En virtud de la riqueza del libro que me ocupa, destacaré los puntos iniciales que me resultan empáticos. Primero, el afán de quienes, aceptando su diversidad en varios sentidos, se proponen exponer sus planteamientos sobre la mesa, en el entendido de que la pluralidad enriquece a quienes se le aproximan; no se buscan acuerdos, se trata de abrir puertas, y de igual forma es válido agradecer que ofrezcan su experiencia al servicio de la academia y del público interesado. En un anhelo que no busca verdades últimas ni intenta respuestas rotundas, el texto narra prácticas y condiciones, o dicho en palabras de los coordinadores, aborda todo aquello “sobre lo que consideramos que debe tomarse en cuenta al diseñar o rediseñar programas de doctorado”; en este sentido, quienes se enfrentan a la realización de cambios educativos urgentes bien harían en tomarse la molestia de escuchar y de leer a quienes, desde sus visiones y experiencias particulares, tratan de desenmarañar algunos de los puntos conflictivos de nuestro ámbito para buscar algún camino de solución a situaciones que, incluidas en el espacio entre la educación y la política del momento, no ven una luz en el largo túnel de la superación académica de nuestro sistema educativo.
Conforme a lo anterior, sólo me referiré a determinados puntos seleccionados de una larga lista de cuestiones tratadas que llamaron mi atención a lo largo de la obra; con esto espero ubicarme en la misma tesitura de un trabajo que invita a abrir espacios de discusión y de debate desde nuestras propias vivencias.
Atinada resulta la afirmación, ya expuesta en diversas ocasiones, acerca de “[…] la dificultad de plantear definiciones de investigación educativa de carácter universal en tanto los distintos espacios geográficos, las diferentes condiciones institucionales y la propia historia reciente de la investigación educativa en cada país difieren de manera significativa”.
De los numerosos artículos escritos por investigadores destacados desde hace mucho tiempo, queda la impresión de que más allá de una definición única, precisa y relativa a lo que comprende su extensión, la investigación educativa es y seguirá siendo objeto de grandes discusiones desde la multiplicidad de los lugares desde donde se puede abordar.
Interesada en la expresión de Lorin Anderson, bajo el término de que la investigación es, sobre todo, un modo de pensar, donde además enfatiza la idea de que una de las metas de los programas doctorales debe ser producir estudiantes capaces y dispuestos a pensar como investigador (p. 156), considero que el camino de un investigador empieza por preguntarse cómo buscar argumentos y proponer soluciones o, sin mayor pretensión, respuestas a su inquietud inicial, aderezado por múltiples y variados procesos que lo guían, y no puede ceñirse a cursos de metodología de investigación inicial o avanzada con los cuales cubrir una falta de inquietud originaria y un “modo de pensar”.
A lo largo de mi experiencia académica (no quiero entrar en la distinción polémica entre investigador y docente), me he encontrado con una enorme cantidad de alumnos de diferentes instituciones y distintos grados universitarios que intentan, sin ese modo de pensar, hacer una tesis que les permita cubrir las normas y los requerimientos existentes. Esos alumnos son los que constituyen un verdadero dolor de cabeza al director de tesis que busca crear e impulsar una actitud inexistente; son quienes tomarán el camino más corto para darle vuelta a un estudio de caso irrelevante, los que —una y otra vez— recurrirán a las estadísticas existentes y a los miles de trabajos sobre un tema para tratarlo de forma similar o igual, pretendiendo mostrar un esfuerzo que sin duda existe pero que no redundará en su vida profesional o académica.
Repetiré con mayor o menor fidelidad algunas afirmaciones de Anderson que precisan lo anterior. En el investigador, las preguntas son más importantes que las respuestas, esto es, interesa más averiguar que probar lo que ya se conoce. Si las respuestas se asumen en su carácter tentativo, quien indaga se ubica más en los matices del gris que en los extremos de lo blanco y lo negro, lo cual —entre otros aspectos— implica además atender con mayor esmero las hipótesis que los axiomas, de modo que la incertidumbre es un estilo de vida: dudar es nuestro camino. Esto agrega a lo anterior el carácter disciplinado que debe tener la indagación, lo cual —en términos de Anderson— se traduce en la atención en los detalles, en el diseño y en la ejecución de sus estudios, así como en el informe de interpretación de los resultados. Creo que las afirmaciones anteriores se complementan en diferentes tratamientos de todos los capítulos señalados; me detengo en la página 114 de Salomon, quien suma a lo anterior el señalamiento de los criterios de la fundación Spencer para juzgar las tesis doctorales, su relevancia, su originalidad, su rigor, su aportación al conocimiento disciplinario y su claridad de expresión.
En resumen, apoyándonos en los análisis de Anderson y de Salomon sabemos que para ser investigador se debe “estar equipado con habilidades y actitudes (inquisitivo, escéptico, consciente de los detalles y analítico) que pueden servir a las personas en el futuro, en una variedad de ocupaciones en educación” (Salomon, 117).
Relacionado con lo anterior, vale precisar con Anderson el papel de los argumentos (mismos que han sido objeto en mi trabajo en el Seminario del Posgrado de la unam), pues se debe plantear con precisión y claridad el argumento propio, revisar meticulosamente el del otro, señalar argumentos que deben basarse en la razón y en las evidencias de los caminos antes seguidos, en la aceptación de los errores propios y ajenos, así como en los procesos lógicos que han acompañado su formulación.
Esto enfatiza la importancia de una formación para la capacidad crítica de los investigadores frente a las innumerables propuestas en torno a la metodología de la investigación en lo que Gage (1989) llama “guerra de paradigmas” (Anderson, 151), donde, por cierto, nos encontramos atorados. Difícil sería lo anterior de otro modo, dada la complejidad de la formación en investigación educativa y de los propios campos que la componen, cuestión a la que alude también Philips (p. 164) al señalar cómo cada uno de los diferentes campos (a saber, la antropología, la comunicación, la filosofía, la pedagogía, la psicología, la biología, la sociología) prestan métodos al desarrollo de investigaciones en educación.
Además, no se puede dejar de agregar la multiplicidad de corrientes ideológicas que matizan, desde la formulación del problema hasta las conclusiones, los diferentes espacios de trabajo que nos ocupan. Visto por Lorin Anderson (p. 149), y a su vez basado en Jensen (1984: 320), la ideología política o social puede moldear –y de hecho, lo hace– la selección de problemas, la elección de teorías orientadoras, la interpretación de las pruebas y las conclusiones resultantes. Una vez aceptado esto, conviene afirmar —con los investigadores señalados— la importancia de la conciencia crítica en la formación del investigador cuando de este tema se trata.
A mediados de la década de 1980 se decretó en algunas universidades de nuestro país la categoría de investigador-docente para todos los integrantes de los Institutos, Escuelas y Facultades, y mediante el mismo decreto se señalaba el carácter obligatorio de tal categoría,1 en una especie de supuesto relativo al carácter automático de la síntesis de la investigación y la docencia, dos actividades que si bien comparten espacios, además demandan conocimientos, actitudes y valores que exigen una distinción, lo cual a mi modo de ver no se acaba de elaborar e incide directamente en la formación de los posgrados. En esa época hice un análisis y publiqué un libro cuyas características aún me parecen vigentes; en todo caso me interesa destacar cuatro categorías señaladas en este sentido: a) investigación de la docencia, b) investigación para la docencia, c) investigación como vía de docencia, y d) investigación en la búsqueda de nuevo conocimiento (en este caso educativo).
Tomo de la Dra. De Ibarrola su señalamiento que para la mayoría de los investigadores la educación como campo de conocimiento es congruente con la definición de Bordieu (1975). Se entiende como conocimiento en construcción constante, capaz de crecer, desarrollarse y transformarse para aludir a algo que llama mi atención tanto en coloquios nacionales como en lecturas diversas, y es la escasa referencia —como parte de la investigación educativa— a trabajos relativos a la construcción del propio conocimiento, esto es, una falta de incorporación de investigaciones que intentan esclarecer elementos relativos a la conformación del conocimiento, ya sea de carácter filosófico, o estudios de carácter psicológico o psiconeurológico sobre el funcionamiento mental relacionados con la enseñanza y el aprendizaje cuya frecuencia no deja de ser alta hoy. Entiendo que estas investigaciones tienden a tratarse en espacios disciplinarios específicos de la filosofía, la psicología, la neurología, la medicina, pero no dejo de pensar en su importancia básica para nuestra disciplina. Entiendo también que el trabajo que tenemos en las manos tiene un mayor corte histórico, sociológico o político, sin embargo quiero aprovechar el espacio de debate y de diálogo que se abre y que nos obliga a continuar muchos de los análisis planteados, para externar cierta duda que me inquieta: ¿son parte o no de la investigación educativa y para el tratamiento de las bases de muchos problemas importantes para la educación? ¿Cómo se incluirían estos trabajos en el ámbito de la investigación educativa si atendemos a las condiciones globales imperantes? Y por último, ¿cómo argumentarían los autores del estudio que nos ocupa su ausencia o su inserción?
La seriedad de los trabajos presentados, la experiencia de los investigadores y las necesidades de aproximaciones serias como éstas en el ámbito de la educación, nos llevan a celebrar la presentación de este libro. Su lectura y su análisis indiscutiblemente darán luces para continuar una discusión que, como lo señala su propósito, abre el espacio más hacia el planteamiento de preguntas que a la pretensión de respuestas en el campo que nos ocupa.