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Inicio Revista Colombiana de Anestesiología Reflexiones acerca de la eutanasia en Colombia
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Vol. 44. Núm. 4.
Páginas 324-329 (octubre - diciembre 2016)
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Vol. 44. Núm. 4.
Páginas 324-329 (octubre - diciembre 2016)
Reflexión
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Reflexiones acerca de la eutanasia en Colombia
Reflections on euthanasia in Colombia
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14007
Juliana María Mendoza-Villaa,b,c,
Autor para correspondencia
jmmv80@gmail.com

Autor para correspondencia. Carrera 43 A # 1sur-100 Piso 20, El Poblado - Medellín (Antioquia), Colombia.
, Luis Andrés Herrera-Moralesa,b,d,e
a Anestesiólogo, ANESTESIAR Sindicato, Medellín, Colombia
b Profesor asociado de anestesiología, Universidad CES, Medellín, Colombia
c Miembro de Junta Directiva de Sociedad Colombiana de Anestesiología y Reanimación (S.C.A.R.E.), Bogotá, D.C., Colombia
d Vicepresidente Sociedad Antioqueña de Anestesia, Medellín, Colombia
e Coordinador de anestesia, Clínica del Norte, Bello, Colombia
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Resumen

Este artículo de reflexión revisa el desarrollo histórico del término «eutanasia». Se postula que desnaturalizarlo ha dificultado el debate, y que debe diferenciarse de otros aspectos del final de la vida. Se hace un análisis de la problemática de los cuidados paliativos y la eutanasia en Colombia. Al respecto, se presentan algunas opiniones y propuestas.

Palabras clave:
Bioética
Eutanasia
Cuidados paliativos
Colombia
Ética
Abstract

This reflective article reviews the historical development of the term “euthanasia”. It is postulated that the distortion of the term “euthanasia” has hindered the debate around it, so it is imperative to differentiate it from other aspects of the end of life. The article ilustrates some difficulties about palliative care and euthanasia that are currently faced in Colombia. Some opinions and proposals are presented.

Keywords:
Bioethics
Euthanasia
Palliative care
Colombia
Ethics
Texto completo
Introducción

Hay temas que la sociedad debe afrontar si pretende ser justa e incluyente. Al igual que no caminamos ni corremos al dejar el útero, las colectividades no pasaron de darse garrotazos a promulgar los Derechos Humanos de manera espontánea. Algo similar pasa con la implementación de la eutanasia en Colombia: asciende lenta y forzadamente, conservando en su regazo un peso inercial que tiende a devolverla.

A pesar de que las valoraciones éticas sobre la eutanasia sean dispares, existe un consenso social mayoritario a favor de no castigarla1. Esto se manifiesta tanto en el eco alrededor de la casuística mediática como en la jurisprudencia2-4.

Teniendo en cuenta que en la práctica médica esta ya se ejerce y se seguirá ejerciendo5-8 —aunque sin el rigor que debiera debido a su situación jurídica—, se ha tildado la renuencia a despenalizarla como un acto hipócrita9. A su vez, la clandestinidad del acto, necesaria para evitar el enjuiciamiento, genera situaciones de injusticia y sufrimiento innecesarias tanto para el paciente como para su familia.

Una de las dificultades que afecta el debate es la ambigüedad semántica que acompaña a la historia misma del concepto. Ante ello se propone aclarar términos, diferenciando eutanasia de suicidio asistido, entre otras.

Por otro lado, la Resolución ministerial 1216/2015 reconoce que los pacientes tienen derecho a recibir cuidados paliativos (CP) antes de la eutanasia, y determina que se debe suspender el procedimiento si se detectan irregularidades10. Sin embargo, ante la situación actual de los CP en el país, esto significa verificar la eficacia de algo inexistente.

Desde una perspectiva secular, interpretativa y crítica, este artículo analiza la situación actual de la eutanasia en Colombia. Se advierten los grandes vacíos en relación con el cuidado de los pacientes con enfermedades terminales, que deben ser paralelamente tratados por la sociedad, la academia y el Estado, formulando algunas propuestas al respecto.

Desarrollo histórico del concepto

Etimológicamente, «eutanasia» significa «buena muerte», es decir, se refiere a una manera ideal de morir. Es un concepto sociocultural que —al igual que las culturas— se transforma.

En la era clásica la noción de buena muerte era polisémica, y no se asociaba a una práctica única11-12. Contrario a muchas vertientes de la época, Hipócrates —padre del paradigma ético de los códigos deontológicos de la medicina occidental hasta el sigloxx— postuló: «…y no daré ninguna droga letal a nadie, aunque me la pidan»13.

La Edad Media, enmarcada en creencias religiosas judeocristianas, conllevó cambios importantes frente al acto de morir. Como describió Philippe Arìes: «…el hombre experimentaba en la muerte una de las grandes leyes de la especie y no procuraba ni escapar de ella ni exaltarla»14. Ya que el final de la vida solo podía ser dictaminado por Dios, la eutanasia tomó un carácter pecaminoso.

En la ilustración, David Hume se opuso a esta visión: «Si el disponer de la vida humana fuera algo reservado exclusivamente al todopoderoso, y fuese infringir el derecho divino el que los hombres dispusieran de sus propias vidas, tan criminal sería el que un hombre actuara para conservar la vida, como el que decidiese destruirla»15.

Previamente, Francis Bacon había reintroducido el término «eutanasia» en el debate filosófico, y demarcó la evolución del concepto. Propuso la eutanasia como un medio liberador del sufrimiento para pacientes desahuciados, siendo requisito decisivo el deseo del enfermo. También la exaltó a la categoría de deber moral médico: «Estimo ser oficio del médico no solo restaurar la salud, sino mitigar el dolor y los sufrimientos, y no solo cuando esa mitigación pueda conducir a la recuperación, sino cuando pueda lograrse con ella un tránsito suave y fácil; pues no es pequeña bendición esa “eutanasia” […]. Mas los médicos, al contrario, tienen casi por ley y religión el seguir con el paciente después de desahuciado, mientras que, a mi juicio, debieran a la vez estudiar el modo, y poner los medios, de facilitar y aliviar los dolores y agonías de la muerte»16.

Posteriormente, Jeremy Bentham postula que será mayor el bien y la felicidad para el enfermo y su familia, si se le ayuda a este a morir dignamente15.

En 1848, John Warren publicó Etherization; With Surgical Remarks, en donde sugiere que el éter podría ser usado para «mitigar las agonías de la muerte». Veinte años después, Samuel D. Williams publicó en la revista Popular Science Monthly el trabajo «Euthanasia». Allí propuso el uso de anestésicos con fines eutanásicos. Aquí nace la pregunta sobre la participación del anestesiólogo en el proceso17.

Durante los siglos xx y xxi se robustece el laicismo en varias culturas. Conjuntamente, la tecnificación de la medicina, el envejecimiento poblacional y el incremento de pacientes con enfermedades degenerativas y/o terminales crean situaciones de fin de vida antes insospechadas. Como resultado, se reavivan los discursos en torno a conceptos de muerte digna18-21, algunos de ellos a favor de la eutanasia.

No es objeto de este artículo exponer todas las interpretaciones y justificaciones de las múltiples definiciones y clasificaciones del término eutanasia, pero, en aras de precisar el referente conceptual, se propone la definición del Instituto Borja de Bioética como la que mejor representa su génesis fundacional: «Eutanasia es toda conducta de un médico, u otro profesional sanitario bajo su dirección, que causa de forma directa la muerte de una persona que padece una enfermedad o lesión incurable con los conocimientos médicos actuales que, por su naturaleza, le provoca un padecimiento insoportable y le causará la muerte en poco tiempo. Esta conducta responde a una petición expresada de forma libre y reiterada, y se lleva a cabo con la intención de liberarle de este padecimiento, procurándole un bien y respetando su voluntad»22.

Este acto médico requiere, entonces, 3 imprescindibles: petición expresa del enfermo, padecimiento físico o psíquico insoportable para el mismo, y una condición clínica terminal. Desde este enfoque conceptual, no debería hablarse de eutanasia en el contexto de pacientes con estados vegetativos persistentes, sufrimientos existenciales u otras situaciones por fuera del argumento de la terminalidad. En tales casos la discusión a plantear es la del auxilio o asistencia al suicidio.

Si bien ambas prácticas se han visto traslapadas por algunas similitudes (el sufrimiento que las promueve, el respeto a la autonomía que las fundamenta, y la empatía y/o compasión que suscitan), sus diferencias imponen implicaciones éticas, jurídicas y sociales importantes.

Contrario a lo legislado en otros países23,24, la distinción no debería hacerse en el protocolo ejecutivo de asistencia, sino en la condición de quien lo solicita. Explícitamente: eutanasia es ayudar a morir al que ya está muriendo, por solicitud de este, buscando una muerte fácil, apacible y sin dolor. El dilema no está entre la vida y la muerte, sino en cómo desea morir. En quienes no tienen una enfermedad terminal, la pregunta es si la vida propia justifica ser vivida. No están abocados a una muerte inminente, pero desean morir.

Conjuntamente, establecer la diferencia entre eutanasia y suicidio asistido basándose en el sujeto que ejecuta el acto tiene falencias, pues descuida los principios de beneficencia y justicia del que sufre. Así, cuando la decisión final del cómo recaiga sobre el solicitante, la ayuda directa debería ofrecerse siempre, abierta y factiblemente, evitando los posibles errores derivados de la ausencia de asistencia.

En cambio, diferenciar eutanasia y suicidio asistido de acuerdo al criterio de terminalidad, no solo podría facilitar la concertación, sino que también tiene consecuencias prácticas. Verbigracia: destinar el vocablo eutanasia solo para pacientes terminales, prevendría que las pólizas de vida eludan sus responsabilidades contractuales con quienes opten por esta forma de morir.

De acuerdo con el planteamiento del Instituto Borja, debe eliminarse toda terminología adjetivadora del término eutanasia, pues genera confusión o redundancia: la eutanasia es activa, directa y voluntaria. La eutanasia pasiva no es eutanasia, es limitación de esfuerzo terapéutico; la eutanasia indirecta no es eutanasia, es una complicación médica; la eutanasia no voluntaria no es eutanasia, es homicidio doloso; los fines eugenésicos o de control poblacional no son eutanasia; etc.

¿Podemos hablar de muerte digna en Colombia?

Existen 5 escenarios relevantes en relación con el concepto de muerte digna y la toma de decisiones clínicas al final de la vida: los CP, los testamentos vitales, la limitación del esfuerzo terapéutico o reorientación terapéutica, la sedación paliativa y la eutanasia; este último es el que mayor controversia sigue generando a nivel mundial25.

Según la Real Academia de la Lengua Española, la palabra «dignidad» significa la cualidad de «ser merecedor de algo». La UNESCO fundamenta los derechos y deberes humanos en la idea de una dignidad inalienable a todos. Al considerarse como el resultado de un juicio valorativo, se entiende el sentido que Pyrrho et al.26 proponen del término: «una construcción relacional que se obtiene mediante el reconocimiento del otro».

Paradójicamente, la noción de «dignidad humana» se invoca tanto para defender la eutanasia como para rechazarla21,27. A pesar de ello, este argumento cabe en la discusión porque supera al de autonomía en 2 aspectos: la responsabilidad moral con relación al otro y la protección de los más vulnerables28.

Es un hecho que la situación actual de los CP en Colombia es deplorable. Según el Índice de Calidad de Muerte, elaborado por la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist, obtenemos un puntaje de 26,7% en el escalafón mundial de CP, ocupando el puesto 68 de 80 participantes29. Asimismo, de los 120.000 fallecimientos por cáncer que hubo en 2014, solo 20.000 pudieron ser atendidos por los 23 servicios de CP certificados30; de tal manera que la mayoría de estos pacientes mueren precariamente, con sufrimiento innecesario y sin acompañamiento adecuado.

La insolvencia de los CP en el país es multifactorial, pero sobre todo reposa en la debilidad de la acción gubernamental en políticas sanitarias29. Otra arista del problema es el déficit numérico del recurso humano especializado en CP, además de los grandes vacíos en la formación humanística de los profesionales31. También es necesario afrontar las dificultades económicas y socioculturales que tienen las familias para participar del cuidado de sus parientes. Las barreras dialógicas (verbigracia, la falta de educación para la toma de decisiones y la pobre apropiación de las mismas) constituyen una limitación importante32.

Entender la situación de Colombia es fundamental al momento de pretender importar ejemplos de otros países que dieron el salto de despenalizar y hacer operativa la eutanasia, pues estos no necesariamente tienen validez dentro del tejido colombiano. Además, los modelos de legalización disponibles guardan significativas diferencias conceptuales y procedimentales entre sí23,24. En otras palabras, conviene plantear nuestro debate desde la propia realidad pensada.

No deja de ser preocupante que las condiciones precarias de vida, la exclusión social y la falta de un entorno afectivo apropiado puedan promover los deseos de muerte de los pacientes terminales33. Sin una regulación y ejecución adecuadas, la eutanasia podría convertirse en el único recurso del paciente sufriente para obtener alivio ante los grandes vacíos del sistema de salud y la negligencia del Estado. Sin embargo, también es probable que se presente otra cara de la moneda: que solo reciban la ayuda los privilegiados por su condición socioeconómica y educacional34.

Aun reconociendo esta problemática, postular que ofrecer unos buenos CP reemplazaría la necesidad de eutanasia no es fidedigno35,36. La sedación paliativa no logra aliviar el sufrimiento de todos los pacientes37. También lo expresa el Instituto Borja de Bioética: «seguirá habiendo situaciones y casos concretos en que se producirán demandas de eutanasia y será preciso darles una respuesta dentro del marco de la legalidad». Además, los escenarios no son antagónicos. Al contrario, la experiencia belga prueba que los CP y la eutanasia pueden mostrar una evolución recíproca y sinérgica38.

El Estado colombiano ha reconocido que, como sociedad laica, el respeto a la autonomía de la persona ha de mantenerse durante la enfermedad y la muerte. Si bien debe proteger la vida, no se puede imponer a las personas el deber de vivir en condiciones penosas, en contra de sus deseos y convicciones más íntimas. Como lo expresa la Sentencia C-239/97: «Nada tan cruel como obligar a una persona a sobrevivir en medio de padecimientos oprobiosos, en nombre de creencias ajenas».

Desde un punto de vista estrictamente jurídico, no es posible situar en todos los casos el derecho a la vida por encima de la libertad del individuo39. Por otro lado, las garantías deben establecerse a favor de quien ostenta el derecho, y no en su contra.

Recientemente el Ministerio de Salud publicó el Protocolo para la aplicación del procedimiento de eutanasia en Colombia40. Este se inicia con un paciente mayor de edad, con enfermedad terminal, que solicita eutanasia. Luego el médico tratante valora los requisitos para considerar el procedimiento: define condiciones de terminalidad, evalúa el sufrimiento, descarta la existencia de alternativas terapéuticas y constata la persistencia de la solicitud explícita.

Posteriormente, se valora la capacidad volitiva del paciente y, si esta se considera apta, el caso pasa a un comité científico interdisciplinario (CCI) para hacer una confirmación de requisitos. Las personas que integran el comité deben ser independientes del médico tratante y carecer de relación personal/profesional con el solicitante. En el caso de discordancia entre las 2 valoraciones, el CCI consultará con otro profesional y reevaluará el caso.

Aunque este es un primer paso en la materia, a continuación se listan algunas debilidades y vacíos del protocolo: a)no describe la participación de los entes administrativos, ni las responsabilidades de las instituciones de salud; b)no define cómo se va a garantizar el acceso y la continuidad del proceso para toda la población; c)está propenso a la «tramitología»; d)exceptuando la propuesta farmacológica del exitus, es muy ambiguo en caracterizar los demás procedimientos y el recurso humano requerido (por ejemplo: indica la participación de psicólogo clínico o psiquiatra como opciones intercambiables; deja abierta la posibilidad de reemplazar el CCI; etc.); e)presume erróneamente que todo médico tratante está capacitado para valorar el sufrimiento, y f)no garantiza la continuidad de los médicos en todas las fases del proceso.

Recientemente estuvo en curso un proyecto legislativo para reglamentar la práctica de la eutanasia y el suicidio asistido en Colombia —el 030/2015—41. Este propuso tópicos valiosos y otros discutibles, como: a)restringe la eutanasia al médico tratante (por lo tanto, todos los médicos deberían acreditar su formación al respecto, lo cual es desproporcionado e irreal); b)plantea un sistema de veeduría posterior a los procedimientos (esto es inútil, pues en retrospectiva no pueden ejercerse correctivos; además, deslegitima la valoración del CCI y suscita una atmósfera de desconfianza legal hacia los participantes), y c)combina los temas de eutanasia y suicidio asistido (lo cual es improcedente por las consideraciones previamente planteadas).

Existe un largo camino por recorrer para que Colombia cumpla el ideal de una muerte digna para todos. De ahí la importancia de seguir promoviendo este tema en los ámbitos académicos, jurídicos y sanitarios.

Referente al papel de los anestesiólogos

Tan solo 7 días después de publicada la resolución 1216/2015, la Sociedad Colombiana de Anestesiología y Reanimación dirigió una carta al ministro de Salud expresando sus impresiones42. Esto denota un marcado interés, y tiene su fundamento histórico: Juan Marín Osorio, considerado el padre de la anestesiología en Colombia, reconoció haber practicado la eutanasia en varias ocasiones, incluso a 2 familiares, bajo argumentos de amor y sentimientos de solidaridad humana por los sufrientes7,43. Desafortunadamente, no se ha escrito mucho más al respecto.

Algunos autores consideran al anestesiólogo como un complemento importante de los equipos interdisciplinarios de CP, debido a su experiencia con pacientes críticos y conocimientos en el manejo del dolor, uso de sicotrópicos y sedantes44-46. Aunque reconocemos estas fortalezas, en el ejercicio colombiano existen 2 hechos que están en contra: primero, los pensum de anestesiología no tratan a profundidad los temas del final de la vida; segundo, nuestra práctica diaria está centrada en el manejo de casos clínicos puntuales, en los que la interacción y el seguimiento del paciente y su familia son escasos.

Hasta aquí, todo lo que se ha expresado en relación con la eutanasia, parte de suponer que el paciente y su médico pueden deliberar en el curso de un diálogo verdadero; pero esto no es una tarea sencilla. Para conseguirlo, orientar la toma de decisiones y actuar imparcialmente, los profesionales requieren de habilidades dialógicas, capacidad de reflexión e interpretación sobre los principios que determinan los juicios morales, además de un respeto profundo por la autonomía del paciente47. De ahí la importancia de dar una mayor profundidad en el proceso educativo a temas de bioética y otras humanidades. Teniendo en cuenta lo vital que es para la atención del enfermo terminal el poder generar empatía y una comunicación asertiva, el acompañamiento no debe limitarse a una fase aislada del proceso. Por esto, postulamos que el anestesiólogo podría participar en procesos de muerte digna solo si se refuerzan los aspectos previamente descritos en su formación.

Sería interesante que se desarrollase una encuesta para conocer qué opinan los anestesiólogos colombianos en esta materia.

Conclusión

Entender la eutanasia como una alternativa válida en los procesos de muerte digna es reconocer la pluralidad moral y la autonomía de nuestros pacientes. Si bien no debe considerase un sustituto de los CP, es un integrante más entre las diferentes opciones del final de la vida.

Sin embargo, Colombia está aún lejos de ser un escenario apropiado, y es una tarea de todos construirlo. Estado, sociedad y academia deben resolver las falencias en la atención de los pacientes terminales. Ello allegaría justicia y calidad al sistema sanitario.

Financiación

Ninguna.

Conflicto de intereses

Ninguno.

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