En un editorial reciente, García Alhambra propone 2 medidas para disminuir el número de casos de discriminación negativa que sufren los ancianos en la práctica clínica diaria: conocer las indicaciones médicas de actuación, de acuerdo con las guías de práctica clínica vigentes en el seno de una valoración geriátrica integral del anciano; y considerar sus preferencias tras un proceso adecuado de información, valoración de su competencia y conocimiento sobre la delegación de sus decisiones1. Estando de acuerdo con la autora, nos parece importante destacar las dificultades que presenta la aplicación de las guías de práctica clínica y de los resultados de los ensayos clínicos a este grupo de población.
El objetivo de las guías de práctica clínica es proporcionar a clínicos y pacientes la evidencia clínica más reciente, de forma que facilite una apropiada toma de decisiones en situaciones clínicas concretas. Sin embargo, en muchos casos la evidencia procede de ensayos clínicos y metaanálisis en los que la representación de la población anciana es minoritaria o nula, a pesar de que se plantean para evaluar la eficacia de fármacos u otras intervenciones que posteriormente van a ser aplicadas a este grupo de edad. Así, en el año 2000, solo el 3,45% de los 8.945 ensayos clínicos publicados y el 1,2% de los metaanálisis estaban diseñados para la población anciana2. Este hecho incuestionable puede estar ligado de forma implícita a un riesgo de discriminación negativa al prescindir de tratamientos capaces de mejorar la calidad de vida de aquellos ancianos con un elevado riesgo. Por otro lado, la extrapolación indiscriminada de los resultados obtenidos a la población anciana puede dar lugar a la prescripción de procedimientos o tratamientos cuyos riesgos superen los beneficios esperados3.
Aunque el análisis de datos agregados por grupos específicos de edad entre los participantes de grandes ensayos clínicos muestra que el efecto del tratamiento habitualmente expresado como riesgo relativo o reducción del riesgo relativo, no varía significativamente con la edad, es necesario adoptar una serie de precauciones a la hora de interpretar y aplicar los resultados mencionados4.
Los ensayos clínicos suelen expresar los resultados en términos de mortalidad, eventos clínicos, institucionalización o consumo de recursos. Alguno de ellos, como la mortalidad, pierde importancia conforme la edad del sujeto se aproxima a la expectativa máxima media de vida, momento en el que la competencia por la mortalidad adquiere su máxima expresión y las posibilidades de disminuir la mortalidad son progresivamente menores. Sería más apropiado considerar variables relacionadas con la calidad de vida, como el alivio de los síntomas o el mantenimiento de la expectativa de vida libre de discapacidad.
Por otro lado, los autores de los ensayos clínicos privilegian la exposición de los beneficios de una intervención frente a sus efectos secundarios5. Estos son potencialmente más frecuentes y graves en el anciano que en el joven, y probablemente aparezcan infravalorados en los ensayos clínicos al incluir a sujetos con mejor estado de salud, menor polifarmacia y menor comorbilidad, que los atendidos en la práctica clínica diaria6. En cualquier caso, debe sopesarse cuidadosamente si el beneficio esperable de un tratamiento compensa los posibles efectos secundarios asociados, máxime si estos actúan en detrimento de la calidad de vida del anciano.
Otra circunstancia a considerar es el período de tiempo requerido para obtener un beneficio, que en ocasiones puede superar la expectativa de vida de un paciente. A modo de ejemplo, la antiagregación en la prevención primaria del infarto de miocardio en los diabéticos demostró una reducción del riesgo a los 5 años de tratamiento7.
Finalmente, el beneficio neto de una intervención no se debería interpretar de forma aislada para una enfermedad específica, sino en la globalidad del individuo particular que integre fragilidad, comorbilidad y capacidad funcional y mental. Como comentaba García Alhambra, la valoración geriátrica integral es básica para disponer de la información necesaria que nos permita definir un plan de cuidados, estimar el balance riesgo/beneficio de las actuaciones, priorizar procedimientos y tratamientos y minimizar los riesgos de efectos adversos.