El presente trabajo pretende abrir un marco de reflexión acerca de la relación existente entre 2 especialidades próximas como son la geriatría y la atención paliativa. En la medicina actual, con el envejecimiento progresivo de la población, alrededor del 80% de las muertes tienen lugar en edades muy avanzadas y, un porcentaje muy elevado de las mismas son potencialmente susceptibles en sus estadios finales de recibir una atención paliativa. Las reflexiones que se ofrecen en esta exposición se llevan a cabo desde la perspectiva de alguien que ha venido trabajando siempre en el campo de la geriatría. A lo largo de las mismas se enumeran y comentan algunos de los puntos comunes existentes en el devenir histórico de ambas especialidades. También las interrelaciones y puntos de confluencia en otros campos como pueden ser su forma de entender la atención médica, los objetivos clínicos, las bases doctrinales, la metodología de trabajo o la superposición de algunos de los elementos formativos. Se comentan igualmente diversos aspectos diferenciales sobre estos mismos puntos. Se concluye con una llamada a la colaboración entre los especialistas de uno y otro campo, así como en la necesidad de reclamar ante las administraciones sanitarias una implantación más amplia de equipos paliativos en el conjunto de los hospitales del país.
This article attempts to provide a framework for reflection on the relationships between 2 close specialties, such as geriatrics and palliative care. In medicine today, with the progressive ageing of the population, 80% of deaths occur at a very advanced age, and a high percentage of these are potentially likely to receive palliative care in their final stages. The reflections offered in this presentation are made from a perspective of someone who has always worked in the geriatrics field. Throughout this article, some the common points in the historic evolution of both specialities are made and discussed. The inter-relationships and common ground in other fields may be, their form of understanding medical care, clinical objectives, doctrinal bases, the work methodology, or the overlapping of some elements of training. Several aspects of where they differ on these same points are also discussed. It is concluded with a call for collaboration between the specialists of both fields, as well as in the need to demand that the health administrations introduce larger palliative teams in all hospitals in the country.
La geriatría y la medicina paliativa guardan muchos puntos en común, mediante una relación que viene avalada por la historia y que, en gran medida, se mantiene en el momento actual. El propósito de estos comentarios es destacar algunos de estos elementos de coincidencia con el objeto de establecer sinergias entre los especialistas, incrementar la colaboración y la eficiencia a la hora de atender a un determinado tipo de pacientes, aquel que representa el anciano en situación terminal.
La geriatría tal y como la conocemos a día de hoy establece sus bases doctrinales más importantes a lo largo de los años centrales del siglo xx1. En un primer momento lo hace en el Reino Unido y a partir de ahí en el resto del mundo desarrollado. Incorpora desde el inicio como uno de sus elementos esenciales la que podríamos denominar «filosofía del cuidado», que hace primar la «calidad» sobre la «cantidad». En ese contexto la función se convierte en uno de los ejes doctrinales fundamentales. Desde el primer momento, elige, como referente asistencial paradigmático al paciente anciano, crónico, sintomático y desvalido; un perfil que recupera la geriatría para el ámbito de actuación médica y que en aquellos primeros momentos quedaba excluido en la práctica clínica diaria de cualquier posible intervención positiva desde una perspectiva sanitaria.
Si nos retrotraemos en el tiempo y miramos lo que ocurría con anterioridad al siglo xx podemos ver cómo, a partir del Renacimiento, la atención al anciano pobre y carente de recursos, es decir a la gran mayoría de ese colectivo, corría básicamente a cargo de algunas órdenes religiosas, tanto más cuando para buena parte de ese grupo etario su estado de salud se aproximaba peligrosamente a lo que hoy llamamos situación terminal.
Durante la Edad Moderna, en la práctica, este menester se ejercía en los hospitales-asilo. A lo largo de los siglos xvi a xix surgen, crecen, se expanden y en algunos casos perviven hasta el día de hoy órdenes religiosas dedicadas especialmente a la atención a las personas de más edad. La primera y quizás la más destacada de las que continúan activas fue la de San Juan de Dios (1495-1550), pero tras ella aparecen los camilos, fundados por San Camilo de Lelis (1550-1614). No demasiado después San Vicente de Paul funda los paúles con una orientación más amplia, pero que incluía también entre sus objetivos la atención al anciano enfermo y desvalido. La vertiente femenina de estas órdenes religiosas la inicia Santa Luisa de Marillac (1591-1660) con la fundación de las Hijas de la Caridad en 1633. Poco después nacen las Hermanitas de los pobres de la mano de Juana Jugan. El Hotel Dieu, en París, a lo largo del siglo xviii es uno de los grandes centros de atención sanitaria que de forma expresa decide prestar atención al anciano. Más tarde, ya avanzado el siglo xix, en 1873, la alicantina Teresa de Jornet e Ibars (1843-1897) crea en Huesca la orden de las Hermanitas de los Ancianos desamparados, que en las décadas siguientes se extiende de manera muy amplia por distintos países latinoamericanos. También en los Estados Unidos, durante el siglo xix, las instituciones religiosas fueron las principales instituciones valedoras de la salud del anciano enfermo. Entre las que surgen y se ponen en marcha en aquel país quizás la más conocida y la primera en abrirse fue la creada en Nueva Orleáns en 1842 por las Hermanas de la Sagrada Familia bajo el nombre de Lafon Asylum of the Holy Family2.
Desde la vertiente de los cuidados paliativos, aunque el nombre como tal no aparezca hasta ya muy avanzado el siglo xx, se puede afirmar que sus antecedentes remotos a lo largo de la Edad Moderna hay que buscarlo, también, en el seno de esas mismas instituciones. Es el grupo de individuos de más edad, junto con las víctimas de las grandes pandemias infecciosas, quienes son sus principales beneficiarios y quienes representan a los primeros colectivos que pueden ser incluidos bajo esa denominación.
El salto grande en los cuidados paliativos —en la medicina paliativa— se produce ya en pleno siglo xx coincidiendo con la época de envejecimiento global de la población. Si nos atenemos a las características esenciales de los primeros clientes de los «hospices» británicos observaremos que en su mayoría eran personas con cáncer y/o edad avanzada3–4. Se trata de una circunstancia que no debe llamarnos la atención, toda vez que el «paciente terminal» sea cual fuere el motivo por el que ha llegado a ese punto es un anciano en más del 85% de los casos, tal como nos muestran los datos de mortalidad en España, que periódicamente hace públicos el instituto nacional de estadística5, así como sus equivalentes en el resto de los países desarrollados. Resulta una obviedad tal vez innecesaria recalcar a este respecto que, quienes se mueren, son mayoritariamente los viejos.
Podemos encontrar otras coincidencias históricas entre ambas formas de ejercer la medicina. Geriatría y medicina paliativa, son especialidades relativamente nuevas. Su crecimiento y consolidación tiene lugar a partir de la segunda mitad del siglo xx. Coinciden, además, en el hecho de que ambas han tenido y tienen dificultades de todo tipo para ser aceptadas y para implantarse de forma general en los hospitales. Con frecuencia requieren explicaciones justificativas sobre su razón de ser. Unas explicaciones dirigidas a la población en general, pero también, en muchos casos, de manera sorprendente, hacia los propios profesionales de salud. Y, evidentemente, si miramos hacia el futuro en los dos casos se puede hablar de un amplio recorrido por delante en el terreno de la docencia y de la investigación.
Esta historia plena en coincidencias se acentúa en los momentos presentes cuando comprobamos que los encuentros entre profesionales de uno y otro campo son múltiples y, se producen a muy distintos niveles. En ausencia de un reconocimiento oficial de la especialidad en cuidados paliativos vemos que son numerosos los geriatras que trabajan en estas unidades, integrados con otros especialistas procedentes de distintos campos como la medicina intensiva, los internistas, la medicina de familia, la anestesia, la oncología, etc.
Medicina paliativa y geriatría comparten niveles asistenciales en hospitales, residencias y domicilios. Lo hacen desde una óptica médica y también desde la enfermería. Los programas formativos médicos tienen muchos puntos en común, tal y como tendré ocasión de exponer más adelante. E incluso en el actual texto del proyecto de «troncalidad» que está elaborando el Ministerio de Sanidad la geriatría constituiría una de las vías de acceso previstas para los cuidados paliativos.
Segunda reflexión: los cambios demográficos ayudan al encuentro entre la geriatría y la medicina paliativaSi echamos una mirada a los cambios demográficos acaecidos a lo largo del siglo xx podemos observar que, dentro de la tendencia universal al envejecimiento poblacional, el caso español representa uno de los procesos más rápidos del mundo en este sentido. La población española se ha multiplicado en esos cien años por 2,5, pasando de 18 a 47.000.000 de habitantes, pero este crecimiento ha sido asimétrico, siendo el colectivo de mayor edad el que más ha crecido, hasta el punto de haber multiplicado por 8 la tasa de quienes han superado los 65 años. A día de hoy existen en nuestro país 7.800.000 personas mayores de 65 años (el 17% del total), contra el 1.000.000 escaso que había en 1900 (5% de la población).
Este fenómeno cabe atribuirlo, sobre todo, a 2 circunstancias. Por un lado al aumento espectacular en la esperanza de vida al nacer, que ha pasado de estar en torno a los 35 años en 1900 (36 para las mujeres y 34 para los varones) a superar los 80 al finalizar el siglo. En 2011 la esperanza de vida al nacer en España es de 84,8 años en la mujer y 78,9 en el varón. El aumento se produce de manera universal sea cual fuere el punto en el que establezcamos el corte de edad. Con mínimas variantes es también homogéneo en cuanto a su distribución geográfica. El segundo fenómeno es el descenso progresivo, ininterrumpido y acelerado en las últimas décadas del siglo xx de las tasas de natalidad. En estos momentos en nuestro país nacen 1,3 hijos por mujer, habiendo llegado a alcanzar este índice en los años finales de la década de los 90 la cifra de 1,1, la más baja del mundo junto con la griega y la italiana, siendo así que apenas 30-40 años antes estaba alrededor de 3. Todo lo anterior trae como consecuencia que las previsiones para 2050 establecen que el 44% de la población española tendrá más 60 años y, que es posible, que nos hayamos convertido en el país más viejo de la Tierra.
Una de las consecuencias de este proceso de envejecimiento es el aumento de las enfermedades que causan discapacidad, invalidez y dependencia. Aumenta la tasa de enfermedades crónico-degenerativas con limitaciones funcionales progresivas, tanto físicas como mentales y con necesidad de recurrir a cuidados proporcionados por terceras personas. Crece constantemente el volumen de necesidades para este colectivo que, además, se van haciendo progresivamente más complejas. En paralelo aumenta el número de los llamados pacientes crónicos pluripatológicos, con procesos agudos intercurrentes que, con frecuencia conducen a situaciones de terminalidad. Bastantes de estas personas requieren de manera permanente soporte médico y social. En paralelo, crece la probabilidad de deterioro funcional muy rápido y severo, con la consecuente posibilidad de fallecimiento inminente.
El incremento en la esperanza de vida determina, también, como ya he apuntado, un retraso en la edad de mortalidad y, con ello, en el momento en el que estas personas se hacen susceptibles a recibir una atención paliativa. Las 2 principales causas de mortalidad en estas edades son la enfermedad cardiovascular y los tumores malignos, superando entre ambas el 80% de las causas de muerte, seguidas muy a distancia por la afección respiratoria.
Tercera reflexión: geriatría y medicina paliativa guardan muchos puntos en común en cuanto a objetivos y formas de trabajoDesde un punto de vista conceptual ya he señalado que en ambas especialidades prima la «filosofía del cuidado», dando habitualmente más importancia a la hora de plantearse objetivos a las cuestiones relativas a la «calidad» sobre aquellas que hacen primar la «cantidad» de vida. Este hecho tiene su traducción en una metodología del trabajo que comparte muchos puntos comunes. Compartimos múltiples directrices, traducidas en protocolos de actuación, para el manejo del paciente terminal de edad avanzada. En ambas especialidades se parte de una evaluación extensa, que en el caso de la geriatría se enmarca dentro de lo que conocemos como «valoración geriátrica integral»6. En ese contexto bastantes de las escalas que se vienen utilizando con este fin en el día a día son manejadas de forma indistinta por una y otra especialidad. Por ejemplo, entre otros instrumentos de medición, el Karnofsky Performance Status, las escalas de actividades básicas de la vida diaria de Katz o de Barthel o la escala de valoración nutricional conocida como MNA (Mini Nutricional Assessment).
La evaluación de la situación social y la convicción de tener que integrar este aspecto en cualquier programa de atención y seguimiento es otro hecho compartido. Ello implica la necesidad de un trabajo multi e interdisciplinar y, la búsqueda sistemática del apoyo familiar. También lo es el esfuerzo por situar en un primer plano los llamados problemas éticos (o bioéticos) y tomarlos en consideración como elementos de reflexión antes de establecer ningún tipo de decisión.
Entre los requisitos óptimos de actuación compartimos la evaluación precoz y detallada de los síntomas, el enfoque intensivo sobre aquellos puntos en los que la intervención se antoja como posible, la sensibilización para detectar y actuar sobre las intercurrencias y los ya mencionados recursos al apoyo familiar y a las consideraciones relativas al terreno de la bioética.
La aproximación interdisciplinar exigible en la forma de trabajo de las 2 especialidades se hace necesaria para abarcar en su complejidad las necesidades de la persona mayor que requiere cuidados paliativos. A los médicos que componen el equipo y, probablemente también, aunque en menor medida, a los profesionales de enfermería, les falta formación en este terreno. Como bien señala la Organización Mundial de la Salud (OMS) hay que buscar y establecer «sinergias» entre las 2 especialidades7.
Existen deficiencias formativas que no siempre son comunes entre unos y otros especialistas. Entre las limitaciones inicialmente más habituales del geriatra que trabaja con ancianos terminales se encuentran la falta de entrenamiento en el manejo del dolor y las reservas sistemáticas al empleo de los opiáceos. Entre los paliativistas suele faltar experiencia en la atención al anciano en marcos ajenos al hospital como pueden ser las residencias o el propio domicilio, aunque este último aspecto se esté subsanando en muchos lugares en el curso de los últimos años. En ambos casos se hace necesaria una mayor competencia profesional en algunos de los campos de actuación, así como subsanar las variaciones y deficiencias al respecto en los programas curriculares respectivos.
En todo caso los cuidados paliativos, por definición, engloban las necesidades psicosociales, físicas y espirituales de las personas que se encuentran cerca del final de la vida, se centran en el tratamiento sintomático, fomentan el bienestar, la dignidad y la calidad de vida y buscan aliviar el dolor físico y emocional. Son objetivos compartidos al cien por cien por la geriatría.
Un problema común a muchos de los médicos que trabajan en este campo estriba en la resistencia a tratar determinado tipo de temas con sus pacientes. Por ejemplo, suelen preferir omitir los comentarios con aspectos relacionados con el pronóstico, cuando este se estima fatal a corto plazo, probablemente por miedo a generar terror y también por la falta de confianza para estimarlo de una manera correcta. También pasar sobre ascuas o no mencionar en absoluto cuestiones que tienen que ver con las creencias religiosas o con las eventuales disposiciones legales que pudiera adoptar el paciente La educación del geriatra y del paliativista insiste en superar este tipo de riesgos y la actuación en el seno de un equipo multidisciplinar ayuda a ello. El médico debe ser consciente de que tiene el privilegio y la autoridad adecuada para asistir de una manera global a los pacientes y a sus familias al final de la vida.
Cuando el médico se presenta ante paciente y familia debe ser consciente de que calificar a un paciente de terminal crea un estrés importante tanto en el propio paciente como en su entorno más inmediato. Sus preocupaciones principales deben abarcar un panorama más amplio que el meramente médico. Deben estar orientadas a prevenir y en su caso tratar los síntomas, asesorar antes, durante y después de cada medida terapéutica, pero también asegurarse que el paciente haya designado a alguien para la toma de decisiones y planes futuros y, preparar a la familia y al paciente para que afronten de la mejor forma posible la proximidad a la muerte.
Cuarta reflexión: la geriatría incorpora los conceptos definitorios de la medicina paliativaLa geriatría asume y los geriatras hacen suya ante un paciente en situación terminal, la definición que hace la OMS al referirse a los cuidados paliativos: «Una forma de aproximación al enfermo que hace primar la calidad de vida de pacientes y familias, se enfrenta a los problemas asociados con la enfermedad que amenaza la vida mediante la prevención y el alivio del sufrimiento mediante su identificación precoz, la valoración continua y el tratamiento del dolor y de los demás problemas físicos, psicosociales y espirituales»8. También asume el principio básico que la propia OMS había establecido pocos años antes para fundamentar esta definición: «Todas las personas tienen derecho a recibir cuidados de calidad durante sus enfermedades más serias y a dignificar su muerte liberándola de dolores insoportables y prestando atención a sus necesidades espirituales y religiosas»9.
El concepto de terminalidad más comúnmente admitido es el que habla de «considerar que un “estado es terminal” cuando la expectativa de vida es menor de 6 meses» (tabla 1). Durante muchos años la mayoría de los pacientes admitidos en cuidados paliativos han sido oncológicos, pero sabemos que un gran número de pacientes con afecciones no oncológicas tienen una esperanza de vida inferior a los 6 meses, especialmente entre aquellos de más edad. Las principales causas no oncológicas de terminalidad son las enfermedades neurológicas degenerativas y las insuficiencias orgánicas en estadios avanzados, situaciones todas ellas de alta prevalencia en el anciano.
Criterios de paciente terminal (National Hospice Organization)
Condición limitante de la vida conocida por el enfermo o la familia |
Elección de tratamiento paliativo (alivio) |
Cualquiera de los siguientes: |
Progresión de la enfermedad (hospitalizaciones múltiples, Karnofsky <50%, dependiente >3 ABVD) |
Deterioro nutricional severo relacionado con la enfermedad (>10% del peso 6m, albúmina <2,5 mg/dl) |
Desde la perspectiva de la evolución se considera que la funcionalidad y los síntomas de quienes padecen una enfermedad crónica terminal suelen tomar una de las siguientes 3 trayectorias: a) rápido deterioro y muerte. Su prototipo sería la enfermedad cancerosa; b) incapacidad de larga duración, con exacerbaciones ocasionales y un pronóstico impredecible. Su prototipo serían las enfermedades sistémicas crónicas; y c) deterioro paulatino hacia la incapacidad con un largo período de dependencia. Su ejemplo más típico serían las demencias.
La afección crónica avanzada, no oncológica, por fallo orgánico irreversible tiene una supervivencia incierta, variable y difícil de predecir. Son enfermos candidatos a un programa de cuidados paliativos cuando, como queda dicho, su esperanza de vida es inferior a 6 meses. Se trata de un colectivo que responde en gran medida al perfil de «paciente geriátrico». Un colectivo que cada vez va a ser más numeroso tanto en términos absolutos como en relativos cuando se compara con el de los pacientes oncológicos. Además, con mucha frecuencia sufren sin necesidad, debido a ser infraevaluadas e infratratadas de forma habitual y a las dificultades de todo tipo para lograr acceder a unidades de cuidados paliativos.
Quinta reflexión: ambas especialidades pueden compartir o no los mismos elementos formativosLa formación del geriatra mediante el sistema MIR y la del paliativista sea cual fuere la vía competencial de la que proceda, comparten no solamente principios doctrinales en cuanto a definiciones, objetivos y metodología de trabajo, sino también en algunos de los caminos seguidos para lograrlo, aunque esto no siempre es así.
La práctica diaria muestra que son muchos —cada vez más— los residentes de geriatría de unidades docentes situadas en cualquier extremo del país que rotan en algún momento de su residencia por unidades de cuidados paliativos. Ello no es sino expresión del hecho de que la que podríamos llamar «doctrina paliativa» tiene cada vez mayor cabida en el programa teórico del residente de Geriatría. Como contrapartida son, igualmente, cada vez más numerosos los casos de médicos que, ubicados en alguna unidad de cuidados paliativos y procedentes de campos ajenos a la geriatría, solicitan rotaciones por unidades hospitalarias de esta especialidad.
Se trata de algo lógico si tenemos en cuenta que para el manejo correcto de este tipo de pacientes se hace necesario conocer bien unos problemas cuyo estudio durante el período de formación puede haber sido muy desigual en función de la historia formativa anterior. Entre estas asimetrías de origen cabría recordar el manejo de algunos síntomas (el dolor y otros muchos). También los criterios adaptados a la edad y a la situación concreta de cada paciente para la utilización correcta de los fármacos. El conocimiento sobre las formas de alimentación y las indicaciones precisas de cada una de ellas. Disponer de una información adecuada sobre las indicaciones de sedación y los procedimientos para llevarlo a efecto. O disponer de un entrenamiento que facilite la manera más apropiada para relacionarse con la familia y para transmitir mensajes. También saber lo que se conoce como «criterios de renuncia» la forma de afrontarlos cuando ocurren. Por último, y sin agotar la lista, se hace necesario, evidentemente, estar familiarizado con los aspectos éticos y legales que puedan surgir a lo largo del proceso.
En este último apartado concerniente a los aspectos éticos y legales se engloban situaciones estrictamente médicas, como algunos en relación con el diagnóstico, el pronóstico o el tratamiento10. Pero, también, sin ánimo de ser exhaustivo, otras relacionadas con la forma de ejercer la profesión, como pueden ser actuar siempre en los márgenes de la legislación vigente o el acatamiento de los códigos deontológicos. En la misma línea la eventual necesidad de recurrir en ocasiones a intervenciones de carácter psicosocial no estrictamente médicas, o saber evaluar de acuerdo con las circunstancias las formas y sistemas de organización y prestación de servicios. También cabe incluir en este apartado el manejo siempre difícil de la información que se debe o no proporcionar (cuánta, cuándo y cómo), el respecto a la representación legal que pudiera tener el paciente, y la toma en consideración de algunas situaciones específicas concretas menos habituales, bien lo sean por el tipo de afección subyacente, por el marco asistencial en que surgen, por la existencia de eventuales instrucciones previas, o, como ya he mencionado, por plantearse lo que conocemos como renuncia terapéutica.
Con cierta frecuencia, los problemas se plantean en marcos muy determinados, parcialmente ajenos a lo que pudiéramos considerar la norma. Pienso, por ejemplo, en el caso de los ancianos con demencia (entre 500-600.000 en España), que constituyen un grupo al alza y cuyas peculiaridades les convierte en un colectivo muy específico11. También en aquellos con afección oncológica, primeros protagonistas oficiales de la medicina paliativa, y para los que habitualmente los servicios de oncología o las asociaciones de familiares, suelen disponer de sus propios recursos y equipos de actuación, aunque no siempre ocurre así.
Pero la variabilidad puede venir dada por otros condicionantes ajenos a la afección del anciano. Quizás el más importante sea el relativo al nivel asistencial en el que se plantea el problema. El medio hospitalario no es el único en el que surgen estas cuestiones. El propio domicilio y el medio residencial son, cada vez con más frecuencia, lugares elegidos por paciente y entorno familiar para el último viaje12,13. Otra situación a tomar en consideración es la que plantea el anciano inconsciente, sin familia o cuya voluntad anterior se desconoce. Y, evidentemente, a la hora de manejar la situación se hace necesario tener claro el papel que corresponde a esa figura en alza, que responde a la denominación de «cuidador».
Todos estos son los elementos que el profesional que atiende a un paciente terminal debe tomar en consideración y, para los que la formación previa recibida puede haber sido desigual según el origen de la misma que haya tenido lugar en cada caso. Son puntos para los que la formación del geriatra durante su período de residencia puede haber ofrecido lagunas, pero que, en sentido contrario, esta misma formación representa algunas fortalezas perfectamente accesibles a otros profesionales con poca experiencia en lo que supone el manejo del paciente anciano. Conjugar conocimientos y homogeneizar equipos de trabajo representa un reto en este sentido.
Reflexiones finalesQuerría concluir insistiendo en algo obvio y ampliamente reconocido tanto en el seno de la comunidad científica como por las autoridades administrativas, por más que en la práctica se actúe bastantes veces como si ese reconocimiento no existiera. Los cuidados paliativos al anciano son una prioridad para la salud pública. Lo son por muchas razones. Por la propia demografía. Por los cambios operados en el patrón de las enfermedades que afectan y matan al anciano, así como lo que supone la esencia de los propios cuidados paliativos. Por la complejidad de las necesidades de este colectivo. Por la importancia y las ventajas demostradas del trabajo en equipo cuando se llega a este tipo de situaciones, e incluso por la misma exigencia de la sociedad.
En este marco no queda sino asumir las recomendaciones de la OMS cuando exige reconocer la necesidad de los cuidados paliativos y en base a ello desarrollar una estrategia que incluya un cuerpo doctrinal, un contenido educativo para los profesionales que trabajen en ese campo, una previsión y provisión de servicios y unas normas sobre planificación, actividad asistencial y programas de investigación7.
En ese contexto los cultivadores de la geriatría siempre vamos a sentir al paliativista como a alguien muy próximo y vamos a encontrar un extenso campo de trabajo compartido, que incluirá la puesta en marcha de programas comunes en cuestiones que abarcan desde la docencia básica y la formación continuada hasta la colaboración en actividades asistenciales y en diseños de investigación.