El presente artículo propone una refl sobre la educación superior desde el punto de vista de la psicología social crítica y con base en los discursos de organismos internacionales, los cuales enuncian tanto propuestas enfocadas al logro de objetivos sociales como directrices orientadas a la formación en competencias profesionales. En este texto se discute si en tales discursos debe privilegiarse la finalidad de formar una ciudadanía autónoma con sentido de responsabilidad social, o bien la promulgación de modelos orientados a formar profesionales que atiendan la demanda de recurso humano idóneo.
This paper refl on higher education from a critical social psychology perspective, based on the discourses of international organizations, which propose models that include both socially oriented guidelines and skills formation objectives. It discusses whether those discourses should prioritize the formation of a self-governing citizenship, endowed with a sense of social responsibility, or rather promote an educational model focused on training professionals to meet labor market demands.
En 1917 Kafka narró en “Informe para una academia” la historia de Peter el Rojo, un chimpancé que ofrece un discurso a un grupo de académicos, donde relata la manera en que abandonó su condición animal y adoptó las competencias requeridas para vivir en el mundo de los humanos. En su presentación, Peter exclama que su propósito, al aprender aquellos comportamientos tan ajenos (tales como sonreír, hablar o beber licor), no fue la búsqueda de la libertad –un sentimiento que definió como sublime pero engañoso–,sino hallar una salida –cualquiera que ésta fuera– para evitar el confial que está condenado el animal salvaje en un ambiente civilizado. Finalmente, Peter obtuvo el respeto y el reconocimiento de los hombres más educados.
Al igual que Peter el Rojo, en la mayoría de los discursos políticos o empresariales se hace referencia a la educación como un elemento primordial para dar solución a los problemas sociales, a través de la modifide los comportamientos individuales. Un tema recurrente en los discursos de la academia y las estructuras supranacionales ha sido juzgar el papel de las entidades de educación superior, a las cuales se les exige que doten a las personas del espíritu crítico y la conciencia ética (Bolívar, 2005; Fuentes, 2006); no obstante, en el caso del relato de Kafka, Peter parece más interesado en el adoctrinamiento de la persona para su incorporación al ambiente laboral contemporáneo, sin mayor preocupación acerca de sus emociones y reacciones personales ante este proceso de amaestramiento social, lo que resulta enmarcado en valores de conformismo, según el estudio de Martí (2011).
Parafraseando a Rehn (2008), las corporaciones lo son todo porque están en todas partes (en lo que vestimos, comemos, leemos, etcétera), mientras que sus discursos han saturado las estructuras institucionales (Grice and Humphries, 1997) y, desde una perspectiva habermasiana, se han filtrado en la “esfera extraorganizacional de la vida diaria” (Hancock y Tyler, 2004: 621).
En el ámbito actual que ha sido denominado como neoliberalismo (García-Molina, 2013), donde el capitalismo y la globalización se han constituido en las principales metanarrativas que proveen el “cimiento de la moral y los valores” (Tietze, Cohen y Musson, 2005: 55), nuestra sociedad es vista por Laval y Dardot (2009) como inmersa en un proceso de reconstrucción social, sustentada en la lógica empresarial que presiona al individuo a buscar la excelencia en todos los aspectos de su vida, situación que es resumida por Tom Peters en su invitación a convertirse en el “CEO de Yo S.A.” (Peters, 1997).
En este sentido, el fomento del pensamiento crítico, como un elemento clave para la formación de individuos útiles a la sociedad, es una premisa irrefutable en el ámbito académico (UNESCO, 1998). No obstante, esta posición puede ser problematizada. Las consideraciones que deben hacerse respecto de la educación superior, en su papel de formación de líderes sociales, requieren de bases epistemológicas que reconozcan, en el momento sociohistórico actual, la herencia recibida de un mundo cuya construcción se atenaza en la desigualdad socioeconómica y la dinámica neoliberal. Esto cambia a “[…] los centros universitarios, tal vez por pura supervivencia, por abrazar la lógica del centro comercial: lógica de exhibición de mercancías—objeto de deseo del consumidor— que reciben el nombre de credenciales y títulos académicos” (García Molina, 2013: 18). Este proceso para Loredo y Ferreira (2011) ha desembocado en la constitución de un mercado de competencias operacionales, donde se valora al ser humano como funcional con base en su adaptación a las competencias propuestas por el sector productivo; debido a esto, lo aprendido es importante sólo si es un producto atractivo que se puede vender.
En este artículo se desarrollará una reflexión acerca de la condición paradójica de la educación superior, que tiene la responsabilidad de estimular el pensamiento crítico-reflexivo en el proceso de enseñanza-aprendizaje del individuo, mientras simultáneamente lo homogeneiza a través de la formación en las competencias requeridas para su incorporación en el ámbito laboral. El pensamiento crítico es considerado aquí en el sentido que le da Dewey (2007) como discernimiento reflexivo, activo y dinámico, asimismo, en línea con los planteamientos de Freire (1997), al concebirlo como conocimiento producido y construido por el estudiante en un proceso dialógico con el profesor y el saber. Por lo tanto, diferenciamos el pensamiento crítico de la educación basada en la repetición de contenido, la memorística y el transmisionismo; en palabras de Paulo Freire, “una educación bancaria”, donde el estudiante ocupa un lugar pasivo de recipiente.
La estructura del presente trabajo se orienta en problematizar tres conceptos relevantes para la temática abordada. Inicialmente, se analiza uno de los postulados más comunes asociados al proceso educativo, que es su responsabilidad como productor del pensamiento crítico; posteriormente, se discutirá, de manera breve, algunas de las directrices desarrolladas por organismos supranacionales sobre la necesidad de desarrollar competencias en el pensamiento crítico, durante el proceso de formación superior; finalmente, se analizará la pertinencia del uso de la psicología para entender los compromisos de la educación superior con el individuo y las estructuras sociales.
Este artículo se ubica en el paradigma interpretativo y, en consecuencia, las reflexiones aquí expuestas parten del análisis del discurso, considerando que la lectura y la interpretación de ambos son una forma de desvelar la realidad social y sus contradicciones; entender al discurso como una práctica social hace posible comprender que su estudio es analizar la acción social misma (Van Dijk, 2000). Para este análisis, se parte de algunos textos de organismos internacionales que giran en torno a la educación superior, tales como los informes de congresos sobre educación superior de la UNESCO (1998 y 2009), el Informe SCANS (2000), el proyecto DeSeCo (OECD, 2005), la Declaración de Lovaina (2009) y el Proyecto Tuning (Eiro y Catani, 2011).
La educación superior desde la perspectiva oficial-occidentalThomas Hobbes es reconocido como teórico-político, considerado por algunos autores como precursor de la psicología social por su interés en las relaciones de poder y su efecto en diversas emociones, tales como la ambición, la inseguridad y el deseo de dominio (Munné, 1994). Hobbes advierte en su obra que es importante que la sociedad confíe en sus líderes y en el modelo que crean para el desarrollo (Marshall, 2000), destacando en cierta forma que son mecanismos necesarios de educación para garantizar el orden y el progreso (Spoelstra, 2007).
La educación, desde esta concepción, puede ser entendida como el esfuerzo para influir en la subjetividad humana, pues se entiende que, si la persona ha sido correctamente formada, su razón le dirá que debe obedecer al soberano, quien legisla y toma las mejores decisiones para el bien común (Marshall, 2000).
Para Hobbes, la educación debe ser una prioridad estatal, de modo que la educación efectiva es aquella que está al servicio del Estado y perpetúa el status quo (Lenis, 2000); ésta se situaría en un razonamiento moral convencional que limita la crítica y la subjetividad del individuo. La concepción hobbesiana de la educación puede resultar intrínsecamente paradójica (Marshall, 2000) en cuanto el proceso mismo de educar conlleva la formación del Ser, siendo imposible predecir los resultados en cada individuo; algunos podrían oponerse al orden socialmente aceptado, contrariando a su formación ideológica. Para los estándares occidentales, que exaltan los ambientes inclusivos, la negación del pensamiento crítico como parte del modelo educativo es moralmente reprochable.
En contraposición al modelo de Hobbes, los estados democráticos de corte occidental guían sus políticas al seguir criterios aceptados por la denominada comunidad internacional, asignando a la educación funciones que rebasan el adoctrinamiento; la consideran un elemento clave para el éxito económico de las naciones.
A continuación, se desarrollará un análisis del discurso de la corriente supranacional dominante –que destaca la labor de la educación superior al moldear la individualidad–, siguiendo una fórmula menos hobbesiana y más democrática, enmarcada en dos espacios que establecen directrices acerca de la educación superior. Éstas luego son empleadas para establecer pautas políticas en los países: las conferencias mundiales de la UNESCO (1998, 2009), y los modelos que, desde las plataformas del sector laboral, marcan las necesidades del mercado que deberían ser satisfechas por las universidades.
Estos dos discursos del otro –emanados de instituciones internacionales variopintas compuestas por representantes de diferentes países, sectores y gremios– no emiten políticas sino directrices que inciden en la creación de políticas, siendo un elemento común en el discurso actual la promoción del concepto de competencia que, como se indicará más adelante, pone al servicio del mercado laboral un constructo psicológico con una finalidad fundamentada en un modelo económico. Es, en este caso, cuando la psicología se pone al servicio de la economía, tal como ya lo ha planteado Parker (2010), para que las universidades, en vez de formar ciudadanos, se dediquen a construir hojas de vida, recurso humano demandado por el sistema democrático, que se ha posicionado como la alternativa más conveniente; esto se encuentra en un punto intermedio entre la anarquía del “estado de la naturaleza” y el Leviatán –que para Hobbes es el Estado absolutista– que reprime el egoísmo inherente de toda persona en busca del bien común, garantizando la vida en paz.
Conocer el discurso del otro acerca de lo que debería aportar la educación superior, y comprender las implicaciones de una aceptación pasiva o una construcción activa de estos postulados resulta, cuando menos, interesante como aporte a la reflexión que propicia el artículo, por ello a continuación se presentan los aportes de la UNESCO.
Las directrices de la UNESCO: consensos internacionales acerca de los objetivos de la educación superiorLos consensos internacionales terminan convirtiéndose en discursos obligatorios y orientadores acerca de lo que debe y lo que no debe ser la educación superior, por lo tanto una revisión de los mismos permite vislumbrar un panorama de su presente y de su futuro. Uno de los discursos más representativos ha sido el de la UNESCO. De las reuniones del Consejo Mundial emanan directrices supranacionales acerca de las responsabilidades de la educación superior con la sociedad, en un lenguaje neutro y claro; sin embargo, diferentes autores como Fuentes (2006) ponen en tela de juicio la buena voluntad de las políticas educativas democráticas que asume ese organismo, al plantear un lado siniestro acerca de cómo los sistemas democráticos limitan el componente crítico, orientándose a la cobertura de las necesidades del mercado laboral a través del modelo de competencias.
Realizando un análisis entre los dos últimos congresos mundiales organizados por la UNESCO, en relación con la misión y el sentido social de la educación superior, su declaración de 1998 exhortó a reforzar sus funciones de servicio a la sociedad, indicando en el noveno capítulo “Métodos educativos innovadores: pensamiento crítico y creatividad”, que en un mundo globalizado que presenta cambios sociales y económicos muy rápidos, es necesario plantear nuevos modelos pedagógicos para la transmisión y la generación de conocimiento, y señala que:
Las instituciones de educación superior deben formar a los estudiantes para que se conviertan en ciudadanos bien informados y profundamente motivados, provistos de un sentido crítico y capaces de analizar los problemas de la sociedad, buscar soluciones para los que se planteen a la sociedad, aplicar éstas y asumir responsabilidades sociales. (UNESCO, 1998: 26)
Indica el texto que el personal académico debería ser el catalizador decisivo en la definición de los planes de estudio, así como diseñar nuevos planteamientos pedagógicos y didácticos, fomentando la adquisición de:
Conocimientos prácticos, competencias y aptitudes para la comunicación, el análisis creativo y crítico, la reflexión independiente y el trabajo en equipo en contextos multiculturales, en los que la creatividad exige combinar el saber teórico y práctico tradicional o local con la ciencia y la tecnología de vanguardia.
Lo cual afirma la voluntad de manifestar que la educación superior tiene como finalidad el generar en la ciudadanía un carácter autónomo e independiente que propicie el bien común, desde un entorno multicultural respetuoso con las diferencias locales.
En la siguiente conferencia, realizada once años después (UNESCO, 2009), se puede leer en el comunicado final, apartado 21: “Los criterios de calidad deben reflejar los objetivos generales de la educación superior, particularmente la meta de cultivar el pensamiento crítico e independiente y la capacidad entre los estudiantes de aprender a lo largo de toda la vida”. En ambos textos se mantiene la coherencia de persuadir en la importancia de que la educación tenga un papel continuo en el desarrollo de la autonomía personal, sinónimo de un espíritu que si bien está implicando el desarrollo social, debiera mantener la capacidad de crítica constructiva.
Por otra parte, en el discurso de 1998 aparecen términos propios del mercado laboral, tales como los sistemas de gestión, los procesos de calidad y las competencias, exponiendo la necesidad de modelos de cofinanciación de la educación superior en un ambiente donde el símil de universidad como negocio es cada vez más apropiado para entender la estructura y el funcionamiento. Después de diez años (UNESCO, 2009), el discurso de la declaración final centra más atención en la propuesta del Modelo de Triple Hélice: “Universidad, Estado y empresa”, en el impulso a una educación fundamentada en las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) y la generación de redes internacionales entre universidades para favorecer la movilidad, acorde a las necesidades de la globalización. Para Calderón, Pedro y Vargas (2011), el discurso de la última declaración de la UNESCO supondría una muestra de que los parámetros económicos han supuesto una claudicación en favor de los principios que guían el neoliberalismo de mercado.
El modelo de educación por competencias: demandas de la sociedad de mercado a la educación superiorBolívar (2005) define las competencias, desde la psicología, como estructuras cognitivas que facilitan actuaciones determinadas, y constan de un componente mental del pensamiento representacional y de otro conductual. Son interpretadas por el autor como un esquema de actuación individual y a la vez son promotoras de un pensamiento adaptado a las necesidades del sector económico.
El mercado laboral de la llamada sociedad de conocimiento (Drucker, 1993) reclama un recurso humano que debe formarse en saberes especializados para cumplir tareas concretas, pero que requiere a la vez de la creatividad y de la innovación para mejorarlas. Es en este espacio que diferentes proyectos, impulsados por organismos nacionales o internacionales, desarrollan el concepto de las competencias laborales que son requeridas por la sociedad, y que deben ser proporcionadas por el sistema educativo con formación continua para garantizar que la persona sea competente a lo largo de su ciclo laboral.
La educación superior es de interés para el mercado laboral como parte interesada en el recurso humano, y debido a ello se fomentan modelos de competencias a desarrollar, desde entidades supranacionales como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD), instituciones transnacionales como la Unión Europea, o nacionales como el Departamento del Trabajo de Estados Unidos de América. Se presentan también algunos proyectos cuyo propósito es definir las competencias identificadas y requeridas por diferentes perfiles profesionales, sentando las bases del modelo de formación superior que demanda la economía. Dichos modelos de competencias, sin ser una directriz política emanada desde un consenso social, suponen una directriz que las universidades toman y adoptan para definir sus mallas curriculares y adaptarse a la empleabilidad de su producto: el estudiante formado.
Se inicia esta revisión con el Informe SCANS1 del gobierno de Estados Unidos de América; seguido del programa Tuning, financiado por la Unión Europea, y por último, el modelo DeSeCo,2 desarrollado por la OECD.
Informe SCANS: La primera vez que se utilizó el término competencias tuvo lugar en 1992, cuando el Departamento del Trabajo del gobierno de Estados Unidos conformó una comisión de expertos que elaboró un documento titulado “What Work Requires of Schools” (Lo que demanda el mercado laboral de las escuelas) (SCANS, 2000). En dicho informe se identifi las habilidades que requerirán las personas para hacer frente a las exigencias laborales. Consta de dieciséis competencias, consideradas como importantes a desarrollar durante la educación. Ocho de ellas se centran en competencias básicas de la educación (lectura, escritura, cálculo, etcétera), del pensamiento y de la capacidad de autogestión, y las otras ocho involucran habilidades sociales, afectivas y éticas. Las competencias propuestas implican que las personas construyen su identidad desde su experiencia interpersonal, afectiva y moral; por lo que podría decirse que la aspiración del mercado laboral es que el buen trabajador también sea un buen ciudadano.
Proyecto Tuning: Este proyecto, financiado por la Unión Europea y desarrollado en los países que la comprenden y en América Latina, ha desarrollado la caracterización de una serie de competencias específicas para cada profesión, y otra serie de competencias genéricas, comunes o transversales, que pueden ser transferibles a múltiples funciones o tareas, subdivididas en “instrumentales (cognitivas, metodológicas, tecnológicas y lingüísticas), interpersonales (capacidades individuales y destrezas sociales) y sistémicas (conjuntar partes de un todo). El objetivo que se plantea el proyecto es tender hacia un marco de educación superior homogéneo, independientemente del país, como medio para contribuir a la movilidad entre académicos y estudiantes, por una parte, y de trabajadores, por otra, para satisfacer la demanda global.
Proyecto DeSeCo (OECD, 2005): En el informe DeSeCo, elaborado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, se analizan las competencias y los objetivos individuales y colectivos que la educación tiene que ofrecer para permitir los triunfos individual y social. Entre otras cosas, el proyecto sostiene que el éxito del individuo incluye un empleo con ingresos aceptables, salud personal, seguridad, participación política y redes sociales, mientras que el éxito para la sociedad comprende productividad económica, procesos democráticos, cohesión social y derechos humanos, además de sostenibilidad ecológica.
Para conseguir tales fines, según el informe DeSeCo, se requiere de competencias individuales e institucionales, y de la aplicación de otras individuales al servicio de las metas colectivas de la organización. Se establecen tres grandes categorías para clasificar las competencias clave que debiera desarrollar la educación: la primera es el diálogo y la conectividad, privilegiando el uso de las Tecnologías de la Información y la Comunicación; en segundo lugar, la interconectividad y la interdependencia, como requisito para que las personas desarrollen la habilidad de involucrarse con otras en diferentes contextos y en apoyo a la movilidad laboral, aprendiendo así a interactuar en grupos heterogéneos; por último, las personas deben asumir la responsabilidad acerca de la gestión de sus vidas, situar su experiencia en el contexto social más amplio y actuar autónomamente.
Los tres proyectos de educación por competencias mencionados en DeSeCo significan, para González (2014), los modelos de educación que intentan trasladar y plasmar una realidad social de base neoliberal a los distintos sistemas educativos, mediante una concepción cuantitativa y conductista del hecho educativo que entiende la educación como un medio y no como un fin. Para el autor, las competencias suponen un puente entre el neoliberalismo y el campo educativo: leyes de mercado y rendición de cuentas, etcétera.
Sobre la trascendencia de los reportes acerca de las competencias y su aplicabilidad a la educación superior mediante la promulgación de políticas públicas, Loredo y Ferreira (2011) destacan que éstos marcan el camino para resolver los desajustes que existen entre las cualificaciones de los licenciados y las necesidades del mercado de trabajo, y cómo deben estructurarse los programas universitarios para mejorar directamente la empleabilidad de los licenciados; de esta forma, se les dotaría de las capacidades y competencias necesarias para lograr el éxito en una economía globalizada y basada en el conocimiento.
Debido a lo anterior, las universidades deben ofrecer planes de estudio y métodos docentes que, adicional a las capacidades propias de la disciplina académica, añadan otras más relacionadas con la empleabilidad. De igual modo, atendiendo al modelo de educación por competencias expuesto en los diferentes proyectos, se debe estimular una mentalidad emprendedora entre estudiantes, en especial entre investigadores y doctorandos, y exigir que adquieran, junto con la formación científica propia de su área de conocimiento e investigación, capacidades para gestionar la investigación orientada a las demandas del mercado laboral.
Ello se ve reflejado del mismo modo en la Declaración de Lovaina (2009), en la cual el modelo de competencias y el fomento de la empleabilidad facultan al individuo para aprovechar plenamente las oportunidades del inestable mercado laboral, sin espacio para hacer una crítica a la función asignada a la educación y a su influencia sobre las personas.
La educación superior ante los discursos del sistemaLa educación superior ha pasado de la búsqueda del conocimiento teórico y autónomo del siglo xiv a cubrir exigencias del desarrollo tecnológico durante la Revolución Industrial del siglo XVIII. En contraste con los inicios de la Universidad, donde el médico o el matemático eran vistos como artistas que desarrollaban su arte en un espacio separado de los poderes económico y político, en el siglo XIX la Universidad dejó de ser “[…] un lugar tranquilo para enseñar, realizar trabajo académico a un ritmo pausado y contemplar el universo como ocurría en siglos pasados. Ahora es un potente negocio, complejo, demandante y competitivo” (Skillbeck, 2001; citado por Brunner, 2009: 24).
Esta crítica no es nueva, dado que Lyotard (1986; citado en Casanova, 2004) ya planteaba que la interrogante primigenia que en el pasado dio sentido a la Universidad (la búsqueda del conocimiento mediante preguntas tales como “¿es eso verdad?”), ha pasado a los cuestionamientos del tipo “¿para qué sirve lo que me enseñan?”. La misma posición es retomada por Rodríguez Arocho (2010), quien dice que la educación –tanto en sus formas cotidianas como en la institucionalizada– ha sido una práctica social y significada en cuanto a lo cultural, históricamente situada, y ahora que el neoliberalismo es el modelo socioeconómico que marca las directrices, la educación debe su finalidad de trabajo a la dinámica mercantilista. Ello implica que para tener éxito en el sistema educativo vigente, la educación superior debe adaptarse a las demandas de los mercados laborales.
En la actualidad, el fin último de buscar conocimiento ha sido reemplazado por el sentido de urgencia propiciado por las demandas del sector empresarial, puesto que es este sector el que en mayor medida financia al modelo universitario. Desde el análisis de Chang (2010) –acerca del Modelo de Triple Hélice que explica la vinculación entre empresa, Estado y Universidad–, la educación se posiciona como la puerta de acceso al mercado laboral y la investigación se dedica a atender demandas de producción, quedando subyugada la Universidad a las exigencias del mercado con el aval cómplice del Estado.
Por ello, Loredo y Ferreira (2011) exponen que ya no hay espacio en la educación para la búsqueda personal, la discusión, la reflexión, la crítica o el debate; ya no consideran adecuado hablar de estudiantes, puesto que el único objetivo de la enseñanza es preparar para el mercado de trabajo, por lo que la jornada estudiantil se ha convertido en una jornada laboral. La formación académica ha devenido en un proceso de “gestión del yo” donde los discursos administrativos confluyen con los psicológicos para la administración de la vida íntima (Giddens, 1999), con el propósito de lograr un retorno de la inversión en el futuro y, por tanto, el individuo debe planificar su proceso formativo en función de la rentabilidad. En definitiva, su proyecto de vida debe construirse sin dudar del sistema socioeconómico del que depende y donde está inmerso.
En este marco nuevo de enseñanza, Paulino y Palmieri (2009) destacaron que las relaciones entre el docente y el alumno en el siglo xxi no vienen dadas por la asimetría de poder entre las partes, sino por las diferencias en los niveles de competencia entre ambos. La relación actual docente-alumno es bidireccional debido a la influencia de las herramientas tecnológicas que facilitan la interacción entre ellos en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Esto propicia los conflictos, transgresiones, negociaciones y acuerdos entre las partes, y, apelando a la metáfora de estudiante como cliente, hay una demanda respecto a la calidad de los contenidos y su aplicación práctica en los contextos laborales.
En este entorno, atendiendo a los modelos de competencias referidos (SCAN, Tunning y DeSeCo), se presenta una alteración en los modos y formas de relación entre los docentes y estudiantes, puesto que la esencia de la interacción ya no es la transmisión del conocimiento sino la formación de competencias. Lyotard (1984; citado en Loredo y Ferreira, 2011) considera esta situación como la deslegitimación y el dominio de la performatividad en relación con la agonía de la era del docente, ya que la docencia no es más competente que las redes de información e internet para transmitir el saber establecido, y tampoco es más competente que los equipos interdisciplinarios para imaginar formas de transmitir la complejidad multifactorial del mundo actual.
Se puede decir entonces, retomando a Hobbes, que el Leviatán se sostenía gracias al adoctrinamiento del individuo por parte del Estado al servicio del soberano, mientras que en la actualidad, el modelo de competencias se sostiene sin estridencias ni grandes estructuras represivas, y se soporta en la función del docente como facilitador del aprendizaje que interesa al sector productivo, donde el estudiante, si quiere contar con conocimientos útiles y rentables, no debe dudar de la validez de las instrucciones recibidas (Covarrubias y Piña, 2004; Paulino y Palmieri, 2009). En otras palabras, la labor de la superestructura que adoctrina al Ser es reemplazada por la subjetividad de cada individuo que se encarga de adoctrinarse a sí mismo, y antepone el someterse al modelo de competencias antes que ser excluido del mercado laboral (Parker, 2010).
Frente a esto, la educación superior deberá dotar a sus clientes –los estudiantes– de habilidades, competencias y conocimientos a lo largo de su vida profesional: el nuevo mantra de la educación continuada, que predica la necesidad de estar formándose durante toda la vida, podría interpretarse, tal como lo hacen Moral y Ovejero (2005), como una acción de control de larga duración que intenta construir seres dóciles psicológicamente, que se amolden de manera constante a las necesidades del mercado y a las tradiciones, como garante de la continuidad del sistema establecido, a menos que se trate de favorecer el pensamiento crítico.
Acerca de este tema, Loredo y Ferreira (2011) mencionan que las metodologías nuevas para la docencia están basadas en la exclusión de los contenidos y en el énfasis en los procedimientos, sobre todo en lo relacionado a la tecnología. Las nuevas formas de interacción y relación mediadas por las tic llevarán eventualmente al replanteamiento de categorías de análisis y formas de entendimiento, pues la comunicación y las relaciones mediadas por las tecnologías invitan a una mirada crítica de conceptos fundamentales en la educación como son comunidad, comunicación, interacción social, construcción de identidad y subjetividad, y ejercicio de poder (Rodríguez-Arocho, 2010). Estas metodologías están basadas en las competencias que ha de adquirir el alumnado de acuerdo a teorías importadas desde los modelos basados en la gestión de recursos humanos, donde prevalecen los recursos tangibles y mercantiles del aprendizaje, dado que la educación por competencias pretende totalizar la subjetividad y convertir al individuo en una síntesis perfecta de trabajador-consumidor-ciudadano modelo (Loredo y Ferreira, 2011).
La psicología social crítica en contextos de educación superiorEn el apartado anterior, se ha concluido que un objetivo de la educación superior actual es lograr la tríada “trabajador eficiente, consumidor aplicado y ciudadano modelo”, ante lo cual persiste la siguiente duda: ¿Es el pensamiento crítico un elemento realmente deseable en los individuos formados por la educación superior?
Desde la psicología, Loredo y Ferreira (2011) dicen que la educación superior formal debería estar dirigida al desarrollo de funciones psicológicas superiores tales como la reflexión crítica, la capacidad de comunicación por diferentes medios y la sensibilización ante la diversidad, entre otras, como refiere el documento de la UNESCO. Aunque, según Videla (2013), la educación por competencias, detrás de sus distintos significados, mantiene una discusión latente sobre su orientación conductista, constructivista, cognitiva u holística, que genera dudas y debates sobre su inferencia en la subjetividad.
Rodríguez Arocho (2010) argumenta que, desde el punto de vista vigotskiano, se entiende al estudiante como un ser social, protagonista en las interacciones de su vida educativa y externa, mientras que la docencia cumple una función de agente cultural: enseñar en un contexto de prácticas y medios social y culturalmente determinados, y es una mediadora esencial entre el saber sociocultural y los procesos de apropiación del alumnado, ante lo cual situamos la educación en un contexto de dimensiones culturales.
Con base en esta conceptualización de la cultura en la educación superior y, a modo de ejemplo, cito el artículo “¡Menos filósofos, más ingenieros!” de Oppenheimer, (2012), el cual exalta el modelo educativo chino, y muestra que en la universidad de Tsinghua el 72% de los estudiantes están inscritos en facultades de ingeniería y ciencias puras, y sólo el 28% en humanidades y ciencias sociales, en relación opuesta con las universidades latinoamericanas como la de Buenos Aires, la cual tiene 29.000 estudiantes de psicología y 8.000 de ingeniería; esto “equivale a producir tres psicólogos para curar los problemas de cada ingeniero” (Oppenheimer, 2012).
Alineado con el discurso ofi de entidades como la UNESCO, Oppenheimer plantea que una posible solución para producir más ingenieros es que “la ingeniería sea un estudio más divertido” y que, citando a un experto de la Universidad de Illinois, la deserción de casi 50% de los estudiantes de ingeniería se debe a que la formación inicia con matemáticas, ciencia y temas abstractos, dejando para el final la parte creativa de la carrera.
Una posible conclusión de la lectura de este artículo es que la educación superior en Latinoamérica requiere involucrar más el pensamiento crítico, sin embargo, el análisis de Oppenheimer presenta un punto débil, puesto que no se refiere a la realidad del sistema educativo chino, que puede describirse usando diferentes adjetivos, ninguno de ellos asociados con diversión. El modelo se basa en el énfasis excesivo de la memorización de conceptos, en la formación intensiva en matemáticas y ciencias, en la evaluación constante en un ambiente hipercompetitivo, y en una oferta de actividades deportivas y culturales inferiores a las del modelo occidental, en un estilo de instrucción que reduce la individualidad al mínimo (Mack, 2012; Abrahamsen, 2012).
En este sentido, el modelo educativo chino ha sido altamente exitoso para lograr los objetivos de la que hoy es la economía de mayor crecimiento en el mundo. Sin embargo, hay voces de alerta en el país, puesto que el excesivo adoctrinamiento político ha limitado las capacidades del pensamiento crítico requeridas para adaptarse a un ambiente cultural globalizado (Abrahamsen, 2012). Irónicamente, según el mismo Abrahamsen (2012), el modelo educativo chino, alejado del pensamiento crítico, fue adoptado del modelo socialista de la antigua Unión Soviética, donde la educación era vista como el medio para producir trabajadores para suplir las necesidades de una economía estatista. Las presentes reformas, que se acercan al modelo capitalista, buscan una “reformulación más sofisticada de la misma meta: estimular la creatividad e individualidad como medio para producir trabajadores más efectivos” (Abrahamsen, 2012).
Asociado a lo anterior, hay un aspecto que normalmente se ignora en las reflexiones acerca de la educación: la voluntad y los intereses del individuo. Los discursos oficiales pueden ser vistos como intrínsecamente paradójicos por su propósito de construir identidades distintivas (individuos creativos y seres críticos) a través de la homogeneización de comportamientos, convirtiendo a la persona en un bien cuyo valor se basa en su habilidad para apropiar técnicas y competencias útiles (Grey y Garsten, 2001). Ante esto, los esfuerzos por formar “más ingenieros” en Latinoamérica (Cardona, 2002; Carlson, 2002; McGinn y Warwick, 2006) estarían en contravía a los intereses del individuo con pensamiento crítico, quien podría negarse a seguir un camino ya trazado a pesar de ser más rentable (tal como pasa en Latinoamérica). El “poco divertido” modelo chino ha demostrado que el adoctrinamiento y el control de la individualidad son más efectivos para los éxitos social y económico de las naciones.
No obstante, las grietas en los modelos tendientes al autoritarismo abren una ventana a propuestas nuevas de empoderamiento del individuo, más allá de las exigencias de su sistema social. Potter (2008) remarca que uno de los objetivos a plantear desde la psicología discursiva es mostrar la forma en que las instituciones, tales como las universidades, pueden ser caracterizadas a través de asuntos psicológicos específicos que podrían explicar la naturaleza de la institución. Ello permite a los investigadores abordar la forma en la que términos y orientaciones psicológicas particulares tienen roles institucionales.
Atendiendo al marco de la educación superior, el papel de la psicología requiere ser analizado desde parámetros diferentes a los tradicionales, puesto que la emergencia de factores tales como las nuevas tecnologías, las demandas de ser socialmente responsable y los modelos de educación por competencias han incidido en su desarrollo. Al respecto, estudios como el realizado por Prilleltensky y Nelson (2002; citado por Rodríguez Arocho, 2010), mencionan que la psicología de la educación debería ser una fuente de formación de educadores e investigadores con visión comprometida con la acción social, que cuestionara los paradigmas vigentes e interviniera en circunstancias histórico-culturales específicas. Por ende, la psicología debería reflejar los problemas de la realidad social en que está inmersa, y considerar la estructura socioeconómica y sus efectos en la formación del ser social (Montero, 1994).
En este sentido, Loredo y Ferreira (2011) consideran que la educación es uno de los ámbitos de la actividad humana en que más presentes se hallan las concepciones acerca de lo psicológico, y aseveran que la psicología se ha convertido en una herramienta del sistema de educación por competencias, orientado a producir profesionales para el mercado, problemática que abordan otros autores como Casanova (2004). Sin embargo, la educación superior debería incluir, tal como reconoce la UNESCO, la responsabilidad social de aportar competencias orientadas a desarrollar actitudes que impulsen la cohesión social y la generación del pensamiento crítico.
Situada en esta misma línea del pensamiento, se presenta la necesidad de un mayor desarrollo de la psicología social crítica en el marco de la educación superior, que debiera contemplar “el cuestionamiento de los fundamentos epistemológicos sobre los que construye sus saberes, de las teorías y métodos que orientan a intervenciones e investigaciones, y un compromiso éticopolítico con la acción transformadora para hacerla pertinente a realidades complejas y cambiantes” (Rodríguez Arocho, 2010: 2). Esto concuerda con Jaraba y Mora (2010), para quienes la crítica en la psicología social tiene el objeto de desvelar el carácter de construcción social del conocimiento sometido a contingencias históricas, intereses específicos y relaciones de poder; el saber que se transmite desde las universidades necesita estar en permanente proceso de redefinición y reconstrucción, debiendo darse a partir de la apropiación creativa de diversos repertorios conceptuales y metodológicos por parte de los docentes y alumnos, y ello desde un carácter transdisciplinar.
Sin ese empuje desde la psicología social crítica, tal como exponen Loreda y Ferreira (2011), la educación superior puede transformarse, mediante el modelo de competencias, en un sustituto evolutivo del adoctrinamiento anteriormente basado en la ética religiosa. Así, para dichos autores se fomentaría un perfil de ciudadanía sin capacidad crítica, educada para la aceptación de unos valores que debe asumir como incuestionables al tiempo que se excomulga la reflexión, la ironía, el distanciamiento, el goce intelectual lúdico, el pensamiento o la discusión teórica. Esta excomunión se hace con criterio científico, es decir, se muestra como indiscutible cuando se interroga acerca de la manera de fomentar una psicología social crítica y discursiva, que realice funciones de contrapeso político a los dispositivos que exigen que la disciplina actúe como aval de los modelos de educación superior al servicio del mercado, y concluyen que “La existencia de la psicología debe cuestionarse, no para negarla, sino para problematizarla” (Loredo y Ferreira, 2011: 92).
Desde una psicología social crítica, se resalta el riesgo para la sociedad de una educación superior orientada a la preparación profesional sin tener en cuenta el desarrollo del pensamiento crítico, fomentado en valores que respeten la diversidad (Bolívar, 2005). En este sentido es vigente remarcar lo señalado por Colby, Ehrlich, Beaumont y Stephens (2003), quienes dicen:
Si las personas que van a graduarse en las universidades están llamados a ser una fuerza positiva en el mundo, necesitan no sólo poseer conocimientos y capacidades intelectuales, sino también verse a sí mismos como miembros de una comunidad, como individuos con una responsabilidad para contribuir a sus comunidades. Deben ser capaces de actuar para el bien común y hacerlo efectivamente (94).
Ante lo expuesto anteriormente, cabe plantearse si es posible pensar en la educación superior sin componente crítico. De forma breve podría decirse que sí, sin embargo, aportar una respuesta más extensa incluye atenuantes: en el “estado de la naturaleza” imaginado por Hobbes, la “guerra de todos contra todos” era ocasionada por el egoísmo del hombre y por la falta de instituciones que lo controlen y lo adoctrinen. En contraposición, en el mundo real y “civilizado”, la lucha del hombre es por la permanencia en el sistema a toda costa, dispuesto a apropiarse de las competencias y aprender los conocimientos que requiere el sistema económico actual, puesto que estar fuera del mercado laboral global implicaría vivir en el caos y la desesperanza.
La educación basada en el adoctrinamiento y el control de la individualidad, incluso en nuestros días, ha sido exitosa en el logro de los resultados deseados por los gobiernos y sectores productivos. Sin embargo, los cambios en la dinámica entre docente-estudiante, la necesidad de adaptación a ambientes globales y la aparición de nuevas tecnologías, han presionado cambios en el modelo educativo acerca de la formación del pensamiento crítico y de la autonomía moral. De otra forma, la humanidad estaría en una clara desventaja adaptativa.
El informe Delors (1996) nos dice que la educación encierra un tesoro, pero la mercantilización entorno a la educación superior, que algunos de los autores citados en este artículo parecen indicar, puede llevar a creer que dicho tesoro se pague con tarjeta de crédito y en cuotas para acceder a las posibilidades que brinda el mercado laboral. La educación superior puede verse actualmente como una “llave de paso” para acceder a las posiciones laborales de poder, de modo que se enfrenta a la paradoja de su compromiso con la interpretación crítica de las estructuras y los modelos sociales, sin incumplir con los sectores productivos y gubernamentales, a los que está subordinada en la formación de eficientes “trabajadores-consumidores-ciudadanos”. Los modelos de competencias interpretados desde una concepción economicista, tal como remarcan Esteve, Adell y Gisbert (2014), relegan el papel de la educación para el siglo XXI a la producción de la riqueza y a la empleabilidad, por lo cual, los autores cuestionan si debe la educación limitarse a las demandas del momento.
Frente a esta discusión, el papel de la psicología social crítica en la educación superior debería desarrollar el aprendizaje ético, cuyos criterios a optimizar serían la autonomía moral, el respeto a uno mismo y al bien común con base en el diálogo. Dicha optimización incidiría en las áreas cognitivo-racionales (razonamiento moral, juicio moral y toma de decisiones), emocional-afectiva (sensibilidad moral) y motivacional-conductual (esfuerzo y regulación de la conducta prosocial). Para ello, autores como Martí-Vilar (2008) sugieren técnicas y métodos de “construcción del yo” como diálogos clarificadores, autoexpresión, ejercicios de autorregulación; de “reflexión sociomoral” realizando diagnósticos de la situación, favoreciendo la construcción crítica, desarrollando la construcción de conceptos, trabajando con dilemas morales, y realizando técnicas de role-playing y de role-model, desarrollando así habilidades sociales.
El objetivo que se plantea desde una psicología social crítica será cómo proponer espacios de resistencia a los modelos dominantes transmitidos, pero con la aspiración tradicional del pensamiento crítico, que es la “emancipación” del hombre, matizándose con reflexiones más sofisticadas acerca de lo que implica ejercer la crítica en el mundo contemporáneo, teniendo en cuenta las necesidades del individuo, quien desea su desarrollo personal en la sociedad con vinculación al modelo social establecido.
En este artículo se considera que desde la dinámica actual, las instituciones ya no son concebidas desde el pensamiento crítico como fuerzas opresoras, sino como fuentes potenciales de iniciativas de empoderamiento (Grice y Humphries, 1997). En este punto cabe resaltar la necesidad de generar más espacios para la psicología social crítica, como árbitro entre la relación sujeto-sociedad, y menos para la crítica (a secas) hacia los modelos actuales de educación superior inmersos en un entorno de discursos supranacionales como el de la UNESCO, donde se anima a educar en pensamiento crítico y donde los modelos de competencias no son excluyentes con la formación de autonomía moral.
Una perspectiva crítica de la psicología social debería caracterizarse por el desarrollo de prácticas en la educación superior que desafíen lo que es tomado como cultura, analizando de manera crítica los discursos –generalmente aceptados– para repensar los efectos de poder que dichos discursos tienen en las instituciones. Esto implica distanciarse de la perspectiva crítica tradicional que percibe al hombre “manipulado, vuelto objeto, pasivo y conformista” (Alvesson y Sköldberg, 2000: 124), otorgándole una condición de “ente activo”(Alvesson y Willmott, 2002; Thomas y Davies, 2005) que juzga la pertinencia de los discursos para dar sentido a sus principios, emociones y aspiraciones laborales (Ismarson y Vargas, 2010).
Tal como se ha visto en los ejemplos presentados en este artículo, hay un interés por formar al ser como un trabajador útil al sistema, pero también se han planteado las bases de los discursos que permitan al ser humano reflexionar acerca de lo que Grice y Humphries (1997) denominan “grados relativos de opresión”, los cuales permiten un mejor balance entre las necesidades de la subjetividad humana y los requerimientos del ambiente socioeconómico. Es en este punto en el cual la psicología social crítica tiene un nicho de desarrollo por impulsar en la educación superior, con la meta de crear un activismo ciudadano crítico e ilustrado (Martí-Vilar, 2010).
En cierta forma, desde los discursos expuestos, se han dado las bases que avalan la formación del pensamiento crítico, y son reconocidas la crítica y la madurez moral como una competencia a desarrollar. Sultana (2009) ya señaló que las competencias son uno de los caminos que pueden utilizarse para guiar la formación sin desdeñar otras vías producto de la interacción social en comunidades de aprendizaje. Cabe suponer que, teniendo las bases para educar desde un punto de vista que permita adoptar perspectivas alternas a discursos oficiales, el poner énfasis en la educación para el pleno desarrollo personal con sentido crítico, o delimitar el rango de acción de la educación superior a la cualificación profesional para el mercado, sea más un tema de metodología educativa.
La psicología social crítica, a modo de conclusión, puede permear a la educación superior, problematizando las políticas públicas que guían el conocimiento sobre qué investigar o qué formar en cuanto a competencias a desarrollar. En última instancia, el ser humano desde su subjetividad es quien deberá considerar si acepta los valores normativos o bien arriesga el área de comodidad de aceptación del discurso para afrontar retos en favor de consensos sobre el rol que la academia debe tener en la sociedad, sin delegar al Estado o a la empresa las decisiones sobre la estrategia a seguir.