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Inicio Revista de la Educación Superior La evaluación y la Universidad en Argentina: políticas, enfoques y prácticas
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Vol. 43. Núm. 172.
Páginas 57-77 (octubre - diciembre 2014)
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Vol. 43. Núm. 172.
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La evaluación y la Universidad en Argentina: políticas, enfoques y prácticas
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Sonia M. Araujo
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación. Núcleo de Estudios Educacionales y Sociales, Facultad de Ciencias Humanas. Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Argentina
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Resumen

El trabajo tiene como propósito plantear algunas premisas básicas para dar cuenta de la complejidad del campo de la política y la práctica evaluadoras en la Argentina a partir de la década de 1990. Se sostiene que la instrumentación de la evaluación se organizó en torno a enfoques diversos como producto de la presencia de estrategias de negociación entre el Estado y las instituciones universitarias a través de sus actores organizados como el Consejo Interuniversitario Nacional, el Consejo de Rectores de Universidades Privadas, el Consejo de Universidades, los Consejos de Decanos, con el propósito del logro de consensos y legitimación.

Palabras clave:
Argentina
Universidad
Evaluación
Acreditación
Enfoques
Abstract

This work proposes some basic premises in order to comprehend the complexity of evaluation policies and practices in Argentina since the 1990s. It argues that different approaches were adopted in implementing the evaluation mechanisms, due to negotiation strategies between the State and the universities. These involved diverse actors, such as the National Inter-University Council, the Council of Private University Presidents, and the Council of Deans, in order to reach a consensus and obtain legitimacy.

Keywords:
Argentina
University
Evaluation
Certification
Approaches
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Introducción

En los estudios sobre la educación superior en Argentina es posible reconocer el incremento de la producción de conocimientos en torno a la evaluación y a los efectos que ha tenido su implementación en diversos actores y áreas de la Universidad. Las investigaciones se han orientado a indagar acerca de los procesos de formación e implementación de las políticas de evaluación de la calidad (Krotsch, 2002; 2009Krotsch and Pedro, 2009), e igualmente acerca de las características y el impacto del Programa de Incentivos en los docentes investigadores (Prati, 2002; Prati y Prego, 2007; Araujo, 2003; Arana, 2006; Leal y Robin, 2006). También dan cuenta de la acreditación de carreras de grado en ingeniería (Lerch, 2013; Araujo y Trotta, 2011; Villanueva, 2008; Casajús y Garatte, 2012), de las dinámicas de los métodos y de las prácticas universitarias en el contexto de la implementación de procesos de evaluación institucional (Krotsch, Atairo y Varela, 2007; Berdaguer, 2007; Bracchi y Sannuto, 2007; Versino, 2007; Prati y Prego, 2007; Camou, 2007; Fernández Lamarra, 2007), así como de la acreditación de carreras de posgrado (Krotsch, 1994; Trebino, 2010; Barsky y Dávila, 2004, 2012Barsky et al., 2012; Fernández, 2008; Marquis, 1998; 2009; Jeppesen, Nelson y Guerrini, 2004; De la Fare y Lenz, 2012), de la evaluación de la función docente (Fernández Lamarra y Cóppola, 2010; Walker, 2013) y de las acciones llevadas a cabo por los pares evaluadores (Marquina, 2009; Marquina, Ramírez, Rebello, 2009). Estas investigaciones abordan cuestiones específicas que brindan un panorama particularizado sobre la evolución, la problemática y la dinámica que caracterizan el campo de las prácticas evaluadoras.

Este artículo se propone ofrecer una mirada de conjunto a las políticas gubernamentales producidas e implantadas en Argentina para encarar el problema de la “calidad” en la educación superior. En otros términos, se trata de presentar las políticas en tanto “decisiones o cursos de acción respecto a problemas determinados o issues” (Cox, 1993). En este país, el proceso se caracterizó por una fuerte tensión entre el gobierno y las instituciones universitarias, expresada ésta fundamentalmente en la antesala de la sanción de la Ley Nacional de Educación Superior N° 24.521/95 (LES), que legalizó la evaluación creando la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU) y sentó las bases en esta materia en el sector de educación universitaria.

La mirada que se expone cobra sentido bajo la hipótesis de continuidad de las principales políticas de educación superior implantadas durante la presidencia de Carlos Saúl Menem (1989-1995), mantenidas en los posteriores gobiernos de la Alianza con la gestión de Fernando de la Rúa (1999-2001), en los gobiernos postcrisis 2001 (Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo Camaño, 2001; Eduardo Duhalde 2002-2003) y en los del Frente para la Victoria, con las administraciones de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2011 y 2011 hasta el presente).

Suasnábar (2005) sostiene que, a partir del año 2000, se observa la incapacidad del conjunto de actores (Estado, Universidad y comunidad académica) para formular una agenda de políticas públicas que trascienda la generada en la década de 1990. Agrega que, durante los dos primeros años del gobierno de Kirchner, se produjo un impasse en las políticas universitarias, caracterizado por la cristalización de los dispositivos de gobierno implantados por la LES, los cuales fueron asumidos por las universidades y reapropiados por distintos actores del sistema con finalidades e intereses diversos. Según Chiroleu e Iazzeta (2012), particularmente durante las presidencias de Kirchner y de Fernández de Kirchner, entre 2003 y 2010, la voluntad de revisar algunas políticas provenientes de los años noventa no tuvo como prioridad el ámbito universitario. Al contrario, este ámbito fue desplazado por otras urgencias que impidieron diseñar una política universitaria integral, al mismo tiempo que no se aprovechó el clima distendido de la relación gobierno-Universidad —que contrastó con el clima conflictivo de la presidencia de Carlos Saúl Menem— para enfrentar las problemáticas del sector. Además, estos autores sostienen que la situación desentonó con la audacia para operar cambios en otras áreas a través de medidas como la renegociación con los acreedores externos, la recuperación de empresas privatizadas en los noventa, la estatización de los fondos de pensión AFJP, la ley de Medios Audiovisuales y la reapertura de los juicios a los responsables del terrorismo de Estado.

La presencia de dos núcleos de interés de la política universitaria en el lapso 2003-2010 —como son las relaciones entre la Universidad y su medio, así como la inserción argentina en el proceso de internacionalización de la educación superior (Iazzeta y Chiroleu, 2012)— coexistió con la continuidad de las políticas de evaluación de la calidad de la educación universitaria. En efecto, durante los años noventa, en el gobierno de corte neoliberal y como parte de la agenda gubernamental, fueron sancionados y diseñados los encuadres normativos que sustentan, hasta la actualidad, las principales orientaciones en materia de evaluación del sistema universitario, caracterizadas por la coexistencia de enfoques de evaluación y la presencia de distintas estrategias gubernamentales implantadas para la búsqueda de legitimidad política.

En Argentina, a casi veinte años de la sanción de la LES, la hipótesis que estructura este texto a modo de discusión es que las diferencias para encarar la evaluación de las instituciones y de las carreras fueron la respuesta que, luego de procesos de enfrentamiento y negociación entre los actores universitarios y el Estado —“ensamblaje conflictivo” según Acosta Silva (2000)—, contribuyó a moderar los cuestionamientos y a superar las resistencias tanto a las políticas como a los dispositivos de evaluación. Se trata de decisiones singulares en el plano de la política, cuya traducción en las estrategias gubernamentales y en los aspectos instrumentales habrían posibilitado su aceptación, su apropiación y su reproducción, sin que hayan sufrido cambios significativos desde su propia implantación como política gubernamental, en un inicio, y luego como política de Estado (Suasnábar, 2005; Chiroleu, 2005; Chiroleu y Iazzeta, 2012).

Así pues, el presente artículo se estructura tomando como base el análisis de la LES, de las normativas derivadas, de las estrategias utilizadas en la implantación de las políticas y de las investigaciones realizadas sobre las cuestiones abordadas. Se hace hincapié en la evaluación de instituciones y en la acreditación de carreras de grado y posgrado a partir del modo como se introducen en la legislación aún vigente.

El contexto de las políticas de evaluación

En los últimos años del siglo XX, la evaluación asociada a la búsqueda de calidad constituyeron para los gobiernos neoliberales una estrategia que aglutinó una serie de temas y problemas. Entre ellos se encuentran, por ejemplo, la financiación de la educación superior de gestión estatal, la necesidad de reformar los currículos para adecuarlos a las demandas del sector productivo, la promoción de nuevas modalidades de enseñanza destinadas a la adquisición de competencias antes que a la apropiación de contenidos, los cambios en las políticas de investigación, el incremento de la oferta y de la demanda de posgrados, al igual que el aumento del intercambio creciente de estudiantes y docentes.

El conjunto de transformaciones aludidas se enmarcó en un proceso de convergencia mundial y regional caracterizado por la adopción del esquema norteamericano de organización de la educación superior. Según Shugurensky (1998: 125), “la convergencia no significa que todos los sistemas de educación superior se conviertan en uno solo, sino más bien que son gobernados en forma creciente por presiones, procedimientos y patrones organizacionales similares”. La convergencia hacia el modelo norteamericano se tradujo en la reducción del papel del Estado en la educación superior y en la expansión del sector privado, en la diversificación institucional y en la descentralización administrativa del sistema, así como en la incorporación de la dinámica de mercado en aspectos tales como la competencia entre instituciones por fondos y por estudiantes, en las asociaciones entre universidades y empresas, o en la introducción de cuotas o aranceles a los usuarios de las instituciones públicas. También se observa que fueron difuminadas las fronteras entre lo público y lo privado mediante un cambio de financiamiento orientado hacia un modelo híbrido, lo cual implica que las universidades públicas pueden recibir fondos privados y las universidades privadas fondos estatales.

Este proceso de privatización instaló la comercialización de los servicios educativos cuyo propósito ha sido la atracción de fondos adicionales y complementarios a los que tradicionalmente provenían del Estado. Finalmente, fueron creados organismos encargados de evaluar y garantizar la calidad de las instituciones y de los programas de educación superior como condicionante para la obtención de fondos gubernamentales, los cuales son responsables, a su vez, de implantar la estrategia utilizada en los procesos de acreditación de las instituciones y programas —la autoevaluación, la evaluación externa a través del sistema de pares académicos, de la visita in situ, y de la elaboración de un informe con fines de retroalimentación— con una larga tradición en el modelo norteamericano.

El proceso de convergencia fue apoyado y sostenido por diferentes organismos de financiamiento y de cooperación técnica y cultural a través de distintas vías, tales como créditos, conferencias, envío de expertos y programas de estudio en el extranjero. Asimismo, esto puede constatarse en la integración de estados nacionales en comunidades económicas y en bloques regionales, en la consolidación de comunidades epistémicas internacionales, que comenzaron a compartir la visión de la problemática de la educación superior y de las alternativas para solucionarla, así como en la celeridad de las comunicaciones en el marco del avance de las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación, además de la dinámica de consenso y coerción desplegada en los procesos de reforma.

En el escenario aludido, la utilización de la evaluación para regular las vinculaciones entre el Estado y las instituciones universitarias tuvo, al menos, tres particularidades: 1) la valorización excesiva de la evaluación como estrategia para el mejoramiento de la educación universitaria; 2) el desconocimiento de la complejidad del campo de la evaluación como un ámbito de conocimientos; 3) la existencia de una variedad de prácticas evaluadoras como resultado de la tensión entre el estado y las instituciones para implantar dichas políticas educativas.

En primer lugar, el discurso de la evaluación se caracterizó por haber depositado en ella una confianza extrema como práctica capaz de mejorar la “calidad” de las universidades. Si bien no podría ni debería ser soslayada la relevancia que posee la evaluación para conocer, comprender y cambiar aquello que se está valorando, tanto en el campo de las prácticas sociales en general como en el de las educativas en particular, también es cierto que se reconocen otras dudosas, así como efectos nocivos de las que son evaluadoras.

Stufflebeam y Shinkfield (1985), antes de la “transferencia internacional” (Clark, 1983; Brunner, 1990) de la evaluación como estrategia de gestión en el contexto señalado, distinguían las pseudoevaluaciones y las cuasievaluaciones de las que son verdaderas. Las pseudoevaluaciones incluyen las investigaciones encubiertas, o las evaluaciones políticamente controladas, y los estudios basados en las relaciones públicas que se caracterizan por no revelar las auténticas conclusiones o hacerlo de un modo selectivo, falsificando o engañando tanto a la gente como a los responsables de los programas. Con respecto a esto, los autores mencionados sostienen:

  • Se dice que los mentirosos imaginan cosas y que las imaginaciones mienten. Del mismo modo, los charlatanes y los manipuladores utilizan a menudo la evaluación de una manera inadecuada para lograr sus objetivos. Puede que recopilen información rigurosamente, pero no revelan las verdaderas conclusiones, o lo hacen de un modo selectivo, o incluso las falsifi engañando tanto a la gente como a sí mismos (Stufflebeam y Shinkfi 1985: 67-68).

Las cuasievaluaciones parten de un problema y luego buscan los métodos apropiados para solucionarlo. En este sentido, Stufflebeam y Shinkfield señalan que el hecho de que “la información obtenida sea suficiente para apoyar un juicio sobre el valor de algo es una cuestión secundaria” (1985: 70). Consideran como cuasievaluaciones los estudios basados en objetivos —el modelo de Tyler, con amplia influencia en la formación docente como propuesta de evaluación del curriculum y del aprendizaje— y los estudios basados en la experimentación.

Asimismo, Moreno (1999) menciona diferentes formas de fraude ligadas a las prácticas de evaluación, como la copia en un examen, el soborno, la entrega de respuestas correctas con anterioridad a los exámenes, el tráfico de influencias para cambiar calificaciones y la alteración de documentos públicos, del mismo modo que la falsificación de credenciales y títulos académicos, el inflado artificial del curriculum vitae y las formas industriales que operan a gran escala a través de agencias, de servidores de páginas web y de universidades fantasma. Noah y Eckstein (2001) también reconocen la existencia de conductas poco honestas o fraudulentas como el plagio, la duplicación de publicaciones y la fabricación de datos producto de la relación que se establece entre evaluación de la investigación e incentivos. En América Latina, Ibarra Colado se refiere a la presencia de “prácticas indebidas” relacionadas con el fraude, el plagio y la simulación como consecuencia de conformaciones institucionales y simbólicas del régimen neoliberal, “marcado por la transición del mundo hacia un modelo de racionalidad basado en el mercado”, que modificó las funciones del Estado y la política como referente de la acción (Ibarra Colado, 2008: 3).

En Argentina, los docentes de universidades de gestión pública que participaban del Programa de Incentivos a los docentes investigadores, implantado por el Decreto 2427/93, reconocían, durante los primeros cinco años de vigencia, la presencia de prácticas nuevas derivadas de la relación entre evaluación de la investigación, rendición de cuentas y percepción de un estímulo salarial adicional. Algunas de ellas son categorizadas como fraudulentas: la duplicación de publicaciones, el inflado artificial o la presencia de estrategias para mejorar el curriculum vitae en los procesos de evaluación para obtener una mejor Categoría Equivalente de Investigación (CEI). Otras más afectan el trabajo académico en general: la disminución del tiempo dedicado a las demandas de los alumnos y a la preparación de las clases, la burocratización del trabajo académico y la sobrecarga de tareas que originan estrés por la cantidad y la variedad de actividades que se deben cumplir para ingresar, permanecer y ascender en el programa universitario (Araujo, 2003).

En segundo término, como lo señaló Díaz Barriga (2004) para referirse a lo sucedido en México, en Argentina también privó cierto empirismo, en el sentido de que no se reconoció la complejidad de la evaluación como un campo de estudio con enfoques, métodos y técnicas que se asientan en diversas concepciones sobre el sentido y la finalidad de la educación y del mismo proceso de evaluación. En el momento de implantarse, este proceso de naturalización se visualizaba en aquellos grupos que no se resistían a la evaluación institucional pues, según ellos, ya estaba inserta y con un lugar en la universidad pública argentina. En efecto, por un lado, se afirmaba que la evaluación se asentaba en una larga tradición cuya raíz histórica fue la Reforma Universitaria de principios del siglo XX, con la evaluación realizada para el acceso de los profesores a los cargos docentes; por el otro, se aludía a la presencia de prácticas de evaluación de la actividad investigadora, en algunos casos confundiéndose con la evaluación institucional. Incluso quienes se oponían a ella evidenciaban una relación ambivalente, a causa de cierta desconfianza sobre el uso de sus resultados, al mismo tiempo que alojaban cierta esperanza en ella, en tanto podría brindar la posibilidad de introducir cambios en la eventual relación que se estableciera entre áreas problemáticas y el acceso al financiamiento gubernamental.

Este empirismo sustentó las prácticas de los evaluadores, dada la asociación o el círculo virtuoso que se estableció en la instrumentación del sistema de “evaluación por pares” entre académicos prestigiosos en campos disciplinarios y profesionales, y la capacidad para llevar adelante procesos de evaluación adecuados. En este último sentido, House (1994: 17) plantea límites a la evaluación cuando éstos están presentes en los evaluadores, puesto que “se limitan a hacer lo que quieren sus patrocinadores” y, cuando evalúan, las posibilidades de “causar daños suelen ser más amplias, menos evidentes y más perdurables” que las actividades realizadas por otras personas.

En Argentina, la ubicuidad de las actividades de evaluación de la educación superior, promovidas por instancias gubernamentales, generó cierta complejidad en torno a su estudio y su abordaje, al mismo tiempo que fue la patada inicial para la paulatina conformación de un conjunto de saberes acerca de la misma. Se hace referencia a un conjunto de saberes, y no a un campo de la evaluación, en el sentido de la noción de campo científico, acuñada por Pierre Bourdieu (1990), que designa un espacio de juego históricamente constituido con agentes, instituciones, intereses y leyes de funcionamiento propio. Esto a su vez implica intereses propios y específicos, la presencia de un capital cultural acumulado, cuya apropiación es requisito para ingresar a él, y la presencia de luchas o disputas por la posesión y la distribución del saber acumulado. Desde este punto de vista, se reconoce la existencia de conflictos en torno al control de la evaluación por parte de instituciones y actores, pero sin la existencia de un grado de estructuración y consolidación evidenciada en una acumulación de conocimientos necesarios para combatir en esta batalla.

Dichos saberes fueron producto de investigaciones sobre las diferentes áreas de la evaluación (procesos de evaluación de instituciones en funcionamiento, acreditación de carreras de grado y posgrado, evaluación de docentes investigadores, sistemas de evaluación por pares), y fueron incluidos como eje central para la presentación de trabajos en la organización de eventos científicos. También destacan los acercamientos a la política de evaluación y a las orientaciones metodológicas elaboradas por diferentes organismos, sobre todo por la Secretaría de Políticas Universitarias (SPU), en una primera instancia, y después por la CONEAU.

Finalmente, otra particularidad que se deriva de la problematización teórica e instrumental de la evaluación se refiere a la imposibilidad de hablar de ella en general, sin particularizar su objetivo, o lo “evaluando” en términos de Stake (2006). En Argentina, como se indicó, la inclusión de la evaluación en la agenda gubernamental fue producto de negociaciones en diferentes ámbitos y con diversos actores, situación que originó prácticas con distintos propósitos, características y dinámicas para legitimarlos.

La evaluación y la acreditación en la les: ¿dos enfoques de evaluación?

En la legislación argentina es posible reconocer dos prácticas diferenciadas en términos de los objetivos, el enfoque y las consecuencias para las instituciones y los actores universitarios: la evaluación y la acreditación. Esta distinción fue instalada en las primeras acciones promovidas por la SPU, y luego quedó expresada en la LES. Las actividades de evaluación han tenido como foco de atención los establecimientos universitarios y las actividades de acreditación, al igual que las propuestas de formación en principio de posgrado, y luego de grado, con mayores especificaciones, en el contexto de aplicación de la LES, a partir de mediados de la década de 1990.

La SPU, con anterioridad bajo la sanción de la LES, promovió la evaluación institucional de tres universidades nacionales: Universidad Nacional del Sur, Universidad Nacional de Cuyo y Universidad Nacional de la Patagonia Austral. Además, implementó el proceso de acreditación de carreras de posgrado a través de la Comisión de Acreditación de Posgrados (CAP) en 1994 (Resolución N° 3223/94). El propósito de la CAP fue fortalecer la oferta de posgrado y estimular la posgraduación de los docentes universitarios más jóvenes y de auxiliares de docencia, en el marco del cual se efectuó una convocatoria voluntaria que congregó más de trescientas carreras de maestría y de doctorado ofrecidas por universidades públicas y privadas.

La LES establece que las actividades de evaluación y acreditación podrán estar a cargo de la CONEAU o por entidades privadas constituidas para ese fin. De esta forma, la legislación sentó las bases para la creación de un mercado de servicios privados de evaluación y acreditación, a través de la constitución de entidades privadas con funciones similares a la CONEAU. Sin embargo, una particularidad del devenir de la implantación de la política de evaluación en Argentina ha sido la presencia y el reconocimiento de una sola agencia, la CONEAU, que abarca en la actualidad una multiplicidad de funciones: la coordinación y la realización de la evaluación externa de las instituciones universitarias, la acreditación de carreras de grado y de posgrado, la evaluación de la consistencia interna y de la viabilidad del proyecto institucional requerida para que el Ministerio de Educación apruebe la puesta en marcha de una nueva institución universitaria nacional –o el reconocimiento de una institución universitaria provincial–, y por último, la elaboración de informes para la autorización provisoria y el reconocimiento definitivo de las instituciones privadas y de quienes a partir de los cuales se evalúa el funcionamiento provisorio. Se trata de una institución descentralizada e integrada por doce miembros, designados por el poder ejecutivo nacional a propuesta de los siguientes organismos: tres por el Consejo Interuniversitario Nacional, uno por el Consejo de Rectores de Universidades Privadas, uno por la Academia Nacional de Educación, tres por cada una de las Cámaras del Honorable Congreso de la Nación, y uno por el Ministerio de Educación.

El artículo 44 de la LES señala que las instituciones universitarias deben asegurar el funcionamiento de instancias internas de evaluación institucional, cuyo objetivo es analizar los logros y las dificultades en el cumplimiento de sus funciones, así como sugerir medidas para su mejoramiento. Se incluye la transferencia del modelo americano, en tanto las autoevaluaciones son complementadas por una externa llevada a cabo a través del sistema de pares académicos (peer review), como mínimo cada seis años, a partir de los objetivos definidos por cada institución, teniendo en cuenta las funciones de docencia, de investigación y de extensión, además del caso de las instituciones universitarias nacionales y el de la propia gestión institucional.

En los “lineamientos para la evaluación institucional”, elaborados en 1997, se señala que la evaluación “debe servir para interpretar, cambiar y mejorar, y no para normatizar, prescribir, y mucho menos como una ¿actividad punitiva¿. Para ello debe realizarse en forma permanente y participativa, creando un sistema que se retroalimente en forma continua” (CONEAU, 1997: 11CONEAU, 1997b). También es concebida como una herramienta importante de transformación de las universidades y de la práctica educativa, como una labor permanente y sistemática destinada a detectar nudos problemáticos y aspectos positivos, a través de un proceso con carácter constructivo, participativo y consensuado. Esto implica la reflexión sobre la propia tarea como una actividad contextualizada que considera tanto los aspectos cualitativos como cuantitativos, y que abarca los insumos, los procesos, los productos y el impacto que tienen en la sociedad. Hablamos de una tarea fundamental para el gobierno y las gestiones administrativa y académica que, en definitiva, representan una plataforma para el planeamiento institucional.

Los artículos 39, 43 y 46 de la LES introducen la acreditación que, a diferencia del modelo de evaluación de instituciones, se basa en criterios y estándares cuya definición es producto del acuerdo entre el Consejo de Universidades y el Ministerio de Educación. El artículo 39 refiere a la acreditación de las carreras de posgrado, especialización, maestría y doctorado. El artículo 43, a su vez, indica que las titulaciones correspondientes a profesiones reguladas por el Estado —cuyo ejercicio pudiera comprometer el interés público, poniendo en riesgo de modo directo la salud, la seguridad, los derechos, los bienes o la formación de los habitantes— requieren el respeto de la carga horaria mínima, considerar los contenidos curriculares básicos y los criterios sobre intensidad de la formación práctica que establezca el Ministerio de Educación, en acuerdo con el Consejo de Universidades y, además, deben ser acreditadas periódicamente por la CONEAU o por entidades privadas reconocidas. También se señala que el Ministerio de Educación determinará con criterio restrictivo, en acuerdo con el Consejo de Universidades, la nómina de tales títulos, así como las actividades profesionales reservadas exclusivamente para ellos. Finalmente, el artículo 46 determina como una de las funciones de la CONEAU la acreditación de las carreras de grado y de posgrado, cualquiera que sea el ámbito en que se desarrollen, conforme a los estándares aprobados.

Stake (2006) distingue dos formas de encarar la labor de evaluación que resultan pertinentes para analizar e interpretar la diferenciación señalada. Una de ellas, denominada evaluación basada en criterios y estándares, está orientada a las mediciones. La otra, llamada evaluación comprensiva, está enfocada en la experiencia. La evaluación basada en estándares se fundamenta en el análisis de variables descriptivas, mientras que la evaluación comprensiva o interpretativa, en cambio, lo hace sobre el conocimiento experiencial y personal en un espacio y en un tiempo reales, y con personas también reales. Los estudios de evaluación que se basan en criterios cuantificados, es decir, en estándares, hacen alusión a lo que ha de ser considerado o no como mérito, lo que suele interpretarse como cualidades y deficiencias en términos de productividad y eficacia, así como de relación entre costo y beneficio. Los estudios de evaluación que se asientan en el modo de pensar interpretativo tienen en cuenta las percepciones y las voces de las personas relacionadas con aquello que se está evaluando.

La utilización de la perspectiva de Stake como herramienta analítica de la política pública permite observar la convivencia de dos enfoques de evaluación en Argentina: 1) el de la evaluación institucional, comprensivo y centrado en la consideración de las particularidades de los proyectos institucionales de los establecimientos, y 2) el de la acreditación, de carácter comparativo, en tanto la realidad —carreras de grado y de posgrado— se compara con referencias externas —manifestadas como criterios o estándares— a las carreras.

Con respecto a la evaluación institucional, se señala la importancia de que sea útil a la propia universidad evaluada, con capacidad de mejorar la calidad de la institución a través de la interrogación sobre los resultados y sobre las acciones, identificando problemas y comprendiéndolos en su contexto. La evaluación institucional debe tender a crear las condiciones óptimas para que los participantes, incluyendo al evaluador, mejoren su comprensión sobre la realidad institucional (Resolución N° 094/97 de la CONEAU: 6. Las cursivas son nuestras). Con esto se enfoca la comprensión de las diferentes dimensiones y variables incluidas en la evaluación, ya que no promueve la comparación entre instituciones ni está asociada al establecimiento de rankings, tampoco a la financiación ni a la continuidad o discontinuidad de las actividades académicas o de las propias organizaciones. Se conforma, así, un encuadre con principios orientadores para el análisis de diversos ámbitos de la realidad tendientes a valorar la singularidad del proyecto institucional universitario, a saber en siete ejes principales: 1) docencia, investigación, desarrollo y creación; 2) extensión, producción de tecnología y transferencia; 3) gestión y gobierno (sólo para las universidades nacionales); 4) recursos humanos; 5) infraestructura y recursos materiales; 6) servicios de biblioteca, de información y de carácter informático; 7) integración de la institución universitaria.

Como se señaló, la acreditación basada en criterios y estándares para el caso de las carreras de grado y de posgrado enfatiza el logro de resultados esperados o previamente definidos, si bien los términos “criterio” y “estándar” no se emplean del mismo modo. Según Stake (2006), se entiende por “criterio” un descriptor o atributo importante, mientras que “estándar” se refiere a la cantidad necesaria de ese atributo para iniciar la valoración.

No obstante, la normativa que rige la acreditación presenta ambas referencias. Los estándares constituyen indicadores verificables en los que el margen de interpretación para su autoevaluación o valoración externa es menor que en los criterios. En el caso de estos últimos, es más probable la presencia de la subjetividad y de interpretaciones diversas, en tanto se ponen en juego los propios marcos referenciales de los evaluadores. En este sentido, no es lo mismo la valoración del estándar sobre distribución de carga horaria en carreras de ingeniería1 que la que pueda realizarse del criterio relacionado con “la incorporación de los alumnos a las actividades de investigación, desarrollo y vinculación” (Resolución 1232/01) en una institución particular. Esta situación suele motivar cuestionamientos a los informes de evaluación elaborados por la CONEAU, lo que representa una expresión de las divergencias entre evaluados y evaluadores en la interpretación y la valoración de aspectos particulares de la realidad considerada.

Las dinámicas de evaluación y acreditación

Desde el inicio, la evaluación de instituciones y la acreditación de carreras fueron configuradas de tal manera que derivaron en procesos, prácticas y efectos diversos en las universidades.

La evaluación creó las bases para la emergencia de la Universidad como organización, contribuyendo así a moderar la percepción interna como federación o conjunto de facultades. En efecto, el proceso de autoevaluación en el que se diagnostican las principales problemáticas institucionales permite, principalmente a quienes gobiernan y gestionan la Universidad, reconocerse como parte de un mismo universo simbólico en una institución caracterizada por la desintegración simbólica general, producto del pluralismo y de la fragmentación de las creencias de quienes desarrollan las disciplinas, lo cual conduce a la división y a la multiplicación de secciones y niveles, así como a la proliferación de patrones y definiciones de pensamiento adecuado (Clark, 1983). En la autoevaluación, este cambio hacia una visión más integrada de la vida universitaria descansa en la construcción de información sobre la propia institución, reconocida como un valor en los actores involucrados en el proceso. Asimismo, las evaluaciones externas, llevadas a cabo por la CONEAU para algunos líderes universitarios, se han constituido en una herramienta para justificar la introducción de innovaciones institucionales ante la aparición de resistencias internas para promoverlas. En la actualidad, una cuestión problemática es que, si bien se plantea la obligatoriedad de la evaluación institucional cada seis años, en la mayor parte de las instituciones dicha periodicidad no ha sido cumplida, pues no se instaló como una práctica sistemática, cotidiana y necesaria para el fortalecimiento de la gestión de las universidades. Una de las hipótesis para dar respuesta a esta situación es la formulada por Stubrin (2009: 319), para quien se trata de “una herramienta demasiado virtuosa para la vida que vivimos porque no conecta con recursos, no conecta con rankings, no conecta con estímulos o incentivos determinados”.

La acreditación de carreras de grado y de posgrado implica la autoevaluación y la evaluación externa a través de pares académicos, como se manifestó sobre la base de estándares y de criterios consensuados por el Ministerio de Educación y el Consejo de Universidades (CU). En este sentido, el foco de atención es acotado ya que se refiere a la pauta establecida para la carrera en cuestión, aunque se valore su inserción dentro de la institución. El proceso tiene efectos diversos: el dictamen conduce al reconocimiento oficial y al otorgamiento de validez nacional de la titulación, promueve una mayor homogeneización curricular y, en los posgrados, determina la inclusión de jerarquías porque la categorización —aun si la solicitud por parte de la institución es voluntaria— indica distintos niveles de calidad de la propuesta formativa: las carreras pueden ser calificadas con “A”, excelentes, “B”, muy buenas, y “C”, buenas.

La institucionalización de la acreditación para las carreras de grado fue consecuencia de una configuración particular que posibilitó el acercamiento de los académicos universitarios y de los representantes del gobierno nacional. También fue resultado de la integración combinada de la coordinación estatal (SPU, CONEAU), la presencia de cuerpos intermedios2 y el CU, que articuló una agenda gubernamental, de especialización disciplinar y de representación institucional. La legitimación del control estatal fue producto del reconocimiento de los organismos intermedios como asociaciones representativas de los intereses de la comunidad académica, pues en ellos convergen los decanos de las facultades de universidades, tanto de gestión pública como privada, actuando como una “bisagra” entre el nivel de base —los académicos que realizan sus tareas de docencia, de investigación, de extensión y de transferencia en la formación profesional— y el nivel institucional —los rectores de las universidades que forman parte del CU— (Araujo y Trotta, 2011).

La estrategia anterior fue complementada con la política de financiamiento de las carreras acreditadas. En efecto, desde la acreditación de las carreras de medicina, en la Ordenanza 005/99, se establecieron tres posibles resoluciones: 1) no acreditar; 2) acreditar por seis años para las carreras que cumplan con el perfil previsto en los estándares; 3) acreditar por tres años en los casos que, a pesar de no haberse logrado el perfil previsto, hubiesen elementos suficientes para considerar que se contaba con la capacidad para desarrollar estrategias de mejoramiento. Esto constituyó una fórmula operativa que mediaba entre el “estado real” y el “deber ser” planteado en los estándares, al mismo tiempo que funcionó como un medio de regulación del conflicto. Se buscaba evitar una penalización que tuviera consecuencias negativas para las instituciones o una cristalización de situaciones de desigualdad en el seno del sistema universitario.

La política de la CONEAU consistió en mantener el rigor de las evaluaciones sin flexibilizar las exigencias de los estándares, creando así las condiciones para la proposición de líneas de mejoramiento en el caso de las carreras que no cumplían perfectamente los parámetros. Se aprobó la acreditación con compromisos que son planteados en los planes de mejora elaborados por las instituciones (Villanueva, 2008). En este contexto, a través de la SPU, fueron propuestos para las carreras declaradas prioritarias los Proyectos de Mejoramiento no competitivos, financiados por el gobierno nacional. Dicha iniciativa consiste en la utilización, por parte del gobierno, del financiamiento como herramienta para la promoción del cambio universitario, sobre la base de la constatación de resultados en el ámbito de las instituciones y de la presentación de propuestas de mejoramiento asumidas institucionalmente para su cumplimiento en un determinado lapso (Araujo y Trotta, 2011). El financiamiento cubre diferentes aspectos destinados a la consolidación de las carreras, como el mejoramiento de la gestión académica, las actividades interinstitucionales, el desarrollo de recursos humanos, académicos y de infraestructura, así como la mejora del equipamiento y las bibliotecas.

En el caso de los posgrados, rige la Resolución N° 160/11, que reemplazó a la Resolución N° 1168/97. En la actualidad, se determinan dos instancias de acreditación: 1) para las carreras nuevas, esto es, las que no se han puesto en práctica y no cuentan con alumnos, y a las que se le otorga la acreditación provisoria hasta la primera convocatoria para acreditar carreras en funcionamiento en el área que corresponda; 2) para las carreras en funcionamiento, esto es, para aquellas que se están implementando y que se presentan para su acreditación en la convocatoria realizada por la CONEAU. En esta situación, cuando se cumple con los criterios y estándares, se otorga una acreditación por tres años, la primera vez, y por seis en las siguientes. Cabe destacar que, hasta la actualidad, el resultado de la acreditación, del mismo modo que de la evaluación institucional, no se vincula con ningún tipo de financiamiento gubernamental.

Reflexiones finales

En Argentina, a partir de la década de 1990, la instrumentación de la evaluación se organizó en torno a enfoques diversos como producto de la presencia de estrategias de negociación entre el Estado y las instituciones universitarias. Esto se dio a través de sus actores organizados, como el Consejo Interuniversitario Nacional, el Consejo de Rectores de Universidades Privadas, el Consejo de Universidades y los Consejos de Decanos, con el propósito del logro de consensos y legitimación. Se trata de una política pública que, en el marco de orientaciones comunes, consideradas por algunos autores como una “americanización” de los sistemas de educación superior, tuvo en cuenta la cultura de las instituciones universitarias argentinas. La dinámica entre consenso y coerción, en términos de Shugurensky, devino en una política con ciertas particularidades que contribuyeron, de manera progresiva, a mayores aceptación e involucramiento de los actores en los procesos evaluativos.

Una cuestión para destacar, interesante como perspectiva de análisis en otros sistemas de evaluación, es la búsqueda de relaciones entre las dimensiones políticas y metodológicas en dichos procesos. En el contexto de las creencias de las comunidades académicas, entre las cuales la autonomía y la libertad de cátedra son pilares fundamentales, resulta difícil la aceptación de un enfoque de evaluación basado en estándares o en indicadores cuantitativos que señalaran los resultados esperados de las instituciones. En el caso de la acreditación, la definición de un número importante de criterios —y una menor cantidad de estándares— da cuenta de un enfoque más abierto, que no se basa, exclusivamente, en la medición y el control de resultados predeterminados. Esta situación establece márgenes de autonomía en la determinación de los proyectos de formación académico-profesional en cada una de las unidades académicas de las distintas universidades.

La evaluación de instituciones, asentada en una perspectiva cualitativa y comprensiva de los proyectos universitarios, respetó la diversidad y derivó hacia una mayor diferenciación del sistema. En cambio, la acreditación sostenida en criterios y estándares devino en una mayor homogeneización en segmentos determinados del sistema de educación superior. A esto se agrega la inclusión de un sistema de jerarquías a través de la clasificación de las carreras de posgrado (A, B O C), o del período por el cual se otorga la acreditación a las carreras de grado (no acreditar, acreditar por tres o por seis años).

La presencia de una agencia nacional como la CONEAU, y la no proliferación de agencias privadas previstas en la LES, también podría ser leída en el contexto de la significación que históricamente ha tenido el estado en materia de educación, o en el valor de la educación pública en Argentina. De esta manera, se limitó la conformación de un mercado de agencias privadas de evaluación que, en otros países, derivó en una serie de problemáticas.

En la actualidad las carreras se acreditan y las instituciones se evalúan a partir de la aceptación de procesos externos. Sin embargo, aún están pendientes una serie de retos. En las instituciones no se ha potenciado la evaluación aprovechando el marco referencial propuesto, caracterizado por la apertura y las posibilidades implicadas en el proceso de valoración. La dificultad para cumplir con la periodicidad de la evaluación cada seis años, da cuenta de las dificultades para instalarla como una práctica sistemática y prioritaria para la orientación de las políticas institucionales. En las carreras, el peso de los criterios, los estándares y los procedimientos formulados tampoco deberían obstruir la participación y la deliberación de los actores involucrados. En este caso hay que tener en cuenta la posibilidad que ofrece el hecho de ser delimitada la realidad evaluada.

A modo de conclusión, la reflexión acerca del sentido y del alcance de los procesos de autoevaluación y evaluación externa es una actitud indispensable para evitar la naturalización de prácticas que siempre corren el riesgo de convertirse en ejercicios rutinarios y burocráticos, al perder su poder como herramientas transformadoras articuladas con proyectos político-académicos, democráticos y amplios, en términos de la coyuntura con necesidades y problemáticas sociales. Esta situación resulta propicia en el contexto de la continuidad de las políticas y de las normativas que rigen las evaluaciones externas desde hace casi dos décadas.

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Título en inglés: Evaluation and the Argentine university: policies, approaches and practices.

Esta valoración establece que la formación práctica debe tener 750 horas distribuidas del siguiente modo: 200 horas de trabajo de campo y/o laboratorio, 150 horas para la resolución de problemas de ingeniería, 200 horas de práctica profesional supervisada y 200 horas para actividades de proyecto y diseño de ingeniería.

Como son el Consejo Federal de Decanos de Ingeniería (CONFEDI) y la Asociación de Facultades de Ciencias Médicas de la República Argentina (AFACIMERA), entre otros.

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