Parece que nuestras sociedades encuentran dificultades para adaptarse al enorme aumento de población anciana y que, desconcertadas, tienen la tentación de encarar el problema imaginando una homogeneización que permita aplicar criterios generales. De hecho, se trata de una población dispar, en la que hay personas muy dependientes y otras, en cambio, con una relativa buena salud. Es frecuente encontrar a ancianos autónomos que continúan desarrollando actividades lúdicas e intelectuales, activas, sociales y participativas. Pero, incluso en estos casos, algunas de nuestras actitudes reflejan una incomprensión que, finalmente, lleva a una marginación que ellos sienten como una amenaza. No sólo no somos capaces de imaginar en ellos, por ejemplo, la posibilidad de una vida sexual, sino que nuestras ofertas sanitarias presentan sesgos muy significativos. Así lo denuncia el grupo de Geriatría de Albacete en un artículo del presente número: «Actualmente, en nuestro país —dice—, el manejo de los pacientes mayores con cáncer está sesgado por el simple hecho de su edad cronológica, a pesar de los estudios que demuestran que éste no debería ser por sí solo un parámetro suficiente para la toma de decisiones1. Lo que demuestra que así se tiende a una prestación menor de posibilidades sanitarias (diagnósticas, terapéuticas, de cribado y ensayos clínicos) en algunos.
Es verdad que el envejecimiento implica una serie de deficiencias funcionales que, aunque no constituyan por sí mismas una enfermedad, deben ser bien analizadas para calibrar el verdadero riesgo de una actuación terapéutica; también lo es que acostumbra a asociarse a procesos patológicos. Pero este análisis debería individualizarse al máximo para evitar generalizaciones abusivas que conlleven exclusiones injustas. No puede admitirse una protocolización que no incite a un estudio personalizado de la actual situación biológica, psíquica y del entorno de cada persona; sobre todo en el caso del «colectivo» que estamos tratando aquí. No podemos escudarnos en la fácil generalización del grupo «vejez» para obviar el trabajo de discriminar cada decisión para cada enfermo. Es evidente que esto requiere un esfuerzo suplementario y que las condiciones actuales (las laborales, las de gestión, las curriculares, etcétera) no lo favorecen: el médico tiende a ver al enfermo anciano como un enfermo-problema, imprevisible, no gratificante, que gravará su estadística. La enfermera constata que absorbe una dedicación mayor; incluso en el medio hospitalario se reclamará la presencia familiar para su cuidado mínimo, no para su compañía. Y el gerente ve en él un «proceso» demasiado gravoso; y dirá, con curiosa sorpresa, que la mayoría de los recursos sanitarios se gasta en el último año de la vida (lo que debería ser tan obvio como decir que en los primeros años de la vida se gasta la mayoría de los recursos educativos).
Durante siglos, el arsenal terapéutico era tan escaso e ineficaz que el anciano recibía unos cuidados limitados, pero tal como los había previsto, generalmente junto a los suyos. Ahora, en cambio, ha vivido inmerso en plena proliferación de nuevas tecnologías milagrosas y lleno de optimismo; y, sin embargo, al final, puede ver que todo aquello no resulta tan útil para él como había previsto, y que se ve expropiado de algunas decisiones que le interesan simplemente por ser «demasiado mayor». A unas actuaciones ya no podrá acceder a causa de protocolos restrictivos y otras, al contrario, le pueden ser impuestas a su pesar.
Los profesionales de la salud estamos obligados a corregir esta realidad, porque atenta contra las expectativas y los derechos de los ciudadanos, contra su dignidad, y socava el pilar básico de nuestra profesionalidad. Deberíamos saber analizar críticamente muchas de las situaciones cotidianas. Citaremos sólo dos ejemplos, pero habría muchos. Uno es el de las indicaciones quirúrgicas, y el otro el de los tratamientos de sostén aplicados habitualmente. Los dos muestran lo imprescindible que es llegar a una decisión personalizada para cada enfermo, y que, para hacerlo bien, hay que poner en marcha un diálogo deliberativo, es decir, destinado a que se participe en él lealmente para llegar a una decisión compartida.
Las indicaciones quirúrgicas las tomaba antes el cirujano, quien asumía grosso modo el riesgo posquirúrgico y reclamaba una confianza ciega y una cierta impunidad. Ahora, con la proliferación de las unidades de reanimación y la exigencia de los servicios de anestesia, la calidad de la decisión puede mejorar enormemente; pero, en ocasiones, aparece una nueva escisión que perjudica a algunos enfermos, sobre todo a los mayores y con multimorbilidad. Por una parte, el cirujano puede indicar intervenciones excesivas y desentenderse del cuidado postoperatorio que ya no controla. Por otra, al anestesista le puede costar poco suspender una intervención y desentenderse del futuro de un enfermo que conoce poco y no tratará. Aunque dicho esquemáticamente, esta tendencia demuestra, en primer lugar, el peligro de aplicar sin más protocolos, ya sean quirúrgicos o preanestésicos (y aunque hayan sido consensuados), con demasiada generalización y desde una mirada demasiado especializada. En segundo lugar, que para ponderar el riesgo, tomar la mejor decisión y responsabilizarse de las consecuencias, se precisa una deliberación sobre cada caso concreto que implique a los distintos profesionales. Sólo así, en sesión conjunta, podrá llegarse a una decisión responsable, esto es, de la que todos puedan «responder». Salvo que conviene recordar aquí que la última palabra, la decisión final, corresponde en principio al enfermo, aunque sea muy anciano; y que esto es aplicable, no sólo a la propuesta de actuación, sino también a la de abstención, siempre que la disyuntiva sea razonable y ambas posibilidades estén (utilizando un concepto discutible) «indicadas». Es verdad que, en nuestra cultura, es corriente que el enfermo mayor pida una cierta delegación en familiares o en el propio equipo médico, pero conviene recordarle entonces que tiene unos derechos a la información y a la decisión que nosotros, profesionales, estamos dispuestos a respetar; es más, que estamos dispuestos a ayudarle a ejercerlos a su manera en cualquier momento. Vejez no es sinónimo de incapacidad2.
Siguiendo precisamente esta reivindicación sobre la apropiación por parte del enfermo de las decisiones que le atañen, habría que esforzarse por descubrir, y tener más en cuenta, las preferencias de cada cual y las limitaciones que pueda oponer a nuestra actuación terapéutica antes de aplicarla. Otra vez, solamente a través de un diálogo previo y leal podremos conseguirlo; y es una cuestión de disposición más que de tiempo. Se trata de superar una simple relación contractual que, para los casos difíciles (y cada paciente anciano lo es o lo será), no es la verdadera alternativa al paternalismo ancestral. Hace falta ir más allá y poner en tensión la voluntad de llegar a una relación más personalizada, en que la curiosidad del profesional ayude a desvelar temores, expectativas y límites3. La escasez de documentos de voluntades anticipadas (de directrices previas, se dice ahora), que los profesionales aconsejan y ayudan a confeccionar, demuestra un desinterés preocupante. Porque, a la hora de la verdad, pueden ser una ayuda; no ya para defender una decisión respetuosa, pero comprometida con un documento, sino, sobre todo, porque del diálogo habrá surgido un mayor conocimiento y, alo mejor, un compromiso, aunque sea verbal.
Toda indicación y decisión sanitarias requieren la misma valoración individualizada sin discriminación y el mismo respeto al mundo personal que cada cual ha ido construyendo y en el que debemos intentar encajar. En el caso de la vejez, esto requiere un cambio de actitud importante. Un parámetro para medir el grado de civilización de una sociedad puede ser la mejora en este sentido, y los profesionales de la salud deberíamos ser pioneros en este esfuerzo.