos subyace una situación disfuncional y patológica que afecta al desarrollo cerebral del menor y, por tanto, condiciona su desarrollo neurológico y su funcionamiento neuropsicológico (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011; Pérez y Capilla, 2008).
Clasificación teórica de los tipos de maltrato infantil
Maltrato físico | Toda acción susceptible de lesionar o dañar físicamente |
Maltrato psicológico/emocional | Violencia ejercida sobre el menor de manera verbal, insultos, amenazas, humillaciones; conductas de rechazo, aislamientos, exposición a violencia, amenazas de abandono y abandono. |
Negligencia física | Omisión de cuidados, supervisión o atención y privación de los elementos necesarios para el correcto desarrollo físico, incluido el abandono. |
Negligencia emocional | Privación de estimulación afectiva, respuestas inconsistentes por parte de los adultos a las señales de interacción afectiva del niño; omisión de cuidados psicológicos y de atención a las necesidades del menor, incluido el abandono. |
Abuso sexual | Toda acción sexual ejercida sobre un menor y exposición a contenidos pornográficos o sexuales. |
Maltrato prenatal | Acciones e inacciones potencialmente nocivas para el desarrollo del feto. |
Maltrato institucional | Acciones e inacciones realizadas por instituciones (orfanatos, hospitales, colegios), que pongan en situación de desprotección al menor, afecten su desarrollo social, físico, psicológico e intelectual, y pueda repercutir en su funcionamiento o adaptación futura. |
Síndrome de Münchausen por poderes | Provocación, por parte del adulto, de síntomas físicos/psicológicos en el menor, resultando en continuas hospitalizaciones. |
Corrupción de menores | Reforzamiento de conductas antisociales en el menor. |
La vulnerabilidad del sistema nervioso a los efectos ambientales adversos produce alteraciones en la plasticidad cerebral y en la capacidad de reorganización y generación sináptica, efecto de la experiencia (Capilla, González-Marqués, Carboni-Román, Maestú y Paúl-Lapedriza, 2007). Aunque la plasticidad nerviosa se mantiene a lo largo de toda la vida, la infancia es un período evolutivo especialmente plástico, precisamente por estar el sistema nervioso aún en desarrollo (Capilla et al., 2007).
Según la hipótesis de la vulnerabilidad cerebral, tras un daño o desviación temprana en el proceso del neurodesarrollo la reorganización neuronal, resultado de la plasticidad cerebral, no es equiparable al curso seguido sin dicha desviación (Capilla et al., 2007). Por esta razón se considera que las modificaciones y reorganización resultantes pueden ser adaptativas o desadaptativas, desde un punto de vista funcional y evolutivo, presente o futuro (De Bellis, 2005).
El proceso del neurodesarrollo (fig. 1) discurre desde la concepción hasta el final del período fetal y continúa en el período posnatal hasta alcanzar la completa madurez llegada la edad adulta (Pinel, 2007). A pesar de estar genéticamente determinado, este proceso avanza en interacción con factores ambientales, los cuales pueden favorecer el desarrollo de las fases que lo componen o interferir en el mismo; además, sentará las bases para el posterior desarrollo y funcionamiento de las diversas estructuras y sistemas cerebrales (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). Los trastornos en el proceso del neurodesarrollo se dan incluso en la fase intrauterina, motivo por el cual se incluye el maltrato prenatal dentro de los tipos de maltrato infantil (Cornelius, De Genna, Goldschmidt, Larkby y Day, 2016; Observatorio de la Infancia, 2006).
En condiciones normativas, la fase de neurogénesis prenatal origina una superproducción neuronal en la que nacen todas las células nerviosas de las que dispondrá el organismo desde ese momento en adelante (Martínez-Morga y Martínez, 2016; Pinel, 2007). A continuación, los procesos de diferenciación y migración neuronal permiten que las células empiecen a diferenciarse y se trasladen para el posterior establecimiento de las conexiones nerviosas. Esto es posible gracias al crecimiento axónico, pero sobre todo al proceso de sinaptogénesis tras la migración neuronal. Posteriormente, el proceso de poda neuronal opera una primera muerte natural de las células nerviosas irrelevantes, según un criterio de competitividad (Pinel, 2007). En especial, los procesos de sinaptogénesis y poda neuronal se mantendrán activos a lo largo de toda la vida, permitiendo el desarrollo de las capacidades neuropsicológicas y el avance a través de los diferentes estadios evolutivos (De Bellis, 2005; García-Molina, Enseñat-Cantallops, Tirapu-Ustárroz y Roig-Rovira, 2009; Martínez-Morga y Martínez, 2016; Pérez y Capilla, 2008). Finalmente, en el período postnatal, el proceso de mielinización debería permitir la optimización y afianzamiento de tales conexiones nerviosas (Pinel, 2007).
El maltrato durante estas fases del desarrollo neurológico puede provocar fallos o carencias en alguna etapa de este transcurso evolutivo, de modo que dificultará el funcionamiento correcto de la fase siguiente, deviniendo en un proceso de carencias acumulativas y condicionará la correcta adquisición de las competencias evolutivas (Evans, Li y Whipple, 2013; Pérez y Capilla, 2008). En concreto, los malos tratos tempranos originan inhibición de la neurogénesis, una pérdida acelerada de neuronas (disminución no deseada de la materia gris), retrasos en el proceso de mielinización (menor sustancia blanca, conectividad e hipofuncionalidad neuronal) y alteraciones del proceso natural de poda neuronal (posible causa de muerte de neuronas aptas o mantenimiento de neuronas que debieran ser podadas) (De Bellis, 2005; Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). Posteriormente, se observan alteraciones neurobiológicas en hipocampo, amígdala, cerebelo, cuerpo calloso, corteza prefrontal e hipotálamo y en el funcionamiento del sistema de liberación de neurotransmisores de tipo catecolaminas y el eje de activación hipotalámico-hipofisario-adrenal (HHA) (De Bellis, 2005; Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011; Moya-Albiol y Martín-Ramírez, 2015). Los factores de vulnerabilidad, comunes a estas estructuras, son: a) su desarrollo postnatal, b) su alta tasa de sinaptogénesis y c) presentar una gran densidad de receptores para los glucocorticoides, lo que hace de ellas zonas especialmente plásticas a los efectos ambientales adversos (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). No obstante, estos déficits y alteraciones neurobiológicas pueden pasar inadvertidos durante la infancia, enmascarados por el propio proceso del desarrollo y emerger cuando tal proceso finalice y el individuo no haya logrado desarrollar todo su potencial (Capilla et al., 2007).
Los daños en las áreas cerebrales mencionadas, las cuales se encuentran funcionalmente interconectadas en un sistema global no localizacionista, permiten explicar el perfil neuropsicológico que más frecuentemente se ha encontrado en niños maltratados, pues un determinado estado cerebral explicará el modo de funcionamiento de los diversos procesos cognitivos (Pérez y Capilla, 2008). En términos generales, este perfil se caracteriza por un estado cognitivo de hipervigilancia, percepción de amenazas procedentes del entorno, excesiva identificación de emociones de miedo e intenciones agresivas en los otros, problemas de conducta, agresividad, dificultades para el aprendizaje, menor adaptación escolar y desarrollo intelectual, mayor comorbilidad psiquiátrica, patologías del estado anímico y peor ajuste social en la vida adulta (Jaffe y Kohn, 2011; Molina-Díaz, 2015). Algunas variables psicológicas (resiliencia afectiva, estilo atribucional, estadio del desarrollo cognitivo) y ambientales (figuras de apego no maltratantes o la temprana detección del maltrato, por ejemplo) pueden ser factores de protección, compensadores de las experiencias adversas tempranas (Evans, Steel, Watkins y DiLillo, 2014). Así se explica el papel de las diferencias individuales en los efectos del maltrato según cada persona (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011).
A lo largo del presente artículo se revisará la evidencia científica publicada, relativa a la neurobiología y neuropsicología del maltrato infantil en general, de cara a descubrir los motivos por los cuales se incluyen las consecuencias del mismo dentro del espectro de los trastornos del desarrollo, más específicamente desde una vertiente neuropsicológica. Primero se expondrá la evidencia disponible sobre la neurobiología del maltrato infantil. Seguidamente se presentarán los datos relativos a los dominios neuropsicológicos que se ven afectados, que además se sustentan sobre las áreas cerebrales explicadas. Por último se discutirá sobre la repercusión que dicho perfil cognitivo tiene en la adaptación escolar del menor y cómo proceder para reducir la problemática del maltrato infantil a través de acciones de prevención primaria y secundaria. Los resultados disponibles proceden en su mayoría de investigaciones transversales de muestras compuestas por personas que en su infancia fueron maltratadas de una o varias formas simultáneamente (maltrato físico y emocional, abandono físico y emocional y abuso sexual). Los estudios longitudinales son escasos y se centran en los efectos del maltrato por negligencia emocional institucional, como es el caso de los estudios con niños adoptados procedentes de orfanatos de privación psicosocial en Rusia, China y Rumanía (Callejón-Póo et al., 2011; Palacios y Brodzinsky, 2010).
Alteraciones neurobiológicas a causa del maltrato infantilA través de estudios de revisión sobre la neurobiología del maltrato infantil y diseños experimentales, principalmente basados en técnicas de neuroimagen, se sabe que los daños del maltrato sobre el cerebro afectan a las regiones del hipocampo, al complejo de la amígdala extendida, al cerebelo, al cuerpo calloso, a lacorteza prefrontal y al eje hipotalámico-hipofisario-adrenal de respuesta fisiológica al estrés (De Bellis, 2005; Molina-Díaz, 2015; Moya-Albiol y Martín-Ramírez, 2015). Tal y como se indicó anteriormente, estas estructuras son especialmente vulnerables por manifestar desarrollo posnatal, gran densidad de receptores para glucocorticoides y una elevada sinaptogénesis (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011) en comparación con otras zonas del cerebro. Además, parece que las consecuencias comportamentales, de funcionamiento neuropsicológico y de estilos cognitivos de niños con historial de abuso infantil se explican por las disfunciones en estas regiones (Davis et al., 2015).
Hipocampo. El estrés temprano puede ocasionar cambios estructurales en el hipocampo. Parece frenar la sinaptogénesis en las zonas CA1 y CA3 hipocampales, lo cual, añadido al proceso de poda neuronal, mantiene un déficit sináptico generalizado (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). Se postula, por tanto, que estos altos niveles de estrés temprano están en la base de la reducción del volumen del hipocampo (menor sustancia gris) encontrada en niños con historial de abusos infantiles. Sin embargo, los datos procedentes de diferentes investigaciones arrojan datos distintos. Por un lado, Bremner et al. (2003) a través de tomografía por emisión de positrones encontraron una reducción volumétrica del hipocampo izquierdo en mujeres adultas maltratadas sexualmente durante la infancia y diagnosticadas de trastorno de estrés postraumático (TEPT). Además, encontraron que dicha reducción se asociaba con la sintomatología depresiva, pensamientos disociativos y dificultades en el acceso a los recuerdos. Por otro lado, no se encuentran tales diferencias en muestras de niñas que han sufrido abuso sexual y han sido diagnosticadas de TEPT (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). Lejos de ser contradictorios, estos resultados apoyan la hipótesis de que la detección de disfunciones en regiones que acusan desarrollo postnatal es posible una vez el desarrollo haya concluido (Capilla et al., 2007; Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011).
Amígdala. La principal alteración en esta región es una hiperreactividad amigdalina y la alteración de sus proyecciones. El mecanismo que opera parece ser la reducción de la densidad de los receptores centrales de benzodiacepinas y la intensificación de los del GABA-A, a consecuencia del elevado nivel de estrés en edades tempranas (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). Paralelamente, el estrés correlaciona con un incremento de los niveles de dopamina y una disminución de la serotonina en el complejo de la amígdala extendida (núcleo central de la amígdala y núcleo accumbens), ocasionando hiperactivación del lóbulo temporal, denominada “irritabilidad límbica” (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011, p. 494; Molina-Díaz, 2015).
Un aspecto importante de la funcionalidad de la amígdala es que junto con el tálamo, la corteza prefrontal y el giro temporal superior constituye el sistema neuronal en el que se asienta el desarrollo de las capacidades de comportamiento social. Los fracasos en el procesamiento de la información social, el desarrollo de la confianza en los demás y la propia sensación de control en interacción con los otros se fundamentan en este circuito (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). Finalmente, la conexión bidireccional del sistema límbico con la corteza prefrontal ocasiona hipofuncionalidad en la segunda, a causa de la hiperactividad amigdalina, la cual parece inhibir la capacidad de control descendente de las regiones prefrontales (De Bellis, 2005).
Cerebelo. El funcionamiento del cerebelo se ha relacionado, casi exclusivamente, con la coordinación motora. Sin embargo, se ve implicado también en el funcionamiento de procesos cognitivos superiores (Nieto-Barco, Wollman-Engeby y Barroso-Ribal, 2004). Esta conexión se establece por la vía cerebelo-tálamo-corteza, a través de la cual el cerebelo proyecta hacia áreas de asociación parietal, temporal y prefrontal de la corteza motora primaria, al giro del cíngulo y a la región parahipocampal (Nieto-Barco et al., 2004). Por esto, el cerebelo será capaz de integrar información procedente de la corteza asociativa y generar respuestas adecuadas en cada caso (Barrios y Guàrdia, 2001). Pacientes con lesiones en el vermis y el lóbulo posterior del cerebelo muestran afectaciones cognitivo-conductuales consistentes en alteraciones generales de las capacidades ejecutivas (planificación, flexibilidad cognitiva, memoria operativa, atención e inhibición de los impulsos, errores perseverativos), en la fluidez verbal (especialmente en la producción y recuperación de palabras), el razonamiento abstracto y en la organización visoespacial, así como dificultades en la expresión y el desarrollo afectivo, así como la disminución de la capacidad de seguimiento de señales gestuales, posturales y verbales, imprescindibles para la comunicación e interacción social (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011; Nieto-Barco et al., 2004). Adicionalmente, los daños cerebelares parecen ser sensibles a la edad y duración del maltrato (menor desarrollo a menor edad y mayor duración) (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011).
Cuerpo calloso. La región del cuerpo calloso comprende una agrupación de fibras mielinizadas cuya principal función es la conexión homotópica interhemisférica para la transferencia de información sensorial, motora y cognitiva entre zonas correspondientes de un hemisferio y otro (Bénézit et al., 2015). Permite la lateralización de las funciones cerebrales (Bénézit et al., 2015) y contribuye a la maduración cortical (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). El proceso de mielinización posnatal es determinante para el desarrollo de la funcionalidad del cuerpo calloso, lo que lo convierte en una estructura especialmente vulnerable a los efectos del maltrato infantil (De Bellis, 2005). Diferentes estudios han encontrado reducción del volumen del cuerpo calloso en niños y niñas con historial de malos tratos comparados con niños control, en niños con TEPT secundario a malos tratos (De Bellis, 2005) y al comparar las resonancias magnéticas de niños hospitalizados con y sin historial de malos tratos (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). Además, parece que existe un efecto diferencial en las lesiones del cuerpo calloso según la interacción entre el sexo de la víctima y el tipo de maltrato. A este respecto, el cuerpo calloso de los varones parece ser más vulnerable a los efectos del maltrato por abandono y del emocional o psicológico, mientras que en las mujeres parecen ser más devastadores los efectos del abuso sexual y del maltrato físico (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011).
Corteza prefrontal. La mayor tasa de mielinización de las proyecciones hasta la corteza prefrontal (CPF) opera durante la adolescencia y la segunda década de la vida (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). Aunque su desarrollo sigue un proceso propio, basado en las mismas fases del neurodesarrollo, su correcto funcionamiento requiere del previo desarrollo de otras regiones cerebrales, motivo por el cual las funciones reguladas por el prefrontal se van desarrollando a la postre de otras capacidades más básicas y a medida que avanza la edad, permitiendo la evolución por los sucesivos estadios del desarrollo cognitivo (Pérez y Capilla, 2008). Se trata de una región de asociación heteromodal que sustenta capacidades cognitivas superiores, tales como las funciones ejecutivas, la optimización de los procesos cognitivos, el comportamiento social y moral, el control de los impulsos, el manejo de las emociones, el razonamiento lógico, la atención, la concentración, la memoria operativa, etc. (García-Molina et al., 2009).
Los principales déficits encontrados en niños maltratados consisten en una serie de limitaciones de tipo cognitivo-conductual, las cuales evidencian retraso madurativo cortical, esto es, un nivel inferior de sus capacidades madurativas comparado con su estadio del desarrollo esperable por su edad cronológica (Cuervo-Martínez y Ávila-Matamoros, 2010). A ello se unen, por un lado, los daños en las fibras del cuerpo calloso, como co-causantes del menor desarrollo del CPF y, por otro lado, la hipoactivación frontal causada por la hiperreactividad límbica anteriormente mencionada (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). Este hipofrontalismo se traduce en una funcionalidad del CPF atenuada, de modo que se ve mermada su capacidad de integración de información y control descendente, permitiendo conductas más impulsivas y gobernadas por las reacciones emocionales. De esta manera, el estrés temprano potencia la maduración precoz del CPF antes de desarrollar éste las capacidades que permiten el avance madurativo e intelectual (De Bellis, 2005; Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011).
Eje hipotalámico-hipofisario-adrenal. Ante situaciones estresantes el hipotálamo reacciona segregando el factor de liberación de corticotropina, el cual llega a la glándula hipofisaria, estimulando la secreción de la neurohormona corticotropa. Ésta llega a las glándulas suprarrenales, donde finalmente ocurre la liberación de glucocorticoides (GC) (De Nicola, 2015). El estrés crónico se traduce en un exceso de dichos GC, incidiendo sobre un factor de vulnerabilidad común a todas las regiones que se ven afectadas por el maltrato infantil: su alta densidad de receptores para GC. Adicionalmente, tal cronificación del estrés deviene en una adaptación alostática a largo plazo de dicho proceso, originando la hiperexcitabilidad de las neuronas del hipotálamo y la funcionalidad del eje HHA ante futuras situaciones estresantes (De Nicola, 2015; Grassi-Oliveira, Ashy y Stein, 2008). Esta mayor sensibilidad al estrés aumenta la probabilidad de desarrollar patologías relacionadas con los trastornos de ánimo, ansiedad o depresión (Molina-Díaz, 2015), así como mayor percepción de estrés en estímulos poco estresantes e incluso neutros.
Perfil neuropsicológico de víctimas de maltrato infantilLas consecuencias cerebrales expuestas anteriormente suponen la base neurobiológica sobre la que se fundamenta el perfil neuropsicológico de las víctimas de malos tratos (Davis et al., 2015). Según revisiones de meta-análisis, este perfil se caracteriza por alteraciones en las áreas de memoria y atención, lenguaje, capacidad viso-espacial, regulación emocional, dificultades en la cognición social, el desarrollo intelectual y en las funciones ejecutivas (Davis et al., 2015). Se encuentra una gran prevalencia de trastornos internalizantes (sintomatología ansiosa, depresiva y postraumática) y externalizantes (problemas de conducta, agresión), que están directamente relacionados con fallos en la capacidad de regulación emocional (Heleniak, Jenness, Vander, McCauley y McLaughlin, 2016). A su vez, los trastornos internalizantes y externalizantes contribuyen a explicar los problemas de interacción social, de adaptación al entorno escolar y de sintomatología psiquiátrica, tanto en la infancia como en la edad adulta posterior (Jaffe y Kohn, 2011; Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011).
Memoria y atención. Las capacidades de memoria y atención, se encuentran entre los dominios cognitivos afectados en niños maltratados. La prevalencia de estas afecciones es mayor en los casos de maltrato por abuso sexual y maltrato psicológico, donde la proporción de TEPT aumenta de manera significativa (Bernate-Navarro, Baquero-Vargas y Soto-Pérez, 2009).
En un estudio de investigación se evaluó la ejecución en tareas de atención selectiva y alternante y de memoria inmediata y lógica, en una muestra de niños de entre ocho y diez años de edad diagnosticados de TEPT secundario a abusos sexuales en comparación con un grupo de sujetos control de la misma edad. Los resultados obtenidos indicaron, de manera consistente, un peor rendimiento entre los sujetos del grupo experimental, tanto en las pruebas de atención como en las de memoria (Bernate-Navarro et al., 2009).
En diferentes revisiones de estudios experimentales se encontró que sujetos con historial de abuso sexual durante la infancia muestran menor capacidad de memoria semántica (Stokes, Dritschel y Bekerian, 2008, citado en Davis et al., 2015) y menor capacidad para el recuerdo de sucesos autobiográficos (memoria episódica), incluso sin estar éstos relacionados con su experiencia de abuso. Reflejaron, además, una representación negativa de sí mismos en comparación con adultos sin historial de malos tratos (Valentino et al., 2009, citado en Davis et al., 2015). Estos déficits atencionales y mnésicos pueden estar relacionados con fallos en determinadas funciones ejecutivas, especialmente la flexibilidad cognitiva, en la capacidad de abstracción y en la elaboración de estrategias lógicas (Bernate-Navarro et al., 2009; Davis et al., 2015; Molina-Díaz, 2015).
Lenguaje. La capacidad lingüística se desarrolla paulatinamente como habilidad madurativa durante el desarrollo del niño. Aunque en términos generales el maltrato afecta al lenguaje, las alteraciones guardan relación con el tipo de maltrato. Las mayores carencias lingüísticas se encuentran en casos de abandono (donde la interacción cuidador-menor es inexistente), seguido de la negligencia emocional (comunicaciones escasas) y maltrato emocional y físico (donde la comunicación es disfuncional, basada en gritos, amenazas, insultos y hostilidad) (Moreno-Manso, 2005).
Los componentes de pragmática, semántica, sintaxis y morfología se ven afectados, mostrando la misma jerarquía diferencial según el tipo de maltrato que se indicó anteriormente. Estos componentes se refieren a la capacidad de comprender la lógica del lenguaje, la capacidad para la elaboración de mensajes complejos, su uso en diferentes contextos, entender la situación que rodea al menaje, etc. Por este motivo, la habilidad comunicativa interpersonal e intercontextual en niños maltratados es inferior a la esperada, de acuerdo a su edad cronológica (Moreno-Manso, 2005). Adicionalmente, la edad de inicio del maltrato guarda relación con los retrasos y dificultades lingüísticos, siendo mayores en niños maltratados en torno a los 2 años de vida (Davis et al., 2015).
Regulación emocional. Las dificultades en la regulación emocional se pueden encontrar en la mayor prevalencia de trastornos internalizantes (sintomatología ansiosa, vulnerabilidad ante el estrés psicógeno, menor tolerancia a los estresores psicosociales, sintomatología depresiva, postraumática y apática) y externalizantes (comportamientos disruptivos, agresiones físicas y verbales, problemas con compañeros, etc.), secundarios a los casos de maltrato infantil (Hanson, Knodt, Brigidi y Hariri, 2015; Jaffe y Kohn, 2011).
La vía principal por la que un niño aprende a regular su comportamiento y sus emociones es a través del aprendizaje vicario de los modelos a los que está expuesto y de las contingencias que siguen a sus comportamientos. En las situaciones de violencia infantil el cuidador frecuentemente responde de manera agresiva y hostil, o con rechazo e ignorancia, a la expresión emocional del niño. De una u otra manera, el niño no aprenderá a regular sus emociones ni a lidiar con las situaciones estresantes, por haber aprendido que será castigado o ignorado (Heleniak et al., 2016). En consecuencia, el niño acabará desarrollando un estilo cognitivo de afrontamiento desadaptativo del estrés, caracterizado por hiperresponsividad emocional en contextos donde el daño potencial real es mínimo, con tendencia al mantenimiento de estados anímicos disfóricos, respuestas pasivas y rumiación de las causas y consecuencias de los eventos negativos (Heleniak et al., 2016). Parece que la explicación cerebral de esto pivota sobre la irritabilidad límbica fruto de la hiperexcitabilidad amigdalina, así como la desregulación alostática a largo plazo del eje fisiológico del estrés. Además, la corteza prefrontal hipofuncional no es óptima para el control descendente de esta reactividad emocional (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011).
Cognición social. El correcto comportamiento social está vinculado con la cognición relativa a la inteligencia emocional y la capacidad de regulación emocional anterior. La inteligencia emocional se refiere a la capacidad de percibir y comprender las propias emociones y las de los demás, inferir un estado emocional en el otro en base a claves faciales, corporales y contextuales (Leitzke y Pollak, 2016), ser capaces de procesar la información para regular las propias emociones y tomar decisiones orientadas a comportamientos socialmente efectivos (Operskalski, Paul, Colom, Barbey y Grafman, 2015). Se relaciona con el funcionamiento de un determinado circuito cerebral, el constituido por el complejo de la amígdala extendida, la ínsula, el fascículo uncinado, el hipocampo y la región ventromedial de la corteza prefrontal (Hanson et al., 2015; Quarto et al., 2016), configurando el denominado cerebro social.
En los casos de niños con historial de maltrato, las capacidades perceptivas emocionales y empáticas se muestran alteradas (DeGregorio, 2012; Moreno-Manso, 2005; Moya-Albiol y Martín-Ramírez, 2015). Por un lado, es frecuente que niños maltratados tengan menos comportamientos cooperativos, muestren menos señas de preocupación o atención hacia otro compañero y menos acercamientos o conductas prosociales en comparación con niños no maltratados (Moya-Albiol y Martín-Ramírez, 2015). Por otro lado, las interacciones sociales se caracterizan por una mayor reactividad emocional (DeGregorio, 2012), mayor identificación de las emociones de miedo y respuestas agresivas o violentas en situaciones de interacción social neutrales (DeGregorio, 2012; Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011), hipervigilancia, mayor percepción de amenaza en el comportamiento de los demás y mayor procesamiento de información social negativa (McLaughlin, Peverill, Gold, Alves y Sheridan, 2015). Por último, los estudios sobre la capacidad de cognición social permiten vincular desde un punto de vista neuropsicológico el padecimiento de violencia durante la infancia con el ejercicio de ella en la vida adulta (DeGregorio, 2012). Se reporta una mayor cantidad de errores en tareas de identificación emocional facial en niños maltratados físicamente (indicativo de menor competencia social), así como en los progenitores maltratadores (Wagner et al., 2015). Parece que la configuración cerebral tras ser víctima del maltrato tiene parte común con el cerebro de las personas violentas y permite una explicación neuropsicológica del llamado ciclo de la violencia (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011) y la transmisión intergeneracional del maltrato infantil (DeGregorio, 2012; Wagner et al., 2015).
Desarrollo intelectual. El desarrollo intelectual general no solo se ve afectado por el hecho de padecer malos tratos durante la infancia sino también según el tipo de maltrato y la cronicidad del mismo, en una correlación negativa entre duración del maltrato y desarrollo intelectual (Jaffe y Kohn, 2011). El índice general cognitivo (McCarthy, 1972) resulta menor de lo esperado según la edad cronológica en menores maltratados (Moreno-Manso, 2005). Este índice parece menor al comparar niños abandonados y maltratados emocionalmente con aquellos cuyo maltrato fue por abandono o maltrato físicos (Moreno-Manso, 2005). Sugiere la importancia de la estimulación verbal, sensorial y afectiva tempranas para el desarrollo cognitivo del menor (Moreno-Manso, 2005).
Por otro lado, en niños maltratados de manera intermitente o discontinua, la estimación del cociente intelectual (CI) resulta significativamente mayor que la de aquellos niños cuyas experiencias de maltrato fueron más continuas y dilatadas en el tiempo (Jaffe y Kohn, 2011).
Los diferentes estudios indican que la causa de este menor desarrollo intelectual se debe, de una parte, a las disfunciones de las regiones cerebrales documentadas (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011) y, de otra parte, a daños físicos en la zona cervical y tronco encefálico a causa de los bruscos movimientos a que son sometidos habitualmente los niños maltratados física y sexualmente. Estos zarandeos provocan un balanceo de la cabeza, más fuerte de lo que puede soportar el cuello del niño, provocando la escisión de fibras nerviosas, anoxia, roturas espinales cervicales e, incluso, traumatismos craneoencefálicos (Rufo, 2006).
Funciones ejecutivas. Las funciones ejecutivas (FFEE) son un constructo que hace referencia a un conjunto de procesos cognitivos superiores relacionados con la capacidad de integración y optimización de otros procesos cognitivos considerados más básicos (García-Molina et al., 2009). Incluyen las capacidades de flexibilidad cognitiva, de planificación de conducta orientada a metas, control de los impulsos, valoración de las consecuencias, toma de decisiones, la capacidad de autosupervisión de la propia conducta, la corrección de errores de manera proactiva y la metacognición, entre otras (Barrera, 2007; Capilla et al., 2007; Tirapu-Ustárroz, Muñoz-Céspedes y Pelegrín-Valero, 2002). Se desarrollan desde la infancia y se van perfeccionando hasta alcanzar la completa madurez, paralelamente al desarrollo anatómico de los lóbulos frontales (García-Molina et al., 2009).
Las principales alteraciones ejecutivas en niños maltratados se circunscriben a la capacidad de flexibilidad cognitiva, impulsividad, planificación de la conducta y escaso razonamiento a la hora de tomar decisiones (Davis et al., 2015). Parece ser, además, causa y consecuencia del funcionamiento de los otros dominios neuropsicológicos descritos.
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Flexibilidad cognitiva: el maltrato y abandono físicos repercuten negativamente en el desarrollo de la flexibilidad cognitiva, dando lugar a disfunciones llegada la adolescencia (Spann et al., 2012), incluso persistentes en la vida adulta (Nikulina y Spatz, 2013). Tales disfunciones se traducen en un mayor número de errores perseverativos (Spann et al., 2012), fallos en la atención alternante y problemas de memoria operativa (Bernate-Navarro et al., 2009).
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Impulsividad: los problemas de regulación emocional y trastornos externalizantes indican fallos en la capacidad de control de los impulsos y de adecuación de la reacción a la situación ambiental real (Davis et al., 2015). El afrontamiento de las adversidades en niños maltratados se basa en disfunciones ejecutivas, tales como la menor capacidad de inhibición y de control emocional o la capacidad de cambio y desplazamiento del foco atencional (Heleniak et al., 2016).
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Planificación de la conducta y toma de decisiones: de todo lo anterior se deriva que el comportamiento reactivo se debe a la toma de decisiones impulsivas, escasa planificación previa a la acción y escaso control de la propia respuesta comportamental e incluso a errores en la metacognición, al no poder ejercer el control cognitivo sobre otros procesos cognitivos (Davis et al., 2015).
El perfil cognitivo resultante viene determinado por las circunstancias en las que se ha desarrollado cada niño. Las investigaciones que se han revisado tienen una serie de limitaciones que impiden concluir que el maltrato infantil tenga un efecto idéntico en todos los menores que lo padecen. No obstante, ofrecen suficiente evidencia respecto al efecto adverso y devastador que tiene el maltrato para el desarrollo del menor. Algunas variables, como el tipo de maltrato, la edad del menor, la duración/cronicidad del maltrato y el sexo de la víctima, son variables moduladoras explicativas de las diferencias individuales (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011). A su vez, el entorno del niño tiene un potencial de influencia como factor de protección que amortigüe o permita compensar las carencias y secuelas físicas y psicológicas de las que ha sido víctima el niño. Por ejemplo, la presencia de figuras de autoridad contrarias al maltrato es clave para la detección temprana del problema y para permitir al menor el establecimiento de una relación de apego sana y segura que no estanque su desarrollo social y emocional (Evans et al., 2013). Por otro lado, el objetivo inicial del presente trabajo fue revisar la literatura relativa a los tipos de maltrato por abuso sexual, maltrato físico y emocional/psicológico, negligencia física y emocional/psicológico y abandono. Sin embargo, la mayor parte de la información procede de estudios realizados con víctimas de malos tratos físicos y abuso sexual. Del maltrato y abandono emocional se dice que suelen concurrir junto con otras formas de violencia que se consideran más graves. Lo cierto es que la negligencia afectiva supone una forma de abandonar el desarrollo emocional del niño, lo cual repercute de manera negativa en su capacidad de adaptación futura (Khaleque, 2015). La indiferencia por parte de los padres, la no cobertura de las necesidades afectivas del menor, la percepción de dicha desatención por parte del niño, etc. son variables de este tipo de maltrato que correlacionan con problemas similares a los revisados, como son la baja autoestima, problemas de socialización, dependencia, inestabilidad emocional, incapacidad de empatizar y una visión amenazante y negativa del mundo. Además, los estudios de metaanálisis apuntan a que las consecuencias de este tipo de maltrato no se ven afectadas significativamente por el grupo cultural, país o etnia (Khaleque, 2015). Por este motivo, es necesario acumular más evidencia respecto a esta forma de maltrato, para poder realizar una revisión exhaustiva de las consecuencias del maltrato infantil profundizando en todos los tipos existentes.
En general, los problemas neuropsicológicos secundarios al maltrato se relacionan de manera directa con las dificultades que encuentran estos niños a la hora de adaptarse a la escuela, bien sea por cuestiones académicas de corte intelectual, como por los problemas socio-emocionales a la hora de relacionarse con los compañeros. Los problemas de empatía, la tendencia a experimentar emociones negativas, la reactividad emocional, la mayor percepción de hostilidad en los otros, el comportamiento impulsivo, las limitaciones en los dominios intelectuales y la mayor probabilidad de ejercer violencia en la vida adulta demuestran un trastorno del desarrollo de tipo bio-psico-social, puesto que el maltrato ha provocado que habilidades psicosociales de base neurológica no se desarrollen en condiciones óptimas, condicionando la capacidad de adaptación y desempeño actual y futura. Las labores de prevención y detección temprana son imprescindibles para garantizar la protección de la infancia y permitir el desarrollo de adultos sanos y funcionales. Para ello, deberían desarrollarse programas de prevención basados en la detección de entornos en los que puede darse el maltrato a través de la formación tanto de los responsables de la educación formal como informal.
Extended SummaryThis paper reviews the literature concerning neuro-psychology of child maltreatment. A comprehensive review was made of the five more documented types of child maltreatment: physical maltreatment, psychological/moral maltreatment, physical neglect, emotional neglect, and sexual abuse. Maltreatment at early age development stages, including the intrauterine stage, may alter early neurodevelopment phases, influence brain anatomy and functioning, and determine functions based on these areas.
At an early stage, maltreatment alter neuro-genesis and synaptogenesis stages, neural pruning, and myelination. From then on, the whole neural development will rely on an altered basis, different from the development without maltreatment experience. Brain areas liable to child maltreatment effects are amygdala, hippocampus, corpus callosum, cerebellum, and pre-frontal cortex, along with hypothalamus and the hypothalamic-pituitary-adrenal axis. This relates to the neuro-psychological profile associated to children who are victim of maltreatment. This profile features difficulties in memory and attention, a delay in linguistic competences acquisition, lower emotional regulation capacity, difficulties in social cognition and executive functioning, and lower general intellectual development. Disruption of these cognitive domains in turn explains the interpersonal and empathy problems normally suffered by these children, along with externalizing behavior, internalizing symptoms, worse social adaptation, and higher rates of school failure.
Conflicto de interesesLos autores declaran que no tienen ningún conflicto de intereses.