Hace algunos días, asistí a una conferencia sobre la importancia de la calidad en la asistencia sanitaria. Un tema que hoy afortunadamente nadie discute, lo que está lejos de querer decir que sea una realidad indiscutible. La conferenciante, después de un entretenido repaso histórico al concepto de calidad y sus efectos en distintos sectores del quehacer humano, desde la industria del automóvil a la arquitectura, se centró en el ámbito sanitario y nos habló de estructuras, procesos y resultados, Donabedian y compañía. Una conferencia muy sensata, cosa muy de agradecer hoy día, aunque si la traigo a colación no es únicamente por ese motivo, sino porque la ocasión en que se produjo fue un encuentro entre profesionales de la información con motivo de la presentación de una nueva «herramienta» clínica. Dicho llanamente: un recurso de información para clínicos. Vincular la calidad de la asistencia con las evidencias y estas a su vez con los sistemas de recuperación de la información y los lenguajes de interrogación me pareció un enorme acierto. Porque si la calidad, como muy bien subrayó la conferenciante, está determinada en última instancia por las políticas sanitarias, en primera lo está en cambio por la información. Un asunto sobre el que quizás no se ha reflexionado lo bastante ni con la suficiente claridad de ideas. De manera que por la noche, ya en mi hotel y después de darme una ducha, cuando me disponía a ver el partido, pensé que bien valía la pena reflexionar un poco sobre lo que había oído aquella mañana. Y entonces me hice la pregunta: si la calidad de la asistencia sanitaria depende en buen grado de la calidad de la información, ¿de qué depende la calidad de la información?
Más o menos: la disponibilidad y la accesibilidad de la información científica en InternetUno de los muchos, y quizás inevitables, problemas que tiene Internet y sus célebres y conspicuos buscadores es que ha obviado algunos problemas y, consiguientemente, los ha dejado sin resolver confiando, quizás con razón, en que las innumerables ventajas y facilidades que ofrece a sus usuarios compensan con creces esas nimiedades. Aunque es muy posible también que lo que haya sucedido realmente es que ha cambiado el paradigma de la problematicidad. Es decir, se haya pasado de pensar que cada problema concreto tiene una única y concreta solución, a pensar que un problema puede resolverse de muy distintas formas y maneras, no todas iguales ni intercambiables evidentemente, pero sí todas las soluciones más o menos aproximadas, y más o menos satisfactorias. Y ahí precisamente ha residido siempre el auténtico problema: en el más o el menos. Porque cuando lo que está en juego es una evidencia científica que puede afectar decisivamente al estado de salud de un paciente, los más o menos son más o menos arriesgados.
La disponibilidad universal de la evidencia científica fue inicialmente uno de los grandes desafíos, prácticamente resuelto hoy, de las grandes bases de datos bibliográficas, y lo mismo puede decirse, aunque con algún reparo en este caso, por lo que respecta a la accesibilidad. Digamos, para entendernos, que todo o casi todo está hoy disponible en la red, pero no todo, ni mucho menos, es directamente accesible, al menos de forma gratuita, que es como se entiende la accesibilidad generalmente. Sin embargo, estos dos conceptos, disponibilidad y accesibilidad, abarcan más de lo que a simple vista parece, y exceden el debatido asunto de la gratuidad de la ciencia. Estar disponible no significa meramente encontrarse en algún lugar de la red, por obvio que este sea, sino estar incorporado a algún sistema lógico, coherente y ordenado de referencias. No otra cosa es lo que hacen las grandes bases de datos bibliográficas: ordenar y clasificar la información de acuerdo con unos criterios previamente establecidos, y generalmente consensuados. Criterios con los que, dicho sea de paso, no siempre está de acuerdo el usuario, muchas veces, forzoso es reconocerlo, por principio, y sin el menor conocimiento de los mismos (en esto suelen residir la mayoría de los desacuerdos). Sin embargo, los criterios para incorporar o desestimar una fuente, para ordenarla, para matizar la información que contiene, etc., son lo esencial del asunto y lo que garantiza precisamente la disponibilidad y la accesibilidad de la información científica.
La accesibilidad, por su parte, tiene que ver con los famosos y sin embargo, tan poco usados, lenguajes de interrogación, o vocabularios controlados. Más de 21 millones de registros (caso hoy de PubMed) o cerca de 30 (caso de Embase) serían inmanejables hace tiempo sin esos lenguajes. Porque no basta con poner límites, por razonados y pertinentes que sean, a nuestras búsquedas de información. La pregunta tiene que ser además todo lo precisa posible: qué aspectos nos interesa analizar y qué aspectos no, qué relaciones, qué inferencias, qué deducciones queremos hacer y cuáles no, qué ámbito, qué tipo de publicación, qué tipo de estudio, qué población, y todo aquello que consideremos susceptible de aportar información sustancial al problema en cuestión, y susceptible consiguientemente de esbozar una respuesta, la mejor respuesta, la única, si es posible, a nuestra pregunta. Por eso, cuando nos limitamos a utilizar los buscadores de internet, o incluso los formularios de búsqueda de la mayoría de las bases de datos bibliográficas, que van poco más allá de combinar distintos campos de información o calcular la proximidad y repetición (occurrences) de un término en un texto (búsquedas muy intuitivas nos suelen decir para tranquilizarnos, consiguiendo naturalmente el efecto contrario) estamos muy lejos de obtener la información que realmente necesitaríamos. Y es que Internet resuelve los problemas, pero no los soluciona.