El presente artículo deriva del estudio «Representaciones sociales en el campo de la salud mental», la cual se propuso como objetivo abordar las representaciones sociales acerca de la salud y la enfermedad mental con los familiares de personas con trastorno mental mediante un método cualitativo. El corpus fue construido a partir del análisis e interpretación de lo manifestado por los familiares de pacientes con enfermedad mental, en 17 entrevistas individuales, 13 entrevistas grupales y un grupo familiar, convocados a propósito de la asistencia clínica del familiar en tres instituciones hospitalarias de Bogotá. Se configuran tres categorías comprensivas para descifrar la vida cotidiana y analizar la relación con las vivencias de la familia en la salud y la enfermedad mental: a) familia en las buenas y en las malas; b) la enfermedad mental en su correlato familiar, y c) los cuidados y su desdoblamiento como carga.
Se concluye que la representación de «familia» constituye el tejido estructural de las significaciones de las relaciones familiares para afrontar la enfermedad mental; se cuestiona la representación social de «familia unida» cuando el grupo familiar asume el cuidado de un pariente con trastorno mental. La enfermedad mental como representación social entraña una deshumanización que discrimina y estigmatiza, propiciada en el propio círculo filial y la marca del diagnóstico en las formas comunicativas y relacionales del grupo familiar. Los cuidados se sustentan en el ordenamiento patriarcal por asignación y autoasignación, y encuentra alternativas en la institucionalización o en el sino de la carga, porque se considera que la familia no es el mejor espacio de cuidado para la persona con trastorno mental.
The following article arises from the study “Representaciones sociales en el campo de la salud mental” (Social Representations in the Mental Health Field), in which the objective was to address the social representations in the family context; concerning caring, as well as the burden it implies using a qualitative method. The corpus was built based on the analysis and interpretation gathered from families with mental illness members. There were 17 individual interviews, 13 group interviews and one family group of three generations, held regarding the clinical care of the family member. These interviews were held at three different hospitals in Bogota. The representation of “a family” constitutes the structuring of the meanings of family relationships that cope with mental illness built upon the social and historical life of its members. The three comprehensive categories were: a) Family in good times and bad times; b) mental illness in family interactions, and c) Care and burden.
Socially speaking, mental illness can lead to dehumanization, in that it discriminates and stigmatizes, even within the family unit. Caring for a family member with mental illness comes about by hierarchical order, self assignation, and by institutionalization. This latter occurs due to lack of caregivers or because the family does not consider their home the best place to care for such a patient.
Las personas que padecen un trastorno mental están asociadas con la idea compartida socialmente sobre su supuesta condición de personas peligrosas. La estigmatización constituye un problema de grandes repercusiones, no solo por el sufrimiento propio de la enfermedad de quien lo padece, sino que se extiende también a los familiares en cuanto a discriminación, rechazo, ocultamiento y exclusión por las ideas negativas que se construyen alrededor de ellos.
La literatura da cuenta de estudios sobre el estigma de la enfermedad mental1,2 y el interés manifiesto de reducirla por sus alcances negativos en la búsqueda de tratamientos y apoyos de las personas que lo padecen, las familias y los sistemas de atención3, y estudios que lo explican como resultados de los prejuicios y la desinformación4 y el papel de los medios de comunicación al crear opinión2,5.
Por otra parte, también se refieren estudios que analizan las repercusiones de la enfermedad en el espacio familiar6, su relación con la cultura y las formas de simbolizarla7 y el funcionamiento de esta cuando alguno de los miembros padece un trastorno mental8. En este artículo se hace énfasis en las vivencias familiares y en descifrar cómo estos tipos de trastornos afectan a las relaciones familiares.
Lo anterior esboza una muestra del trabajo previo, con el cual se vincula el estudio «Representaciones sociales en el campo de la salud mental» (del programa «Intervenciones en salud orientadas por la APS y reducción de la carga de trastornos mentales generadores de mayor cronicidad y discapacidad», Contrato RC 370 de 2011 celebrado entre Colciencias y la unión temporal Pontifica Universidad Javeriana-Hospital Universitario San Ignacio, de Bogotá, Colombia), que se propuso descifrar el campo de significaciones acerca de la salud y la enfermedad que se construye al interior de la familia, cuando alguno de sus miembros ha sido diagnosticado de un trastorno mental, para resignificarlas y contribuir a aliviar la carga oculta de la enfermedad.
Se empieza con una aproximación a la connotación de representaciones sociales como un concepto-herramienta que permite acercarse a la vida cotidiana y a los significados que allí se tejen sobre la familia, y en particular sobre las relaciones que emergen cuando la enfermedad mental irrumpe en la atmósfera familiar afligiendo a uno de sus integrantes.
Las representaciones sociales9 son productos históricos que circulan como creencias compartidas, valores que van dando forma a la memoria colectiva y la identidad de la sociedad y permiten acercarse tanto a lo individual como a lo colectivo, pues unifican e integran lo simbólico y lo social, el pensamiento y la acción.
Como concepto, las representaciones sociales permiten acercarse a la realidad multifacética de la vida cotidiana, en el sentido de Jodelet, «en tanto nosotros (como) sujetos sociales aprehendemos los acontecimientos de la vida diaria, las características de nuestro medio ambiente, las informaciones que en él circulan (y) a las personas de nuestro entorno próximo o lejano»9.
En esta medida dichas representaciones sirven de unidad de análisis para entrar en la cotidianidad de quienes están inmersos en el mundo del cuidado de los enfermos mentales y las consecuencias que se generan dentro de sus vidas, principalmente en el campo relacional.
Dado el carácter simbólico de las representaciones sociales, estas se construyen y mantienen en el tiempo sin que necesariamente seamos conscientes de su presencia, y generalmente un suceso adverso se constituye en el detonador que pone en presente otras realidades que no figuraban en el curso de la vida, como sucede con la presencia de la enfermedad mental en el círculo familiar, que inexorablemente transforma las dinámicas preestablecidas.
En las representaciones sociales existe un aspecto de la comunicación que pasa un poco inadvertido: el ámbito de las conversaciones interpersonales que se dan en diferentes espacios y van conformando un corpus. «Se trata, en efecto, de un continuo flujo de imágenes, valores, opiniones, juicios, informaciones que nos impactan sin que ni siquiera nos demos plenamente cuenta de ello»9, en tanto su tejido establece en la vida cotidiana un orden que permite el discurrir diario, situando las relaciones familiares como lugar por excelencia de la consolidación de las representaciones sociales en una dimensión casi invisible pero rescatable a través, por ejemplo, del lenguaje y las narrativas.
En el mismo sentido, estas y los relatos se convierten en piezas importantes cuando se trabaja con las representaciones sociales pues, del mismo modo que la autobiografía, permite a las personas relacionar el pasado con el presente10 y encontrar un sentido a situaciones que muestran la fragilidad del tejido familiar cuando se hace imperativo dar explicación sobre «cómo comenzó todo».
Pero si bien Jodelet apunta hacia lo construido socialmente, es importante tener en cuenta que estas representaciones tienen anclaje en las prácticas y las posiciones sociales de los individuos que van señalando sus actitudes, comportamientos y respuestas tanto ante situaciones cotidianas como ante las que irrumpen en sus vidas, como la enfermedad de un familiar. En tal sentido, dicho «anclaje» es el mecanismo que permite afrontar las innovaciones o la toma de contacto con objetos que no nos son familiares9. De este modo, el espacio familiar es el lugar donde se hace necesario recurrir a las creencias, los valores, las normas que den un orden económico y afectivo a la confusión que se genera ante la enfermedad, en cuanto a roles asignados y aceptados frente a vacíos ahora evidentes que se habían llenado con la supuesta armonía y el orden cotidiano en el cual cada quién tenía su lugar acorde con su posición social, económica y educativa.
Porque pareciera que la cotidianidad está organizada como debería ser, en un ordenamiento que otorgaría a cada quién el lugar que le corresponde para recibir lo que merece, y en esa medida resulta difícil tener una actitud crítica y constructiva cuando se da por sentado que la realidad «es así».
Al respecto: «[hay una] tendencia fenomenológica de las personas a considerar los procesos subjetivos como realidades objetivas. Las personas aprehenden la vida cotidiana como una realidad ordenada, es decir, perciben la realidad como independiente de su propia aprehensión, apareciendo ante ellas objetivada y como algo que se les impone»11.
MetodologíaEnfoque cualitativo, hermenéutico comprensivo mediante el cual se construye el conocimiento con los sujetos que intervienen para encontrar las significaciones que se otorgan a la realidad social estudiada12. El corpus fue construido a partir del análisis e interpretación de lo manifestado por los familiares de pacientes con enfermedad mental en 17 entrevistas individuales (EI), 13 entrevistas grupales (EG) y un grupo familiar (GF) conformado por tres generaciones, convocados a propósito de la asistencia clínica del familiar en tres instituciones hospitalarias de Bogotá (Hospital Universitario San Ignacio HUSI-Unidad de Salud Mental, Clínica de Nuestra Señora de la Paz y Clínica La Inmaculada, previa aprobación del protocolo de investigación por los comités de ética de las instituciones y la aceptación del consentimiento informado de los familiares, entre julio y octubre de 2013). Es importante aclarar que en este estudio no se tuvo en cuenta las historias clínicas, pues se dio prioridad al campo simbólico de la enfermedad mental en el relato familiar.
Las convocatorias para el trabajo con los familiares se realizaron a partir de la información proporcionada por cada institución, ante lo cual los implicados respondían voluntariamente concediendo su consentimiento.
Se realizaron en total 30 entrevistas individuales y grupales. La técnica se apoyó en una guía semiestructurada para abordar ambas situaciones. Simultáneamente se trabajó con un grupo familiar que compartía la misma circunstancia para dar mayor soporte comprensivo al tejido de significación del contexto familiar y hacer que emergieran las construcciones socioculturales de generación y género, sin la pretensión de hacer una historia familiar.
El material de estudio se recopiló en forma de grabaciones y transcripciones, que se convirtieron en narrativas para luego someterlas a caracterización y categorización de la información.
Con estas narrativas se hizo un ejercicio de reflexividad13 entre los investigadores para compartir el análisis de las narrativas y sustraer los datos relevantes para la interpretación de los conceptos encontrados en las categorías con la ayuda de las aproximaciones teóricas que guían la investigación, con lo que se daba cabida a un proceso de triangulación metodológica.
A partir del análisis e interpretación de las narrativas, se reconfiguraron las categorías iniciales sobre las representaciones sociales de familia, salud-enfermedad mental, cuidado y carga, en nuevas categorías comprensivas que se presentan a continuación, con las cuales se fue tejiendo el sentido y la discusión de lo encontrado en el trabajo con los familiares en los tres centros hospitalarios ya referidos: a) «familia en las buenas y en las malas»; b) la enfermedad mental en su correlato familiar, y c) los cuidados y su desdoblamiento como carga. Termina con unas consideraciones a manera de conclusión.
Familia en las buenas y en las malasSiguiendo la máxima de los valores cristianos implicados en el matrimonio «juntos en la salud y en la enfermedad y hasta que la muerte nos separe”, que entraña una dimensión profundamente humana y el deseo de un apoyo perdurable de la unidad familiar frente a las vicisitudes positivas o negativas, en este acápite se hace una aproximación al tema de la familia, centrada en la familia patriarcal, cuyo ordenamiento se considera continúa vigente en la configuración de las relaciones dentro de los grupos familiares respecto a las resistencias y acomodaciones para afrontar la enfermedad.
La familia, como institución universal que regula las relaciones primarias de los individuos que la componen, está estrechamente relacionada con la cultura en la cual está inscrita14. En tal sentido, en el país, como precisa Gutiérrez de Pineda15, se encuentran complejos culturales con características propias en sus instituciones familiares, que, si bien han sufrido cambios en cuanto a su composición y el número de sus integrantes, aún contienen elementos propios del patriarcado.
La década de los sesenta marcó el surgimiento de nuevos modelos familiares en el país, y apareció un polimorfismo de familia entrañado en figuras como las madres adolescentes, las diadas incompletas, el progenitor y su grupo filial o el binomio maternal o, siguiendo el número de miembros y su composición, la familia nuclear completa, que involucra dos generaciones de padres y sus hijos, tipificada en las ciudades, especialmente en estratos con niveles profesionales16.
La familia nuclear es bastante dinámica en su composición, pues se ajusta a las circunstancias y ante crisis como las rupturas o las enfermedades, o ante la crianza de los hijos, situaciones que la acercan al marco de la familia extensa. Pero especialmente en la crisis, empiezan a salir a la superficie del tejido familiar las contradicciones, las diferencias de cada quién, las dificultades en cada uno de los grupos familiares cobijados por esta especie de familia extensa. «Yo tengo una familia muy unida, si hay una enfermedad todos estamos al pie», y en ese ideal de familia se tejen los sentidos y se establece lo moralmente legítimo en sus mecanismos de regulación: «Idealmente, los miembros de una familia están unidos tanto por lazos de afecto como por lazos de interés común, y las disputas entre ellos se consideran más reprobables que las desavenencias entre miembros de la familia y extraños»14.
A pesar de los nuevos modelos señalados, aún persisten elementos de la familia patriarcal, caracterizada por su verticalidad en las relaciones de poder, protección, apoyo económico, lealtades, reciprocidades, afectos, maltratos, silencios y aceptación de valores dados por los padres en nombre de la unión familiar, en la cual aún se invisibilizan los aportes significativos de la mujer como profesional en la economía familiar, por su inserción en el mercado laboral, pero en todo caso dentro de dinámicas en las que se afrontan cambios que generan transformaciones: «La estructura interna de la familia y sus miembros como personalidades sufre al momento una etapa de ambigüedad entre lo que se espera de ellos, lo que dan y sus expectativas y alcances»16.
Al respecto, es necesario hacer evidente que la estructura económica en la gran mayoría de las familias ha estado sostenida por las mujeres: «El desconocimiento del trabajo femenino tuvo lugar porque su desempeño se cumplió mayoritariamente como ayudante familiar sin remuneración, y el padre acaparó las ganancias del grupo doméstico como una obligación más que la mujer casada debió satisfacer para costearse»17. De ese modo, se genera entonces una doble carga con las labores domésticas, el cuidado de ancianos y enfermos y la necesidad de suplir económicamente los vacíos dejados por los hombres, quienes resuelven las dificultades económicas con un «ya di mi parte», frente a lo cual ella queda expuesta a la indefinición: «Y lo que falta ¿quién?».
«El patriarcalismo colocó al hombre en la cima del poder y de la autoridad, en su condición de esposo-padre, dado su papel de proveedor único. En consecuencia, la familia se estructuró en forma jerarquizada por género, por edad: el padre se sintió en la cúspide del poder y luego se escalonaron, por edad, los hijos, varones ya mayores, después la madre y finalmente las hijas»16.
Además, la familia patriarcal se nombra ahora como machista, cuya condición se revela en la violencia intrafamiliar, los espacios laborales, la violencia política y el conflicto, como expresiones del ejercicio del «poder en las relaciones familiares que define las interacciones entre padre y madre, hermano y hermana, significado que se interioriza desde la infancia»16.
En el poder participan hasta los mismos dominados, pues «las familias patriarcales siempre dependen de mujeres (madres, abuelas, tías) para mantener el control sobre las niñas y las jóvenes»18, al tiempo que se genera una autodominación que contribuye a la consolidación del poder que las subyuga haciendo que este sea casi invisible en la medida en que circula en la red de relaciones familiares y en el ideal de que «todo tiempo pasado fue mejor».
En este contexto, los familiares de pacientes con enfermedades mentales se mueven paradójicamente entre el afecto, la obligación y la culpa en torno a la forma de acercarse al enfermo y su cuidado: «Se dicen las cosas que no han debido decirse nunca», añadiendo a las circunstancias, ya de por sí complejas, la necesidad de poner barreras y distancias entre los miembros de la familia. «La familia con frecuencia se queja de que el enfermo es la causa del desequilibrio familiar»19.
En efecto, dentro de los diferentes tipos de organización familiar y sus transformaciones, lo que realmente interesa es las relaciones que se dan dentro de ella, toda vez que es allí donde se teje, se mantiene o se transforman las normas, los valores, las pautas de crianza, los deberes y las obligaciones, entre otros aspectos que evidencian los consensos sociales o las representaciones sociales vigentes, los cuales se reproducen cotidianamente en la urdimbre de las prácticas y de las creencias, de lo que es posible y lo prohibido, lo legítimo en el orden establecido, los afectos y los valores, las angustias de un día más sin una institución que apoye, los oficios que se acumulan y todo lo que implica los cuidados de la familia, los niños, los viejos y los enfermos.
Las alegrías que animan, los dolores que van dejando las soledades y los vacíos del grupo familiar son en sí mismas preguntas no respondidas, comentarios en voz baja, dinámicas complejas que se ocultan en el «hogar dulce hogar».
La enfermedad mental en su correlato familiarAquí se parte de considerar la salud mental como la concibe la Asociación Colombiana de Psiquiatría20, un «campo complejo en el cual tienen cabida la salud y la enfermedad, los problemas, las resistencias y las acomodaciones; es decir, diversas formas de bienestar o malestar emocional y de relación de los ciudadanos», y se toma distancia de nociones limitadas que la reduce a un problema individual descontextualizado de la trama sociocultural e histórica. Al considerarla como un campo, se puede abordar desde una dimensión más amplia, simbólica, interactiva y dinámica, que incluya la enfermedad mental como otra expresión de dicho campo, y no como algo opuesto.
A ese respecto, se puede decir sobre la enfermedad lo que Pierret afirma respecto de la salud: «Hablar de la salud es hablar de la vida, o sea, del conjunto de las prácticas corporales y sociales. La higiene, la alimentación, la sexualidad, el ocio, el deporte, el hábitat, el trabajo, la educación, la salud y la enfermedad, las representaciones en torno al cuerpo, la vida y la muerte, la concepción de la persona y las relaciones con los demás, etc., constituyen una totalidad [dentro de la cual] resulta difícil deslindar las unas de las otras»21.
Dentro de las conversaciones con los familiares de diferentes «enfermos», llama la atención en primera instancia la apropiación de términos del discurso médico en la formas comunicativas —«él tiene una depresión», «sufre un trastorno bipolar», «en la epicrisis se dijo…»— los cuales van formando parte de las formas discursivas cotidianas y relacionales del familiar con el médico y el paciente. También estas narrativas dejaron entrever las tensiones y el quiebre que ocurren entre la historia familiar-cotidiana y los resultados del diagnóstico recibido del personal médico a partir del ingreso del familiar en el centro hospitalario. En efecto, la voz de los familiares, la queja de las personas enfermas, los síntomas emocionales y los resultados de los exámenes clínicos en su conjunto son traducidos por el especialista en un diagnóstico que da cuenta del estado físico y mental del paciente reflejado en la historia clínica.
En los relatos sobre las historias vitales, se expresan sentimientos de resignación, preocupación, angustia, desconcierto, incomprensión, no aceptación y resistencias al dictamen que los especialistas comunicaron en el diagnóstico, y su pronóstico. Se trata de creer y no creer, y de no tener salida ante la nueva condición de «enfermo» que individualiza a quien la padece y marca una diferencia, un menor valor, un desequilibrio o una asimetría respecto de los otros, reflejados en la manera en que se perciben y se relacionan: «Nosotros somos normales frente a él».
Por lo general, cuando emerge una crisis en el funcionamiento mental de una persona, su grupo familiar se define como «sano», por oposición al «enfermo»22. «Ser normal es no estar enfermo», y en adelante se ubica en la franja de la «anormalidad» en tanto se aleja de aquella «normalidad», desconociendo en esa perspectiva la construcción social e histórica del individuo como totalidad desde la cual se configura su imagen como persona21.
Metafóricamente, los familiares expresan la enfermedad mental de diferentes formas: «debilidad mental que se puede fortalecer si se le dan vitaminas», «problemas en la cabecita», «pérdida del juicio», «no estar en sus cinco sentidos», «algo en la mente está mal y no coordina bien», «físicamente se ve aparentemente bien, pero habla cosas que no son reales». En general, aquella se figura como una enfermedad misteriosa23, difícil de corporizar, lo que el enfermo padece pero logra encarnarse virtualmente en los allegados: «la familia también se enferma, le toca a uno cambiar todo y adaptarse al enfermo», y ello causa gran zozobra al no saberse hacia dónde deviene e inevitablemente atraviesa la vida de los otros.
Y es que la «enfermedad» del paciente no coincide con la «enfermedad» del médico24, criterio también compartido por el familiar: «Me molestó mucho cuando le pregunté al psiquiatra por el pronóstico y me dijo que era bueno, siempre y cuando tomara los medicamentos y fuera a los controles mensuales de psicoterapia» y agrega: «Es que la mejoría no puede depender de ello», «ha estado demasiado estresado y tuvo una crisis, pero él no está enfermo», «la verdad es que yo siento mal saber que mi esposo se quiere matar». Generalmente se atribuye la etiología de la enfermedad a un factor externo o al factor genético: «En la familia del papá había una tía taradita».
El diagnóstico representa para los entrevistados el dictamen médico que valida objetivamente el análisis de unos síntomas sobre el estado mental de la persona desde el punto de vista clínico, lo que da nombre a una sospecha, un comportamiento, un estado de la persona, lo que no tenía nombre, marca inexorablemente una nueva identificación en el sujeto que lo padece y establece un antes y un después en la vida del enfermo y el grupo familiar. «El diagnóstico mata», «fue un golpe emocional, estaba en un mundo y luego ¡todo cambió!», «la historia clínica es un arma», «es un pesadilla de la cual ellos no pueden salir», «para ellos, después del diagnóstico, el paciente ya se murió». Lo cierto es que «la persona diagnosticada como enfermo mental porta consigo un estigma, sobre todo si ha estado interna en un hospital»19.
Se trata de una designación que lo incluye dentro del grupo de los diferentes, asunto que asusta y avergüenza a los familiares: «Ser diagnosticado de una enfermedad mental es tener una bomba de tiempo delante del paciente, que arrastra una marca junto con sus familiares», «este tema no se puede hablar por fuera de los contextos terapéuticos». Es algo que constituye para la familia un señalamiento que tratará de ocultar: para el familiar, cualquier otra enfermedad se puede revelar, por ejemplo, un cáncer, pues no representa una alarma como la que genera el estigma de la enfermedad mental.
Desde la perspectiva de Goffman, el estigma se entiende como «el atributo denigrante que produce en los demás el descrédito»25 y además supone que la condición de enfermo mental merma su condición humana, posición que justifica tratos que derivan en actitudes discriminatorias y excluyentes que empobrecen la calidad de vida del enfermo y de todo el grupo familiar.
Por la discriminación social a la que ambos son sometidos, se encontró que el espacio familiar, pese a estar supuesto dentro del consenso social como un escenario protector de sus miembros por excelencia, también discrimina a la persona enferma: «Pobrecito, él no está bien», «no invitemos a X porque es un problema, porque si se toma una cerveza se vuelve loco», «ella es muy complicada»; además, la amenaza latente de la discriminación social produce vergüenza en el familiar, que lo encubre: «No es fácil decirlo», «no es que a mí me dé vergüenza, no, me duele mucho que la vean así, que no entiendan lo que le pasa»; «me tocó explicarle al señor que ella reaccionaba así por su enfermedad».
Se reproduce así el ciclo de la discriminación: «el estigma del paciente y el ocultamiento de la enfermedad por parte del paciente y del paciente por parte de la familia»26. La condición de enfermo mental se constituye en factor estigmatizador desde los propios espacios familiares: «No es un pecado que una familia tenga a un enfermo».
Como anota Medina, «la salud generalmente se hace menos tangible, diferenciable, porque se asocia con la norma social, mientras que la enfermedad, por el contrario, se asocia con su ruptura»27. El sujeto en su historia vital presenta unas características que lo incluyen en su propio entorno, que lo considera un integrante del grupo familiar y se manifiesta como «él era el más inteligente de la familia», «él era muy sano, hacía ejercicio, no tomaba» o era «el ensimismado, el agresivo, el problemático», etc.; todos sus rasgos subjetivos se erigen como elementos relevantes de su historia clínica, y en adelante el diagnóstico se instituye en el identificador de la persona transformada ahora en su condición de «paciente» como individuo que se fragmenta en un antes y un después marcado por el episodio crítico, ocultando su carácter social e histórico, y portador de algún trastorno mental: depresión, ansiedad, bipolaridad, esquizofrenia, etc., que lo estigmatizará y lo pondrá del lado de los segregados, los diferentes, los problemáticos y los desadaptados sociales.
«En realidad, la enfermedad borra pero subraya; anula por una parte, pero por otra exalta; la esencia de la enfermedad no reside solo en el vacío que provoca, sino también en la plenitud positiva de las actividades de reemplazo que vienen a llenarlo»28.
La enfermedad de la persona resalta lo paradójico entre lo que era y lo que ahora va siendo; acentúa el tambaleo de las estructuras que parecían estables y certeras en la arquitectura familiar y, por ende, de la armonía de sus miembros: «Él se volvió otro», «antes teníamos una familia feliz», «empiezan todas las torres a caerse».
Por otra parte, la condición de «enfermo» infantiliza las relaciones por las limitaciones e incapacidades que esta produce29 y por las dificultades en la relación misma abonadas en las interacciones con los otros: «ahora soy la mamá de mi mamá, y la cuido como a mi hija», «vuelve a ser mi niño», «antes uno dialogaba con la otra persona, ahora a uno le toca todo: pensar, razonar y actuar por él». Con frecuencia, se trata a los pacientes mentales como a niños porque se los considera incapaces de responsabilizarse de sus propios cuidados y se cree que deben estar bajo la tutela de la familia, la sociedad o los psiquiatras19.
«Son conductas de reacciones infantiles: ausencia de las conductas del diálogo, amplitud de los monólogos sin interlocutores, repeticiones en eco por incomprensión de la dialéctica pregunta-respuesta, pluralidad de coordenadas espaciotemporales, los cuales permite la conducta aislada en la que los espacios están fragmentados y los momentos son dependientes. Esta necesidad y sus formas de evolución no debemos referirlas a una evolución histórica siempre específica, sino a la historia personal del enfermo»28.
Los cuidados y su desdoblamiento como cargaEl cuidado se ha inscrito y naturalizado en la esfera del trabajo familiar doméstico, como una actividad que atañe principalmente a las mujeres, por las representaciones sociales que se han construido alrededor de este. Después de un largo camino de invisibilización, los estudios actuales lo consideran un asunto relevante de discusión y análisis por sus implicaciones económicas, sociales y políticas en la salud y la calidad de vida de las personas, y lo desplazan de asunto privado y competencia femenina a la responsabilidad social en la esfera pública y rescatan la dimensión subjetiva del cuidado.
En la experiencia investigativa se encontró que el cuidado de parientes con enfermedad mental en el espacio familiar se convierte en un asunto complejo, diverso, problemático y ambiguo que, si bien resuelve las necesidades de cuidado, atención y asistencia, a la vez es proclive a la generación de carga en quien(es) lo asumen, lo que hace necesario repensar el concepto30 referido más al «trabajo de cuidados» como un campo crítico y necesario para que la vida se desarrolle con calidad y bienestar, en la que todos en algún momento hemos sido requeridos y hemos participado de alguna manera.
Tradicionalmente se ha refundido «el trabajo de cuidados» en el trabajo doméstico, amparados ambos en la cotidianidad del mundo privado, ocultos los aspectos emocionales y simbólicos, y las temporalidades propias de las actividades de los cuidados, la sobreasignación de responsabilidades principalmente para las mujeres, la distribución desigual de tiempo/dedicación y la subvaloración en la economía familiar.
La dimensión señalada del trabajo doméstico y los cuidados subsumidos en los mismos tiempos hace que quienes lo realizan pierdan de vista las implicaciones que tienen en su vida cotidiana y se vayan tejiendo como parte consustancial de un acompañamiento a los enfermos («Sacrifiqué mi actividad laboral para poder estar pendiente de mi mamá para atender los cuidados diarios, asistir y pedir las citas médicas y acompañarla a las diferentes terapias»), factores que llevan a generar una carga que muchas veces solo se evidencia ante la enfermedad de quien cuida. Se asume que se estaban realizando actividades propias del bienestar familiar, significa responsabilidades, organización y disponibilidad continua, tiempo de estar «atenta a»; más que una acción concreta, representa un tiempo potencial de realizar alguna actividad31.
Lo anterior es reconocido por los entrevistados como una presencia-ausencia en la cual los parientes se manifiestan con «una visita» al familiar enfermo o responden con la cuota establecida, pero una vez cumplida la obligación, justifican su retirada con múltiples razones, como asuntos personales, actividades laborales, cuidado de los niños, etc., y los cuidados, desdoblados en carga, vuelven a recaer en quien fuera asignado o autoasignado, generalmente las mujeres, por ser la madre, la hermana, la hija, la esposa o la persona que por sus profesión tiene competencia para estos trabajos.
Desde esta perspectiva, vemos que la matriz comprensiva que sostiene los cuidados es múltiple. A lo largo de la investigación, se pudo establecer que dentro de ella existen aspectos como los siguientes: el mundo de los afectos, las acomodaciones del ordenamiento patriarcal, las asignaciones y autoasignaciones, las diferencias entre mujeres y hombres frente a la práctica de los cuidados y las relaciones de poder, y cómo desde estas simbolizaciones se bifurcan en la práctica las distribuciones inequitativas de la carga.
Ante el imperativo de los cuidados, mujeres y hombres consideraron que los lazos afectivos son lo que alivia, sostiene o dificulta muchas veces la agobiante tarea de los cuidados de un pariente con enfermedad mental, y son precisamente los afectos lo que permite trascender la tragedia humana: «somos unos locos de amor para hacer lo que hacemos por los seres amados», «aunque no nos llevábamos bien con mi esposa, he tenido que aprender a amarla», «me curé con el apoyo de mi esposa, que me brindó todo su tiempo y su amor», «¿por qué ella no puede hacer un esfuerzo para curarse?; eso me afecta y me desestabiliza», «cuando uno quiere a alguien, uno hace cosas por esa persona», «siento dolor de ver a la persona que más quiero en el mundo en estado de vulnerabilidad».
Al respecto, Leminski nos recrea con sus versos32:
¿El amor, entonces, también se acaba?
No, que yo sepa.
Lo que sé es que se transforma
en una materia prima
que la vida se encarga
de transformar en ira
o en rima
Diríamos entonces que se genera un vínculo mutuo que implica a los unos y a los otros, «la relación es un plus que cuando existe queda incorporado en la realización de la actividad [del cuidado]»31.
En la obligatoriedad de a quién corresponde el cuidado de los viejos y los enfermos, emerge la estructura jerárquica de la familia, que entrega principalmente a las mujeres este rol, y si los hijos son varones, recae en el mayor. En la pareja, la esposa asume el papel de una manera incondicional sin que por ello dejen de existir las tensiones propias de la convivencia, que ahora se invocan como solidaridades o retribuciones. El hombre, esposo o hijo, cuando lo asume, pone límites en el tiempo y en su disponibilidad.
Como se dijo, se asume que los cuidados son connaturales a las mujeres, condición que se reproduce y se mantiene en el imaginario social constituyéndose en una designación cultural para las mujeres y en algo optativo para los hombres. «Es la propia sociedad la que ha constituido y organizado sus divisiones internas de manera tal que un grupo social determinado queda predestinado a ocupar un determinado espacio»33.
Para las mujeres el espacio privado doméstico ha sido por excelencia su lugar de desenvolvimiento tanto personal como laboral, sin que ello sea reconocido como un trabajo. Larrañaga evidencia que «para las mujeres la actividad de cuidar es una extensión de su rol de ama de casa, y forma parte de su función de madre, hija o esposa; cuidar representa una centralidad en su vida»34. De esta manera, labores domésticas como preparar alimentos, la crianza y el manejo de la casa, entre otros, van entrelazados y se anudan con los cuidados de la enfermedad.
Por otra parte, los entrevistados dejaron entrever diferencias en la manera en que mujeres y hombres asumen el cuidado de algún pariente enfermo. Ellas asumen la experiencia en razón de una designación y autoasignación sociocultural transmitida fundamentalmente en los valores y deberes morales que responden a los roles de madre, esposa o hija, según sea el caso. «Sumercé me crió y me dio el ser que soy, por eso la estoy atendiendo ahora», «me correspondió cuidar a mi mamá, porque mis hermanos se casaron», «me nace cuidarlo y porque él es mi esposo».
En el caso de los hombres cuidadores, se aproximan a esta función desde el desconocimiento de estas labores, ya que han estado por fuera de la esfera doméstica, lo cual es reforzado por los patrones de socialización: «uno no está preparado para asumir la responsabilidad que uno no tenía». En esta nueva acomodación, ellos lo apropian como un apoyo, cuando por el deber moral les corresponde directamente, sin dejarse invadir en sus tiempos tanto laborales como personales, marcando límites: «yo como esposo, yo le colaboro, yo le ayudo», «me cuestiono hasta cuándo», «va a llegar a un punto que yo sigo con mi vida», «yo no me voy a hundir con ella».
Lo anterior, interpretado como una tentativa de salvaguardar la independencia personal en el sentido que se analiza18, como «el don más preciado, y resiente cualquier actuación de las personas a su alrededor que pudiera interpretarse como un intento de coartar su libertad», con lo que mantiene las estructuras patriarcales vigentes asignadas a ser hombre. Como anota Badinter, el hombre privilegia su posición por la supuesta superioridad sobre las mujeres: «desde el origen del patriarcado, el hombre se definió siempre como un ser humano privilegiado, dotado de algo más que las mujeres ignoraban»35.
Otro elemento de análisis dentro de las relaciones familiares se relaciona con el género y los micropoderes que se tejen dentro de las familias patriarcales, dramáticamente sostenidos por las mujeres, quienes a su vez lo sufren. Siguiendo a Foucault, el poder lo ejercen todos de múltiples formas, y se expresa en la red de relaciones propiciando mutabilidad en los roles según el tipo de relación en juego18. Veamos sus matices en el siguiente testimonio de un familiar: «La mamá es la que lleva al hijo, o sea, si el hijo se mete en las drogas, ella lo saca, ella lo regaña. Yo he hecho ese papel de regañarla a ella, ¿sí? Ella se ha convertido en la niña y nosotros los adultos, entonces nosotros llegamos con la diferencia que no tenemos la autoridad para darle una orden y decirle, “¡hey! se hace esto y esto!”. No, ella es la única que toma esa decisión final, ese es el gran problema, nosotros no podemos imponerle a ella, podemos decirle: “Bueno, hágase un tratamiento”, pero ella se va a escapar y va hacer lo que se le dé la gana».
«El poder se maneja en gran parte mediante el uso de la palabra tanto en el ámbito de la comunicación cotidiana como en los discursos científicos, en los cuales se producen definiciones que estructuran nuestras manera de concebir el mundo y relacionarnos con él»18, subvirtiendo los lugares fijos para dar cabida a las subjetividades, en la medida en que dentro de los espacios cotidianos se ocultan las significaciones construidas socialmente.
Se trata de estructuras que se sostienen en el ejercicio del poder, del cual dependen el lugar y la valía dentro del grupo determinado; por ejemplo, la abuela controla la existencia de la familia extensa con las «buenas costumbres», o alrededor de la enfermedad del pater familia, es deber de los hijos «cuidar a los padres», patrones que sobreviven en su descendencia femenina: «lastimosamente uno replica los modelos sin darse cuenta».
Por otra parte, la formación profesional afín al área de salud de alguno de los miembros, ya sea mujer u hombre, los habilita para que el grupo familiar les otorgue una posición de reconocimiento en los cuidados del familiar, asunto que se asume como ejercicio de un micropoder en el tejido de las interrelaciones familiares, para resolver las necesidades de los cuidados y a la vez centrar y controlar las dinámicas de la vida cotidiana alrededor de la enfermedad. «Por sus estudios tenía el conocimiento y sabía los procedimientos, y entonces todo el mundo acudía a ella».
Lo anterior puede comprenderse desde la perspectiva ética que subyace a las relaciones frente al cuidado, que entraña formas distintas de ver el mundo, apropiada desde las diferentes concepciones morales36. Una lógica dominante, que se instala en las reglas, los deberes individuales y la esfera de lo público más cercana a los hombres, privilegia la justicia; otra, la ética del cuidado, que se centra en conceptos morales distintos de la justicia, «las responsabilidades más que los derechos»37, características más propias del mundo femenino, las cuales parten de reconocer al otro, ya sea cercano o no, vinculado en redes de relaciones que en lo cotidiano resuelven diferentes situaciones con personas concretas, perspectiva predominantemente femenina en la que dependemos unos de otros.
Y en esta lógica son las mujeres quienes asumen los cuidados de los otros como un acto de responsabilidad, compromiso u obligación, mediadas por las redes de relaciones y vínculos, dispuestas a entregarse sin límites ni medida de tiempos olvidándose de sí mismas, lo que las lleva a asumir múltiples cargas.
La carga que se precisa en el ajetreado mundo cotidiano, que excede el trabajo de los cuidados, muchas veces las propias protagonistas la ignoran o la reconocen solo cuando ellas mismas comienzan a necesitar atención y cuidado. No se trata solo de una distribución justa entre los allegados, sino de comprender el entramado simbólico desde el que se hacen los acuerdos implícitos o explícitos con que se asumen, para resignificarlos como un asunto de responsabilidad de los unos con los otros y no como deberes que cumplir. «Creo que se ha cargado muchas responsabilidades que no le corresponden», «ya no podemos tener vida propia», «de tanto acumular, estalló», «como que no confía en los demás y siente que tiene que hacer todo», «mis hermanos no están asumiendo la responsabilidad, y ahora me toca a mí».
Y es que la carga no se restringe a la acumulación de actividades, como ya se señaló, sino que a ella se suma la presencia omnipresente de la familia que, desde afuera, «ojo avizor», juzga moralmente las actuaciones de quienes lo asumen y exige atenciones y cuidados con el familiar enfermo que ellos mismos no brindan: «yo lo veo bien, no se debería internar», «es que ustedes la abandonaron y no le dieron los cuidados que ella requería».
Los desequilibrios en la asunción de las responsabilidades, las tensiones dentro de los grupos familiares, la erosión de las relaciones interpersonales (revelada en expresiones como «muérete, y acaba con tu cruz y, de paso, con la mía») y la adscripción personalizada de los cuidados en los ámbitos familiares exacerban sus complejidades y dificultades, y son los mismos familiares quienes señalan que «la familia no es la mejor cuidadora», «no es sano que la familia asuma el cuidado de la persona con enfermedad mental porque la familia también se enferma», y en voz alta y al unísono encuentran que la institucionalización es una alternativa, un apoyo en el cuidado de los enfermos mentales.
También se avizora el deseo de las mujeres de romper los modelos que han guiado las prácticas de los cuidados y apelar a una «presencia responsable» con los otros miembros del grupo familiar, así como aprender fundamentalmente a poner límites, decir no y permitir que los otros asuman lo que también les corresponde («fue un error aguantar tanto y no pedir ayuda… soportar y soportar», «¿y uno qué?», «ni somos santas ni tenemos la paciencia del santo Job»), como también a romper el eslabón generacional que ata a las mujeres a las formas tradicionales de entablar las relaciones de los cuidados, pues ellas no quieren que sus hijas repitan su misma historia.
ConclusionesEn relación con la categoría «Familia en las buenas y en las malas», la representación de «familia» constituye el tejido estructural de las significaciones de las relaciones familiares para afrontar la enfermedad mental, que causa quiebres y reacomodaciones que ponen en evidencia los conflictos preexistentes y el cuestionamiento y derrumbamiento de la representación social de «familia unida», sustentada en valores patriarcales y asignaciones culturales de parentesco, solidaridad y protección.
Respecto a la segunda categoría, «Enfermedad mental en su correlato familiar», la enfermedad mental como representación social entraña una deshumanización que discrimina socialmente al enfermo y la familia y la estigmatización que se inicia en el propio círculo filial. De otra parte, la marca del diagnóstico clínico en las nuevas formas comunicativas y relacionales entre el pariente afligido y los demás miembros.
En la última categoría referida a los cuidados y su desdoblamiento como carga, se encontró que los cuidados se sostienen en el ordenamiento patriarcal por asignación y autoasignación de sus miembros, y se concede primordialmente a las mujeres el trabajo de los cuidados sumados a las tradicionales tareas domésticas. Desde una perspectiva de género, se encuentran diferencias en cómo mujeres y hombres asumen los cuidados; las primeras, en el establecimiento de relaciones afectivas, solidarias y retributivas, y ellos, cuando la obligación se impone, asumida como un asunto de colaboración con ellas mediados también por los afectos.
A pesar de las adaptaciones que se generan en el ámbito filial en torno a la atención del enfermo mental, los parientes consideran que la familia no es el mejor espacio para su cuidado (según su propia expresión: «no es sano para los enfermos ni los cuidadores») por las implicaciones en el tejido relacional de sus miembros y las dificultades en las dinámicas familiares. En este sentido, encuentran en la institucionalización una alternativa que no solo dependerá de las condiciones económicas, también de la oferta institucional y de las políticas públicas que posibiliten la relación Estado-familia en el campo de la salud mental.
De no encontrarse otros apoyos institucionales, la familia y en particular los cuidadores quedarán bajo el sino de la carga generada en los excesos e inequidades en la atención de los otros, hasta llegar al límite de exponer la salud y el bienestar propios. Se encontró que las mujeres cuidadoras quieren renunciar a las asignaciones culturales buscando la vinculación de «los otros» miembros del grupo familiar, recurriendo a una conciencia social de la responsabilidad, y romper con la predisposición a que sus hijas repitan la misma historia de adjudicarse la carga.
Por último, se hace necesario seguir trabajando en el campo simbólico de la salud y la enfermedad mental dentro de los grupos familiares, redes solidarias, instituciones de salud y comunitarias para mediar la reconfiguración de representaciones sociales que connotan discriminación, inequidades en el cuidado y ocultamiento de la diferencia, exclusión que implique la disminución de la carga oculta de los trastornos mentales.
Responsabilidades éticasProtección de personas y animalesLos autores declaran que para esta investigación no se han realizado experimentos en seres humanos ni en animales.
Confidencialidad de los datosLos autores declaran que han seguido los protocolos de su centro de trabajo sobre la publicación de datos de pacientes.
Derecho a la privacidad y consentimiento informadoLos autores declaran que en este artículo no aparecen datos de pacientes.
FinanciaciónCOLCIENCIAS, en el marco del Contrato RC 370 de 2011 celebrado con la unión temporal Pontificia Universidad Javeriana-Hospital Universitario San Ignacio.
Conflicto de interesesLos autores declaran que no existe ningún conflicto de interés.