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Vol. 55. Núm. 2.
Páginas 107-113 (marzo - abril 2020)
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Geriatría en España 2020. Retos principales
Geriatrics in Spain 2020: Main challenges
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José Manuel Ribera Casado
Cátedra Emérita de Geriatría, Facultad de Medicina, académico de Número de la RANME, Madrid, España
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Tabla 1. Principales retos de la geriatría española
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Antecedentes

Los inicios de la geriatría en España coinciden en el tiempo con el nacimiento de la Sociedad Española de Gerontología (SEG) que tuvo lugar en Madrid en mayo de 1948, un año después de la británica y a imagen de ella. El empujón definitivo para su nacimiento vino de una sugerencia del Prof. Korantchewsky dirigida a varios profesionales españoles. Los más activos a la hora de recoger el guante fueron el fisiólogo Prof. Francisco Grande Covián, el Prof. Manuel Beltrán Báguena, catedrático de Patología Médica en Valencia que sería el primer presidente de la Sociedad, el Prof. Gregorio Marañón interesado en los temas relacionados con el envejecimiento desde mucho tiempo atrás, y un joven discípulo de este último Francisco Vega Díaz, primer secretario de la SEG y futuro presidente de la Sociedad Española de Cardiología. El primer congreso nacional tuvo lugar en Barcelona en 1950. Información detallada de este proceso puede ser encontrada en otro lugar1. En ese mismo año de 1950, en Lieja, la SEG fue una de las 14 sociedades nacionales fundadoras de la Asociación Internacional de Gerontología (IAG)2.

Durante los primeros años sus socios fueron todos médicos. Su actividad, restringida y siempre centrada en temas clínicos, quedaba circunscrita en la práctica a los congresos nacionales que, de forma muy irregular, se iban celebrando en diferentes lugares. La SEG también estuvo presente, de forma más o menos activa, en los distintos congresos internacionales de la IAG desarrollados durante ese periodo.

A partir de los años sesenta se van incorporando otros profesionales de la atención al anciano (trabajadores sociales, enfermeros, terapeutas ocupacionales, etc.) y se consolida como nombre definitivo el de Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (SEGG). En 1966 nace la revista oficial de la SEGG, que se ha mantenido viva de forma ininterrumpida hasta la actualidad. En esa década nace, crece y se consolida un servicio autónomo y pionero en el Hospital Central de la Cruz Roja. Sus responsables adoptan el modelo asistencial hospitalario británico e introducen por primera vez en España aplicados a la geriatría conceptos como los de unidades de agudos o de media y larga estancia, hospitales de día, equipos de atención a domicilio, consultas externas monográficas, sesiones interdisciplinares y otros. En paralelo, organizan jornadas de formación que empiezan a dar a conocer en el país los principios fundamentales de la medicina geriátrica y las novedades que van surgiendo en el ámbito de la especialidad.

En los años setenta el acontecimiento más importante es el reconocimiento oficial de la Geriatría por la administración como especialidad médica en 19783. Ello hace que se constituya la Comisión Nacional de la Especialidad de Geriatría y que se pongan en marcha programas específicos de formación posgraduada vía MIR como camino para alcanzar el título oficial, tal como ocurriría con las demás especialidades médicas reconocidas. Por esos años fracasan varios intentos de desarrollar servicios asistenciales de geriatría en otros hospitales. La vitalidad de la SEGG sigue centrada en los congresos y en las actividades articuladas en torno a la Cruz Roja.

Al inicio de 1984 se establece la primera unidad de geriatría (sería servicio autónomo desde 1987) en un hospital español cabeza de área, el Clínico San Carlos en Madrid4. En los años siguientes de manera muy lenta van surgiendo en la red hospitalaria pública nuevas unidades o servicios de geriatría, normalmente ubicados en centros de destino incierto por haber perdido su razón de ser original y para los que era necesario encontrar otra finalidad (antiguos hospitales antituberculosos, psiquiátricos o dependientes de otras instituciones como las diputaciones provinciales). Estas nuevas estructuras se organizan vinculadas a un hospital de primer nivel y sus servicios y unidades, incluidos los de geriatría, entran a formar parte del organigrama de los mismos.

Un salto cualitativo tiene lugar en los primeros años noventa. Tras unos acuerdos muy elaborados entre el Ministerio de Sanidad y la SEGG5–6 se crean en los años centrales de la década hasta en catorce hospitales otros tantos embriones de futuros servicios de geriatría, bajo el nombre inicial de «unidades de valoración y cuidados geriátricos». Al mismo tiempo van apareciendo con cuentagotas servicios de geriatría autónomos en hospitales generales de nueva planta o rediseñados en sentido amplio (Getafe, Gregorio Marañón). A partir del cambio de siglo, se va a producir un aumento progresivo en el número de unidades y, en menor medida, de servicios de geriatría en la red pública hospitalaria, e, incluso, en algunas redes y centros privados. Todo ello se lleva a cabo con un alto grado de lo que con toda propiedad cabría calificar como «roñosería» por parte de los gestores y de las instituciones implicadas. Dotaciones pobres en cuanto a personal y material, ubicación variable en los diferentes organigramas funcionales y grandes lagunas y desigualdades geográficas más o menos inexplicables en lo referido a su implementación.

Es también el momento en el que empiezan a proliferar, inicialmente en Cataluña, los llamados centros sociosanitarios, instituciones intermedias entre las residencias clásicas de ancianos y los servicios médicos hospitalarios. Sus competencias se mueven esencialmente dentro del ámbito de la geriatría. Otro detalle importante ya en este siglo ha sido el reconocimiento oficial en el año 2010 de la especialidad de enfermería geriátrica y la puesta en marcha de los primeros programas de formación especializada de enfermería a través del sistema EIR.

A mi juicio los factores que han determinado los avances para el desarrollo de la especialidad producidos en estos últimos 30 años han sido esencialmente cuatro. En primer lugar la buena imagen transmitida por los servicios pioneros. La difusión, lenta pero constante, de las buenas experiencias en términos de respuestas clínicas o de reducción de gasto, así como una percepción positiva por parte de los propios ancianos y de sus familiares, fueron creando un ambiente favorable al conocimiento de lo que podía ofrecer la geriatría y contribuyeron a abrir puertas. Otro factor favorable muy importante fue la toma de conciencia de las autoridades sanitarias y de los gestores locales de los hospitales de las ventajas derivadas de contar con un servicio (o unidad) de geriatría suficientemente dotado, que posibilitara la incorporación de residentes de la especialidad. Ello suponía una doble ventaja: un aumento en el número de trabajadores sin costo adicional para el centro y, en paralelo, mayor prestigio institucional.

Un tercer elemento positivo para entender este crecimiento viene dado por lo que la especialidad ha supuesto, allí donde ha entrado, en términos de apoyo para otros servicios preexistentes, sobre todo en los departamentos quirúrgicos y a la cabeza de ellos, como paradigma de colaboración, en los de traumatología. En esta última década han surgido unidades de ortogeriatría en numerosos hospitales españoles con tasas de rendimiento tanto en términos de salud como económicos ampliamente recogidas en la literatura científica española e internacional.

Un cuarto factor, más diluido y de cuantificación compleja, sería, en línea con el primero mencionado, el ambiente social favorable a esta forma específica de atención sanitaria derivado de los cambios demográficos, lo que ha facilitado una permeabilización generalizada en el seno de la sociedad acerca de los aspectos más positivos que puede ofrecer la geriatría. En esa misma línea cabría añadir la toma de conciencia de las ventajas de integrar en términos de gestión la atención sanitaria con la social, algo para lo que los geriatras estamos especialmente preparados.

Situación actual

A 1 de enero de 2018 España tenía una población de 46.659.302 habitantes. De ellos un 19,2% (8.971.928) con más de 65 años y el 6,2% (2.900.007) con más de 807. Nuestra esperanza de vida al nacer en ese momento superaba los 85 años en el caso de las mujeres y los 80 en el de los hombres. Son cifras de las más altas del mundo. Las expectativas futuras apuntan hacia arriba y no hacen sino acrecentar este carácter de país envejecido.

Con los datos oficiales disponibles es muy difícil concretar el número de hospitales del sector público que disponen de algún tipo de estructura geriátrica. En muchos casos no aparecen como tal en sus memorias, sino integrados en servicios más globales (Medicina Interna) o adscritos a unidades o servicios más o menos huérfanos como los de urgencias o los de medicina paliativa. Además existen enormes desigualdades geográficas. Mientras que en la Comunidad de Madrid o en Castilla-La Mancha se ha logrado introducir geriatría en todos sus hospitales públicos cabeza de área, existen comunidades autónomas como la andaluza o la del País Vasco en las que la especialidad no está recogida en su cartera de servicios. Algunas estimaciones, a mi juicio bastante optimistas, sugieren que, de una u otra forma, la geriatría estaría presente hasta en una tercera parte de los centros hospitalarios de la red pública. En el sector privado, muy minoritario en el país, esta presencia es todavía más pobre, aunque, por razones que probablemente tienen que ver con el propio «marketing» de las empresas que lideran estos centros, el crecimiento parece que marcha a mayor ritmo en los últimos años.

En el llamado ámbito sociosanitario y en el mundo residencial la presencia de la geriatría está, evidentemente, más desarrollada, con un crecimiento que se ha acentuado en las dos últimas décadas. Más importante, sus gestores han asumido mayoritariamente las ventajas de todo orden que representan la geriatría y los geriatras dentro de sus organigramas funcionales. Ello se traduce, al menos en los de mayor tamaño y en los dependientes de grandes empresas, en una utilización progresiva con tendencia a la generalización de métodos, protocolos y criterios de trabajo propios de nuestro mundo. También en este nivel asistencial, a mi juicio, la transformación sigue siendo insuficiente a día de hoy y dista mucho de ser mínimamente homogénea. En el marco de la atención primaria y de los centros de salud la geriatría, simplemente, no existe.

El número de geriatras titulados activos existentes en España sigue siendo escaso. A falta de un censo fiable es muy improbable, incluso en las hipótesis más optimistas, que lleguen a los 2000. Las plazas-MIR convocadas anualmente, fueron creciendo entre los años 1985 y 2000, pero se estancaron a partir de las primeras convocatorias del siglo actual. Desde entonces se mantienen con pocas variaciones entre las 60 y las 70 en las convocatorias de cada año. Sí que ha aumentado el número de centros con capacidad docente reconocida, aunque a día de hoy todavía andamos en torno a los 30, con una distribución geográfica muy irregular. Son cifras, tanto las de plazas convocadas, como las de centros con capacidad docente reconocida para formar especialistas, muy inferiores a las que idealmente serían deseables dada la demografía del país.

En los últimos treinta años ha crecido de forma llamativa el interés por la investigación, tanto básica como clínica. Existen al menos dos razones importantes para ello. Una podría ser que el punto de partida era muy pobre lo que facilitaba el crecimiento. En España hasta los años ochenta la investigación gerontogeriátrica era excepcional, salvo, quizás, mínimas excepciones centradas en el área de la biogerontología. Junto a ello, ha contribuido a mejorar este campo el hecho de que todos los temas relacionados con el envejecimiento hayan sido declarados preferentes en los programas de las distintas agencias de investigación, públicas o privadas, tanto en España como en Europa y en el resto del mundo. También cuenta favorablemente un mayor acercamiento del geriatra al mundo de los investigadores básicos, e incluso el incremento en las formas de trabajo inter- y multidisciplinar, lo que ha hecho posible programas y proyectos ambiciosos donde la presencia de la geriatría es solo una parte de los mismos. La traducción práctica de este interés ha sido un aumento muy considerable en el número de tesis doctorales presentadas en las diferentes universidades, así como la aparición creciente de artículos científicos en revistas de buen nivel, no siempre necesariamente de la especialidad, tanto en el ámbito local como en el internacional.

Un déficit mantenido y nunca superado tiene que ver con la enseñanza universitaria. La entrada de la geriatría en los programas de grado referidos a profesiones de instauración relativamente recientes, como enfermería, terapia ocupacional, nutrición y alguna otra, se puede considerar aceptable. También en disciplinas más clásicas como en los grados de psicología y farmacia, aunque en estos casos de manera muy desigual dependiendo de las diferentes universidades. No es así en todas las profesiones. Por ejemplo, en el caso del grado de trabajo social, donde, pese a ser la atención al anciano el destino profesional posterior de una elevada tasa de sus estudiantes, se siguen ignorando de manera sorprendente estos contenidos en sus programas curriculares.

En cuanto a medicina la legislación establece desde el año 1990 que los programas de pregrado deben incluir contenidos geriátricos8. Sin embrago su incorporación real dentro de estos programas es muy escasa, se viene produciendo de manera desigual, muy lenta y, por lo general, con la docencia directa asignada a profesionales ajenos al mundo de la geriatría. En estos momentos solo hay tres profesores numerarios oficiales de geriatría en las universidades públicas del país, y el número de profesores asociados específicos apenas alcanza unas pocas decenas. Se trata de una materia muy sensible que preocupa a la SEGG, tal como recoge un documento reciente elaborado por el grupo de trabajo de enseñanza pregraduada de la propia SEGG9.

Principales retos

Los retos con los que nos encontramos son numerosos. Así lo destacaba no hace mucho, aplicado el marco de los Estados Unidos, el experto John Morley10 en la revista de la Sociedad Americana de Geriatría. La situación, aun con matices que en algún caso podrían ser importantes, no difiriere en lo esencial entre los países de nuestro entorno. La enumeración de estos desafíos puede variar de acuerdo con el nivel de exigencia donde coloquemos el listón y, como es lógico, se deriva de los datos que se acaban de exponer. A efectos de presentación me he permitido establecer siete apartados (tabla 1). Como punto previo destacaré que los retos de la geriatría hay que entenderlos a partir del marco mucho más amplio del envejecimiento y de su encaje en el conjunto de la sociedad11. Así lo hacía el grupo de trabajo de Naciones Unidas sobre envejecimiento cuando recordaba en agosto de 2013 tres cuestiones muy importantes. Que las personas mayores siguen teniendo una visibilidad muy escasa, que los mecanismos para garantizar el pleno disfrute de sus derechos civiles, políticos, sociales, económicos y culturales son insuficientes e inadecuados. Y que hay que elaborar un nuevo contrato social que responda a una mayor protección de los derechos de las personas mayores. Todo ello es aplicable al campo de la salud y al de la geriatría12.

Tabla 1.

Principales retos de la geriatría española

El reto asistencial 
La cronicidad y la dependencia como retos a superar 
Los retos clínicos 
El reto de la investigación 
El reto de la enseñanza en el pre- y en el posgrado 
El desafío que representa buscar vías de colaboración con otras especialidades y con otras profesiones 
Demoler tópicos. El reto de la imagen 
El reto asistencial

Hoy, en España, el reto fundamental es llegar a cubrir de manera global el conjunto de la red hospitalaria del país. Cada hospital, al menos los más importantes, debería disponer de un servicio de geriatría, bien dotado y abierto a la colaboración con el conjunto de las diferentes estructuras implicadas en su organigrama. Es una aspiración histórica de la SEGG con algunas resistencias en el mundo de la salud, lo que unido a las previsibles dificultades administrativas está retrasando su cumplimiento. A este respecto resulta oportuno recordar la afirmación de la Prof.ª Mary Tinetti, expresidenta de la Sociedad Americana de Geriatría (AGS), cuando afirmaba que la geriatría «es una metadisciplina –quizás la única– que trasciende e informa a cualquier otra disciplina o especialidad médica»13.

La demografía sanitaria ayuda a entender esta necesidad. En nuestros hospitales, excluidas pediatría y obstetricia, casi la mitad de las camas están ocupadas por personas mayores de 65 años. Por ello la presencia de la geriatría y la aplicación sistemática de los principios de la medicina geriátrica debiera ser obligatoria. Se contribuiría así a aplicar unos cuidados de alta calidad a los adultos de mayor edad, se lograría extender los conocimientos geriátricos básicos a otros colectivos y se ampliaría el número de profesionales de la salud capaces de utilizar estos principios. Son objetivos que incluía ya un grupo de trabajo de la AGS para su propio país en el año 2005. He destacado previamente la colaboración actual, bastante extendida, con ortopedia y traumatología, pero muchos otros servicios, no solo quirúrgicos, sino también médicos como oncología, cardiología, neurología y bastantes más, pueden verse beneficiados por esta colaboración. De forma especial quiero mencionar las áreas de urgencias y de cuidados paliativos donde la presencia de geriatras va creciendo constantemente, aunque lo sea de una manera informal y con ella una atención más específica y dirigida al colectivo de edad avanzada, representado de forma mayoritaria en este tipo de unidades.

Otro reto es conseguir la presencia del geriatra como consultor en los centros de atención primaria. Aunque nunca se ha cuestionado que el seguimiento del paciente anciano corresponde al médico de familia, en determinados casos, bien por ser muy complejos o por cualquier otra razón, debería estar prevista la posibilidad del asesoramiento de un profesional de la geriatría. Gestores y usuarios pueden ser buenos colaboradores para lograr este fin. Conseguir que la gestión médica al máximo nivel en el ámbito de los centros sociosanitarios y de las residencias se base en los principios de la medicina geriátrica constituye un desafío paralelo que, al menos en parte, ya se va logrando.

Un objetivo específico e ineludible es evitar toda forma de discriminación por edad, algo muy extendido en cualquier esfera de la sociedad14, pero que también se encuentra con mucha frecuencia en el ámbito de la salud y de las prestaciones sanitarias15. Los geriatras y nuestras instituciones deberemos estar siempre atentos tal y como se nos recuerda desde Naciones Unidas16.

En definitiva se hace necesario insistir en puntos como la importancia de sensibilizar y educar a la población y a los profesionales, planificar adecuadamente y, obviamente, aportar recursos, aumentar el número de geriatras y de proveedores de servicios. Mejorar las políticas públicas al servicio de la persona mayor es algo en lo que siempre deberemos insistir. Una variante del reto asistencial es integrar en la gestión del día a día lo sanitario con lo social, algo de lo que estamos lejos y que solo se contempla con cierto interés en el mundo de los cuidados a largo plazo. Destacaría, finalmente, la necesidad de que los profesionales intentemos aplicar y conseguir también en este campo el reto de la medicina de las «cuatro P», predictiva, preventiva, personalizada y participativa17.

El reto de la cronicidad y de la dependencia

En España se aprobó en 2006 la que se conoce como Ley de Dependencia18, cuya aplicación efectiva está siendo mucho más laboriosa de lo que inicialmente se pensaba19. Desde su puesta en marcha ha sufrido varias reformas y ha originado casi un millar de disposiciones legales para su aplicación procedentes tanto de la administración central como de las autonómicas y municipales. Importa destacar que alrededor de una de cada tres personas mayores de 65 años en España presenta algún grado de dependencia. La patología crónica se encuentra detrás de la mayor parte de las mismas.

Se sabe que la mejor forma de enfrentarse a estas situaciones es prevenirlas y evitar así su aparición, algo que apenas se contempla en el desarrollo de la Ley y que es un objetivo por el que los geriatras venimos luchando desde el principio. En este contexto encontrar y poner en marcha programas que incidan en la prevención de las situaciones que generan dependencia representa un reto complementario al que siempre deberemos atender. El conocimiento de los diferentes factores de riesgo que facilitan los procesos generadores de dependencia y la lucha contra ellos por todos los medios a nuestro alcance será la base para una buena prevención.

La cronicidad plantea problemas de todo tipo. Problemas de costes (más gasto en pensiones, en salud y en servicios sociales, estancias hospitalarias largas e inadecuadas, aumento en el consumo de fármacos, mala adherencia terapéutica, etc.); pero genera, sobre todo, un problema humano para quien la padece y para su entorno. Afecta a su calidad de vida, da lugar a dependencias varias, incrementa los gastos del protagonista, limita sus expectativas de todo tipo, condiciona la vida de sus cuidadores y, con frecuencia, conduce al anciano dependiente al abandono y a la marginación social.

El paciente mayor con problemas crónicos cubre en su mayoría no ya los criterios de fragilidad –un concepto, por cierto, emanado de la geriatría– sino el conjunto de los elementos definitorios de lo que entendemos por «paciente geriátrico», por lo que la presencia del geriatra en este campo parece poco menos que ineludible. Aquí el problema muchas veces se plantea en términos que cabría calificar de «gremiales» o de luchas de poder entre especialidades. En base a ello se han inventado neologismos más o menos espantosos como el de «paciente pluripatológico» y otros parecidos. También se han establecido «planes» –contra o para prevenir– la cronicidad por parte de algunas CC. AA. e incluso del propio ministerio, para los que en muchos casos no se ha contado con la geriatría a la hora de su elaboración, ni a la de su aplicación y seguimiento. El liderazgo –y la atención directa– en la lucha contra estas situaciones debe corresponder a personas o colectivos que estén capacitados para ello. La geriatría y los geriatras por vocación y por conocimientos parecen muy cualificados para afrontar este reto.

Los retos clínicos

La actividad clínica, sobre todo la hospitalaria, pero también la ambulatoria y la residencial, afrontan cada día nuevos problemas y situaciones a los que se hace necesario dar respuesta. La lista de estos retos puede ser enorme, más aún si se entra en el análisis de cada uno de ellos y en el porqué de su inclusión. Enumeraré los que considero más relevantes y extendidos. Ver cómo han surgido estos retos a lo largo del tiempo muestra una continuidad perfectamente definible. Hace 40-50 años el foco se ponía en los recién descritos síndromes geriátricos, algo que hasta entonces no se valoraba como problema de salud. Prototipo de estos síndromes podrían ser las caídas. Más tarde –últimos decenios del siglo XX– la idea central fue buscar una metodología que facilitase la aproximación diagnóstica del anciano complejo. Se entraba de lleno en lo que conocemos como «evaluación geriátrica integral». En las últimas décadas han aparecido nuevos desafíos. Cabe citar aquí el tema de la fragilidad, su valoración y sus consecuencias; el de la sarcopenia, o, en una visión más amplia, todos los problemas relativos a la nutrición; o los esfuerzos por conseguir un mejor manejo en el uso de los fármacos, un apartado en el que se están introduciendo como novedad más o menos controvertida a día de hoy los llamados fármacos senolíticos20.

A los nuevos retos clínicos hay que añadir los tradicionales que siempre requieren actualizaciones y protocolos adaptados a los avances que van teniendo lugar. Otro capítulo extraordinariamente amplio. Resolverlo bien exige un buen conocimiento y manejo de la patología específica. Las más habituales son la musculoesquelética, con la osteoporosis y su consecuencia más llamativa, la fractura de cadera. Lo mismo cabe decir de la patología cardiovascular y de la respiratoria crónica, de muchos de los cánceres más habituales, de la diabetes, de las pérdidas sensoriales, de las cuestiones relacionadas con el final de la vida, y, evidentemente, el reto de buscar y encontrar medidas eficaces para prevenir o, en su caso revertir el deterioro cognitivo, un problema ante el que nos encontramos especialmente desarmados. La lista puede ser infinita.

Una llamada de atención –otro reto– acerca de lo que cabría considerar pecado por omisión en la práctica diaria: la explotación de los datos. Todas estas cuestiones a las que acabo de aludir se presentan como problemas habituales en el día a día en la medicina geriátrica, pero no siempre el clínico se decide a sacar partido de las mismas en lo que a su vertiente investigadora se refiere. Lo que conocemos como «la clínica» debe siempre ir de la mano con la investigación21.

A caballo entre la atención clínica inmediata, el seguimiento y control del paciente, sus posibilidades de adaptación funcional y la propia gestión en cualquier nivel asistencial, aparece el reto de desarrollar y aplicar los avances tecnológicos, desde la telemedicina, hasta la posibilidad de superar limitaciones funcionales o de servirse de ayudas basadas en robots o en otro tipo de modelos22. El énfasis hay que ponerlo tanto en familiarizar al anciano y a sus cuidadores con las tecnologías más adecuadas en cada caso como en el intento de trasladar sus eventuales aplicaciones al entorno más próximo del propio domicilio. Algunos aspectos concretos sobre los que cabe esperar beneficios en el futuro inmediato son: a) una mejora multidireccional en información y en comunicación, b) avances en las medidas de soporte en materia de salud, c) mejoras en la interacción hombre-máquina en cuestiones como las tareas domésticas, la movilidad o los sistemas de monitorización de la salud, d) oportunidades en el campo de la rehabilitación, y, en general, mejoras en todo lo concerniente a la calidad de vida23.

El reto de la investigación

Las oportunidades en este terreno son muy altas. El estudio del envejecimiento, de los factores que lo determinan, de sus consecuencias, de la forma de afrontar los problemas que se derivan del mismo y, en general de cualquier aspecto relacionado con el tema, representan un campo preferencial para las diversas agencias de investigación. Las vías para entrar en este ámbito pueden ser múltiples. La más directa en relación con la geriatría y los geriatras es, como ya quedó apuntado, la directamente clínica, aprovechar el trabajo del día a día para generar conocimiento. También la centrada en otros aspectos próximos como puede ser la epigenética, la investigación epidemiológica, la que se deriva del mundo organizativo (gestión) o del sociosanitario. Todo ello está muy poco desarrollado y ofrece vías muy amplias de trabajo y de colaboración con otros profesionales, médicos o no, de la atención a la persona mayor24.

La investigación clínica es inexcusable en la práctica geriátrica, como lo es incorporar a la misma para su estudio a los pacientes de más edad, algo que constituye también un desafío y a lo que el clínico suele ser reacio25. Hay que recordar que investigar es siempre una tarea de equipo. Comprometerse a ello supone, como valor añadido, una buena oportunidad para introducirse en la colaboración interprofesional. También, abre puertas al mundo académico a través de la posibilidad de participar en publicaciones de buen nivel y de llevar a cabo el rito de iniciación que representa realizar una tesis doctoral. Como se nos recordaba recientemente la investigación contribuye a limitar las desigualdades en materia de salud26.

El punto clave en la investigación clínica debe estar centrado principalmente en la función. En envejecer sin discapacidad. Investigar acerca de cómo mantener la función, prevenir sus pérdidas y lograr su recuperación. Foco de intervención son los factores de riesgo que determinan estas pérdidas. Cuestiones que tienen que ver tanto con el envejecimiento primario como con el secundario. También aspectos organizativos y de gestión.

Aspecto clave es incluir a personas mayores en los ensayos clínicos, algo que sigue siendo poco habitual. Para ello se hace necesario modificar los criterios de edad, de manera que sean menos rígidos y sin topes innecesarios en su límite superior. También revisar las estrategias de reclutamiento de pacientes e incluir aspectos funcionales entre los objetivos de los estudios25,27.

Mayores problemas plantea el mundo de la investigación básica, de la biogerontología. Sus cultivadores son, sobre todo, expertos de laboratorio, procedentes de campos ajenos a la clínica (biólogos, bioquímicos, genetistas, fisiólogos, etc.). Incorporarse a este mundo solo se logra a través de equipos en los que el geriatra no suele pasar de jugar un papel secundario, aunque en muchas ocasiones pueda llegar a ser imprescindible. En todo caso es una opción válida que nunca debe ser desechada allá donde surja la oportunidad. Así podremos contribuir a eso que se conoce como investigación transnacional, un concepto en alza, muy en boga dentro de la literatura médica actual.

Antes de cerrar este apartado una llamada a favor de los estudios longitudinales que han demostrado en los últimos 50 años su importancia en cuanto al conocimiento de los cambios fisiológicos y patológicos que se asocian al proceso de envejecer. Se trata de una vía de investigación abierta a la geriatría y poco utilizada28. Ofrecen la ventaja adicional de facilitar una colaboración con otros estudiosos del envejecimiento procedentes de muy diferentes campos.

El reto fundamental, a mi juicio, tanto se trate de una u otra forma de investigación es conseguir mentalizar al profesional desde el inicio. Programar actividades específicas en este campo desde su periodo de residencia, enfatizando la importancia de abrirse para conseguir que aproximarse al mundo de la investigación sea visto con normalidad y como algo en lo que es necesario involucrarse.

El reto de la enseñanza

A mi juicio los dos objetivos principales en este campo son: conseguir la incorporación de la geriatría en todos los programas de pregrado de medicina y aumentar el número de profesores universitarios de la especialidad, al menos hasta conseguir el mínimo de un profesor numerario en cada facultad de medicina. Estamos aún muy lejos de alcanzarlo.

Junto a ello, quizás en un segundo plano, otros retos importantes pueden ser: conseguir un aumento en el número de plazas de residentes en las convocatorias anuales de formación de especialistas, tanto en medicina como en enfermería. Lograr, igualmente, que determinados médicos en formación de otras especialidades afines, con elevada presencia de pacientes ancianos en su ejercicio profesional como pueden ser medicina interna, medicina de familia, cuidados paliativos o urgencia, además de buena parte del tronco de las especialidades médicas, se formen en los principios de la medicina geriátrica, incluyendo en sus programas de residencia rotaciones por los servicios de geriatría e impulsando su presencia en cursos formativos, jornadas, congresos o simposios centrados en contenidos geriátricos.

Fuera ya del ámbito estrictamente médico hay que intentar introducir la enseñanza de la geriatría en aquellos planes de estudio de profesiones centradas en la atención al anciano pero donde hoy por hoy no se atienden estos contenidos. El paradigma, ya mencionado, serían las escuelas de trabajo social, pero también en odontología, podología y otras. También actualizar periódicamente los existentes en otras disciplinas.

El reto de la colaboración (con especialidades médicas y no médicas)

Puede resultar extraño que en una especialidad como la geriatría, en la que se enarbola la bandera de la inter- y multidisciplinaridad como método de trabajo habitual, se llegue a plantear como un reto la necesidad de colaboración en el día a día con otros profesionales de la atención al paciente mayor.

Sin embargo, es así. La colaboración no siempre resulta fácil ni es aceptada sin más por unos o por otros. Es necesario hacerlo, tanto por argumentos tácticos como, sobre todo, por razones de fondo. Lo es, sobre todo, en el caso de la medicina hospitalaria. La llegada de la geriatría al mundo de los hospitales se produjo con retraso en relación con otras especialidades más clásicas. Cuando se diseñaron y se abrieron al ciudadano el conjunto de lo que hoy es nuestra red hospitalaria pública, algo que ocurrió mayoritariamente a lo largo de los años 60 y 70 del siglo pasado, la geriatría oficialmente no existía, por lo que se vio excluida a la hora del reparto. El número de geriatras era simbólico, ajeno a la medicina oficial y para nada representativo. Eso explica, en buena medida, las dificultades posteriores y los retrasos subsiguientes a la hora de intentar hacerse un sitio dentro de este panorama.

Lograr hueco en un lugar (hospital) donde los espacios físicos están cubiertos y los organigramas funcionales perfectamente establecidos, solo se consigue o cambiando de nombre (sustituyendo) alguno de los lugares que ya tenía dueño, o mediante la decisión política de una autoridad superior, algo siempre difícil. Conseguir esto último requiere argumentar, convencer y superar tensiones internas perfectamente previsibles. El ejemplo más claro de la primera de estas vías fue el Hospital Clínico San Carlos4. Ejemplo del segundo camino fueron todos los servicios derivados del acuerdo entre la SEGG y el Ministerio al inicio de los años 90. Una tercera vía, que se ha repetido posteriormente, ya entrados en este siglo, pero que exige como punto previo una cultura social y médica consolidadas en pro de las ventajas de la geriatría y unas experiencias anteriores positivas, ha sido la de incorporar desde el principio la especialidad a medida que se han ido abriendo nuevos hospitales. Para que esta vía de entrada sea reconocida y pueda recurrirse a ella ha ayudado en gran medida buscar y encontrar aliados potenciales poco cuestionados dentro del propio centro. Entre ellos los más activos a lo largo de estos años han sido habitualmente nuestros compañeros traumatólogos.

Sin embargo, la necesidad de colaboración va mucho más allá de cualquier planteamiento táctico y entra de lleno en lo que podríamos llamar razones de fondo. El paciente geriátrico es muy complejo, suele presentar problemas múltiples con tendencia a la cronicidad, exige un seguimiento mantenido y lleva, habitualmente, asociados problemas sociales que van mucho más allá de la salud, pero que inciden necesariamente en la misma. Todo esto nos obliga a trabajar con otros muchos protagonistas, médicos o no, a establecer protocolos conjuntos de actuación y a reconocer unas competencias ajenas complementarias con las propias29.

El reto en este campo tiene una doble vertiente. «Talibanes», partidarios de conductas maximalistas, se dan en ambos campos y suponen otro de los retos que deben ser superados. La aversión hacia la geriatría puede encontrarse en algunos profesionales procedentes de otras especialidades médicas próximas, que piensan que el geriatra les priva de parte de sus competencias. Quizás el ejemplo más típico procede de determinados internistas, pero también la podemos encontrar –cada vez menos– en el mundo de la gestión. Hasta hace poco no era raro escuchar de boca de algunos gerentes de hospital la expresión «para que quiero geriatras si me sobran internistas». Pero también se da el fenómeno inverso, rechazo desde la geriatría a lo que se considera incompetencia y conducta desleal por parte de unos profesionales médicos a los que se considera –con o sin razón– carentes de una preparación específica en el ámbito de la medicina geriátrica. La colaboración con medicina interna es inexcusable y nunca debe plantearse en términos de antagonismo. Condición necesaria es el deseo de hacerlo por ambas partes y, también, tener claros los términos de esa colaboración.

Con los profesionales de los recursos sociales la colaboración es imprescindible y no suele plantear excesivos problemas. El núcleo de este reto es encontrar siempre la mejor manera de unir fuerzas. Esto pasa por tener en cuenta las circunstancias locales y las posibilidades reales de llevar acabo unos programas de colaboración efectivos edificados sobre unas bases sólidas de realismo y de confianza mutua30.

Demoler tópicos. El reto de la imagen

Cuando decidí dedicarme a la geriatría lo primero que escuché fue que si me había vuelto loco. Se trataba, decían, de una especialidad triste en la que lo habitual era que los pacientes te durasen poco porque se morían enseguida. No es verdad ni lo uno ni lo otro. Ni es triste –quizás sea el tipo de paciente más agradecido–, ni es cierto que no puedan vivir muchos años superando procesos agudos e incluso adaptándose bien a problemas crónicos. Tópicos y desconocimientos en relación con nuestra especialidad existen muchos, en gran parte negativos. No es este el lugar para enumerarlos y comentarlos con cierto detenimiento, pero sí para destacar como una de nuestras obligaciones la de luchar contra ellos.

Deberemos desterrar ante nuestros compañeros médicos la idea de que la geriatría es una especialidad de segundo orden, sin contenidos propios y que cualquier médico que vea pacientes de edad avanzada puede considerarse geriatra. Se trata de un tópico muy extendido, producto de la ignorancia. Ser geriatra va mucho más allá de ver pacientes ancianos. Implica información asumida de los cambios que ocurren a lo largo del proceso de envejecer y de sus consecuencias de todo tipo incluidas aquellas que tienen que ver con las formas de aproximación diagnóstica y terapéutica. También una metodología de trabajo específica basada en lo que llamamos valoración geriátrica integral y un conocimiento de los problemas que se derivan de los síndromes geriátricos. Junto a ello información sobre los eventuales recursos sociales de los que se puede disponer y hábito de trabajo interdisciplinar. Implica, sobre todo, afecto y comprensión hacia el anciano enfermo. En este contexto cabría incluir también el desafío que representa promover una educación sanitaria al conjunto de la sociedad poniendo especial énfasis en aquel sector de la población –los mayores y su entorno más inmediato– en los que se focaliza nuestro trabajo.

La mejor manera de transmitir estos mensajes es dando a conocer en qué consiste nuestro quehacer y los resultados que obtenemos. Difundiendo lo que la especialidad es y representa por todos los medios a nuestro alcance. Como decía una antigua presidenta de la AGS, quizás con un exceso de optimismo, «el interés creciente por los principios de la doctrina geriátrica es excitante, estimulante y gratificante. Quienes trabajamos en este campo sabemos, por experiencia, que cuando aplicamos estos principios en nuestro trabajo obtenemos buenos resultados. Ahora que nos encontramos en la cresta de la ola resulta imperativo aprovechar la oportunidad para acumular información sobre las ventajas que ofrecemos, generar datos y difundirlos»31. A este respecto conviene retomar las palabras de la ya mencionada Prof.ª Tinetti cuando nos recuerda que «somos tímidos a la hora de presentar nuestros logros, de hacer valer nuestras evidencias, de vender nuestros productos y de definir nuestro lugar… lo que más desconcierto genera es haber sido incapaces de ofertar un producto único, común y consistente sobre quiénes somos y lo que hacemos»13.

La sociedad en general tiene, a mi juicio, una visión más positiva del geriatra y de la geriatría que la de los propios compañeros médicos. También, probablemente, más ajustada a la realidad. El problema puede venir de que el eco de lo que somos y para lo que valemos sigue sin llegar a sectores muy amplios de la población. Aquí deberemos centrar nuestros esfuerzos en utilizar los medios de comunicación para tareas de información general sobre lo que es y pretende la geriatría y las posibilidades que ofrece tanto desde la perspectiva de la salud como de apoyo en aspectos sociales. También en la divulgación acerca de cuáles son y cómo actuar ante las dudas más habituales, y, especialmente, en todo lo que tiene que ver con la prevención y en la necesidad de que el (los) anciano(s) conozcan y exijan sus propios derechos, evitando cualquier forma de discriminación por edad.

En definitiva los desafíos que afronta la geriatría española no son muy distintos de los de cualquier otro país de nuestro entorno, como no lo son las formas de aproximarnos a ellos para buscar las soluciones pertinentes. Cubren campos muy variados y en la lucha por encontrar soluciones deberemos ir de la mano de otros expertos médicos y no médicos. Probablemente, educación, investigación y lucha contra la discriminación por edad constituyen los tres ejes centrales que articulan estos retos y que deben focalizar nuestra actividad. Los contenidos del documento de SEAPA que hoy se presenta suponen un soporte doctrinal común no muy alejado de lo que aquí se expone y representan una referencia autorizada ante muchos de los problemas reflejados.

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Conferencia pronunciada en la Real Academia Nacional de Medicina de España el 1 de octubre de 2019 con motivo de la presentación del documento de SAPEA titulado «Transforming the future of Ageing».

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